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Prólogo



Marc aprendió desde muy joven que nadie valoraba tanto el correr del tiempo como él, salvo en entrevistas de trabajo y otras citaciones formales en las que convenía cubrir favorablemente las primeras impresiones. Pocos tenían en cuenta la puntualidad, lo que les interesaba más bien era la ausencia de esta, y a veces, ni siquiera eso.

Había estudiado al detalle el comportamiento humano como el mejor científico experimental que no era. De esta forma, reparó en una particularidad que le ayudó a formar el aspecto más característico de su personalidad. ¿Quién no oyó hablar de la excusa de llegar «elegantemente tarde»? ¿Quién no había pronunciado alguna vez ese famoso refrán que rezaba: «lo bueno se hace de rogar»? Hacía años desde que Marc, teniendo presente que se estimaba mucho más la falta de puntualidad que la misma, se apropió de la tardanza para definirse. Así se le conocía: como el hombre que siempre llegaba tarde a las citas y al que se le esperaba porque merecía la pena. Incluso se podía decir que la merecía el doble por los minutos que cobraba por su cara bonita.

No obstante, ese día era especial, no solo porque a mediados de marzo, la calurosa ciudad de Miami hubiera amanecido nublada, ni porque tuvo que conformarse con una corbata que no le convencía por haber olvidado pasar por la lavandería, sino por cuestiones de reloj.

Aunque Marc ponderó el tráfico entre otras variables por las que era probable aparecer un rato después, había llegado antes a su destino. No ya a la hora justa, sino con casi veinte minutos de antelación. Marc podía adorar que el mundo entero perdiese órbitas por su gracia, pero no se pondría a dar vueltas para hacer tiempo —y épica su entrada—, así que decidió que ese martes sería una gran excepción.

Echó otro vistazo al reloj y cruzó la puerta giratoria del edificio monumental, uno de los muchos rascacielos dedicados, en su mayoría, a oficinas de telecomunicaciones y otras sociedades empresariales. En la penúltima planta encontraría a uno de los pocos bufetes de abogados que le hacían la competencia al suyo.

Bueno, quizás ese suyo fuera una exageración. Ni él lo levantó ni tampoco llevaba en plantilla mucho más de nueve años, pero todo el mundo coincidía en que él era la cara y la mente pensante detrás de la corporación. Igual que su enemigo lo era de la empresa a la que se dirigía, ese capullo de Caleb Leighton que se graduó con honores en su mismo año y se atrevió a hacerle la competencia desde que coincidieron la primera vez. La diferencia visible entre los dos, era que el nombre de este brillaba en el membrete sin otro que lo opacara

—Leighton Abogados, frente Miranda & Moore SLP1—, y que mientras Marc debía rendir pleitesía al que fue y creía seguir siendo su mentor, el culo de Caleb descansaba en el despacho de la gerencia.

Nada tenía que envidiarle porque tenían el mismo poder… Solo que él lo gestionaba en la sombra, y pensaba demostrarlo en su reencuentro, una reunión de pacotilla para negociar un acuerdo en nombre de los respectivos clientes.

Mentiría si dijera que no estaba entusiasmado con la idea de enfrentarse cara a cara con el jefazo. Por supuesto, lo negaría si le preguntaban; pretendía ocultar su interés bajo capas de premeditada soberbia. Aun sabiendo que podría aplastarlo con un solo dedo, como había hecho cientos de veces antes, Leighton era un gran rival.

Marc era un ganador consagrado, y sus victorias se las debía a la agilidad mental que había heredado de alguno de sus progenitores, a la ayuda de otros profesionales y, por supuesto, a sus métodos no muy ortodoxos para conseguir lo que quería. Procuraba salir airoso de la mayor cantidad de pleitos en el menor tiempo posible, lo que significa que estaba allí para llegar a un acuerdo rápido y justo con Leighton y, después, seguir en otras historias. Para ser abogado, odiaba los juicios, le aburrían sobremanera, y lo que es más: los veía innecesarios. Recurrir a un tercero para solucionar un problema entre dos, no sonaba a un recurso del que Marc echaría mano. Leighton era la otra cara de la moneda. Disfrutaba posponiendo los litigios, estudiando durante meses y, por qué no… ganándolos al final.

Había gente para todo, pero Marc no iba a perder valiosos meses esperando la resolución pudiendo... incentivarlo a él y a su cliente a hacer lo contrario.

Por desgracia, sabía que Leighton no era sobornable y a Marc tampoco le gustaba titularse como el tipo que corrompía a sus contrarios. Sí, era práctico, e imaginaba que todo el mundo tenía un precio. Y en el caso de que no fuera así, contaba con que Leighton sería lo bastante listo para no interponerse en su camino. Sobre todo cuando ya tenía una ligera idea de lo que le esperaría si lo retaba.

Marc metió la mano en la cartera y enseñó la acreditación al guardia de turno quien suavizó el ceño al leer su nombre. Mostró el respeto que se le olvidó al muchacho que llevaba un buen rato mirándola, y que aprovechó la pausa para arrojarse sobre él. Iba armado con un taco de tarjetitas tamaño carné, y la puntera desgastada de sus Converse indicaba que no era más que un adolescente.

—Buenos días, señor. Por si necesita un seguro.

Marc sonrió con educación y guardó el nombre de la aseguradora en el bolsillo exterior de la chaqueta. El chico se sonrojó y agachó la cabeza. Qué ricura, pensó en el ascensor. Pulsó el número diecisiete y se plantó en medio de dos mujeres vestidas para empresa, ambas notablemente nerviosas.

Una de ellas llevaba el moño desplazado un poco hacia la derecha, y la otra se había puesto la blusa del revés. Tal vez aplicaran para el puesto de secretaria, a juzgar por la escasez de líneas en el currículo que sostenían en la mano y las faldas de almacén compradas en segundas rebajas. A simple vista, juró que contratarían a la del moño.

El ascensor fue a cerrarse cuando una mano diminuta se interpuso entre los sensores. Una chica de ojos rasgados se infiltró en el cubículo, examinó el tablero de pisos y esbozó una sonrisa culpable.

—Perdón... —Y a saber por qué se disculpaba—. Es que llego tarde, no podía esperar al siguiente. Buenos días.

—Buenos días —saludó Marc, echándole un vistazo. Sentía debilidad por las mujeres exóticas, pero aquella en concreto le divirtió más que otra cosa. Llevaba las medias rotas y un solo ojo pintado, y aun así enfrentaba el día con optimismo. Le intrigó que tuviera pecas en la nariz, contrariando el bulo de que las asiáticas tenían la piel perfecta—. ¿Primer día de trabajo?

—Eh… —Miró por encima de su hombro, por si cupiera la posibilidad de que estuviese dirigiéndose a otra persona—, no, en realidad, no. Vengo a ver a mi hermana mayor. Le han hecho una fiesta sorpresa y pasaba a darle su regalito. —Levantó la bolsa que colgaba del codo—. Ya veo que todos vamos a la penúltima planta. Usted tiene cara de abogado, seguro que trabaja aquí o al menos la conoce. Unos cuantos dedos más bajita que yo, mucho más guapa...

—¿Estás segura de eso? Lo veo difícil.

Le hizo gracia cómo se ruborizó y murmuró algo por lo bajo para acabar tomándolo por loco. La chica no era guapa según su definición, pero sí toda una monada. Boca grande y piernas largas. Con eso ya tenía un cinco de diez.

—Sí, ya, claro... Se llama Aiko, ¿no le suena?

—Aiko. Claro que la conozco.

Marc era un excelente embustero, y su especialidad eran las mentiras a medias. No conocía personalmente a Aiko, pero sabía tanto sobre ella que era como si lo hiciera.

Antes de visitar al enemigo, hizo sus averiguaciones. Ahora no solo sabía quiénes trabajaban en el bufete. También en qué sección, cuántos años llevaban, sus nombres e incluso su nota en el BAR. A su secretaria se le daba bien meterse en vidas ajenas y él era el rey explotando las virtudes de sus empleados. Aunque lo de Verónica Duval, su chica de los trapos sucios, era un don innato del que Marc decidió apropiarse antes de que la contrataran como fija en el supermercado de la esquina. Podían llamarle salvador por rescatar a una pija de padre y muy señor mío de pasarse el día limándose las uñas en el taburete inflexible de la caja de Walmart, pero él prefería considerarse un cazatalentos. Gracias a ella, sabía que Aiko Sandoval no era nadie a quien tuviera que temer: era especialista en divorcios, nada que ver con su afición por las grandes corporaciones.

Claro que la chica de las piernas largas no opinaba igual.

—Oh, pues si la conoces y no trabajas aquí debes ser uno de esos novios suyos que le duran tres días. —Se mordió el labio—. Será mejor que no le digas que he dicho eso. Suena muy mal y no quiero airear su reputación de rompecorazones. Ay, seguro que vas a verla y yo te estoy diciendo que te va a dejar más pronto que tarde... Lo siento mucho. Solo te voy a dar un consejo y me callo: no te enamores de ella. Los que lo hacen nunca lo superan.

—Descuida. Estoy vacunado contra el amor.

—Contra Aiko no hay nadie vacunado —suspiró la chica, pegándose a las puertas que se abrían. Marc la vio negar con la cabeza—. Ya vas con eso otra vez, Mio. Deja de pensar en tu mala suerte...

Marc se tomó un segundo para asimilar el aire a premonición que guardaba su inocente consejo. Luego asumió que estaba hablando en nombre de una experiencia personal que no tenía nada que ver con él, y lo dejó correr. La campanita acalló el impulso de animarla a no torturarse.

Las dos chicas de la falda y el curioso personaje llamado Mio se dirigieron torpemente al primer mostrador. Marc hizo borrón respecto a la guerra avisada y se centró en la razón de por qué estaba allí.

Se quedó rezagado para echar un vistazo a la competencia, conteniendo una sonrisa suficiente para sus adentros.

Miranda & Moore no tenía nada que envidiar a aquel sitio. Solo había dos razones por las que una oficina luciría con orgullo unas plantas de plástico: bajo presupuesto, o mal gusto. Y Marc no sabría decir qué era peor, si acudir al trabajo en chanclas o ir de sobrado con pantalones low cost. Al menos era un lugar luminoso, pero cómo no iba a serlo con el mismo revestimiento de suelo que la cocina de un hotel.

«Tiquismiquis de las narices», le habría dicho Nick, su secretaria. «Supera tu TOC y ve a hacer tu trabajo». Verónica Duval y su facilidad para referirse a los trastornos psiquiátricos con falta de tacto.

Pero Marc tendría que superar mucho más que ese supuesto TOC para permanecer allí, como por ejemplo su aversión a las cortinas estampadas. Habían dejado la decoración del bufete en manos del despropósito absoluto. Gracias a Dios, no estaba en Leighton Abogados para poner en práctica sus conocimientos como asiduo a La casa de mis sueños2, así que preguntó por el despacho del gerente y procuró tomar el rumbo como los burros, sin mirar en muchas direcciones. Lamentablemente, le pudo el morboso masoquismo humano y acabó estudiando los horrorosos frisos.

Por lo menos los despachos eran accesibles gracias a enormes cristaleras, justo como en la oficina de sus amores, pero no todos tenían las mismas características y al final parecía como si estuvieran enemistados unos con otros. Cada uno le había dado su toque y eso convergía en un conjunto de colores y formas intragable. Excepto por uno, en el que se había congregado un grupo de gente.

Observó el otro lado del cristal sin dejar de caminar. No tardó en deducir que se trataba de la fiesta que había señalado el personaje del ascensor. Cada uno de los empleados sostenía un trozo de pastel y conversaba entre risas con el compañero más cercano. Capturó a la chica de las piernas largas abrazando a alguien, y entonces recordó la frase que había dicho.

«Contra Aiko no hay nadie vacunado».

Le causaba curiosidad la cara de la mujer que obedecía a semejante leyenda. Solo porque sobraba tiempo, ralentizó el paso y esperó con impaciencia a que se diera la vuelta. No le cupo ninguna duda de que era ella cuando reconoció el parecido con la alegre cuasiadolescente del ascensor. Al menos diez centímetros más menuda, pelo más largo y, lamentando en el alma darle la razón a la tal Mio, tan absurdamente preciosa que nunca obedecería a la definición de otro adjetivo.

No se dio cuenta de que había frenado de golpe. Sus ojos de ave rapaz, acostumbrados a medir, estudiar y elaborar teorías en tiempo récord, cambiaron de registro para dedicarse a la admiración. Se notaba que era una fiesta sorpresa; de lo contrario, imaginaba que se habría arreglado más. Llevaba una sudadera enorme que casi le cubría las rodillas, unos pantalones de chándal grises y unas deportivas. Nada de maquillaje, solo una sonrisa de muñeca que le intrigó.

Ladeó la cabeza como hacían los dibujos animados cuando no entendían algo e intentó leer los labios de Aiko Sandoval al frotar el hombro de su hermana.

¿De dónde habría sacado Leighton algo tan bonito? Esa era la gran duda, y no qué habría hecho ella para violar el código de vestimenta sin tener problemas: se imaginaba a aquella criatura en el despacho de su propio jefe, y no dudaba que le permitiría cualquier cosa. A Moore le podían las niñas bonitas. Y esa de ahí, era todas esas niñas y todos los bonitos juntos.

Se la quedó mirando un rato más, preguntándose cómo se le habría pasado por alto a Nick mostrarle una fotografía. No resistió a acercarse un poco más a la cristalera y fijarse en cómo probaba la tarta con un diminuto mordisco. Se manchó el bigote con el glaseado de la cobertura y no se dio cuenta.

Marc estiró los labios hacia un lado, emulando una sonrisa curiosa al tiempo que se fijaba en la forma del azúcar sobre su labio superior, una medialuna perfecta. Unos segundos después, se impuso el entrenamiento de abogado: hacer conjeturas.

¿Cuántos años cumpliría? Bueno, no tenía por qué ser un cumpleaños, Mio no había especificado. En caso de serlo, no pasaría los treinta y cinco. Tal vez ni llegara. No era una fiesta de bienvenida; él sabía que ya trabajaba allí, así que tal vez fuese una reincorporación. ¿Por baja de maternidad? No estaba casada ni tenía pareja estable, le constaba por aviso de su hermana y lo reafirmaba la ausencia de alianza. Pero eso no era impedimento para cuidar de un niño. Quizá lo hubiera adoptado.

O a lo mejor había regresado de viaje. La intuía como una mujer cosmopolita, y no le costaría imaginarla con una cámara de fotos encima deteniéndose en cada esquina de Montmartre, tomando un café en la plaza del Trastévere, o sentada sobre su regazo, totalmente desnuda.

Pensaba en ello cuando los hilos de la casualidad hicieron de las suyas. Los ojos de Aiko dieron con él. Tiró de los párpados más de lo normal al hacerle un reconocimiento.

Se observaron a través del cristal sin sonreír. Marc escuchaba los engranajes de su mente girando y le complació imaginar que le estaba gustando lo que veía. Apenas se fijó en que ella deslizaba los ojos por su chaqueta y los plantaba en la tarjeta que sobresalía. Después de eso la vio intercambiar unas palabras con su hermana, disculparse y salir de la sala con una serenidad que le mantuvo hipnotizado. El ondular de su pelo recogido en una coleta informal y el suave perfume que recogió sus sentidos al tenerla delante, aumentó su interés.

Era aún más bonita de cerca.

—Usted debe ser Allen Harris. —Su voz era suave. Sonaba relajada y natural. Señaló la tarjeta que asomaba por el bolsillo de su americana—. Siento muchísimo haber perdido la cita, me han pillado desprevenida con una fiesta sorpresa y al final se me ha olvidado por completo. Me alegro de que haya decidido venir en su lugar, y tan rápido. Ya me ha dicho mi hermana que ha subido en el ascensor con usted.

Marc enarcó una ceja. A eso se resumió su gesto de sorpresa.

Sabía que le acababa de confundir con el tipo de la aseguradora. Era el nombre que ponía en la tarjeta que llevaba encima de pura casualidad, además de que este era su propio asegurador personal. Se alegró de que necesitara los servicios de uno y, más aún, de que hubiera mezclado identidades. En su cama estaría más segura que en ninguna otra parte.

—¿Me acompaña al despacho?

«Te acompaño a donde tú quieras».

El interés se acentuó al seguirla muy de cerca. La ropa ocultaba su figura, y mejor. Le gustaba que le dieran espacio para fantasear.

—¡Mierda! —La oyó mascullar por lo bajo—. Qué mala suerte.

Se giró de golpe hacia él y le puso las manos en el pecho. Marc se sorprendió con el corazón en un puño, pendiente de algún movimiento. Lo cogió del brazo y tiró para meterlo en la primera puerta cerrada que encontró.

Marc se vio, de buenas a primeras, acorralado entre una puerta pesada de madera y tres estanterías llenas de productos de limpieza... O más bien entre esas tres estanterías y el sonrojo de Aiko, que lo miraba entre avergonzada y muy segura de tener la razón.

«Qué contraste tan interesante».

—Siento esto. Es que como ya le dije por teléfono, pretendo llevar esto con la mayor discreción posible, y no quiero que el señor Leighton le vea por aquí. Me preguntaría quién es, para qué quiero un seguro, y... no se me da nada bien mentir. Acabaría dando muchas explicaciones que prefiero reservarme. Ya sabe toda la historia.

Así que Aiko Sandoval tenía secretos. No le vendría nada mal saber cuáles. A Leighton le gustaba ponerse chulito y él tendía a guardar

ases bajo la manga.

—Tendrá que repetirla, porque mis superiores no me han informado del todo bien sobre su situación —respondió Marc, tranquilo. Se fijó en que el rubor en sus mejillas se intensificaba, y que para contrarrestarlo procuraba sacar pecho. Al contener la sonrisa, se le caló el estómago, ahogado en un calor agradable—. En realidad, no soy el señor Harris, sino uno de sus trabajadores. Estaba demasiado ocupado para cubrir la cita y me ha mandado a mí. Soy Marc.

Tendió la mano por el placer de acariciar sus dedos, que ella ofreció no muy convencida. Marc clavó los ojos en el dibujo del azúcar sobre sus labios y humedeció los propios como si así pudiera incitarla a copiarlo. Aiko lo hizo, con las mejillas ardiendo, y parte del glaseado desapareció.

Al apartarla, detectó un temblor vulnerable en su mano, como si no supiera qué hacer con ella después de haberlo tocado. Se la veía fuera de eje, y Marc tuvo que reconocer muy a regañadientes que él tampoco sentía que lo tuviese todo bajo control.

Día nublado. Corbata equivocada. Veinte minutos antes. ¿Qué esperaba? Todo había empezado mal.

—Marc —repitió ella en voz baja. Él, que odiaba su nombre, se sorprendió complacido al oírlo—. Soy...

—Aiko Sandoval, hasta ahí llego. Puede estar tranquila. Seré muy discreto con los servicios que decida pedir.

A no ser que lo necesitara como chantaje. No era un hombre que diese puntada sin hilo. Desaprovechar oportunidades no figuraba en su método de acción.

—Eh... La verdad es que me ha descolocado un poco... Me extraña que el señor Harris haya enviado a otro. Estaba muy comprometido conmigo como clienta y sabe que me costaría... abrirme con otra persona. Allen es conocido de una amiga mía, por eso recurrí a él. Además de que llevamos hablando por teléfono unas semanas... Pero esto a usted no le importa, y en realidad corre prisa, así que...

Soltó una carcajada nerviosa y se pasó los dedos por el pelo con un aire tan coqueto que sintió el irrefrenable deseo de besar sus dedos.

—Lo siento, esperaba a cualquier persona excepto a usted.

«Yo tampoco te esperaba a ti».

No, no la esperaba, podía admitirlo, pero le molestó que su subconsciente lo hubiera dibujado antes que él. Tampoco significaba nada: Marc iba a verse con un mastodonte de metro noventa y barba tupida, no con un ángel vestido de Adidas. El contraste era una total locura.

—¿A qué se refiere?

Ella lo miró a los ojos.

—Es un tema personal y me había hecho a la idea de que...

—Agachó la cabeza, de pronto asaltada por la timidez—. Usted no tiene cara de vender seguros de vida.

—¿Y de qué tengo cara?

—Pues… de supermodelo, y cosas así.

La ternura le torció la sonrisa. Se le ocurrieron mil maneras de responder, a cada cual menos adecuada, pero la vio tan mortificada que decidió apiadarse de ella.

—Para dedicarse a la venta a domicilio hay que tener encanto

—acotó—. Estaba comentándome algo sobre un seguro de vida. Para su madre, su padre o algún abuelo, imagino.

—No, en realidad es para mí.

Miró hacia la puerta. Una excelente idea; así se perdió el leve fruncimiento de sus cejas. ¿Para ella?

—Mire... Ya lo tenía todo hablado con el señor Harris. Solo tenía que entregarle una documentación, firmar, y ahí acabaría la historia. Lo único que quedaba por cerrar eran las tarifas.

»Preguntaba por un seguro de vida para una mujer con una enfermedad crónica. Sé que me va a salir muy caro, sobre todo después de una recaída, pero quiero que, en caso de torcerse, mis padres saquen algún beneficio de... —Negó con la cabeza—. Lo normal es que el dinero vaya al marido o los hijos. No tengo ni una cosa ni la otra, así que hablé con Allen para que fueran mi madre y mi hermana las que cobrasen lo equivalente al seguro. También he oído que la gente en mis casos no puede contratar seguros, pero llevo con uno desde los veinte años y creo que es injusto revocármelo ahora.

«Suficiente información».

Mucho más que suficiente para ir con el cuento a Leighton, aunque no supiera aún de qué forma podría afectarle. Podía preguntar, indagar qué enfermedad era, por qué se lo escondía a su jefe y mejor amistad —incluso se rumoreaba que había interés romántico por medio—, pero descubrió que no quería utilizarla como cepo. Si insistía, sería por saciar sus dudas, por conocerla, y no debía importarle lo que fuera de aquella mujer. No estaba en su onda ni la vería nunca más.

Así pues...

—Perfecto. Se lo comunicaré a Allen para que te llame esta misma tarde —respondió con tranquilidad. Ella lo miraba de vuelta sin comprender—. Eres un caso diferente. Especial. Debíamos ponernos de acuerdo para decidir si hacerte firmar o no. Con mi visto bueno tendrás tu seguro.

Aiko sonrió aliviada, aunque no le pasó por alto que el gesto no le iluminó la mirada.

—Muchas gracias. Usen mi teléfono personal para contactarme no el de la oficina. Las llamadas suelen quedar registradas y no quiero que nadie sepa que confío tan poco en... da igual. Gracias de nuevo. Y siento haberle encerrado —añadió con una fresca risa juvenil. Empujó la puerta, miró a un lado y a otro, y le hizo un gesto para que saliera—. ¿Nos veremos en alguna otra ocasión?

Marc abrió la boca antes de pensar. La cerró también mucho antes de decir ninguna estupidez.

—Créeme, en algún punto del día habrás decidido que no quieres volver a cruzarte conmigo.

Apostaba porque la llamarían antes del almuerzo o en ese mismo momento, y su reacción sería la de condenar al impostor.

Ella no lo entendió. Tampoco era necesario.

—¿Es hoy tu cumpleaños? —inquirió—. He oído que celebras una fiesta.

La vio sonreír en formato secreto, más para su coleto que para hechizarlo, lo hizo, de todos modos.

—Algo así.

—Felicidades.

—Ni siquiera sabe qué celebro.

—Una mujer como tú no necesita excusas para celebrarse a sí misma.

Sin poder resistirse, se acercó un poco y borró la línea de azúcar sobre su labio con el pulgar. Le echó un vistazo a la yema, luego a ella que se había ruborizado otra vez, y al final se lo metió en la boca.

Aiko lo miraba conmocionada.

—Le sobra dulce, pero me gusta así.

1 SLP. Sociedad Limitada Profesional.

2 La casa de mis sueños. Programa de televisión que transforma casas de segunda mano en viviendas lujosas.

Contentar al demonio

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