Читать книгу Elías Nandino. Prosa rescatada - Elías Nandino - Страница 12

La muerte en la poesía de Xavier Villaurrutia

Оглавление

Muchos críticos y poetas, nacionales y extranjeros, se han ocupado de la poesía de Xavier Villaurrutia. Han hecho notar, sobre todo, su rigor, su disciplina, su limpieza, su profundidad y sus influencias. Entre el grupo de Contemporáneos del que este poeta formó parte, es indudable que fue uno de los más representativos. Su obra poética, aunque no muy abundante, tiene un sello muy personal y nos hace convencernos de que a pesar de sus otras actividades literarias (teatro, crítica) él fue esencialmente un poeta. A diez años de distancia de su muerte su obra crece y las nuevas generaciones, más y más, admiran su mensaje y su maestría, tratando de tomar ejemplo en la tenaz participación de la inteligencia que hizo que cada uno de sus poemas fuera un acto medido y pensado, y no un caprichoso fluir de lo que antiguamente se ha llamado inspiración. Este poeta mexicano nos enseñó que cada poema debe ser un verdadero acto de conciencia. Lo que más distingue a su poesía de la de los demás poetas de su época, es su preocupación por la muerte. No hay palabra que use sin imponerle una tarea mortal. A cada verso le infunde una temperatura helada. Nada es inmóvil en todo lo que escribe porque todo padece un continuado escalofrío.

La fuerza de su poesía está en la constante estructuración de su propia muerte. El poeta vive muriendo por sentir cómo, minuto por minuto, su muerte crece dentro de él mismo, con la fuerza de un fuego frío que busca desbordarse. Para él la vida es un indivisible cauce de pulsos que trabajan en la construcción de su salida. Se siente habitado por un ángel mortal que dirige sus pasos y, todo goce o dolor, lo piensa y lo traduce como una célula más en el fantasma voraz que teme y que desea. Desde uno de sus poemas iniciales. «Ya mi súplica es llanto», deja asomar su nostalgia mortal que después será el principal móvil de su poesía.

Yo soy un deseo, Señor

ya lo diga mi voz, ya mi concreto

silencio, ya mi supremo llanto

en el supremo dolor,

no soy sino un deseo,

Señor.

Sólo en este poema y en «Estancias nocturnas» se le escucha implorar a Dios. También en uno de sus últimos poemas: «Soneto del temor a Dios». Después de esto, aunque creyente, ya no vuelve a implorar sino a su muerte, pero ya con un amor pagano, suicida… Suple todo misticismo a la Divinidad con la ardorosa pasión de su búsqueda mortal. Podríamos afirmar que cada poeta tiene su manera personal de sentir su muerte. Santa Teresa, Quevedo, López Velarde y Supervielle (de este último es de quien Villaurrutia tuvo mayores influencias) la amaron, la temieron o la expresaron de distinto modo. En cambio, este poeta mexicano la fue labrando como Rilke, de sí mismo, como elaborada por sus propias manos, como fruto irremediable de su existencia y nos la canta con la intensa ebullición de su agonía.

En el prólogo de sus obras completas, que publicó el Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas, el poeta Alí Chumacero afirma: «Sin embargo, es preciso decir que, entre bromas y veras, se nota cómo, desde sus incipientes ensayos líricos, Villaurrutia se planteó un pretexto que sería el predominante: la muerte». Yo no creo que el símbolo de la muerte haya sido en este poeta un pretexto, sino una verdad intrínseca a su temperamento. El amor, el temor y el deseo que él padecía por la muerte no era de ninguna manera artificial, sino derivación de una sensibilidad atormentada que, a fuerza de consentir un frío autoanálisis en propia carne, llegó a crear en sí mismo el goce de una obsesión indominable. El desequilibrio en el poeta es su estado normal, de lo contrario sería inmóvil e indiferente a todo lo que lo rodea. Su poder no está en el ver la verdad que todos ven, sino en crear la verdad que él quiere que vean. Por eso el poema no es por el poder de su verdad sino por la verdad de su mentira que, en suma, denuncia el tentaleo de un hombre desesperado y rebelde, que lucha contra el misterio para arrancarle la careta de mentira con que nos anonada y nos castiga. ¿Qué es lo desconocido sino una mentira que puede volverse verdad? El poeta miente, sí, pero para decir su verdad, y si proclama que el silencio habla es porque él ha escuchado y entendido su lenguaje. El poeta es un loco, sí, un loco que comprende más que los cuerdos.

Villaurrutia fue un hombre que habitaba en la percepción de su fuga y no sobre la tierra. Nunca pudo olvidar que estaba en un viaje y que su vida era un partir y partir en un derrumbe universal que su pensar estimulaba. Entre zozobra y esperanza disfrutaba de su existencia que sólo era una continuada búsqueda desesperada.

¿Y quién entre las sombras de una calle desierta,

en el muro, lívido espejo de soledad,

no se ha visto pasar o venir a su encuentro

y no ha sentido miedo, angustia, duda mortal?

No hay un poema de Xavier Villaurrutia que no esté transido de un hálito fúnebre, de una espera trágica. Hasta el amor, la pasión, el goce sexual o el paisaje, los unge en no sé qué sabor de muerte que ya no son lo que son, sino espasmos nocturnos que llegan y huyen, que huyen y llegan, como rostros sin facciones que miran a través de lo oscuro con una fuerza agresiva, acariciante y esperanzada.

¡Todo!

circula en cada rama

del árbol de mis venas,

acaricia mis muslos,

inunda mis oídos,

vive en mis ojos muertos,

muere en mis labios duros.

Es una posesión sensual, sexual, física, espiritual y mística la que con obsesiva avidez descubre y exalta en todo lo que ve, lo que no ve o lo que adivina. Ama y defiende ardientemente a su muerte con el temor de no alcanzarla, y con el temor, también, de hacerla suya.

sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte

en esta soledad sin paredes.

A todas las palabras con que construye sus poemas, las hace que olviden su verdadero significado para imponerles un clima mortal. A la misma palabra «fuego» que extiende su poder quemante, la deshace de su poder y la transforma en un inofensivo enjambre de fuegos fatuos. Hielo, temblor, ceniza, niebla, sombra, sepulcro, espejo, sueño, miedo, duda y humo, son el material con que entreteje colores e incolores para darnos la exacta imagen de su muerte viva.

dudo sin responder

a la muda pregunta con un grito

por temor de saber que ya no existo.

El poeta, al sentirse perecedero, se excita y se duele dudando si su vida será la realidad de su muerte, o si su muerte será su verdadera vida. Un constante desconcierto lo hace perder la certidumbre de ser, y llega a pensar en que quizá él sea solamente la ajena fuerza de otras vidas.

Muda telegrafía a la que nadie responde

porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

Xavier Villaurrutia amaba las sombras. Es en ellas en donde cosechaba sus mejores visiones. Aleccionó sus sentidos y debajo de la oscuridad y de sus párpados pudo, exactamente, percibir y dibujar las palpitantes líneas de las múltiples presencias que con atracción hambrienta lo cercaban.

Porque vida silencio piel y boca

y soledad recuerdo cielo y humo

nada son sino sombras de palabras

que nos salen al paso de la noche.

El poeta juzga su existencia como un naufragio invisible y se goza en la reflexión de que es de él mismo de donde va naciendo y creciendo su muerte. Todas sus horas no son sino un diálogo continuado con la marea de asomos, ecos y acechos que sin caras lo circundan. Nunca se siente que camina solo y, ya sea en el muro, en el horizonte o en el silencio, siempre percibe otra voz quemadura, otra voz quema y dura que agresivamente lo envuelve y lo enamora. Sus reacciones oscilan del amor al temor, del deseo a la repulsión, y es así que pasa los días y las noches clamando y huyendo, alcanzando y escondiéndose de una muerte que ya ha dejado se haga nudo en sus entrañas.

Miedo de no ser nada más que un girón de sueño

de alguien —¿de Dios?— que sueña en este mundo amargo.

Miedo de que despierte ese alguien —¿Dios?— el dueño

de un sueño cada vez más profundo y más largo.

[…]

¡Seré polvo en el polvo y olvido en el olvido!

Pero alguien, en la angustia de una noche vacía,

sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido

dirá con mis palabras su nocturna agonía.

Es increíble cómo Villaurrutia se siente trascendido por su muerte. Toda emoción la vincula a ella y, hasta en los instantes de deleite junto al cuerpo amado, mide y capta la fuga del tiempo que, más y más, lo acerca hacia la fúnebre quietud de la carne. Con curiosa inteligencia suma y resta la inevitable marcha en el esférico camino que lentamente sabe devorarnos. Pocos poetas han saboreado el lento y amargo goce de morir a pausas.

Cuando cierro los ojos pensando inútilmente

que así estaré más lejos

de aquí, de mí, de todo

aquello que me acusa de no ser más que un muerto

[…]

Siento que estoy viviendo aquí mi muerte,

mi sola muerte presente,

mi muerte que no puedo compartir ni llorar,

mi muerte de que no me consolaré jamás.

[…]

El miedo de no ser sino un cuerpo vacío

que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar,

y la angustia de verse fuera de sí, viviendo,

y la duda de ser o no ser realidad.

Es, en su Décima muerte, donde en diez décimas acendró con inteligente esmero toda la percepción de su muerte. Cada una de ellas es como la perfecta faceta de un diamante que, al beber la luz, la devuelve transformada en la palpitación de una sola llama alcanforada y fría. Todo el poema es como el agua que, al volverse rocío, ya no es agua, sino la redondez transparente de una gota adherida al cáliz de una rosa, que resiste y refleja en su entraña la síntesis de todo el universo.

este caer sin llegar

es la angustia de pensar

que puesto que muero existo.

[…]

¿No serás, Muerte; en mi vida,

agua, fuego, polvo y viento?

[…]

pueda, sin sombra de sueño,

saber que de ti me adueño,

sentir que muero despierto.

[…]

Y será posible, acaso,

vivir después de haber muerto.

[…]

¿qué será, Muerte, de ti

cuando al salir yo del mundo,

deshecho el nudo profundo,

tengas que salir de mí?

[…]

si en vista de tu tardanza

para llenar mi esperanza

¡no hay hora en que yo me muera!

Entre sus últimos poemas, hay un «Epitafio» en que resume toda su fe en el morir. Hay en él todo el fuego de un presentimiento. Es una cuarteta que al leerla se hunde indoloramente en la carne como un delgado y filoso escalofrío.

Duerme aquí silencioso e ignorado

el que en vida vivió una y mil muertes.

Nada quieras saber de mi pasado.

Despertar es morir. ¡No me despiertes!

La Capilla. Revista del Taller de Literatura Elías Nandino, Guadalajara, Jalisco, núm. 3, octubre, 1982, pp. 16-20.

Elías Nandino. Prosa rescatada

Подняться наверх