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Las reglas de los Miranda



—Es que no me lo puedo creer.

Aiko e Ivonne intercambiaron una rápida mirada con la cabeza gacha. Pilladas por la cámara, y nada de salvadas por la campana. Hacía diez minutos que había terminado la hora del almuerzo, y Caleb Leighton seguía dando vueltas como un tigre enjaulado por el despacho, meditando si matarlas de un zarpazo. Cada dos por tres apuntaba con la mano al monitor del ordenador, donde supuestamente la grabación repetía una y otra vez la travesura de Ivonne. Eso había dejado a Aiko sin defensa, que entró culpándose diciendo que le dio un codazo a la alarma de incendios sin querer. Al carajo su idea magistral, porque la pantalla capturaba a Ivonne con las manos en la masa.

—Lo voy a preguntar una sola vez más. —Una pausa—. ¿Por qué lo hizo?

Ivonne no contestó, tal y como su abogada temporal, la propia Aiko, le había recomendado. Sabía que le estaba costando. Ivonne no era fácil de impresionable, quizá por eso se complementaban tan bien, pero Caleb Leighton enfadado y dando órdenes haría que Hitler se cagara en los pantalones.

—Yo la mandé a hacerlo —dijo Aiko—. Sé que las cámaras no graban conversaciones, pero se lo dije. Antes de reunirme con Miranda le pedí que me hiciese el favor de pulsar la alarma.

—¿Por qué?

—Porque... hacía... mucho calor.

Caleb le dedicó una fulminante mirada verde radiactiva. A ella casi le dio por encogerse de hombros. Ni que hubiese dicho alguna mentira. Hacía un bochorno de cojones en esa habitación, no le vino nada mal que la hubiesen rociado con agua. De hecho, si hubiese sido una cámara de gas en lugar de un riego líquido, lo habría pasado mejor. A ver si es que se pensaba que ella estaba muy feliz por haber empapado todo el bufete y haberse dejado en evidencia.

—Mira, no estoy de humor para gilipolleces. Más te vale decirme cuáles eran tus intenciones, o me las arreglo para que esto afecte a tu trabajo. Que seas socia no te exime de responsabilidad, Sandoval.

—Deja que Ivonne se vaya y te responderé.

Caleb ni se lo pensó dos veces. Le señaló la puerta a la secretaria y ordenó que la cerrase. Menos mal que conocía a su amigo lo suficiente para no temer por su vida, o de lo contrario habría tenido que recurrir esta vez al extintor para defenderse. Que, ahora que lo pensaba, el extintor podría haber sido más efectivo contra Marc Miranda. Y menos molesto...

—¿Y bien? —insistió él, apoyando los nudillos sobre la mesa—. ¿Vas a darme una explicación?

—La explicación es ridícula.

—Me importa un carajo. Quiero escucharla.

Aiko se mordió el labio. Era una pésima mentirosa, cualidad que compartía la familia Sandoval al completo. No podría inventar algo sobre la marcha para proteger su dignidad. Y aunque pudiese, su imaginación no alcanzaría para sonar creíble. Como le dijese que era un juego o una apuesta, se cabrearía más aún. Si se inventaba que en realidad había sido Ivonne... Dios mío, claro que no. Haría cualquier cosa para despedirla y no se lo merecía. Así que...

¿Qué manera había de explicarlo? Porque el hecho de que Caleb fuese su amigo tampoco la libraba de ponerse colorada haciendo referencia a un tema como aquel. De hecho, lo complicaba bastante. Hacía tiempo que Caleb se había cansado de escuchar batallitas con otros hombres involucrados, concretamente en el aspecto sentimental. No podía juzgarle por eso. Siempre formaron un equipo muy especial, pero a raíz de sus escarceos y citas que no iban a más con compañeros y galanes, la actitud de Caleb respecto a su vida amorosa se había resentido. Ya no quería cubrirla, ni aconsejarla, ni oír hablar de

sus quedadas.

Tendría que pasarlo por alto esa vez.

—Tiene que ver con un hombre —dijo esperando que fuera suficiente para abandonar sus pretensiones.

El ceño de Caleb se acentuó.

—¿Qué hombre? ¿La jodida Antorcha Humana? Porque no puedo explicarme la relación entre un cliente y el sistema de apagado de incendios.

—Bueno, a ver, la Antorcha Humana no es... No en el sentido literal, aunque se le parece... —Dejó de hablar conforme la mirada de su amigo se iba oscureciendo—. Vale, te lo voy a explicar, pero tienes que jurarme sobre todas las canciones de Pedro Negrete que no te vas a reír.

Ahí lo había pillado. Para Caleb, la cultura mexicana era intocable, a veces innombrable por todo lo que arrastraba detrás. Su madre había sido natural de Puebla antes de casarse con un empresario de Vancouver, y aunque en efecto, adoptó la doble nacionalidad canadiense en vida, tuvo tan presentes sus raíces que las transmitió a su hijo único. En consecuencia, Caleb se ablandaba un poco a la sencilla mención de cualquier herencia materna.

Justo lo que necesitaba para que no sacara la escopeta del cajón y pusiera fin a su existencia.

—No es Pedro Negrete. Es Jorge Negrete, o Pedro Infante —corrigió más tranquilo—. ¿Me ves con cara de reírme?

Esa era otra. Con tremendo palo incrustado en el culo dudaba que soltase una carcajada. Además de que se trataba de Marc Miranda, su reconocida némesis. Por Dios, no se iba a reír. Se iba a pillar un cabreo de proporciones épicas. Pero le debía esa explicación.

—Vale, suene como suene... Recuerda que cada persona es un mundo, y ante una situación en la que su vida corre peligro, reacciona de manera distinta.

»Sabes que Miranda y yo trabajamos juntos en el divorcio de los Campbell, ¿verdad? Pues como no pueden ni verse, la otra vez..., quedamos a solas para comenzar las negociaciones. Él... —Carraspeó—. Es un poco intenso. Intenso de narices. Intenso elevado a la máxima potencia. Intenso como para ir a la cárcel. Y digamos que me hace sentir tan incómoda y... nerviosa, e histérica, que... Fue por cuestiones de salud, ¿de acuerdo? No quería morir de un ataque del corazón allí metida.

Debería haber visto venir que Caleb se lo llevaría a lo personal, le daría la peor interpretación posible y procuraría disculparla solo para enaltecer el terrorismo presente en la figura de Marc Miranda. No porque la exageración estuviese en su composición genética, que también, sino porque ella se explicaba como el puñetero culo y había sonado bastante mal.

Lo vio incorporarse lentamente.

—¿Me estás diciendo... que ese tío te estaba acosando?

¿Acosar? Esa palabra sonaba muy mal, pero si se tomaba como referencia la definición de la Real Academia Española, pues lo que había hecho era exactamente eso. Acoso en toda regla. «Perseguir, sin tregua ni reposo, a un animal o a una persona». A lo mejor no había corrido detrás de ella, pero ni haciéndolo con una bazuca se habría sentido tan acorralada.

Madre mía, pero es que tampoco iba de eso. ¿Por qué iba a poner como ejemplo del buen definir a la RAE, que había incluido «cocreta» y «fragoneta» en su diccionario...? Mejor dejarlo en que, técnicamente, la acosó. Y fuera de todo tecnicismo, incluyendo variables como su reacción ante el problema, se puso cachonda. Así que no contaba. ¿Verdad? ¿Qué dirían las feministas? Porque Aiko se consideraba una y lo veía muy exagerado...

—¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Un tío te acosa y solo se te ocurre pedirle a Ivonne que desate la alarma? Si estabais aquí, pides un momento para ir al baño y vienes a decírmelo.

—Es que no tengo por qué depender de nadie para defenderme de...

—Ah, no quieres depender de mí, que puedo ponerlo en su lugar, pero sí de tu secretaria. No me jodas, Kiko —bufó. Trasladó la mirada a un punto a su derecha, con la mandíbula apretada como la de un boxeador—. ¿Qué te hizo? ¿Te intimidó, o te puso la mano encima?

Aiko parpadeó varias veces seguidas, nerviosa.

¿Sí...?

—Eh...

Caleb devolvió la vista a ella, tambaleándose hacia la preocupación.

—¿Lo hizo? —preguntó en voz baja—. Joder. Joder, joder, joder.

—Eso de joder precisamente no lo hizo... —intentó bromear. Dios santo, ¿cuándo se había desmadrado tanto?—. No me... O sea, sí... No te voy a mentir, hubo tocamientos por su p-parte, y... lo de la intimidación... si lo describes como en el Código Penal, pues... no sentí miedo como tal, solo...

—Lo voy a matar.

—¿Qué? —balbuceó—. A ver, no, no, no, nos estamos yendo de la cuestión. Fue muy agresivo a su manera...

—¿Agresivo? ¿Encima se puso violento? Voy a...

—¡No! A ver, me sentí violenta, eso es verdad, pero no empleó la fuerza. Sabe imponerse de otras formas, ya sabes...

—¿Cómo que «de otras formas»? ¿Te chantajeó? —Empezaba a palpitarle una vena en el cuello—. ¿Amenazas?

—No, no. Cal, escúchame...

—Voy a ponerle una denuncia ahora mismo.

—¡Que no!

Aiko lo detuvo abrazándolo por detrás. Caleb se puso tenso al instante, como le pasaba siempre que lo tocaba. Lo soltó enseguida para evitar problemas y se aclaró la garganta.

—Cal, él no hizo nada que pueda considerarse delito. Es posible que actuara en contra de mi voluntad verbal, me sintiese atacada y pasara miedo en algún momento, pero es porque me asustaba cómo me estaba sintiendo yo... Y mi voluntad era otra muy distinta a la que reflejaba al hablar. Te lo repito: nada denunciable. Ni despreciable, en realidad.

Caleb no se dio la vuelta, sino que se quedó inmóvil. Aprovechó que no tenía que mirarlo a la cara para inspirar hondo y ser honesta.

—La verdad es que me gusta. Gustar en el sentido sano y simpático del término. Me siento atraída hacia él. Pero sabes que mis nervios de chica torpe son comparables a los de las protagonistas de Scream cuando las amenazan con un cuchillo. Me entró el histerismo e hice el ridículo. Lo siento muchísimo, Cal. Si algo se rompió por culpa del agua, descuéntamelo del sueldo.

Se quedaron en silencio durante unos segundos, en los que Caleb no hizo ademán de moverse ni un solo centímetro, y ella no supo a dónde dirigirse.

¿Se quedaba allí hasta que dijese algo? ¿Daba la vuelta e iba a la máquina a sacar una chocolatina...? Cuando Cal estaba en sus momentos de meditación, forzosa o voluntaria, Aiko le hacía compañía en silencio. Era la única persona en el mundo con la que se sentía cómoda sin mediar palabra, y era mutuo. Pero en ese caso era distinto, porque no sabía qué estaba pasando por su cabeza, y generalmente no le costaba averiguarlo.

—Caleb.

Alargó un brazo para tocarle el hombro.

—No se rompió nada. El sistema está hecho así para saltar en pasillos y salas sin equipamiento tecnológico —respondió con voz robótica. Se giró, mirándola por fin a los ojos. No sabría decir si parecía triste, o incómodo, o ultrajado... O solo vulnerable—. ¿En serio? ¿Marc Miranda?

—Oye, yo no elijo quién pasea por mi cabeza —se defendió en tono moderado. Lo último que quería era enfadarlo más.

—Ni tú ni nadie —farfulló volviendo a protegerse de todo y todos detrás de su escritorio. Añadió, en voz baja—: Si se pudiera cambiar, la vida sería menos desagradable.

—Ya te he dicho que lo siento. Fue una niñería y una estupidez, lo admito.

—Y como niñería o travesura, ¿qué procede ahora? ¿Castigarte sin recreo? ¿No dirigirte la palabra en las próximas veinticuatro horas?

Aiko suspiró. Lo que ese hombre tenía que soportar siempre por parte de todos sus empleados, compañeros y amigos no era ni siquiera razonable. Ganaba mucho dinero, y sin embargo, a nadie le parecía suficiente comparado con las gilipolleces que debía tolerar. Sobre todo en casa. Aiko no era la que se metía en los peores líos: si se comparaba con la que armaban sus padres, Aiko I —por diferenciar, y porque estuvo antes— y Raúl Sandoval, o las escenitas que improvisaba su hermana —con las que él también debía lidiar—, era una santa. Quizá por eso lo pasaba tan mal cuando le decepcionaba. Porque era la única persona en la que podía confiar para no llevarse disgustos.

—Le dejé claro que no voy a permitir que siga atosigándome con su labia —expresó. No era eso exactamente lo que le había soltado a Marc, pero bueno, eso no tenía por qué saberlo—. Nada parecido volverá a pasar. Mantendremos una relación profesional.

—Como sea, no me importa. Pero si te molesta de cualquier forma, o insiste, dímelo y actuaré. No voy a permitir ni media gilipollez por parte de un flipado que piensa que puede tener todo lo que quiera, como y cuando quiera, incluyendo mujeres.

—No creo que sea mala persona. Ni tampoco tan engreído. Solo...

—Para ti todo el mundo es bueno y justo, algo bastante incoherente teniendo en cuenta en qué trabajas —espetó, de mal humor—. No me gusta ese hombre, Aiko. Me da muy mala espina. Que se haya metido en un ámbito del Derecho que no tiene nada que ver con él y pretenda... tener algo contigo, es bastante sospechoso. Sé de varios trapicheos suyos, lo suficiente para declarar que suele haber malas intenciones detrás de lo que hace.

—Mira, no lo conozco lo suficiente para contratacar, pero tú tampoco eres su amigo del alma para hablar así de él. Cal, como abogado no puedes permitirte prejuzgar a nadie. Se supone que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, y a mí no me ha hecho ningún daño. A ti, que yo sepa, tampoco.

—No todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario; la presunción de inocencia no se aplica en Estados Unidos y estamos en Miami.

—No estoy hablando de la presunción de inocencia como derecho, sino como principio de mi personalidad.

— ¿Y porque sea un principio de tu personalidad, también debería serlo de la mía? Te estoy diciendo que es basura. En su vida personal y en su vida laboral. En la segunda bastante peor. Me consta. Puede que solo me base en rumores, pero cuando el río suena es que agua lleva.

Y no olvides que he coincidido con él varias veces. Sé cómo es el trato y cómo se maneja, y no es el prototipo de hombre honrado.

Aiko no supo qué decir ni qué pensar. Solo que le molestaba lo que estaba diciendo. Era verdad que Caleb podía ser un ejemplo de buena persona, de hombre preocupado, honesto y leal... Cuando se le conocía. Sin embargo, antes de entrar en contacto con él, podía resultar desagradable y maleducado, así que no estaba como para hablar en esos términos del resto. Todo estaba sometido al relativismo de quien mirase. ¿Por qué para él todo debía que ser blanco o negro? No dudaba que Marc tuviese defectos, como ella los tenía, como Cal los tenía... Pero eso no le hacía un criminal.

La pregunta real era, en realidad, por qué diablos le molestaba que Caleb se refiriese a él de esa forma. Por norma general, a Aiko no le gustaba estar delante cuando alguien despotricaba de un tercero no presente, ni le reía las gracias a los que ponían por los suelos a otros solo por humor. Pero en ese caso concreto, se irritó de veras. Y se vino abajo.

Ni que Marc Miranda significase algo importante en su vida. Sin embargo, era bastante insultante, y no solo para él, que diera por hecho que fue seductor con ella por un objetivo oculto. Aiko sabía que no era ninguna belleza sobrenatural, y que en el ambiente en que él se movía, daría una patada y saldrían mil quinientas mujeres más atractivas. Pero dolía que insinuara que no era capaz de llamar la atención de alguien, y que si lo hacía, no era real.

—Muy bien, ha quedado claro tu punto —murmuró Aiko—. Menos mal que nos limitaremos a zanjar un divorcio y no deberé tratarle mucho más. No quiero conocer ese lado tan terrible y detestable del que hablas.

Caleb debió darse cuenta de que le había hecho daño, porque se puso en pie enseguida y la siguió hasta la puerta, diciendo su nombre varias veces.

—Eh. —Se interpuso en la entrada cuando intentó pasar—. Si tú... Si se porta bien contigo, me alegro. No me sorprendería que domaras a un demonio y le acercases al paraíso. Solamente te decía que... no me da buena espina. Y si te hace daño de cualquier manera...

—Pues lo solucionaré. Puede que a veces me pase de inocente creyendo en los demás, pero no soy estúpida —cortó, mirándolo a la cara—. Nunca me he equivocado con nadie, Cal. Desde luego que es peligroso. Y no niego que sea un bellaco cuando se le presenta la oportunidad. Pero ninguna de las dos cosas te hace un cabrón despreciable.

»Igualmente, me remito a lo principal. He dicho que me gusta, no que pretenda hacer algo para que sea correspondido —puntualizó. Abrió la puerta y le lanzó una mirada elocuente—. Tú debes saber mejor que nadie lo que significa eso.

Cerró tras de sí, dándole tiempo a ver la cara que se le quedaba a Caleb. No pensaba retener esa imagen por mucho rato. No se consideraba rencorosa; ninguna Sandoval lo era, en general, y no se regodearía en su mandíbula apretada porque hubiera tocado un punto que le dolía. De hecho, al cruzar el pasillo para conseguirse algo de la máquina expendedora, se sintió incluso mal por recordárselo. No debía olvidar que Caleb tenía un bloqueo emocional desde los diez años que le impedía demostrar afecto, además de realizar actividades de alto riesgo como declararse a la persona amada sin saber si le correspondería. De todos modos, él ya sabía cuál habría sido la respuesta. La propia Aiko avaló su suposición después de enterarse de sus sentimientos.

En cualquier caso, la dejó hecha polvo la discusión. Podían llamarla sensible o imbécil, pero nunca se peleaba con Caleb y que la hubiese intentado convencer porque creía tener la razón, le hacía daño. Estaba cansada de que esa sobreprotección que todo el mundo proyectaba sobre ella, de que la trataran como si fuera estúpida y fuese un hecho que iban a partirle el corazón en mil pedazos. Solo porque no iba por ahí desconfiando de todo el que se le pusiera por delante, y porque estaba enferma.

Había demostrado que, pese a sus limitaciones físicas y su personalidad, nadie le pasaba por encima. Llevaba casi los mismos años en el mundo que Cal, y había sufrido menos decepciones que los que sí dudaban de todo. Entonces, ¿por qué esa dichosa superioridad? ¿Qué sabían ellos que ella no hubiera aprendido ya?

Pasó por la recepción del bufete, encontrándose con su secretaria y su fiel amiga, una administrativa llamada Kara que le caía bien. Era otra de esas que supuestamente debía rechazar por tener mal fondo; Caleb no dejaba de decir que era una terrible persona, solo por lucir con orgullo una personalidad excéntrica que se vanagloriaba de sus propios defectos. Aiko pensaba que era auténtica y muy valiente.

—¿Cómo ha ido? —fue lo primero que preguntó Ivonne.

Kara, a su lado, las observó con una ceja alzada, como queriendo enterarse de qué iba el tema. Llevaba en la mano una jaula donde un pequeño minino maullaba sin cesar. Aquello llamó la atención de Aiko.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —Y sonrió por primera vez en el día, agachándose para asomarse. Un gatito gris la miró de vuelta—. Qué ojos más bonitos... ¿Son azules?

Se rio por lo bajinis al ver que el animal dejaba de lloriquear y presionaba la entrada de la jaula con la cabecita, queriendo salir a saludar. Estuvo a punto de abrirla. El cierre no veía sus mejores tiempos

y él parecía con muchas ganas de jugar.

—Sí, entre azules y verdes, depende de la luz. Espero que no le importe que lo trajera, tiene cita con el veterinario en tres cuartos de hora y vivo en la otra punta de la ciudad. Era o venir con él o faltar al trabajo todo el día.

—Claro, no hay problema, aunque por si acaso intenta que no esté muy a la vista. Si hace mucho ruido, pídele a algún júnior que se haga cargo —apostilló, volviendo a incorporarse—. ¿Qué le pasa?

—No lo sé. Últimamente no come casi nada y se pasa el día dando vueltas, con lo vago que es —contestó Kara, haciendo una mueca—. Espero que no sea nada grave. No soportaría la soltería sin gato con el que consolarme. ¿Qué ha pasado ahí dentro? —continuó. Esa mujer enganchaba una con otra—. ¿Tiene algo que ver con los aspersores esquizofrénicos del otro día?

Ivonne la miró, pidiéndole permiso para contárselo. Aiko hubiese preferido que no se hablara de que la mandó a pulsar botones, pero sabiendo que Kara y ella eran confidentes y vivían por y para los cotilleos del bufete, no se lo impidió. Mejor que lo hicieran bajo su supervisión y no a sus espaldas, así por lo menos podría contar su versión esperando que valiera.

Explicó a grandes rasgos que no había castigo para ella, que se haría cargo de lo que Leighton decidiese, y que nadie tenía de qué preocuparse. Después, se dirigió por fin a su querida máquina expendedora y metió unas cuantas monedas para sacar un snack de nachos. El diablo puso allí esa tentación para que no pudiera bajar de peso. Y para que se manchara la camisa día sí y día también. Menos mal que en su bolso, mejor equipado que el bolsillo de Doraemon, llevaba un disolvente de manchas casi mágico.

Pero ese día todo estaba destinado a salir mal, porque en lugar de caer donde debía, la bolsita se había quedado enganchada.

—¿En serio? —bufó. Empujó el cristal con las dos manos una vez. Nada. Otra. Tampoco. Y una tercera... Ni de lejos. El snack se reía de ella—. Oh, vamos. ¿Tiene que ser hoy? ¿Podrías...? —Pegó todo el cuerpo al cristal y le metió un viaje con la cadera—, ¿hacer... el... favor...?

—Solo si se aparta.

Aiko se puso automáticamente en tensión. Dio la vuelta, sin despegarse de la máquina, y enfrentó a Marc como si le hubiese mordido la oreja. Enseguida se imaginó a sí misma teniendo una actitud estúpida y se recompuso, respirando hondo y ofreciendo una sonrisa amable que no tardó en desaparecer.

Dios santo. Nunca dejaba de sorprenderle lo guapo que era.

—Es que se ha quedado atrapado —balbució ella, apartándose—. Seguro que por mi culpa.

—Comprendo al pobre snack —creyó oír de su parte—. Esto es como todo, solo hay que estudiarlo con perspectiva y tomárselo con calma, no ponerse a violar la máquina.

—¿Violar la máquina? La he empujado una vez. Será que estoy muy desinformada de cómo funciona el sexo.

Le vio sonreír antes de agarrar la máquina por los extremos y, de un empuje certero, hacer que el paquete cayera en su lugar. Se giró hacia ella. Sus ojos chispearon.

—¿Está segura de que quiere llevar la conversación por ahí? Mire que yo había venido en son de paz.

Aiko sacó los preciados nachos con el ceño algo fruncido y las mejillas coloradas. Algo en la voz o en la mirada de ese hombre conectaba directamente lo que quisiera que ocasionara el rubor en las mujeres. Ya se había olvidado de las advertencias de Caleb. Solo pensaba en que él estaba allí, y no recordaba que tuviesen cita. Menos mal que siempre se vestía bien, por si acaso.

—¿En son de paz? —repitió.

—Sí. Pensé en enviarle un mensaje, pero creo que habría sido paradójico teniendo en cuenta lo que pretendo.

Aiko parpadeó una vez.

—¿Y qué pretende? Espere, no sé si quiero que lo diga aquí.

—Tranquila, no es nada desagradable. Pretendía disculparme por haber hecho un infierno de la primera reunión. No era mi intención violentarla, solo... ponerme en situación respecto a usted. Por eso agradezco su sinceridad.

Aiko se quedó de una pieza, y de eso él se percató. Metió las manos en los bolsillos del pantalón de traje y lanzó una mirada llena de humor a sus zapatos.

—Es lógico que no se lo trague. Una regla de los Miranda que se va al garete, por primera vez en mi historia.

—¿Regla de los Miranda?

—Sí, ya sabe. Todos los hermanos reunidos y borrachos en una casa rural por Navidad, buscando formas de entretenimiento para no sacarse los ojos... Elaborando al final una lista de reglas. Una de ellas es no disculparse nunca por algo que se hace deliberadamente. Desde luego que mi intención era sacarla de sus casillas —admitió cabeceando—, pero parece que se nos fue un poco de las manos, ¿no cree?

«Está claro que a ti se te fueron mucho las manos, sí. Pero ¿acaso me he quejado...?»

«Focus ahora mismo, Aiko».

—Estoy de acuerdo con lo que dijo. Debemos ceñirnos al objetivo por el que fuimos contratados y atender a los clientes de la forma más profesional posible. Así podremos decir que hicimos un gran trabajo.

Aiko no cabía en su asombro. O sea, que el tío la acorralaba en un ascensor y se ponía a leerle pasajes de una novela erótica, luego se pasaba la tarde con indirectas sexuales, después la manoseaba en un baño como si fuera a encontrar oro... ¿Y ahora se echaba atrás?

Eh, que esto no era ninguna queja por su parte, sino un recopilatorio de los hechos y lo extraño que resultaba que hubiese cambiado

de opinión.

Bueno, extraño como tal, a lo mejor no. No debía sorprenderle que, al darse cuenta de que no iba a catar su cuerpo serrano sin esforzarse, hubiese decidido batirse en retirada. Ni que fuese la primera vez. Le había pasado tantas veces con ligues de una noche, aprovechados de discoteca y otros tantos que ya debía estar acostumbrada. Él era uno de esos, lo supo desde que lo vio. Nada le hacía diferente, salvo la labia y ser más guapo que la media.

Y que ella, en el fondo de su corazón, de su estómago, o de su entrepierna, creyó que la ambición le impediría cambiar de opinión antes de intentarlo. No sabía por qué lo imaginó como un hombre que se esforzaba por obtener lo que quería, que disfrutaba más escalando que admirando las vistas. Quizás porque le habría gustado que así fuera... Que esperase a que concluyese el divorcio, y con ello sus contrariedades, para luego volver a avasallarla.

En fin. No iba a decir que estuviera decepcionada, porque no lo estaba. Estaba tremendamente decepcionada. Eran cosas muy distintas.

Ese hombre había despertado en ella tantos sentimientos desconocidos que incluso se dormía asustada. Y sí, eso podía resultar desagradable hasta cierto punto. Pero era lo que siempre había querido. Sentir pasión hacia alguien y aprender a regularla, a vivirla, no apagarla porque fuese demasiado para ella.

Como siempre, se había venido arriba. No pasaba nada. Habría tardado tres días en darse cuenta de que en realidad no le gustaba tanto, igual que los demás. Ese era su destino, ¿no? Igual que el de Marc Miranda era enamorarse una vez al día. O ni siquiera. Mejor follar una vez al día.

—Claro —asintió ella, sonriendo sin muchas ganas—. Gracias por respetar mis... sentimientos. Y por compartir mi visión.

Un maullido interrumpió el que habría sido un escueto discurso. Aiko miró hacia abajo y observó que el gato gris de Kara se había enroscado en los pies de Marc, tratando de llamar su atención. No supo qué reacción esperaba por parte de él, solo que le sorprendió que levantara las cejas y sonriera sin enseñar los dientes, a caballo entre la incredulidad y la sorpresa.

—¿Qué hace un gato... en un bufete de abogados?

—Qué pregunta tan sencilla y sin significados ocultos para tratarse de usted.

Marc la miró con complicidad.

—Estoy a tiempo de reformular, aunque creo que nos convendría prescindir de las indirectas. La incomodan, ¿no es verdad?

—Tampoco debe perder su esencia por mi culpa.

El hombre se agachó y cogió al gatito, acercándolo a su cara para examinarlo de cerca. Lo acomodó entre sus brazos, con tal naturalidad que pareció suyo.

—Mi esencia debe ponerse a salvo de usted. Mejor será no provocarla mucho.

A Aiko se le escapó una minúscula sonrisa que casi pareció aliviada. ¿Significaba eso que estaba renunciando a su flirteo animal para no incomodarla, y no porque hubiese perdido interés?

—¿Ha venido hasta aquí solo para decirme eso?

—Repito que pensé en un mensaje informal, pero tal vez hubiera invadido su privacidad.

—No me lo habría tomado a pecho.

Marc le sostuvo la mirada, acariciando el lomo del gato.

—Lo sé. Pero soy de los que prefieren zanjar las cosas importantes en persona, mirando a los ojos a mi interlocutor. Creo que se pierden muchos detalles detrás de una pantalla. Y vivo de esos detalles...

—añadió con voz lánguida. Se acercó un poco a ella y le pasó el pulgar por la barbilla—. Parece que le gusta mancharse al comer.

Aiko ni se había dado cuenta de que abrió el snack y se puso a tragar como si estuviera en plena crisis ansiosa. Miró el interior de la bolsa con el ceño fruncido, diciéndole traidor entre líneas. Cualquier cosa menos afrontar con madurez que había vuelto a tocarla.

—Eso dicen. La verdad es que soy una guarra cuando me pongo a tragar. —Al ver la carcajada que aguantaba Marc, carraspeó—. O sea, quiero decir... Siempre que me meto algo en la boca acabo con toda la cara manchada. Mierda, eso ha sonado peor. —Marc se mordió el labio—. Usted me entiende...

—Desde luego que sí la comprendo. Yo también soy un guarro cuando me pongo a tragar.

—Espero que esa frase no me persiga toda mi vida. Es culpa de su pésima influencia.

—Yo diría que es culpa de su subconsciente.

Aiko negó con la cabeza, con los ojos clavados en el gatito. ¿Cómo era posible que nadie se hubiese dado cuenta de que se había escapado? Era monísimo, con los ojos tan azules como el hombre que lo sostenía. Azul celeste, cristalinos... A saber dónde veía Kara el verde. No debía haberse fijado mucho. Y ella tampoco, a decir verdad, estaba más pendiente de los dedos masculinos que se confundían con su pelaje. Esos dedos habían estado antes en...

Un momento.

—¿Por qué tiene las manos...? —Aiko se acercó y le cogió de la muñeca para examinar las rojeces—. ¿Ha salido de casa con este sarpullido?

—¿Qué sarpullido?

—Pues este que tiene a... Dios mío —jadeó al levantar la barbilla en su dirección. Los mismos preciosos ojos, la misma cara perfecta... Solo que en una piel surcada por manchas de urticaria.

—¿Qué pasa?

Aiko dejó la bolsa de nachos en el suelo y bajó al gato de los brazos de Marc, que fruncía el ceño sin entender nada de lo que estaba pasando.

—Cuando ha llegado no estaba así, ha debido ser que... ¿Es alérgico a los gatos? Mi padre lo es y se pone así cuando hay uno cerca. Bueno, eso es lo de menos, lo importante es si le duele algo, si puede respirar bien...

—No me consta ser alérgico a los gatos, ni entiendo nada de lo que está diciendo.

Aiko lo calló metiendo una mano en el bolso y sacando, entre los mil y un artilugios «porsiacaso», un pequeño espejo que usaba para maquillarse. Se lo tendió y esperó a que diera su veredicto. Se habría reído si no le hubiese preocupado la rapidez con la que se extendía.

—Joder —masculló perplejo—. Me parezco a mi adjunto.

—Debería ir al hospital.

—¿Al hospital? ¿No tiene pastillas para la alergia en su bolso mágico? Mientras llego al hospital, le da tiempo a esto de quitarme mi único encanto, en palabras de Louisa May Alcott.1

Aiko lo miró sorprendida.

—¿Se ha leído Mujercitas?

—Incluso me las he tirado —replicó observando con horror a su reflejo—. Será mejor que vaya a urgencias.

—Le acompaño —decidió sobre la marcha—. Puede que tenga problemas respiratorios en un rato, si se complica la alergia. Debe haber un autobús en dos minutos dirección a...

—Regla número uno de los Miranda: no tomar jamás el transporte público —interrumpió—. Iremos en mi coche. Joder —repitió, sin poder despegar los ojos de su cara surcada por las ronchas—. ¿Me voy a quedar así para siempre?

—Claro que no, es una inflamación temporal... —respondió Aiko mientras llegaban al ascensor. Le quitó el espejo de las manos—. No se torture más.

Fue curioso cómo Marc logró verse pálido aun teniendo la mayor parte del rostro colorado. Aiko no sabía si reírse por su desconocimiento total de la medicina o si preocuparse tanto como él. Debía estar enferma por verlo tan adorable así de inquieto.

—¿Y qué me van a hacer? ¿Van a... inyectarme algo?

—Es probable, sí. Cortisona. ¿Por qué? —Lo dedujo al ver su reacción, que era la de cerrar los ojos, mascullar una maldición y pegar la espalda a la pared—. ¿Le dan miedo las agujas?

—No me dan miedo. Las respeto, que es distinto.

Aiko esbozó una sonrisa tierna y se acercó a él. Marc alargó el brazo para alejarla.

—No te acerques, vaya a ser que te contagie o algo así. —Ella se rio—. ¿Qué pasa? ¿No se contagia? No tengo ni la más mínima idea de estas cosas, pero por lo que sé, a los leprosos los tenían encerrados.

—Tú no tienes la lepra. —Se descojonó.

—Pues se le parece bastante —comentó entre dientes, mirándose en el espejo. Se rascó la mejilla, y luego el cuello, y después las manos... Y volvió a repetirlo—. ¿Todo esto va a propagarse por el cuerpo? ¿Va a dolerme? ¿Quedarán cicatrices?

—Depende de la persona. A algunos se les propaga y a otros no. No duele, pero escuece y pica, y si no se cuida... Lo de las cicatrices no lo sé, yo no soy alérgica a nada.

—Dios... —mascullaba, examinándose con desprecio. Volvió a rascarse—. ¿De esto se muere la gente?

—¡No! Es decir... Sí, pero tú no te vas a morir. Es un ataque bastante leve, los he visto peores.

—Mierda, entonces tengo que llamar a Nick... Ni siquiera me acuerdo de qué ponía en mi testamento.

—Señor Miranda, no le va a pasar nada.

La campanita del ascensor anunció la llegada al recibidor del edificio. Marc salió apresuradamente, frotándose la cara. Aiko lo siguió de cerca. Le puso una mano sobre el brazo, tirando de este para que no se destrozara la piel.

—Si se rasca es cuando le quedarán cicatrices —avisó.

Fue suficiente eso y llegar al coche, un magnífico Mercedes con chófer incluido, para que se estuviera quieto.

Marc entró a trompicones y gruñó un saludo. Ella hizo amago de cerrar, pero la sorprendió cogiéndola de la muñeca con la mezcla perfecta de suavidad y determinación. Era ridículo que incluso con la cara llena de ronchas tuviese ese efecto sobre ella.

—Ven conmigo.

Lo pedía, pero sonaba a orden. Y le gustaba así.

—Tengo trabajo y ya cuenta con la ayuda de su chófer.

—Por favor. Otra regla a la mierda: los Miranda no ruegan.

—¿Y qué hacen cuando quieren algo?

—Lo consiguen sin obstáculos. —Sus dedos resbalaron con pereza hasta soltar la muñeca y tirar de los de ella, casi llegando a entrelazarlos—. Te aseguro que con esta cara no se me ocurriría intentar

algo contigo.

«Accedería igual».

—No soy nadie para dejar a un pobre enfermo en la estacada

—resolvió al final. Entró y cerró la puerta, sintiendo la mirada de Marc sobre ella—. Ahora sí, póngase el cinturón...

Lo pilló esbozando una sonrisa agradecida que fue pronto llenada de matices más complejos, menos humanos, y que hicieron de su expresión algo irreal.

—No es necesario —repuso con serenidad—. Ya me siento protegido.

Aiko sonrió, a caballo entre la conmoción y el enternecimiento. Había sonado casi, casi vulnerable, como si la necesitara para moverse por el mundo. Y eso era una ridiculez. Si le decían que Marc Miranda había salido del vientre de su madre hablando tres idiomas y ligando con la enfermera, lo creería. Lo último que necesitaba era apoyo moral o de cualquier tipo, motivo sobrado para estrecharle la mano profesionalmente y marcharse. Pero Aiko sabía muy bien lo triste que era ir solo al hospital, aunque solo fuese para recibir un pinchazo, y sabía mejor aún lo duro que podía hacerse enfrentar una aguja sin alguien a quien aferrarse... Así que se acomodó a su lado, se puso el cinturón y envió un rápido mensaje a Caleb para avisar de que estaría fuera. No especificó con quién para no cabrearlo. No se lo imaginaba mandándole un emoticono furioso, pero sus «OK.» eran arpones nada sutiles.

—Pero bueno, jefe —exclamó una voz muy profunda con acento extraño—. ¿Qué te ha pasado en la cara? ¿Alguna niña bonita te ha hecho un cumplido?

Aiko levantó la mirada del móvil y se topó con los ojos oscuros de un hombre con marcadas raíces orientales. Debía tener treinta y muchos, o cuarenta y pocos. Por la pronunciación, estaba claro que su lengua materna era el hindi.

Por el rabillo del ojo apreció que la reacción de Marc ante la provocación era sonreír socarrón.

—¿De veras me ves la clase de hombre alérgico a los cumplidos?

—A los míos desde luego, jefe.

—Nunca me has hecho ninguno —apostilló.

—Por eso mismo: deseo lo mejor para usted.

—Pensaba que ibas a especificar que se debe a que no eres una niña bonita.

—¿Eso quién lo dice?

Marc rodó los ojos y se giró hacia ella.

—Este es Yasin, mi chófer. A veces también hace de bufón.

—¡Yasin! —repitió Aiko—. Parece la fusión del dúo Wisin y Yandel. Ya... sin. Olvídelo. —Sacudió la cabeza y extendió la mano—. Aiko Sandoval, abogada civil... o Kiko. Lo que le venga mejor.

El chófer estudió su brazo antes de saludarla con una sonrisa. Era un hombre bastante atractivo, pensó. Pelo tan negro que parecía azul marino, ojos color chocolate y mandíbula sombreada por la barba. Marc debía quererse tanto que solo se rodeaba de gente que compartía virtudes con él.

—Es lo más original que han dicho sobre mi nombre. Encantado de conocerla.

—¿Podríamos aparcar la educación por unos minutos? Estoy intentando sobrevivir —intervino Marc con retintín—. Por favor, llévame al hospital más cercano con servicio de urgencias.

—Ah, que de verdad es tu chófer... ¿Has visto Suits y te han entrado ganas de ser Harvey Specter, copiándolo con la obsesión por la ropa y la gente a su servicio?

Marc le dedicó una mirada lánguida a la par que irritada.

—Yo ya tenía una secretaria pelirroja y un conductor oriental antes de que saliera esa serie, que, por cierto, no tiene ni pies ni cabeza. —Se rascó la mejilla enrojecida—. The Good Wife sí es fiel a...

—No se toque —interrumpió. Marc la miró con una ceja arqueada.

—¿En qué sentido? ¿Solo ahora, o nunca?

Aiko ignoró la provocación, aunque se le hizo cuesta arriba. Muy, muy cuesta arriba. Como escalar el Himalaya sin el equipamiento adecuado.

—Debo tener algo por aquí que sirva para aliviar la picazón.

—Desde luego que lo tiene, pero no está en el bolso —murmuró. Aiko lo miró de reojo.

—¿Ha dicho algo?

—Que sí, que busque en el bolso.

Yasin se rio por lo bajo al virar el volante, una carcajada sutil que Marc copió y acompañó de una mirada cómplice a través del retrovisor. Debían tener suficiente confianza y muchos años de amistad para tratarse con camaradería, lo que no dejaba de sorprenderla. No se había imaginado a un tipo como Miranda dirigiéndose a sus trabajadores con cercanía. De hecho, a estos los imaginaba odiando a su jefe por arrogante y soberbio.

Apartó ese pensamiento. Y a ella qué le importaban las características de las relaciones de Miranda. Pues nada. Su trabajo allí era sacar el termo y un empaque de pañuelos de papel para salvar su carita de ángel caído... Otra cosa sobre la que no era conveniente pensar.

Joder, si es que cerca de aquel espécimen no se podía ser racional.

Suspirando, empapó de agua el pañuelo sin desdoblar y se giró hacia Marc, que la miraba con una mueca desconfiada. Sin pararse a pensar en que estaba difuminando la línea que separaba lo personal de lo impersonal, lo presionó contra una de las ronchas más visibles. La cercanía del gesto fue imposible de evitar, como la sensación de vértigo que la invadió. Si aquel ejemplo de buen vehículo —un Mercedes de gama alta— ya concentraba los olores de Marc, estar pegada a su nariz era un chute. Estaba segura de haber recibido una muestra de su colonia en el centro comercial cuando iba con Caleb...

Claro que el tipo que se la ofreció no la miraba sumido en esa clase de silencio lleno de intenciones. Era todo un reto no sentirse agredida por la forma que tenía de estudiarla, como si estuviera decidiendo si creer en su existencia. No parpadeaba. No quería perderse nada. Y ella no quería perderse cómo evitaba perderse algo, porque entonces se perdería su perdición y en el fondo le encantaba estar perdida... Si es que algo de lo que acababa de pensar tenía algún sentido. Ya ni se lo buscaba. Aquel tipo hacía de las leyes y lo razonable una realidad inaccesible. Estaba destinada a babear delante de sus narices, y ya estaba.

Así era la vida.

—¿Mejor? —preguntó ella, en voz baja—. Debería desanudarse la corbata y echarse un vistazo por si el brote de alergia se hubiera extendido... ¿Qué pasa? ¿Por qué pone esa cara?

Marc lanzó una miradita desenfadada a sus pies.

—Qué criaturas tan caprichosas, las mujeres... Hoy decido que no voy a atosigarla, y hoy mismo intenta aprovecharse de mi situación para verme desnudo. No hay quien os entienda.

Aiko hizo una mueca e intentó por todos los medios no ruborizarse de nuevo. Empezaba a encontrar degradante que el dios de los sonrojos la hubiese elegido como profeta de su religión... el mismo día que conoció a Marc, porque antes no era así. No del todo.

—Deje de llevárselo todo a lo personal.

—Conmigo todo es personal.

—Pues deje de pensar que cualquier cosa que sale de mi boca tiene como propósito... —Lanzó un vistazo nervioso a Yasin, y añadió en voz baja—: algo relacionado con el sexo.

—Oh... Eres de esas chicas. De las que no pueden decir determinadas palabras en voz alta. —Su sonrisa ya de por sí socarrona se torció a un lado, haciéndola más espectacular—. Qué ricura.

Qué ricura por aquí, qué ricura por allá... Era la tercera vez que se lo decía, y no es que estuviese contándolas porque le pareciese sexy esa palabra en su boca, o la forma en que la pronunciaba, sino... Bueno, vale, era por eso. Y porque le ponía de mal humor.

—No hace falta ser soez al hablar. Y puede hacer lo que quiera, no estaba intentando provocar.

—La intencionalidad no anula los efectos, solo es un agravante o un atenuante —corrigió. Cubrió la mano de Aiko con la suya y la guio a la frente—. Me duele más aquí.

«¿Qué hace este ahora?».

—Como sea. Le duela donde le duela, en el hospital le obligarán a quitarse la camisa para revisarlo.

—¿Entonces me pide que me la quite ahora para averiguar lo que se ha perdido, por si luego da la casualidad de no estar presente?

Aiko echó una rápida mirada al conductor, que parecía no estar escuchando nada.

—Mire… No creo que sea adecuado hablar de eso aquí...

—Ah, no se preocupe. Le pago tan bien que podría llevar un cadáver en el maletero sin oír un reproche.

—...y menos cuando hace apenas unos minutos me ha dicho que nuestra relación se limitará a lo estrictamente laboral.

—¿Y qué he hecho para que crea que estoy contrariando nuestro acuerdo? No le he hecho ninguna propuesta indecente, solo me regodeaba en nuestros comienzos. Es algo que mi hermano, el animal social de la familia, hace muy a menudo: referirse al pasado común con un toque de burla para quitarle importancia.

»De todos modos, está metida en mi coche, acompañándome al hospital. Tendría usted la culpa de que esto dejara de ser estrictamente laboral.

Aiko parpadeó una sola vez. Le habían dicho que Marc Miranda no era muy hablador... Debían habérselo perdido en pleno ataque alérgico.

—Le acompaño porque está en una situación delicada, nada más.

—Desde luego me imagino que no habría venido conmigo si se tratara de una extirpación genital... —La estridente carcajada de Yasin los interrumpió—, pero demuestra que en el fondo no le caigo tan mal.

—Nadie dijo que me cayera mal, señor Miranda. Solo me incomodan sus salidas, como esta que acaba de tener.

—No me gustan los cambios de tema bruscos —explicó—. Prefiero reconducir las conversaciones para que el hilo sea fluido... Así que disculpe si aprovecho que todo está relacionado para salirme con la mía.

—Salirse con la suya. ¿Qué quiere conseguir ahora? —inquirió, desconfiada—. Creía que ya lo dejamos todo zanjado en el bufete, antes de que el gato...

Marc bufó.

—Ni me lo recuerde. Si llego a saber el resultado, me lo habría pensado dos veces.

—¿El qué?

—Lo de coger al gato en brazos. Nunca he tenido mascotas, y el perro de mi hermano no me da problemas de este tipo. ¿Cómo se supone que debería haber sabido...? —Desencajó la mandíbula—.

No importa. Volviendo al asunto anterior, lo que quiero es su simpatía. Es obvio que la incomodo. Lo percibo y usted lo ha admitido, así que es hora de cambiarlo. Me gusta causar fuertes impresiones en los demás, y no me importa si derivan en antipatía, envidia o similares, pero usted es una profesional a mi altura y la prefiero como aliada. ¿Me daría otra oportunidad?

«¿Otra oportunidad para empotrarme en un baño? Hecho».

«Aiko, no es así como lo hablamos».

—Ya estamos aquí —interrumpió Yasin. Apoyó el brazo en el respaldo y pulsó el botón del seguro, desbloqueando las puertas—. No le haga caso en nada de lo que diga, Aiko, sobre todo en lo referente al striptease. Cubre sus inseguridades con galanterías inesperadas. Si no se ha quitado la corbata es porque se sentiría Superman sin su capa.

—Así que Superman... ¿Los gatos serían tu criptonita?

Marc puso los ojos en blanco, un gesto que le pareció, además de natural, muy adolescente. Se lo podía imaginar con dieciséis reaccionando así a las broncas de su padre, un pensamiento fuera de lugar, estúpido, romántico, y... En fin, que iba siendo hora de cambiar el chip.

—La gente que se ríe de los moribundos tiene un círculo reservado en el infierno.

—Entonces allí nos veremos. —Yasin les guiñó un ojo—. Estaré esperando a que vuelva en el mismo lugar donde me has dejado, jefe.

—No lo digas como si fueras la Penélope de Serrat2. Te pago para eso.

—Nunca está de más darle un toque sentimental a la situación. Y la canción es de Diego Torres, no de Serrat.

—La versión de Serrat está mucho mejor.

Marc abandonó el vehículo antes que Aiko, que se quedó unos segundos más para oír la carcajada de Yasin. Este subió el volumen de la radio, se quitó el cinturón y la despidió de manera informal con una sonrisa y otro guiño. La personalidad y relación de Yasin con Marc le llamó tanto la atención que no se pudo resistir a preguntarle.

—¿De dónde lo ha sacado?

—¿A Yasin? Vino a Miranda & Moore a pedir trabajo como hombre de la limpieza. Coincidí con él de casualidad, me cayó bien y le pregunté si sabía conducir. Dijo que sí, y aquí estamos.

—¿Es que usted no tiene carné? ¿Por qué contrató a un chófer?

—En días como estos, yo también me lo pregunto —rechinó entre dientes apretando el paso. Se notaba en el estirar de sus dedos que se contenía para no rascarse—. Y sí tengo el carné, pero no me gusta conducir. Soy muy impaciente, el tráfico me irrita más de lo que podrías imaginar y me distraigo con facilidad.

—¿Se distrae con facilidad? ¿Se refiere a déficit de atención, o algo del estilo?

—No —contestó sin mirarla. No parecía con muchas ganas de profundizar en ello, y lo entendía. Lo último que querría hacer era conversar cuando tenía la cara hecha un Cristo—. Cualquier estímulo externo capta mi atención sin importar lo que esté haciendo: es como si tuviese activadas la visión directa y la periférica al mismo nivel de importancia. Y aunque soy capaz de hacer muchas cosas a la vez, cuando estás conduciendo no es lo más recomendable. Parecería bajo los efectos de la cocaína. Por eso preferí conseguirme un chófer. No tiene nada que ver con que me quisiera hacer el importante… —Frenó de golpe—. Joder.

Aiko entendió a qué venía el juramento cuando entró en el hospital. Debajo del letrero de urgencias, iluminado en color rojo, había una sala de espera donde al menos quince personas aguardaban a que llegara su turno. Los ojos de todos viraron al cierre de las puertas dobles, quedándose un segundo en la cara de Marc, y volviendo enseguida a sus propias dolencias.

—No se preocupe por la gente —se apresuró a decir Aiko, pasándole un brazo por la espalda—. Normalmente, va por orden de gravedad, no de llegada. Venga, vamos a recepción a que le hagan el informe.

Tuvo que tirar de su brazo para acercarlo a entrada. Allí, una chica joven e inexperta se tiró casi diez minutos tecleando en el ordenador para imprimir el número y más o menos la hora aproximada en la que lo atenderían.

—¿Qué está haciendo ahí? —masculló Marc, apoyando contra la pared y tirándose de la corbata—. ¿Pulir la tesis doctoral?

Aiko disimuló una sonrisa.

—No sea desagradable, señor Miranda, o perderá su cualidad más llamativa.

—Y yo que pensaba que la había perdido hace media hora. ¿Qué me falla esta vez, aparte de la cara?

—El encanto.

—¿Me encuentra encantador?

—¿Es una especie de pregunta trampa? Porque no quiero retomar la conversación del coche, ni seguir senderos parecidos.

Él negó, y no solo eso, sino que pareció interesado en conocer su opinión. Aiko suspiró y se encogió de hombros, en un intento por quitarle la importancia que tenía. No se le daba bien expresar sus percepciones, y lo que su cuerpo percibía era un maromo de tomo y lomo «más guapo que un tractor pintao», como diría su abuelo jienense.

—Sin duda tiene encanto, aunque hay muchas maneras de ser encantador. La suya se relaciona con la educación, moderación...

—En ese caso celebro que me rechazase hace unos días, o habría descubierto que en determinadas situaciones puedo ser lo contrario a educado... o moderado.

Aiko se rio intentando disimular el histerismo.

—Por décima vez, hoy... creía que había prometido no volver a insinuarse.

—No me estaba insinuando porque no lo hago adrede. Es algo presente en mi composición genética.

—¿Es otra máxima de los Miranda? ¿Algo así como... «No serás políticamente correcto jamás»?

—Nada de eso. Pero sí que tenemos una norma respecto al noble arte de ligar: prohibido utilizar frases hechas con desconocidas.

—¿Frases hechas?

Marc apoyó el codo en el alféizar de la ventana a la que se había pegado. Agachó un poco la cabeza, poniéndose a la altura de Aiko, y la ladeó a la vez que la sonrisa juguetona.

—¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? ¿Tan solita y sin novio? ¿Crees en el amor a primera vista, o tengo que volver a pasar? ¿Cómo? ¿Que tienes pareja? Da igual, yo no soy celoso. Ah, ¿que eres lesbiana? Eso es porque no lo has probado conmigo...

Aiko se echó a reír.

—Vale, vale, he captado el concepto. Muy buena norma, aunque me sorprende que solo haya una sobre el ligoteo. Imaginaba que había seis de diez, o siete de diez, referidas a eso... Es lo que tiene más perfeccionado, señor Miranda.

—Cada uno se especializa en lo que más le gusta. Uno prefiere darle bombo al humor, y otro a la responsabilidad. Como ve, mis hermanos no sienten la misma necesidad que yo de darle a la cama otras funciones.

—De acuerdo... Se me ocurre que debería utilizar una palabra que actuase como código rojo para bloquear cada comentario de ese estilo, visto que no va a moderarse —señaló Aiko, divertida—. Si sigue así no va a ganarse ni mi respeto, ni mi simpatía, ni mucho menos mi amistad... en el remoto caso de que sea capaz de tener una amiga.

Marc fingió consternación con una mueca teatral.

—¿No me ve siendo amigo de una mujer?

—Está demostrando que se le hace cuesta arriba.

—No es mi culpa que se sienta tan atraída hacia mí que se lleve a lo personal cada comentario que sale de mi boca, Sandoval.

—Y tampoco es mi culpa que sea tan engreído que ninguna mujer le quiera cerca si no es para hacer chirriar al somier.

Marc aspiró entre dientes y sacudió la mano.

—Ese ha sido un muy buen golpe. Empieza a aflorar la abogada cruel y mujer fatal de la que me han hablado... Debo hacerla cambiar de opinión. —Se estiró y la miró a los ojos—. Elija una palabra para bloquear mis comentarios, digamos... comprometidos. Y después prepárese para convertirse en mi muy mejor amiga.

Lo pronunció de forma que quedó patente en el acto que ni por asomo pretendía convertirla en su amiga. Y eso, lejos de irritarla por avanzar hacia ella con doble rasero, la alivió inexplicablemente...

Vale, sí que había una explicación. Ninguna mujer en su sano juicio querría ser la confidente de un macho de esa talla. Nada personal aquí, solo sería irónico y surrealista. Y a ella, dentro de su involuntario overreacting, disfrutaba aquellos intercambios.

—Yo ya tengo un mejor amigo, pero puede ser el segundo.

—Entonces olvídese —atajó. Sus ojos brillaron como topacios—. Quiero el oro o nada.

—Intente ser mi amigo y veremos si consigue desbancarlo. Eso se le da bien, ¿no? Ganar. No le gusta lo que se le pone en bandeja.

—Me gusta todo lo que tiene valor. Si llega antes o después, si cede rápido o se hace de rogar, es lo de menos. Pero estoy de acuerdo.

Aiko sonrió y estrechó su mano. El sello del reto fue un ejemplo de por qué aquello era un chiste y no un desafío real. Solo entrando en contacto con él le tembló todo el cuerpo. La fusión de su mirada decidida y su apretón firme le produjo un escalofrío erótico.

Ah, no... Aiko no quería ser su amiga. Quería que la dejase en paz y se mostrara frío o distante o todo lo contrario: fuera el príncipe azul. Nada de medias tintas que la sacaran de quicio. Aunque una parte de ella estaba intrigada. Le hacía gracia pensar en cómo pudiera montárselo.

—Pensaré en la palabra para pararle los pies cuando quiera correr hacia mí.

—No será necesaria, tengo un gran autocontrol..., pero si insiste, adelante, ilumíneme. Aunque lo hará parecer un pacto sexual de esos que lee en sus libros porno.

—No son porno, es literatura erótica.

—Como sea. ¿Allí no se pactan palabras para cuando el juego es demasiado... intenso?

—¿Me va a decir que la comparativa no es apropiada? ¿Acaso no es usted intenso?

Marc sonrió de lado.

—Touché.

—Esa sería una buena palabra —confesó Aiko.

—No estoy de acuerdo. Significa «tocada», y más que como un bloqueo, podría tomármelo como una invitación.

—«Tocada» no significa «tócame». ¿Se tomaría un participio verbal como una invitación?

—Un participio, un gerundio, adjetivos o adverbios... Cualquier tipo de palabra si se entona bien y me gustan los labios de los que sale.

—Menos mal que no estudió filología, porque habría destrozado la lengua.

Marc la miró con un brillo perverso en los ojos, como queriendo decirle que lo que quería destrozar no tenía nada que ver con el lenguaje. Otra razón por la que era una estupidez convencerlo de portarse bien. El problema no estaba en su forma de hablar, algo que sin duda era inspirador por otra parte, sino en él en sí mismo. Tendría que desaparecer, no verlo ni poner a prueba su ingenio para verse a salvo de su magnetismo.

—Por favor, tomen asiento en la sala de espera —interrumpió la chica de la recepción—. Aquí de pie no pueden estar.

Marc asintió y se dirigió al punto que la mujer había señalado. Esa vez fue Aiko la que murmuró una palabra malsonante. En cinco minutos, habían llegado casi diez personas más... O tal vez volvían de desayunar.

—Las erupciones alérgicas tienen prioridad, especialmente si hay obstrucción pulmonar. Seguro que le llaman rápido.

—Lo dudo bastante. Me encuentro bien, salvo por el picor y la leve hinchazón. A ese de allí le está sangrando el brazo... Y no puedo esperar más. Tengo una agenda muy apretada esta mañana, bastante tiempo estoy perdiendo.

—Pues no se me ocurre qué podría... ¿Qué hace? —preguntó al ver que Marc se sacaba la cartera del bolsillo de la americana y empezaba a investigar entre los billetes—. ¿Tanto dinero lleva encima?

—Me gusta pagar al contado.

—Lo que parece es que se preocupa de darle el gusto al que decida atracarle.

—No diré que no lo hayan intentado, pero también me encanta hacer alarde de mi talento como boxeador —replicó. Se volvió

enseguida hacia la primera mujer de la fila, a la que le tendió un billete de cincuenta dólares—. Veo que tiene un número anterior al mío.

Se lo cambio.

La chica, que no debía tener más de veinte años, lo miró con los ojos muy abiertos.

—Eso no se puede hacer, Marc. Llaman por megafonía por nombre y apellidos, no hay números.

—En ese caso... —Sacó otro billete por el mismo valor y se lo dio—. Cien dólares si se queda ahí donde está cuando la llamen y me deja pasar.

La desconocida salió de su ensimismamiento con el ceño fruncido.

—¿En serio te crees que voy a aceptar cien pavos cuando llevo aquí esperando desde las seis de la madrugada? —le espetó con el ceño fruncido—. Ya puede venir el rey Midas y hacerme los pezones de oro con una caricia atrevida, que no me pienso mover. Es una cuestión de principios y de desprecio al hospital, no nada personal.

—¿Qué tal ciento cincuenta? No me puedo permitir esperar.

—Claro, llevas traje, eso suele significar que tienes privilegios. Pues te vas a tener que joder. Me importa mucho más la migraña que llevo cargando desde anoche. Así que gracias, pero no.

—Tengo quinientos.

La chica pareció algo más interesada entonces, mientras que Aiko se quedaba de una pieza. ¿Estaba sobornando a una adolescente para que le cediese su orden de entrada a urgencias...? Y la otra se lo estaba pensando. Tampoco le sorprendía, era una de esas ofertas que no se podían rechazar y tenían lugar una vez en la vida.

—Me lo puedo pensar si cambiamos el efectivo por una transferencia y subes un poco la cifra. Hace tiempo que quiero comprarme unas cuantas skins de League of Legends.

—¿Tú no tenías principios, o algo así? —intervino Aiko.

La chica la miró con una ceja arqueada.

—El poder corrompe al hombre. ¿Qué me dices? ¿Hay transferencia, o no?

—¿Cuánto?

—Mil. No me digas que no lo vale, tienes cara de estar bueno cuando no pareces la vista aérea de los cráteres de Marte.

—Quinientos —regateó.

—¿En serio? —masculló Aiko.

—Seiscientos.

—Quinientos cincuenta.

—Seiscientos... y entretienes a la sala de espera bailando una canción de Britney Spears.

Marc parpadeó una vez antes de devolver la vista a su móvil.

—De acuerdo, serán mil.

—No, no, no, he cambiado de opinión. Los seiscientos y la canción o dejaremos que corran las horas... Y tus ronchas se quedarán ahí para siempre. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué pasa? ¿No te gusta Britney Spears?

—Desde luego, pero tengo la nariz taponada, dolor abdominal y la garganta ardiendo. No voy a dar ningún espectáculo memorable como para que merezca la pena que renuncies al dinero por él.

—Va a ser memorable por el simple hecho de poner a bailar a mi son a un engreído con dinero. ¿Quién te has creído que eres para comprarme cuando ni sabes lo que tengo o si estoy peor que tú? Te voy a salir bastante carita por hacerte el chulo, guapo.

Aiko tuvo que contener una risotada. Entre la incredulidad y el shock por la tremenda estupidez que se estaba armando, unida a la expectación que la conversación había levantado alrededor, le hizo gracia que la chica hubiese cogido el guante con tanta originalidad. Ella en sí lo era. Llevaba el pelo tan o más corto que el propio Marc, teñido de un negro azulado artificial, y era tan menuda que apenas le llegaban los pies al suelo estando sentada. Sintió simpatía hacia la chica automáticamente por igualar a su prima Otto en descaro y pasión por el tinte.

—Muy bien, todo sea por no pasar aquí tres horas —acató Marc—. Dime tu número de cuenta y elige una canción.

La chica le dijo su nombre completo y el número que le pedía.

—A lo mejor tu novia escoge mejor el tema que yo —añadió a continuación—. Te conoce más.

—Ah, no es mi novia —respondió él, tecleando tranquilamente—. Es mi mejor amiga.

—¿Y eso desde cuándo?

—Desde hoy. —Encogió un hombro y miró a Aiko—. ¿Qué tal Womanizer? ¿Diría que me define?

—Supongo que es una pregunta retórica.

Marc ladeó la cabeza, guiada por una sonrisa maligna.

—Espero que a ti también te guste cantar y bailar.

—¿Perdón?

—Somos amigos, Sandoval. En lo bueno y en lo malo. Hay que contentar a la señorita.

—¿Qué...? No irás a hacerlo en serio, ¿no? En un hospital no se puede cantar o bailar, puede molestar a los pacientes, y... ¡Marc!

—gritó, viendo que la agarraba de la mano y tiraba de ella. No fue solo la brusquedad del movimiento lo que llamó su atención, sino la temperatura—. Marc... —repitió. Lo tuvo que decir de alguna forma no inventada hasta el momento, porque él se giró extrañado—. Estás ardiendo.

Se acercó algo más con el ceño fruncido y le puso la mano en la frente. No era solo fuego porque el sarpullido tuviese fiebre. Él mismo la tenía como síntoma.

—¿Y de quién podría ser la culpa? —jugo él.

—No estás en condiciones de...

—Piensa que, si no bailo, me pasaré aquí tres horas poniéndome peor.

Marc la soltó y evaluó las posibilidades de un vistazo. No podía creerse que lo estuviese pensando siquiera. Aquella chica estaba de mal humor y le había soltado lo primero que se le ocurrió porque le había parecido estúpido, no era como para hacerle algún caso... Al final los iban a echar antes de que pudieran ponerle la inyección.

No es que ella fuese especialmente recelosa, sino que le sorprendía a que veces la realidad superase a la ficción. Marc superó todos los tópicos ficticios poniéndose de pie sobre una mesa vacía y haciéndole un gesto para que le acompañara. Estaba hecho polvo; no eran solo las rojeces, sino los ojos llorosos y los labios algo hinchados, además de se le notaba que hacía esfuerzos por respirar.

—Vas a arrepentirte —amenazó desde su altura—. Bailo muy bien.

—Oh, no voy a arrepentirme de que me arresten por escándalo público y me quiten la licencia...

—¿Escándalo público? Voy a bailar, ricura, no a desnudarme.

—Si lo quieres hacer tampoco pasa nada —exclamó la chica del pacto, que sonreía tanto o más que el Bob Marley estampado en su camiseta enorme.

Aiko se acercó a Marc casi al mismo tiempo que una de las recepcionistas más mayores. La urdidora del plan ya había puesto la música a todo volumen, despertando al resto de los que esperaban. Marc solo tuvo tiempo para prepararse para la introducción antes de que lo obligasen a bajar de nuevo.

—Señor, esto es un hospital. Haga el favor de comportarse.

—¿Un hospital? Lo siento, será que la alergia me hace tener alucinaciones... —Se lamentó, poniendo ojos de cordero.

La megafonía les interrumpió un segundo. «Rebeca Hervás, pase a consulta número tres». La chica que recibía ese nombre resultó ser una traidora, puesto que se levantó, guiñó un ojo a Marc y le hizo un saludo.

—No has cumplido parte del trato, así que...

—¿Qué? ¿Va en serio? —espetó Aiko—. ¡Te encuentras perfectamente! ¡Sabes que él está peor...!

—Basta ya —espetó la recepcionista—. Vengan conmigo. Las reacciones alérgicas tienen prioridad.

—No... No pueden ir seiscientos dólares a la basura.

—Tranquila, no han ido a ninguna parte —repuso Marc colocándose a su altura. Tosió un poco antes de seguir hablando—. Gracias por defenderme, pero no hay por qué. No le he ingresado ni un centavo.

—Menos mal... Empezaba a pensar que vas por ahí sobornando a todo el mundo.

—Yo no soborno, yo chantajeo o miento. Son cosas distintas. En el momento en que tienes que pagar para mantener tus privilegios,

has perdido el poder. O eso me explicó Yasin cuando estaba estudiando la caída de los merovingios... —Volvió a toser—. Genial, esto empieza a derivar a tuberculosis.

La recepcionista lo miró por encima del hombro antes de abrir la puerta entreabierta de una consulta.

—No sea nenaza.

Marc esbozó su sonrisa encantadora y, antes de entrar, dijo:

—Cielo, eso es más ofensivo para ti que para mí.

Aiko se infiltró en la habitación por el estrecho hueco que había dejado, disculpándose en nombre de Marc por haberle devuelto la pelota. Cerró tras ella, algo más tranquila, y saludó al médico con una sonrisa.

—Vaya, vaya, parece que tenemos un brote de alergia —comentó el tipo, levantándose. Se ajustó las gafillas sobre el tabique—. ¿Cuál es su nombre, para que le anote en la lista de atendidos?

—Busque Miranda.

El hombre estuvo unos segundos con los ojos clavados en la pantalla. Asintió.

—Miranda, Marcus Enrico.

Aiko abrió los ojos de par en par. Antes de que pudiera decir nada, Marc la acalló con una mirada significativa, casi hostil.

—Sin comentarios.

Ella se cubrió la boca con la mano y no añadió nada. Por suerte, el médico retomó lo importante y le hizo una señal a Marcus Enrico para que se pusiera cómodo en la camilla. Le preguntó por cosas que ya habían respondido a la recepcionista —qué había ocasionado su estado, síntomas y alergias a medicamentos— y se dirigió, silbando, a la mesilla donde estaban las agujas.

Marcus Enrico lo miró con desconfianza.

—¿Qué va a hacer?

—Inyectarle cortisona, claro. Es el mejor antiinflamatorio para estos casos.

—¿No la hay en pastillas?

El médico se ajustó las gafas.

—Desde luego. Y también hay crema. Pero en su estado lo más eficaz sería una inyección. Puede estar tranquilo, no le dolerá.

—No es por eso. No me importa el dolor. No me dan miedo las agujas. Solo... Tengo prisa. Puedo tomarme la pastilla por el camino.

—En realidad sería conveniente que se quedara en consulta unos minutos, hasta que remitiese la inflamación. El efecto suele ser inmediato, por eso no se pasa a los pacientes a observación, pero visto que está bastante afectado y le suministraré una dosis pequeña...

—¿Cómo que una dosis pequeña? Si cree que será insuficiente deme la grande. No pienso pasar por dos pinchazos.

Aiko fingió que le picaba la nariz para ocultar una sonrisa tierna. Tenía a un hombre de metro ochenta, con la cartera llena de dinero y dueño de una seguridad aplastante prácticamente temblando por una aguja. Desde luego no parecía Superman en ese momento, pero eso no echó abajo la manera que Aiko tenía de verlo.

El médico ignoró todos sus intentos por alejarse de la aguja, que no fueron demasiado inteligentes.

—¿No sufriré efectos secundarios? ¿Eso qué es, una aguja o una varita mágica? No la veo lo suficientemente limpia. Oiga, está usted un poco mayor; ¿no preferiría buscar a alguien que no manifieste principios de Párkinson?

Aiko se compadeció de él cuando se puso blanco como la tiza. Lo único que delataba el malestar físico y mental de Marc —porque por dentro debía estar gritando como un maníaco—, era la palidez y la presión en la mandíbula. Por lo demás, parecía estar tomando el sol en la playa.

En un arrebato estúpido y voluntarioso, solo porque ella sabía cómo se sentía, lo cogió de la mano y entrelazó los dedos con los de él. Marc ladeó la cabeza en su dirección y la miró sin comprender.

—Solo necesitas distraerte y no mirar. Es lo que yo siempre hago cuando me sacan sangre. Contar, decir marcas de coches, enumerar cosas que me gustan...

—Cosas que me gustan —repitió con la garganta seca—. ¿Sabes qué pasa? No se me ocurre nada más que una.

—Pues piensa en ella.

Marc cerró los ojos y se humedeció los labios. Tenía todo el cuerpo en tensión. Dios mío, si ella hubiera podido retratarse la primera vez que estuvo delante de una aguja, esa habría sido exactamente su postura... No solo la de encoger los músculos, sino de intentar mostrar fortaleza frente a los que le agarraban la mano. Ella tampoco quería confesar que tenía miedo cuando estaba en una camilla, ni cuando le daban malas noticias, ni cuando presentía que no había mejoras.

El médico por fin acertó donde era. Presionó un algodón contra la zona hasta que se cortó el hilillo de sangre, y volvió a poner la manga en su sitio.

Aiko intentó no hacer ninguna estupidez, pero no pudo contenerse cuando él abrió los ojos y lo primero que hizo fue suspirar. Se dijo que no tendría más importancia y se inclinó para abrazarlo por el cuello. Reposó la barbilla sobre su hombro.

—Has sido muy valiente.

Él se quedó en silencio un segundo. Creyó que diría que no había sido para tanto, que se quitase, o que se reiría por su arrebato, pero no fue así. Le devolvió el gesto con un solo brazo torpe, y una mano más perdida aún, que lo único que hizo fue rozar tímidamente las puntas de su pelo.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó al separarse, roja como un tomate—. La gente a veces se desmaya con estas cosas, o le baja la tensión de golpe. Es que lo piensas y es un poco loco, ¿no? Meter una aguja en la carne de alguien... ¿A quién se le ocurriría? Y piensa que no siempre las esterilizaron, sino que eso vino mucho después, cuando ya había muerto medio planeta por el tétanos, o...

El médico soltó una pequeña risilla.

—El miedo a las agujas es algo que se supera después de muchas inyecciones, y a veces ni por esas. Hay muchos pacientes mayores de edad que se resisten y las sufren hasta el final. A mí mismo me incomodan —confesó—. Quédese ahí unos minutos, hasta que le baje la inflamación. Y le recomiendo quitarse la corbata y la chaqueta al menos, airearlo un poco, por si también tiene picores en el pecho.

Aiko ladeó la cabeza para espetarle con retintín si el médico también quería admirar «lo que se había perdido», pero las palabras murieron en su boca antes de pronunciarlas. Marc la estaba mirando con los ojos entornados, una extraña expresión y la mano colgando de la camilla, como reclamándole con su postura abandonada que se hubiera distanciado.

—Voy por un café —anunció el doctor, dejando el estetoscopio sobre la mesa—. Les dejo solos.

Aiko ni siquiera le escuchó.

—Bueno —habló Marc, despacio—. Ahora ya sabes uno de mis secretos.

—¿Que te dan miedo las agujas, o que te llamas Marcus Enrico?

—Entonces sabes tres de mis secretos.

—¿Cuál es el tercero?

—Si no te has enterado, no seré yo el que te lo diga. —Se incorporó muy despacio y se llevó las manos a la corbata, indeciso. Tenía el aspecto de un dios cansado, al borde de la derrota, y eso no lo hacía menos perfecto—. No me gusta que la gente sepa mis secretos.

—Yo no soy gente. Soy tu mejor amiga.

Y los dos se rieron entre dientes, como si fuese la mayor estupidez que hubiesen oído jamás. Lo que era.

—Estamos de acuerdo en que no eres «gente», pero sigue sin hacerme ilusión que conozcas mis secretos. Primero, porque no sé si sabrás custodiarlos como merecen. Y segundo, porque nunca doy sin recibir a cambio.

—Puedes estar seguro de que tus secretos estarán a salvo conmigo. Sobre lo de dar y recibir... Te he hecho compañía, aunque supongo que eso solo vale por uno de tus enigmas. —¿Qué quieres? —preguntó prestándose al juego—. ¿Otro secreto?

Marc se la quedó mirando mientras terminaba de sacarse la corbata. Era una mirada profunda, detallista y meditabunda. Aiko no consiguió quedarse en el momento; tuvo que obedecer a la fantasía, que la llevó a imaginarlo en su habitación, sentado sobre su cama... Deshaciéndose de la ropa y mirándola con esos mismos ojos cansados de calcular, ansiosos por dejarse de llevar.

La idea la obligó a tragar saliva, a refrescar la mente. Nunca había fantaseado con esa clase de escenas. Leía novela erótica, y admitía releer las partes de sexo más veces de lo que estaría bien visto, pero con lo que soñaba despierta era con el momento del hombre romántico declarándose a su manera. A veces a la forma masculina y dominante. Otras, arrepentido y lloroso o sus preferidas: totalmente vulnerable, rendido a sus sentimientos, apasionado por ellos.

Nunca había puesto cara a sus héroes literarios. Por supuesto que a veces visualizaba a Chris Hemsworth o a William Levy, pero nunca hombres reales con los que podría tomar café, y jamás los plantaba desnudos encima de ella en sus ensoñaciones. Hasta Marc, quien era pionero y único descubridor de su lado sexual.

—Se me ocurrirá alguna forma de intercambiar un secreto por algo también valioso —adujo él al final, en tono misterioso.

—¿Mis secretos no son valiosos?

—Un secreto no puede pedirse nunca como intercambio. Es algo muy personal. Si no se entrega voluntariamente, no vale.

—Podría decirse eso de cualquier cosa. Secretos, halagos, besos...

«Ya veo por dónde quieres ir, Aiko Sandoval...»

Marc fue sutil al sonreír. Dejó la corbata sobre la camilla. Satén azul, sin estampado. Casi siempre azul. Era su color.

—Concuerdo con los halagos, pero los besos a veces hay que pedirlos, porque hay quienes son demasiado tímidos para darlos.

Tiró del cuello de la camisa lo suficiente para que entrase un poco de aire. Se desabrochó dos botones y nada más. Sin chaqueta y corbata era la viva imagen del amante latino que bailaba salsa con una morena ceñida al costado. O lo habría sido si su semblante fuese cautivador en el sentido de travieso. Marc no pretendía hacer travesuras. Era palpable en su forma de mirar, en la energía de postura, que había venido a hacer el mal. Y no podría cerrarle el paso por mucho tiempo. Todos sabían que, por mucho que las películas vendieran la bondad como fuerza superior, esta siempre acababa corrompida en la vida real. Y en la mayoría de los casos, muy feliz por haber sido víctima del villano.

—Lo bueno es que los amigos nunca se deben favores —concluyó, apoyando las manos en el borde de la camilla—. Hacen lo que

hacen porque se aprecian, sin esperar nada a cambio. Y yo tengo su simpatía, ¿verdad?

«Tienes todo lo que quieras».

«Aiko, joder, ese no era el plan. Celebra que no te va a acosar más».

«Síííí... Yuhu...»

«Quién coño te entiende».

Asintió. Notaba los brazos pesados, el cuerpo inútil, como cada vez que se encontraba en una situación ridícula. Aquel hombre zanjando que eran amigos era, de hecho, la cosa más ridícula del mundo.

—En ese caso considero la deuda pagada. Los secretos a cambio de saber que nos llevamos bien y ha olvidado mi comportamiento agresivo de los primeros días.

¿Olvidado? Se había vuelto loco.

—Era eso lo que quería, ¿no? Nada de insinuaciones o insistencia por mi parte.

Arqueó una ceja y se estiró, guiando la atención de Aiko a ese triángulo de piel que la ponía nerviosa. El triángulo de las desnudas.

«Era. ¿O es? ¿Lo quiero, o no?»

«Claro que lo quieres. El servicio de limpieza del bufete no tiene por qué pasar más tiempo fregando por tus goteos de marrana».

—Sí, eso mismo. Formalidad ante todo.

Lo vio sonreír de forma casi imperceptible, como si acabara de obligarla a firmar un acuerdo con letra pequeña que no había leído.

—Entonces está hecho. Guarde mis secretos y yo mantendré mi palabra —prometió—. Divulgue alguno... Y haré lo que quiera.

1 Referencia a Mujercitas. Una de las hermanas March dice ‘te has quitado tu único encanto’ cuando Jo cuando se corta el pelo.

2 Penélope es una canción de Diego Torres que cuenta la historia de una mujer que pasó toda la vida esperando al amor de su vida.

Contentar al demonio

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