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El buen príncipe azul también es un hombre lobo



—Muchas gracias por acompañarme, Ivonne. No sé cómo habría manejado este trayecto con Roberto.

En algún momento del día, el repiqueteo apresurado de los tacones contra la acera haría zumbar sus oídos. Sonidos continuos y desagradables como aquel no la ayudaban a rebajar el estrés, y su obsesión con llegar puntual después de una oleada de tráfico maligna, menos aún. Su secretaria se exponía voluntariamente al plano de inferioridad, se negaba a caminar a su lado; por narices debía hacerlo con una diferencia de tres pasos.

—Podrías no haberlo hecho, le hubieses dicho que no estás interesada. Pero claro... no sabes decir que no.

—El problema no es que me cueste rechazar a los hombres, es que no sé cómo explicar mi rápida pérdida de interés. ¿Cómo le explico que lo más probable es que nunca me gustara, y que me convencí de que era el hombre perfecto porque me muero por encontrarlo? No puedes decirle ese tipo de verdad a alguien y esperar que reaccione bien. Y no tengo derecho a amargarle el día.

—No sería tu problema si se lo tomase mal. ¿Sabes? No tienes que hacerte cargo de los sentimientos de los demás. Si Roberto no te gusta, no hay que dar más vueltas.

—Pero ha sido tan... apresurado. Cené con él anoche y hoy ya me siento violenta con él.

Aiko se detuvo ante la puerta giratoria del edificio. Miró a Ivonne con cara de decepción.

—¿Cuál es mi problema? He perdido la cuenta de todas las veces que me ha pasado algo así. Me desilusiono tan rápido que me cuesta saber si estuve ilusionada alguna vez. No es justo. Soy la persona más romántica del mundo, Ivonne. Me sé los diálogos de las películas de Nora Ephron, lloré cuando Brangelina se separó y he sido la celestina de mis padres desde los once años.

Golpeó la pared con el bolso, una monstruosidad tamaño balón de Nivea. Era más efectiva como arma que un helicóptero apache, y si no, que se lo preguntaran a los cerdos que le decían guarradas por la calle.

—¡Soy el maldito Cupido! —exclamó—. ¿Por qué, entonces, no hay amor para mí? Él tenía a Psique, y lo más parecido que yo encontraré a eso será un psiquiatra. En fin, por lo menos hay una raíz léxica común en todo esto. Muy poético.

—Tal vez es porque lo buscas demasiado —Paró la puerta que habría seguido girando indefinidamente y la sostuvo para que Aiko pasara—. Dicen que las cosas solo se encuentran cuando las dejas de buscar.

—¿Buscar? ¡Si yo no busco nada! ¿No ves que no tengo tiempo para enamorarme y vivo estresada? No son ni las ocho de la mañana y ya tengo programada la agenda de los próximos dos meses.

—Entonces debe ser por eso. O por el círculo en el que te mueves. Siempre estás tratando divorcios, Kiko. ¿No crees que te ha podido afectar sin que te des cuenta?

Aiko frenó sobre la alfombra del recibidor, sorprendida por esa bombilla que acababa de prenderse. ¿Era eso posible?

Nunca había parado a preguntarse el motivo de su falta de apego emocional. En parte se debía a que su trabajo no le permitía parar un segundo, y menos para plantearse dudas metafísicas como el origen del universo, qué había después de la muerte, o por qué diablos se aburría hasta de sí misma.

Pero podía ser cierto. Cualquier corazón romántico se marchitaría si recibiera a diario lluvias de reproches, lluvias de lágrimas, o incluso lluvias de puñetazos. Su rango de actuación comprendía desde parejas que no soportaban mirarse a la cara, hasta aquellas que salían juntas para tomar unas cervezas. Era un escenario bastante deprimente y su constante sucesión tal vez había apagado poco a poco su ilusión por cumplir la tópica fantasía de la niña promedio: encontrar al amor de su vida.

Bueno… Pongamos que antes de eso, Aiko había soñado con ser una abogada de la leche, completar un armario solo de zapatos y comer sin engordar. Pero ahora que ya había tachado lo tachable de su lista y asumido lo imposible, iba siendo hora de ponerse con lo último.

Era uno de los pocos asuntos que le causaban inquietud, y no porque tuviera miedo de morir sin un compañero al lado. Tampoco porque permaneciera virgen para «el indicado», lo que la convertiría en el hazmerreír de su grupo de amigas si lo tuviera. Le importaba un carajo si la enterraban con el mullido himen acomodado en algún lugar de su útero o dondequiera que estuviese eso. El sexo no le llamaba demasiado la atención, sobre todo cuando tenía tantas cosas que esconder. El problema residía en la otra parte: en los hombres que sufrían sus desprecios, sus cambios de opinión, sus negativas sin venir a cuento, su falta de interés... Todos esos síntomas que acababan por convertirla, a ojos de sus citas, en la prototípica arpía que usaba frases hechas —«No eres tú, soy yo»— para justificar vaivenes emocionales. Esos de los que, al final, se culpaba el que no debía hacerlo.

Le aterrorizaba que esa fuera la visión generalizada de ella, cuando de poder elegir su sentir, se habría enamorado de todos y cada uno de los tipos que habían pasado por su vida. Incluido Roberto, el último con el que se dio una oportunidad sin haber obtenido buenos resultados. No sabía qué le fastidiaba más, si que fuera imposible conmover su corazón o romper los de sus parejas en el infructuoso proceso de «caza al príncipe». La solución era sencilla. Abortar misión.

Pero ¡coño! Que Aiko quería enamorarse, joder. ¿Tanto pedía?

—¿Estás bien? —preguntó Ivonne, devolviéndola a la realidad.

—Sí, sí... Estaba pensando en lo que has dicho. ¿Sabes? Creo que debería dejar de buscar razones a mi manera de ser y poner una solución. Quizá corte un poco mi comunicación con los hombres de ahora en adelante. Tengo que evitar salir con ellos y hacerles ilusiones. No se merecen que no sepa por dónde conducir mi vida sentimental

y parezca sufrir algún tipo de trastorno bipolar.

—¿Por qué te echas la culpa? Si no te gustan lo suficiente no hay que buscarle otro motivo. ¿Quién dice que no tengan ellos parte de culpa, que no sean los que te defraudan al darse a conocer en las citas?

—Es que no la tienen —lamentó. Enfiló al ascensor y bajó la voz al continuar—: Anoche, por ejemplo... Roberto estuvo magnífico. No es desagradable o de esos que solo hablan de sí mismos. Tampoco me pareció tacaño, ni me miró mal cuando me pedí tarta de tres chocolates. Ya sabes, hay tíos muy imbéciles que te sueltan el comentario de «¿todo eso te vas a comer?». Vamos, que fue un encanto. Cortés, inteligente, guapo... Sabe escuchar. Incluso adora a su madre, lo que siempre es señal de nobleza. Y no se enfadó porque no le invitara a subir a casa.

—¿Vas a celebrar que no se cabreara por eso? Pues sí que está bajo el listón.

—¡Todo lo contrario! Roberto es un caballero de la cabeza a los pies.

Entró en el ascensor y pulsó el número veintiuno. Miranda & Moore. Era la primera vez que se pasaba por allí, y este era, a su vez, uno de los motivos por los que no dejaba de hablar. Estaba francamente intimidada, y también ansiosa, por enfrentarse a su primer caso contra el bufete de abogados de mayor nivel de toda la ciudad... Incluso de toda Florida. Comentar en voz alta las virtudes de Roberto servían para distraerla de sus sentimientos encontrados hacia el divorcio que le tocaba. Había llevado muchos, tantos que casi había perdido la cuenta, pero este era especial. No todos los días se defendía al juez más importante de Miami frente a su difícil esposa.

—¿No te has detenido a pensar que quizá no te gustan porque son demasiado perfectos? —preguntó de repente Ivonne.

Aiko se giró hacia ella con una ceja arqueada.

—¿Te refieres a que debería enamorarme de celosos, posesivos, y toda esa lista de adjetivos que se ponen como algo romántico y precioso en los best sellers eróticos? Porque eso es lo que intento evitar. Bastante estupidez emana mi padre para juntarme con otro de su calaña —bufó, apartándose el pelo de la cara.

En otro tiempo se habría cortado al airear los esqueletos familiares, pero se trataba de Ivonne, alguien que llevaba a su lado desde que empezó en Leighton Abogados y quien había vivido con ella las mayores crisis existenciales de su madurez. A Ivonne no se le escapaba nada, ni la historia sentimental de sus padres, ni sus problemas emocionales, ni la ambición que proyectaba al futuro... Ni ninguno de sus fracasos. Y eso significaba que debía albergar suficientes nombres masculinos en su cabeza para formar una legión.

La legión de los casi ex de Aiko Sandoval. «Lo que podría haber sido»; así llamaría la película.

—No, no, nada de eso. Solo digo que, a veces, lo que hace divertido estar con alguien, es chocar con él en algunos aspectos. Si es perfecto no tiene ninguna gracia. ¿O me vas a decir que te gustan los hombres ideales? Llevas una larga lista de tipos maravillosos. ¿Por qué no pruebas con los que no lo son tanto? Es evidente que les falta algo.

—Claro, les falta mi predisposición a encariñarme, que no sé dónde diablos la he dejado. Pero puede que tengas razón, y es mi concepto de «ideal» lo que hace que Roberto no lo haya sido. Soy consciente de que todos los libros que he leído, todas las películas que he visto, y todos los romances que han vivido mis compañeras, han puesto mis expectativas muy altas en ese sentido. Ahora siento que no me puedo conformar con alguien que no me haga cosquillas con solo cruzarse en mi camino. Al final se reduce todo a eso. Debe existir, ¿no? —inquirió, mirando a su secretaria como si tuviera respuesta a todos los problemas del mundo—. ¿Alguna vez has sentido algo así...? Esa fuerza extraña y poderosa... Esa atracción sobrenatural que describen las novelistas actuales.

Ivonne esbozó una pequeña sonrisa tímida.

—Sí, la verdad es que sí.

—Pues existiendo eso no puedo conformarme con alguien que me hace sonreír. Supongo que eso me hace exigente. No en términos físicos, ni sentimentales... Da igual si es rubio, moreno, calvo; si va al gimnasio o pesa cien kilos, mientras pueda sacarme de mis casillas. ¿No estás de acuerdo conmigo? Al final lo tendré que crear a partir de inteligencia artificial. Sería inteligente y misterioso, y no se pasaría toda la noche alabando mis virtudes.

La campanita del ascensor cortó su fantasía.

—Qué importa. Al final va a resultar que sí que tengo demasiado tiempo para soñar con ese ÉL maravilloso. El resumen es: ¿y si lo encuentro y lo rechazo porque no es capaz de engancharme, o no consigo reconocer que está hecho para mí? Dicho de otro modo… ¿Y si el príncipe azul aparece disfrazado?

Ivonne la miró divertida.

—¿De qué podría disfrazarse?

—No sé... De demonio, por ejemplo. Sería horrible encontrarle y no reconocerlo porque alguien le rompió el corazón y es incapaz de ser él mismo, o porque no es de los que se muestran tal y como son... Arg, qué difícil. Si todo se resume a probabilidades, estoy perdida. Quita a todos los hombres casados, gais y enamorados platónicos; a los que nunca se fijarían en mí porque no soy su tipo, los que son unos cabrones… Me quedarían cuatro gatos. Hay demasiada gente en el mundo para que yo tenga la suerte de dar con mi segunda alma gemela.

—¿Segunda? ¿Quién es la primera...? Ah, Caleb.

—Obvio. —Sonrió y salió del ascensor—. Ese Caleb al que no le va a gustar que esté aquí hablando de romances imposibles en lugar de lo que he venido a hacer.

En realidad, a Caleb le daría igual lo que estuviese haciendo porque confiaba a ciegas en su talento. No en vano la había elegido como socia mayoritaria del bufete en el que pusieron su nombre, cuando Neal Delfino, el abogado al cargo, se jubiló y decidió dejar su imperio en manos del más capacitado. Caleb era ese hombre, el que mantendría su cartera de clientes y su prestigio. Durante años fue su abogado adjunto, y después, un socio minoritario envidiable. Aun con solo siete años de trabajo a cuestas, demostró que sus competencias superaban con creces las de ningún otro.

Caleb había contado con ella para remodelar el lugar y convertirse en la primera firma con juristas jóvenes al cargo; no solo porque tuvieran una relación especial que hacía de ellos una sola persona, sino porque se formaron casi a la vez y juntos eran más fuertes que por separado.

Además de porque se querían de una forma que nadie más comprendía, y no podían vivir el uno sin el otro.

—Ni que fuera a enterarse. Incluso si estuvieras coqueteando con su mayor enemigo lo pasaría por alto. Ese hombre te perdonaría un asesinato.

Ivonne no esperó a que Aiko rodara los ojos y continuó, mientras se detenían en el primer mostrador que encontraron.

—Retomando el tema una última vez antes de meternos en el caso...

—Espera.

Se giró hacia la secretaria que ocupaba el mostrador, a la que le costó despegar los ojos de sus uñas.

—¿Este es el despacho de Victoria Palermo? Soy Aiko Sandoval, tenemos una reunión ahora, a las ocho y media. Para llevar el divorcio de los Campbell.

—Un momento, por favor.

Aiko aprovechó la ocupación de la secretaria para mirar a Ivonne.

—No creo que debas perder la esperanza.

—Llevo con la esperanza perdida desde la adolescencia. Nunca he sentido nada intenso por un hombre, Ivonne. No estoy hecha para el amor, eso es todo —resumió, camuflando su decepción con una sonrisa sencilla—. En algún momento tenía que afrontarlo.

—A lo mejor buscas en el lugar equivocado. ¿No has pensado en probar con algo... diferente?

Aiko se ciñó el bolso al hombro y la miró interrogante.

—¿Diferente? ¿Te refieres a citas por Internet o algo así? Es verdad que está en auge, pero no me veo chateando con desconocidos, ni pasándoles fotos en tanga. O sea, podría ser divertido... —rio. Cortó la carcajada al recibir una mirada extraña por parte de la secretaria, que sostenía el teléfono contra la oreja. Carraspeó y se giró un poco más hacia Ivonne para que no la escuchara—. Pero sería calentarlos para nada, ¿no crees? Es decir... No me imagino quedando con alguien solo para hacerle un striptease. Para evitar situaciones tan violentas como esa, mejor no dar la impresión equivocada. Aunque imagínatelo. Siempre he querido hacer un striptease. Debes sentirte poderosa, y sexy...

—En realidad no me refería a citas por Internet, sino un cambio de... Un cambio más radical.

—¿Subir el límite de edad, dices? Lo pensé. A lo mejor el hombre perfecto tiene cincuenta y está hecho un toro. O no, quizá solo está gordo. La verdad es que a mí el físico me da igual. Los hombres que mejor me han besado no han sido precisamente guapos.

—No, nada que ver con el límite de edad. Es más bien...

—Ya, ya sé qué dices. Tendría que dejar de buscar parejas en el trabajo, ¿no? Sería muy diferente quedar con alguien que no fuese abogado, o ya puestos, caucásico. Nunca he salido con un latino, ni con un asiático, ni con un mulato... ¿Crees que soy un poco racista? —dudó—. En Miami hay de todo, no puedo poner como excusa que es lo que más abunda...

—Puede pasar a la sala de reuniones —interrumpió la secretaria, haciendo una señal hacia el pasillo contrario con sus uñas perfectas—. Allí la estará esperando.

—Estupendo, gracias.

Hizo un asentimiento con la cabeza y se dirigió al lugar que había apuntado. Ivonne la siguió, esta vez sí pegada a ella.

—Aparquemos el tema por un rato. ¿Tienes conectado mi teléfono profesional...? Perfecto, así no se quedan colgadas las llamadas mientras vuelves. Muchas gracias por interrumpir a Roberto y acompañarme, de verdad. Me has dado tiempo para practicar cómo decirle que preferiría que quedáramos como amigos.

Ivonne esbozó una sonrisa que oscilaba entre la admiración y la resignación.

—No hay de qué. Sé que te pone nerviosa enfrentarte a una firma tan grande. Si necesitas algo, puedes llamarme al móvil personal. Ah, y no vuelvas muy tarde; recuerda que hoy tienes el almuerzo con Delfino.

—¡Cierto! Casi lo olvido. ¿Qué haría yo sin ti? —suspiró, dramática. Le dio un abrazo breve y le guiñó un ojo—. Tanto hablar de hombres, cuando debería enamorarme de ti. Deséame suerte.

No oyó el suspiro de su secretaria y el comentario del que lo acompañó, porque justo al girarse hacia la entrada de la sala de reuniones, interceptó a la única figura masculina que atravesaba el pasillo

en su dirección.

Aiko se quedó a las puertas del despacho, más sorprendida porque le hubiera costado tan poco reconocerlo que por su reacción interna. La irritación no la pilló con la guardia baja. Sospechaba que, si se lo llegaba a encontrar de nuevo, le diría cuatro cosas por engañarla en un momento vulnerable.

Era él. El miserable que fingió ser el subdirector de la aseguradora por motivos aún por determinar, y que no la interrumpió mientras explicaba su patética situación. El perfecto actor. No lo habría descubierto si Allen no la hubiera llamado para cerrar el negocio e insistir en que no había mandado a nadie al bufete. Pasó los días siguientes alterada preguntándose por qué diablos habría hecho eso. ¿Se aburría? ¿Le parecía divertido?

No debería haberle molestado tanto. A fin de cuentas, no era nadie importante, tampoco era información que pudiese usar en su contra. Pero de todos modos le había dolido, porque el hombre en cuestión era... era... digamos que era lo bastante atrayente para que le resultara imposible camuflar el potente anhelo de tocarlo, solo para averiguar si era real. Siempre era un shock tener que reconocer que los hombres más guapos eran los menos recomendables, y aquel era clavadito a Jason Morgan, el modelo que la hacía babear en Instagram.

Podía llevarse como el perro y el gato con género masculino y ser incapaz de engancharse a alguien, pero era sensible a los encantos ajenos, y aquel tipo, caminando hacia ella como quien no quería la cosa, los reunía todos. Habían pasado unos cuantos meses desde que se vieron por primera vez, y desde entonces, Aiko había pensado en él fugazmente. La mayoría de veces preguntándose por qué se dejó encerrar en un habitáculo con olor a amoniaco y pretendió ser otro, si es que buscaba manipularla o sacarle alguna información. No habría sido el primero que la utilizaba para llegar a Caleb. Tenía numerosos competidores por haber emergido como un abogado de prestigio en muy poco tiempo. Pero al margen de eso, en los pensamientos que él había protagonizado, Aiko intentaba quitarle atractivo, sin sospechar que durante el reencuentro le daría una buena lección. El tal Marc, si es que así se llamaba de verdad, demostró que su mente era demasiado impotente para guardar el recuerdo vivo de su apariencia.

No la miró demasiado. Pasó por su lado para acceder a la sala con unas curiosas palabras de bienvenida.

—Tráeme un americano de la cafetería de la tercera planta, no de la máquina. Sin azúcar.

Aiko parpadeó una vez. Se lo quedó mirando como si hubiese hablado en chino.

—¿Y quiere unas galletitas el señor? ¿Un masaje de pies? ¿Paso también por el boleto de la lotería?

El tipo, que ya casi había entrado, ladeó la cabeza hacia ella. La mirada que le dio fue otra forma de disparar.

—No creo en el azar, pero si te sobra el dinero y quieres tirarlo, adelante.

—No, no me sobra el dinero, pero parece que a usted sí la caradura.

Arqueó una ceja rubia.

—¿Ahora las auxiliares vienen con personalidad incorporada?

—¿Perdona?

—¿Por qué me pides disculpas? Aún no me has traído el café frío.

Aiko se rio por no agarrarlo del pescuezo. Lo que tenía una que aguantar por ostentar un puesto importante. Aunque no era aquello lo que le molestaba; estaba acostumbrada esos numeritos micromachistas.

No se había acordado de ella.

—No tenía ni idea de que aquí se manda a los abogados a por el desayuno. ¿Estamos en el mundo al revés? —Estiró el cuello, dándose un aire de seguridad que no sentía—. Soy Aiko Sandoval. Tengo una entrevista en media hora con Victoria Palermo y su cliente, la señora Campbell.

—Señora Price. Ruega que se le devuelva el trato de soltera mientras llevamos los trámites —corrigió él, sosteniendo su mirada sin parpadear—. Y no soy nadie para negarle un capricho a mi cliente.

Aiko levantó las cejas.

—Para ser abogado, parece que siente usted una fuerte atracción hacia la suplantación de identidad. Fingir ser asegurador es fácil, pero para pasar como una mujer le va a hacer falta algo más que labia. Palermo es la que está al mando en este caso.

—Cambio de planes. Yo estoy al mando. —Dio un paso hacia delante y le tendió la mano—. Y no soy abogado. Soy el mejor abogado.

—Un placer conocerle al fin por su nombre real, señor «el mejor bogado». ¿Se me permite llamarle de alguna forma más corta?

Él torció la sonrisa hacia la izquierda.

«Los antiguos musulmanes no se referían a ese lado como “el impuro” por nada».

—Los que se atreven me llaman Marc.

—Entonces seré muy atrevida.

—Eso es evidente teniendo en cuenta la conversación que mantenía en el mostrador de mi secretaria. Una charla muy de auxiliar; debo haberla confundido por eso.

Aiko no tuvo que hacer memoria para recordar lo que había estado comentando allí con una falta de profesionalidad terrible. Algo sobre striptease, fotos en tanga...

—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas.

—Si se queda lo bastante para comprobarlo, descubrirá que puedo ser muy maleducado cuando me lo propongo. Imagino que usted también. ¿De qué color sería el tanga?

Tragó saliva e intentó que el rubor no echara abajo su confianza de pega.

—Espero que este sea el cuestionario habitual con todos los abogados contrarios, o le tomaré por un cabrón sexista de lo peor.

—Puede tomarme con lo que quiera. Yo lo haría sin especias ni añadidos. Estoy mejor al natural.

—¿Cuánto cobra la hora? Es para hacerme una idea de a cuánto se pagan las estupideces en este sitio.

—Es usted la que ha empezado mencionando bailes eróticos a través del interfono de mi secretaria. Yo solo me he adaptado a la preferencia temática del invitado.

—Pues no sabe cuánto lo lamento —ironizó—. No era mi intención corromper sus pensamientos.

Los ojos de él, de un intenso azul celeste, brillaron con peligro.

—Tarde.

Y estrechó su mano enviando una descarga brutal al centro de su cuerpo. Aiko no consiguió reprimir el escalofrío y presenció con horror que se le ponía el vello de punta. Él tenía la mano caliente y un apretón de ejecutivo imperfecto; cambiaba la severidad y firmeza por la languidez de un seductor, acariciando sus dedos al apartarse.

Aiko carraspeó mientras lo miraba como si fuese una amenaza. Entre que ella era algo menuda y él bastante alto, ya de por sí resultaba impresionante. Llevaba el pelo rubio algo largo, de una tonalidad ceniza que combinaba con la fina barba unos tonos más oscura, y el suave bronceado. Sus ojos como cuchillos la intimidaban más que veinte mil soldados. Porque sí, esos ojos estaban armados por sus dos comisuras, llenos de ambición, secretos, y una oscuridad que contrarrestaba la dulzura que deberían inspirar por su singular claridad.

Era... Perfecto. Igual que la disposición de su traje de tres piezas, de un azul marino favorecedor, y la corbata colocada con mimo sobre un pecho que se intuía trabajado. Igual que su caminada segura, su forma de hablar pausada y directa. Y esa perfección que causaría rabia en cualquiera solo podía tener un nombre, o más bien un apellido: Miranda. Únicamente él respondería a todas las descripciones que había escuchado por parte de Caleb, de su secretaria, de la auxiliar del jefe... De todos los que, en definitiva, habían tratado con él.

Si no se equivocaban las leyendas, Aiko no solo estaba delante de un hombre atractivo, sino de un abogado sin escrúpulos. Esto le produjo un repentino dolor de cabeza que no tardó en desaparecer. Ella confiaba en su trabajo, y no dejaba de ser una persona a la que le interesaba crecer en su campo. No habría mejor forma de subir el nivel que «ganando» a Marc, si es que en el ejercicio del Derecho podía hablarse de «ganadores».

—¿Por qué ocupa el lugar de Palermo? —preguntó, manteniendo las distancias.

—Ya tenía compromisos anteriores, y no se encontraba en condiciones de afrontar otro más. Aparte de su cartera de clientes habitual, ahora mismo está llevando su propio divorcio. Me pidió que me encargara de ello.

—Pero usted no presta atención a este ámbito. Se dedica a las grandes corporaciones.

—No se preocupe por mí. Jamás he defraudado a alguien en mi trabajo; no voy a hacerlo ahora, ni estrenándome en otra sección.

Aiko sonrió sin connotaciones de ningún tipo. El hombre no era su persona preferida, pero no había motivos para enfrentarle con actitud belicosa. Estaban allí por el cliente.

—Los divorcios son muy delicados. No confíe demasiado en su talento convenciendo a los demás de dónde poner su dinero, porque no es trasladable a algo tan delicado como las relaciones personales. De todos modos, procuraré no ser muy dura con usted.

—Dura conmigo… ¡qué ricura! —Esa palabra causó estragos dentro de Aiko—. Limitémonos a no ir a juicio.

—¿Por qué? ¿Tiene miedo de que lo destroce?

—Oh, no. Simplemente odio hacer llorar a las mujeres.

—Para eso primero debería averiguar si está tratando con una mujer de lágrima fácil.

—Todas las mujeres son de lágrima fácil si tocan su punto débil.

—¿Está intentando batir un récord de comentarios machistas?

—No. Solo te estoy provocando. Es una forma de distracción que antecede a la destrucción. ¿Dirías que funciona?

Aiko exhaló por la nariz en una especie de risa floja.

—Así que la leyenda es cierta. Marc Miranda es un destructor.

—No me fío de las leyendas. Prefiero conocer tu opinión cuando sepas de lo que soy capaz.

Le devolvió la mirada en silencio controlando los nervios a duras penas. No le tenía miedo como abogado. Los corporativos —por manejar empresas millonarias y cobrar esa cantidad por su trabajo—, se creían capaces de lidiar con cualquier cosa sin tener una verdadera idea de lo que requería. Como mínimo, experiencia. No estaba preparado para llevar un divorcio de esas características con un patrimonio de esa magnitud y menores en juego. Menos aún cuando la otra parte era indestructible.

Pero sí le inquietaba su sola presencia. La forma en cómo se sentía su cercanía. El ligero perfume que se apreciaba en él cada vez que se movía. La solidez de su mirada, cargada de intenciones ocultas. Aiko tenía miedo de respirar muy fuerte por si él se daba cuenta de que se sentía atrapada, vulnerable y confusa. Marc no dejaba de ser el tipo al que le habló de buenas a primeras de su situación respecto al seguro, cuando no se le habría ocurrido abrirse con nadie por mucho que Allen lo hubiese enviado.

Y también era el que se había olvidado de ella.

No estuvieron más de quince minutos en el armario, si es que llegaban. No intercambiaron más que unas pocas frases. Pero Aiko estuvo fantaseando con él como una niña hasta que Allen la llamó y dedujo, muy a su pesar, que solo se había reído de ella.

No se consideraba tan guapa para calar a un hombre que se cenaría a tres de su talla cada noche. No como su prima menor, que era el prototipo de mujer que nunca se olvidaba. Ni tampoco muy imaginativa, espontánea o divertida, como sí su hermana, cuyas locuras dejaban a los hombres enganchados. Solo era la chica responsable, cortés e introvertida que podía llamar la atención porque le gustaba arreglarse, y porque muy a menudo confundían su timidez con un supuesto enigma irresistible.

Pues no. Aiko no era un rompecabezas, ni una belleza sobrenatural, ni sabía hacer reír a nadie. Pero aun sabiendo todo eso había dado por hecho que al menos su cara, o su nombre, le sonarían un poco a ese hombre espectacular.

Menos mal que no estaba allí para ligar. Esa misma mañana se acababa de prometer que no iba a salir con nadie más hasta que estuviese convencida de que se cortaría un brazo por el susodicho. Se centraría en su trabajo y pasaría por alto la travesura fruto del aburrimiento que llevó a Marc a sus costas. Si no tuvo tanta importancia para él, debería perderla para ella.

Si tenía aspecto de príncipe y vestía un traje azul, qué más daba. Ni que el mundo estuviera hecho solo de casualidades o fuera tan tonta como para dejarse engañar. Ese hombre podría vestir de cabritillo, que al abrir la boca todos verían sus fauces. Y a saber hasta qué punto era conveniente salir con un hombre lobo. Apostaba porque no sería tan agradable como Jacob Black1.

—Será mejor que entremos. Los Campbell deben estar al caer.

Marc hizo un gesto hacia la puerta.

—Detrás de ti.


Marc esperó a que los futuros divorciados y la abogada salieran de la sala para hacerlo él. No era ningún gesto de cortesía ni ninguna norma aprendida, sino otro movimiento estratégico a favor de sus «perversos objetivos», como le gustaba a Nick llamarlos. La forma en que las partes se despedían y si el abogado había sudado el asiento eran pistas clave para saber cuáles eran sus posibilidades.

Viendo que «los Campbell» —mejor sería no decir aquello delante de Carol Price— no se acercaban el uno al otro y evitaban mirarse incluso ante un gesto de cortesía básica como lo era el «hasta el próximo día», Marc imaginaba que podría destruir al exmarido de su cliente sin que esta pusiera ningún reparo. De hecho, agradecía que Carol fuera una de esas mujeres superficiales, incluso faltas de escrúpulos, cuyo único objetivo al pedir el divorcio era quedárselo todo y hundir al caballero. Nunca estaba de más tener ambiciones en común con quien le iba a pagar una sustanciosa cantidad.

En cuanto a la abogada... En el asiento no se apreciaban restos de sudoración, ni en la botella de agua a la que había estado dando pequeños sorbos durante la media hora; solo treinta minutos, porque ambos Campbell tenían compromisos que atender. Y gracias al cielo, porque de haber estado un solo segundo más a puerta cerrada con aquel miserable, podría haberse lanzado sobre su cuello sin pedir perdón después.

Salió de la sala revisando sus anotaciones mentales. Había estudiado el trabajo de Aiko. Él no necesitaba garabatear, ni grabar. La información se adhería a su mente como el mejor pegamento y no se despegaba hasta que le tocaba enfrentarse a otro problema. En cambio, ella no había dejado de apuntar palabras sueltas en su diminuto bloc con anillas, repleto de pegatinas de colores.

Era posible que aquello hubiese mermado un tanto su malestar físico, sus tremendas ganas de arremeter contra el hijo de puta de Campbell: la serenidad de Aiko Sandoval y su sobrada humildad al mostrar un cuaderno propio de una niña de diez años a un cliente que le pagaba cientos de dólares la hora. Aquella mujer era la mismísima definición de paz. Aun cuando los Campbell se gritaban y lanzaban acusaciones, ella no perdía la calma, no se alteraba. Sonreía con suavidad e intervenía, calmando a los dos y entreteniéndolos con la siguiente pregunta. Tenía un método de trabajo muy marcado, ordenado y sencillo. Justo como él. Y tenía una preciosa cara de muñeca que le obsesionaba.

Era ridículo, absurdo, patético y cientos de adjetivos más, pero existía una explicación a que no hubiera logrado sacársela de la cabeza desde que la vio.

Estaba acostumbrado a tomar lo que quería cuando se le venía en gana; llámese número de teléfono o llámese polvazo en el cuartillo de la limpieza… Y de Aiko no había sacado nada porque la prudencia obstruyó su consciente. Marc se educó para despreciar todo lo que le causara verdadero interés, porque era eso lo que siempre conducía a la destrucción. A la supresión de sus pasiones para evitar sufrimientos, le gustaba denominarlo «filosofía epicúrea»; Nick prefería tildarlo de enfermedad obsesiva, y su hermano iba a lo fácil llamándolo estúpido. Ya al margen de eso, sabía que era una exageración tildar a Aiko Sandoval de elemento destructivo, y contradictorio cuando se trataba de una mujer adorable. Pero dedicándose a asesorar a inversores de bolsa, Marc era un hombre intuitivo que se conocía los dos lados de la conveniencia muy bien. Y ella no le convenía. Demasiadas posibilidades de distracción concentradas en un cuerpo tan pequeño.

Una vez fuera de la sala, Marc se detuvo en la puerta y barrió el recibidor desde el que Nick examinaba la escena. Ubicó a Aiko intercambiando unas palabras con Brian Campbell.

Él era el punto destructor, y no ella. Ese tipo era el elemento molesto, en el que debía centrarse. Difícil, porque le costaba mirarlo sin que la fuerza se le concentrase en los puños.

Prefirió no martirizarse con el pseudohombre y acudió a Nick. Esta esperó con su falsa paciencia a que hiciera un comentario que no llegó.

—¿Y? —preguntó, viendo que no iba a hablar. Señaló con la cabeza a la pareja—. ¿Qué mote le vamos a poner?

—¿A cuál de los dos?

—A ella, claro.

Lo de los motes había empezado como una forma de ayudar a Marc a recordar los nombres de todos los que pasaban por el bufete. Tenía una memoria privilegiada, pero solo para lo que le convenía, y eso incluía dos grupos exclusivos: gente que le importaba, y gente que le pagaba. A los demás se refería con un apelativo que, en general, hacía referencia a su cualidad física más notable o a alguna historia humillante que, por casualidad, hubiera llegado a sus oídos. Y si bien al principio era solo una herramienta de colaboración, ahora era fuente de divertimento de Nick, que se lo pasaba en grande poniendo a prueba su imaginación buscando apodos deplorables para los pobres donnadies.

No estuvo seguro de querer darle el gusto con Aiko. La miró, aprovechando como excusa su comentario, e hizo un lento recorrido por la porción de piernas que la falda desdeñaba. Vestía como una abogada de su posición: un vestido blanco sin mangas, cerrado al pecho y demasiado largo para su gusto. Nada que ver con el atuendo de la primera vez. Ahora se apreciaba cada parte de ella con tal detalle que Marc sintió unos irracionales, patéticos y absurdos celos hacia todos los que la miraban. Era delgada, pero no de vientre plano ni cadera estrecha. Se intuía una ligera protuberancia en su estómago y la falda se ensanchaba deliciosamente a partir de la cintura. La larga melena oscura casi impedía que apreciase la curvatura trasera. Le llegaba por el coxis, lo que la hacía parecer algo más menuda.

—Sin motes. Creo que de su nombre sí me acordaré.

Nick soltó una exclamación ahogada, como si la hubiera insultado, o peor: como si se hubiese dado cuenta de que...

—¡Jodida mierda! —aulló por lo bajo, agarrándose al borde de la mesa—. ¡Te la quieres follar!

Marc la miró por el rabillo del ojo.

—¿Tú no? —inquirió con sorna—. ¿Se supone que no debería?

—Estamos hablando de tu primer divorcio y de Brian Campbell —le recordó Nick. El estómago se le revolvió solo con oír de nuevo su nombre—. Claro que no deberías. ¿Te atrae en serio, o es tu manera de decirme que vas a acostarte con ella para que deje el caso?

—Es evidente que tiene que dejar el caso. La quiero fuera a más tardar el lunes que viene.

—¿Por qué? ¿Porque es una distracción?

—Porque es buena —corrigió.

—Una buena distracción, ya. A eso me refería.

Marc miró a Nick con aire irónico. Todos sus intercambios cargaban un lastre de complicidad que les había granjeado numerosos estados civiles, desde amantes hasta «casados en secreto». Desde luego era un halago que le relacionasen con una mujer que no solo era inteligente, sino que cruzaba lo retorcido y se regodeaba en la villanía… Además de ser atractiva de sobra para detener el devenir del universo.

Lucía el pelo naranja con un favorecedor corte Bob; el flequillo recto enmarcaba sus gatunos ojos grises. Se perfilaba los labios de rojo a diario, y vestía el escote que se le antojaría a cualquier hombre, en cualquier momento del día. De no ser porque era pelirroja y tenían una historia detrás, Marc se habría acercado a ella en términos distintos a los de aliado.

Verónica Duval, Nick para él y solo para él, era su compinche. Nada más.

—Harían falta veinte mujeres como Aiko para distraerme de mis objetivos, y ni aun así lo conseguirían.

—Así que Miss Japón tiene nombre... Tranquilo, amigo, si yo entiendo tu situación. Debe ser molesto esperar tanto tiempo este momento para que ahora te interese más su carita que destrozar a Campbell.

—No tiene nada que ver con cuestiones físicas. Es tan simple como que ella es mejor que yo. La he investigado y ya venía con eso en mente. Solo ha perdido un juicio y fue porque el cliente se reservó información vital. Es indestructible en el ámbito civil y yo nunca he tocado un divorcio. Puedo reconocer un fracaso cuando me huelo que es lo que está por venir si no tomo cartas en el asunto.

—Entonces te la tienes que quitar del medio. ¿Y cómo piensas hacerlo?

—Encontrando un punto débil, una herida abierta donde meter el dedo. Dudo que deje el caso por sí misma. No es tonta. Sabrá que si lo gana escalará posiciones.

—¿Y tienes alguna idea sobre puntos débiles?

—Ninguna, aunque... Bueno, tengo una ligera sospecha —comentó, entornando los ojos—. Voy a tener que investigar. Y tú también. Tenemos dos posibilidades: hacer que le surja un inconveniente y deba transferir el caso a alguno de los otros matados de su bufete, o que me desprecie lo suficiente para no soportar verme y lo cambie por su salud mental.

—¿Le gustas? —preguntó Nick.

Marc apartó la vista de su secretaria y la devolvió a Aiko, que esperaba al ascensor mirando alrededor con curiosidad. En esa valoración silenciosa de su entorno, lo atrapó mirándola. Él no fingió que no se estuviera fijando, obteniendo el resultado que quería. Se ruborizó con suavidad, una reacción natural que le pareció extraordinariamente bonita.

Gracias a Dios que Nick no sabía leer mentes. Todavía. Se la imaginaba acribillándolo por tener pensamientos románticos.

—Puede ser. Pero en cuanto me conozca un poco más, decidirá que no es tan inocente como para seguir enganchada. No creo que sirva el truco de acostarme con ella. Te repito que no es estúpida.

—Tampoco creo que sea de piedra. Pudiendo follar contigo le dará igual cualquier cosa, me juego lo que sea.

Marc la miró con un atisbo de sonrisa.

—¿Lo dices por experiencia?

Ella se giró hacia él con coquetería.

—Por supuesto, rubio. Sabes que me muero por tus huesos.

Marc tamborileó los dedos sobre la mesa.

—Puede que acabara yendo a la cama conmigo, pero su reacción no sería la de huir, estoy seguro. Todo lo contrario. Le daría motivos para enfrentarme con más ganas y destrozarme. Y no me lo puedo permitir. No de su parte.

—¿Qué más da? Para ese momento ya sabrías los trapos sucios de Campbell. Ella te los habría contado después del orgasmo.

—Pero sabría que lo sé porque se acordaría, así que cambiaría de táctica y me pillaría. Que no te engañen sus ojos dulces, Nick. Las guapas son las peores.

—¿Me lo dices, o me lo cuentas?

Marc se rio a medias, como siempre.

—Dudo bastante que me contara sus planes, ni aunque consiguiera ponerla a mis pies.

—Por intentarlo no pierdes nada —comentó ella, volviendo al arduo trabajo de mejorarse las uñas inmejorables—. ¿O de repente has recuperado la conciencia?

Marc siguió a Aiko con la mirada hasta que el ascensor se la tragó. Ella no tuvo problema en seguir pegada a sus ojos en la distancia, esperando con una tranquilidad que él nunca podría experimentar solo, a que las puertas se cerrasen. En el último momento, se despidió de él de una forma muy original: sonriendo un poco, con timidez, como aceptando que estaba nerviosa. Diciéndole también algo parecido a: «No importa que hayamos empezado con mal pie, estoy dispuesta a que nos llevemos bien». Un gesto de humanidad que no debería haber tenido, porque él no quería tener piedad.

Marc contuvo el aliento con los ojos clavados en sus labios, y esperó a perderla de vista para soltar el aire. Solo entonces se aclaró la garganta y reprimió un pequeño suspiro.

—Pensaré en ello.

—Tendrás que hacer mucho más que pensar en ello. Es Campbell, Marc. Llevas años diciéndome que esto es lo único que quieres. Ahora que lo tienes, no dejes que nada ni nadie te lo quite.

—Descuida —resolvió él al instante—. Te puedo asegurar que haré cualquier cosa para ganar. Cualquiera.

1 Jacob Black. Personaje hombre lobo de la saga Crepúsculo.

Contentar al demonio

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