Читать книгу Contentar al demonio - Eleanor Rigby - Страница 7
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No es porno, es literatura erótica
Marc no entendía el concepto de «arreglarse», quizá por las implicaciones negativas que conllevaba. Daba a entender que antes de hacerlo era inservible, estaba desgastado o era inútil: que necesitaba emplear alguna fuerza externa o añadirse encantos, ponerse tiritas o decorarse, para resultar mejor. Para dejar de dar asco; como si fuera un coche averiado o las cañerías del baño.
Para arreglarse, pensaba, necesitaría mucho más que su mejor corbata y una americana de marca. Sabía bien que su aspecto no era lo que debía ser potenciado. La falsa humildad le tocaba demasiado los huevos para no admitir que era un tío bien plantado. Al menos el envoltorio relucía. Lo que había debajo quizá sí debiera... arreglarse. Pero por lo pronto, y si salía bien el plan A, Aiko Sandoval no necesitaría conocer su bajeza. Tenía en mente averiguar si su físico le interesaba como para picar el anzuelo, y para eso, gracias al cielo, no tenía que arreglar nada de lo jodido de veras.
Marc salió de casa con la reflexión formulándose detrás de los pensamientos normales de un tipo a las seis y media de la mañana, aquellos que podía afrontar a corto plazo. Repasó su agenda, los compromisos programados para el día, las reuniones, incluso los descansos ocupados para adelantar trabajo. Así no podría parar a meditar ni un segundo. Le siguió la rutina de siempre. Activar la alarma del apartamento, contar los pisos que iba bajando en el ascensor, medir la distancia entre sus pasos hasta la entrada y saludar con un «buenos días» a su chófer, que esperaba con la paciencia de un santo.
—¿Qué tal, Yasin? —preguntó antes de abrir la portezuela trasera.
El hombre sonrió como si guardara un secreto, y en cuanto Marc puso su trasero en unas pantorrillas ajenas, comprendió la ilusión del indio porque entrara en el coche.
El bulto bajo él gruñó por lo bajo. Vaqueros, botas militares y sudadera con capucha... Lo reconoció gracias a la exclamación latina —«ay, dio mío»—. Por si le cabían dudas, su hermano dio la vuelta como una sardinilla y lo enfrentó con ojos soñolientos.
Marc intentó no irritarse con su deprimente aspecto.
—Yasin —llamó a su chófer intentando guardar la calma—, ¿qué hace el señor Miranda en el coche?
—No lo sé, jefe —aseguró, con su marcado acento habitual. Le echó una mirada entretenida por el retrovisor—. Me he dado cuenta justo al aparcar. No suelo asegurarme de que no haya hombres camuflados con la tapicería al arrancar.
Dirigió la vista al encapuchado, que se frotaba los párpados intentando dar pena.
—Jesse... ¿Has dormido en el Mercedes?
—No tengo casa propia, ¿qué quieres que haga? —se quejó mientras se incorporaba hasta quedar sentado—. Tori me pidió que me fuera y no se me ocurrió otro lugar donde descansar mis huesos.
—Veamos... Existen los hoteles; moteles, si no quieres gastar mucho. La casa de Wentworth, la mía, la de tu madre en Puerto Rico... Y eliges mi coche. —Marc hizo una mueca—. ¿Eso que huelo es Jägermeister? ¿Has estado bebiendo aquí dentro?
Inspiró hondo e intentó no alterarse, como siempre a base de mucha, muchísima fuerza de voluntad. No hace falta que permanezcamos en el camino de la rectitud, humanidad y corrección evitando señalar que Marc a veces estrangularía a su hermano, ¿verdad? ¿Quién no ha sentido alguna vez la implacable necesidad de acabar con la vida de alguien con su mismo apellido? De acuerdo, quizá la pasión por los ahogamientos de Marc a veces sobrepasaba lo común, pero no se puede decir que no fuese típico, ni que llevara arrastrándose como una lacra social desde, por ejemplo, el Imperio otomano. Yasin estudiaba Historia cuando no conducía y le había contado a Marc, no sabía aún si para alentar o apaciguar sus ánimos de derramamiento de sangre, que los herederos a la corona solían pasar a cuchillo a sus hermanos para evitar que les arrebatasen el trono.
Aquí no había trono que valiese, pero Marc se pensó lo del acuchillamiento al sospechar que Jesse podría haberse meado encima. En su tapicería de cuero negro.
—Haz el favor de salir —pidió con toda esa educación que enmascaraba un fuerte deseo homicida—. Tengo que ir a trabajar.
Jesse arrugó la frente.
—¿Perdón? ¿Mi mujer me echa de mi casa y ahora mi hermano me echa del coche?
—Poniéndonos técnicos, la casa es de tu mujer y el coche es de mi propiedad, así que tenemos todo el derecho a vernos libres de tus escenas.
Su hermano desencajó la mandíbula y miró para otro lado. Se sacó la capucha de un tirón, acción que reveló una serie de mechones pelirrojos con vida propia que apuntaron en todas direcciones. Marc se desinfló un tanto al verle con la espalda encorvada, frotándose la incipiente barba con impaciencia y desesperación. Casi se le olvidó que había pensado en cuchillos, matanzas y tronos otomanos.
No pretendía ser duro con él, pero no le quedaba otro remedio si quería que espabilase de una vez. Estaba cubriendo a Victoria en el caso de los Campbell no solo porque le interesara especialmente destruir al marido de su cliente —y es que Marc nunca hacía nada si no podía beneficiarse un poco—, sino porque ella no estaba en condiciones de afrontar un solo caso a causa del divorcio con su hermano.
Marc supo desde el principio que era una pésima idea salir con alguien del trabajo. Luego pasaba lo que pasaba. Jesse llevaba sin poner un pie en el bufete casi un mes, lo que ya le habría valido el despido si Marc no hubiese movido hilos, y Victoria había pedido una baja aprovechando la acumulación de periodos vacacionales en su historial. Si eso fuera todo lo que Jesse estaba haciendo mal al no lidiar con su separación, Marc podría interceder por él —lo que llevaba haciendo desde el primer día—, pero no dejaba de darle motivos para pegar una voz y poner orden.
Había cedido a cada una de sus súplicas. Intentó hablar con Victoria para hacerla entrar en razón, sin ningún éxito. Incluso hizo algunas averiguaciones a espaldas de ambos para asegurarse de que los motivos que la mujer dio para justificar el divorcio eran ciertos y no estaba engañándolo con otro, pensando que de ser así podría hacerle más llevadero el proceso. Pero no, Tal y como se figuraba, Victoria estaba siendo legal. Incluso sufría por la decisión tomada, razón por la que Marc dejó de intervenir.
Esto Jesse se lo tomó como algo personal y decidió llamar la atención de todas las formas posibles. Emborrachándose cada noche, haciendo comentarios desagradables, persiguiendo a Victoria por todas partes aun cuando ella había pedido espacio... La guinda del pastel había sido conducir borracho para luego estamparse con el coche en la interestatal, cuando pudo haber muerto en el acto. Marc ya no solo estaba preocupado, sino también cansado y cabreado por la incapacidad que tenía su hermano para ponerle solución a sus problemas... O para verlos, en general. Era evidente que no quería ni oír hablar de ellos. Se negaba rotundamente a buscarse otro apartamento, pues creía que tarde o temprano, Victoria lo llamaría con una disculpa en la boca.
Marc intentó hacerle ver que eso no sucedería. Pero para no variar, Jesse no escuchó. El muy capullo vivía en Hollywood, creyendo que la vida real era como un musical cuando en realidad solía acabar peor que los triunfos taquilleros de Clint Eastwood: como el rosario de la aurora.
Ya era hora de que abriese los ojos, porque no tenía ningún don musical para permitirse quedar ciego toda la vida y aun así ganársela, como el Stevie Wonder que cantaba su mayor éxito en la radio del Mercedes. ¿Cómo podía un hombre estar cabreado cuando sonaba For Once In My Life? Que no era en absoluto su estilo, pero hasta a él le daban ganas de afrontar el día con una sonrisa, como esos estúpidos hippies que leían libros de autoayuda.
—Podrías ser un poco más agradable —se quejaba Jesse, mirándolo con rencor. Tenía los ojos inyectados en sangre y, en serio, apestaba a estercolero. Si le hubieran dicho que había pasado la noche entre los restos residuales de una tumba profanada, se lo hubiese creído—. Habría que verte a ti si estuvieras en mi situación. Y no me digas que tú no habrías dado lugar a esto, porque tengo suficiente de superioridad moral en todos los hombros a los que me acerco a llorar para que me lo repitas.
—Si estuviera en tu situación, intentaría ser razonable y no sabotearme a diario. Jesse, es el momento de que te des cuenta de lo que está pasando. Tu vida ha cambiado. Debes hacerte a la idea y seguir adelante.
Su hermano permaneció en silencio un buen rato, lo que ya era extraño en una personalidad extravertida y dicharachera. No estaba viviendo sus mejores tiempos y Marc trataba de comprenderlo, pero había una gran diferencia entre entender la frustración ajena y permitir que la vertiera sobre los demás, haciéndolos cómplices de su ineptitud. Y tenía ya una edad, por Dios. Si no se concienciaba entonces, ¿cuándo?
Durante esa breve meditación que tuvo consigo mismo, Marc hizo un gesto a Yasin para que arrancase. Entonces, Jesse se giró hacia él con un semblante más o menos seguro de sí mismo.
Cuando habló le tembló la voz, pero fue latente que había tomado una decisión.
—No estoy en tu coche porque no tenga donde dormir... Estaba viviendo en la cochera hasta anoche que busqué por Internet una casa en un barrio más o menos barato. Pretendía venir a verte a primera hora, pero me lie bebiendo y... Aquí me tienes, medio amotetao, medio ajumao.1 Pensé que sería más rápido colarme y tendría antes tu atención que esperando en el mostrador de Nick a que decidieras recibirme. Quería pedirte un favor sobre eso de avanzar.
—Claro. Dime.
—Necesito que lleves mi divorcio —anunció mirándolo muy serio—. No quiero a ningún tío que no conozca metiendo sus manos codiciosas en mi relación, o en lo que queda de ella. Quiero un divorcio amistoso en el que el abogado nos conozca a los dos.
Eso era exactamente en lo que Marc estaba pensando y con lo que llevaba soñando desde su boda. Léase con ironía.
—Jesse, esa parte del Derecho no es lo mío. Lo sabes.
—Me he enterado de que estás llevando el que probablemente sea el divorcio más escandaloso, difícil y mediático de todos los tiempos. Si puedes con eso, podrás hacerte cargo de nuestra separación, que no tiene ninguna complejidad.
—¿Seguro que no la tendrá? —inquirió Marc, arqueando una ceja.
Intercambió una mirada con Yasin a través del espejo, que le devolvió el gesto. «No se lo cree ni él», pareció decir. «Armará una escena en cada reunión y se pondrá a llorar, a agarrarla de las piernas y a anunciar que será su esclavo».
Marc asintió, dando fe.
—No. Ya me estoy concienciando. Por favor. Necesito que lo lleves tú. Conoces las leyes mejor que nadie...
—Y se las salta mejor que nadie —apostilló Yasin sin apartar los ojos de la carretera. Aprovechó que entraba en la caravana del centro para guiñarle un ojo a Marc, quien rodó los suyos.
Ladeó la cabeza hacia Jesse.
—Puedo conseguirte un mediador mucho mejor —propuso lleno de ideas—, más experimentado, y lo bastante cercano para que ni te des cuenta de que le estás pagando. Hace que parezca que lo hace por gusto, pero sin perder la profesionalidad.
Para ser fieles a la verdad, no estaba mintiendo al dar su opinión de Aiko Sandoval. Como siempre, se reservaba información, como que justo por eso debía destruirla o que le encantaría ponerla en posición horizontal, pero eso eran sutilezas que no cabían en el asunto. Obviamente, tampoco la alababa porque sí. Era un movimiento estratégico disfrazado de moralidad.
Si tenía a Jesse cerca de Aiko, un tipo muy simpático, amistoso, y encima con un graduado en Psicología que le servía mucho más de lo que él imaginaba —comprender y conocer a fondo a los demás—, averiguaría sus puntos débiles sin esfuerzo. Jesse era incapaz de mantener una relación profesional con alguien, al menos estricta. Acabaría yéndose por las ramas y engaliando a Sandoval para que fuese su mejor amiga, su compañera de aventuras, su aliada del póker... En fin, su estrategia servía para poco más que infiltrar a alguien en su vida...
y encima ayudaría a Jesse. Dos pájaros de un tiro.
Qué manipulador y desgraciado era. A veces se encontraba especialmente repulsivo, pero ese desprecio hacia sí mismo solía quedar eclipsado por los maravillosos resultados. Bendito fuera Maquiavelo por trazar El Príncipe y darle en quien fundamentar sus políticas agresivas a favor de la conservación del poder.
Jesse vaciló.
—Puedes presentármelo, pero en cualquier caso te preferiré a ti.
—Apoyó la cabeza en el respaldo y suspiró—. Sabes que yo nunca pido favores. Solo este, Marc. Apenas hay que repartir bienes, firmamos la separación porque soy un despilfarrador, y no tenemos hijos... Solo es cuestión de negociar la custodia del perro. Y si me quiere poner una orden de alejamiento —añadió.
Marc se envaró.
—¿Cómo que una orden de alejamiento? ¿Qué has hecho ya?
—Nada... Solo fui a verla anoche, y no le hizo mucha ilusión.
Marc suspiró. Bueno, en la mayoría de divorcios se necesitaban dos abogados, uno que representara a cada uno de los implicados. Podría colaborar con Tori si tanto le preocupaba.
Al final tendría que echarle ese cable que pedía, y no porque tuviese tiempo de sobra para encargarse de otro caso, sino por puro aprecio. Aunque los Miranda fueran tres hermanos en total, y tres mujeres distintas hubiesen llevado el apellido, Jesse era el único pariente al que sentía de su familia, además de Camila, que fue como su madre adoptiva. La primera esposa del «gran» Miranda falleció sin que la conociera y la suya también había muerto. De los otros, su hermano mayor y su padre, prefería no comentar nada. Era muy temprano para que lo ingresaran por obstrucción arterial, y tenía demasiados enemigos para darles el gusto de morir joven.
—Como tu asesor, te pido, por favor, que no vuelvas a hacer eso. Si te pide espacio dáselo, se lo merece. Además de que si no se lo concedes... Es abogada: no le costará enumerarte las faltas penables del Código para recordarte lo mal parado que puedes salir si te pasas de la raya.
En cuanto Jesse asumió, entre tanta amenaza, que Marc iba a colaborar, esbozó una enorme sonrisa de alegría y se echó a sus brazos. Marc toleró como pudo su muestra de contacto físico, y lo que era peor... Su insoportable olor corporal. Estaba claro por qué Victoria no le había dejado cruzar las puertas de su casa. Los pesticidas no eran muy baratos y habría necesitado a todo un equipo de rescate para respirar en su compañía.
—No estás muy ocupado, ¿verdad? Puedes permitirte perder el tiempo con tu hermano.
Marc hizo un esquema mental de su programación por el próximo mes. Se acercaba una de las épocas de mayor inversión en las empresas que asesoraba, además de que uno de sus clientes más importantes se había metido en un problema legal gordo; si a eso se le sumaba la historia de los Campbell, todo lo que debía averiguar de Sandoval para quitarla del medio, los numerosos casos que Jesse había dejado colgados y le tocó cubrir a él, más el hecho de que iba siendo hora de buscarse un adjunto, pasando por decenas de entrevistas personales a repeinados de universidades de renombre... Podía permitirse dormir tres horas al día, y ahí estaba siendo generoso.
—No, apenas tengo unas pocas cosas que hacer. —No le pasó desapercibida la ceja arqueada de Yasin, que se sabía su horario mejor que él—. Tú, en cambio... Si quieres que sea tu abogado, vas a tener que encargarte de unas cuantas cosas.
Jesse cambió de postura y lo miró con ilusión, como si le hubiese prometido el último número de la revista Playboy en lugar de un asesoramiento legal. Sí, a su hermano le iba el entretenimiento para adultos.
—Soy todo oídos.
—Mientras encuentras un apartamento, te voy a dejar las llaves de la casa de mi madre. —Sacó del bolsillo el manojo, y sacó una que tenía marcada con un tinte azul. Se la puso en la mano—. Hace mucho tiempo que está cerrada, así que tendrás que airearla un poco abriendo ventanas y limpiando en general. Pero puedes usar la ducha... Vas a usar la ducha —corrigió—, y vas a trasladar tus cosas allí mientras se firma el divorcio. Y con «trasladar tus cosas» no me refiero a que metas el alcohol en la despensa del piso. Como me pase por allí y vea algo que no sea agua o zumo, te vas a enterar de por qué me llaman demonio.
—De acuerdo, nada de alcohol en la despensa... Lo meteré en el frigorífico —acordó, sonriendo. De repente, como si hubiera pulsado un botón, ese gesto divertido se deshizo—. Espera, espera, espera... ¿Has dicho «la casa de mi madre»? ¿Quieres meterme en serio en el apartamento de tu madre? ¿Tu madre?
Que lo repitiera tantas veces estuvo a punto de sacarle de quicio. A Marc se le daba muy bien tener paciencia de puertas para fuera, pero por dentro se removían toda clase de instintos agresivos cuando pronunciaban alguna de las palabras prohibidas de su lista. Esa en la que Jesse no dejaba de hacer hincapié era una de ellas.
Lo miró con una mezcla de amenaza e indiferencia.
—Sí, la casa de mi madre. ¿Tienes algún problema con eso?
—No, no, no, no, todo lo contrario, solo... Me sorprende. No es nada malo, eh, te lo juro. No es que me dé miedo, o vergüenza, ni nada por el estilo. Me da respeto.
—¿Se te ocurre algún sitio mejor mientras ahorras para afrontar un alquiler?
—Pues... Podría vivir contigo.
—No. —Lo que le faltaba: sacrificar sus escasos momentos de relajación y silencio, o peor... Su orden y concierto—. Sabes que ni me gusta ni puedo vivir con gente. Si lo dices porque necesitas compañía, yo no te la podría ofrecer. Casi nunca estoy allí. Llama a Wentworth, si no.
—Ah, no, nada de eso. Tengo una reputación. No voy a permitir que mi mejor amigo descubra que estoy tan sensible.
Marc no insistió, de acuerdo con que no molestara a Went. Era un amigo que tenían en común, y si bien Jesse insistía en que era su amistad preferida, había muchas cosas que se le escapaban respecto a sus sentimientos y de las que, Marc, en cambio, estaba al tanto. No convendría que Jesse revoloteara en pleno divorcio alrededor del hombre que aún soñaba con su exmujer. Si no fueran los dos muy hijos de su madre, uno un infantil y otro un mentiroso compulsivo, Marc les propondría levantar un club de superación a las diosas de ébano como Victoria Palermo. Pero en torno a aquella historia giraba tal secretismo que prefería no intervenir, aunque ya estuviera manchado hasta las cejas. Ni sabía cómo lo hizo para acabar metido por lealtad en semejante lío de rabos.
—Pero el piso de tu madre... —seguía negando Jesse—. No se siente correcto.
Marc se volvió a tensar. Le dirigió una mirada ya sin filtros, cargada de resentimiento. Raras veces se ponía a la defensiva, e incluso cuando lo hacía era poco apreciable, pero sus insinuaciones eran peores que un rodillazo en los huevos.
Y no se pasaba con la comparación.
—Mira, si lo dices porque...
—No, claro que no lo digo por eso —cortó enseguida, agobiado—, sino porque quizás no sería conveniente que estuviera en un sitio lleno de tantos recuerdos para ti... Sobre todo cuando con esto del divorcio nos veremos más y tal vez tengas que pasarte por allí.
Marc sonrió sin sentirlo.
—No soy ningún nostálgico. Te aseguro que no me pondré a llorar porque vea unos cuantos retratos.
—Lo que me preocupa es justamente que no llores. Deberías llorar alguna vez, Piolín. —Joder, Piolín. Tenía que sacar a colación el apodo que le puso Camila para despejar el ambiente—. Seguro que te sienta bien.
—No tan bien como te sentará a ti redescubrir el jabón. Apestas, Jesse.
El hermano frunció el ceño como si no supiera a qué se refería. La mayoría de las veces, su actitud era solo desesperante, pero otras resultaba cómica la visión tan distorsionada que tenía de las cosas. ¿Cómo diablos podía ser psicólogo y a la vez, tan poco consciente de sí mismo? En su defensa diría que, siempre que prestara atención, se percataba del estado de ánimo de los demás. Por eso era un excelente hermano.
—Yasin, para aquí. —Le hizo un gesto al cochero—. Hay que coger el desvío para ir al apartamento y prefiero que dejes a este tipo allí. Yo puedo buscarme la vida. ¿Recuerdas la dirección?
Yasin se detuvo en un semáforo en rojo y se giró para decir:
—¿Está seguro de que quieres que lleve allí a tu hermano, jefe? Ese lugar contiene reliquias y podría romper algo. Es meter a un elefante en una cristalería.
—Hay que darle un voto de confianza —terció Marc, abriendo la puerta del coche—. Llamaré esta noche al fijo de la casa para asegurarme de que estás allí y no bebiendo.
Jesse hizo un saludo militar, ya de mejor humor.
En cuanto salió, se incorporó al cruce peatonal, respirando hondo: respirando todo lo que no lo había hecho en el Mercedes, y no solo para no morir intoxicado. En realidad, no le hacía ninguna gracia meter a Jesse en casa de su madre.
Pasó entre la fila de coches para alcanzar el taxi que creyó ocupado. Agarró el asa de una puerta trasera al azar y se asomó sin ninguna educación. Tenía prisa por llegar el primero al bufete, antes que Sandoval y los clientes. Se llevó una muy grata sorpresa al reconocer los ojos rasgados que le recibieron.
—No estoy interesada en pañuelos de papel, paraguas o el que sea producto de su venta ambulante —sonrió ella, en lugar de saludar—. Pero gracias, señor.
Marc necesitó unos segundos para comprender el motivo de esa intervención. Así que esa era su «venganza» ante el numerito del primer día, cuando fingió haberla confundido.
Le costaba comprender cómo mordió el anzuelo con tanta facilidad. Su cuerpo hizo manifiesto de una forma muy desagradable que se acordaba de ella. De todos modos, Marc no lo hizo para molestarla, sino para bajarle unos humos que dio por hecho que tenía subidos.
No sería para menos. Le sobraban virtudes para creerse la reina de Saba, y talento para aplastarle con un dedo. Era una abogada demasiado joven para ser tan prolífera, demasiado inteligente para desgracia de algunos, y demasiado sexy para lo que le convenía a su concentración. Antes de permitir que le causara déficit de atención debía dejar en claro que ella bien podía ser el jodido Saúl Goodman que no le iba a lamer el culo.
O sí. La verdad es que la idea se presentaba de lo más tentadora. ¿Y qué pasa? A los abogados también les gustaban las series de abogados. Better call Saul era buenísima.
En fin. Ya se vería. Haría lo que requiriese el guion y, tal vez,
los instintos.
—¿Tampoco está interesada en compañía? —preguntó, entrando
y acomodándose a su izquierda.
—¿Lo está preguntando o lo afirma? —preguntó ella a su vez, manteniendo la sutil sonrisa cortés—. No necesitaba otra compañía. Rhett me estaba contando la experiencia del cumpleaños de su hija menor.
Marc dirigió su mirada y ceja arqueada al tal Rhett, que supuso que sería el propio taxista. Este asintió, complacido porque alguien le sacara conversación.
—Donde caben dos, caben tres. ¿No es eso lo que dicen? —contratacó, mirándola fijamente—. ¿O no se ve capaz de complacer a dos hombres a la vez?
La reacción que ocasionó en ella fue tan deliciosa que la sonrisa que mantenía por aburrimiento le caló hondo. Se había ruborizado, al tanto del segundo sentido. Curioso que sus provocaciones la afectaran, cuando podía imaginarla pisando testículos con sus tacones. En cualquier caso, había ganado, porque ella se corrió a un lado —y esta vez sin connotaciones, por desgracia— con una mueca de consternación.
—A fin de cuentas, vamos al mismo sitio. —Le echó un vistazo de reojo—. Póngase el cinturón.
Marc no la escuchó. Se quedó prendado de la curvatura de sus pestañas maquilladas, de sus firmes labios pintados de rojo oscuro. Era una mujer peligrosa. Marc sabía distinguirlas, y de hecho las dividía en tres grupos. Las feas con encanto, las bellezas que la perdían con su soberbia y las que no se daban cuenta de su exuberancia. Aiko Sandoval o era demasiado humilde para actuar acorde con su aspecto físico, o es que fingía de maravilla sentirse impresionada por él, y Marc abogaría por lo segundo, aunque aún no supiera cuáles eran sus propósitos. Es decir... Marc era un tipo que impresionaba, pero en general, las mujeres llamativas no se comportaban como vírgenes en su presencia. Y no es que Aiko fuese muy vergonzosa o inocente. Más bien parecía introvertida.
—¿Me ha oído? Póngase el cinturón —repitió. Marc frunció el ceño.
—¿Disculpa?
Aiko presionó los labios, entre irritada y agobiada, y le rodeó con un brazo para tirar del cinturón. Él observó cómo su impulso pasaba de ser dudoso a muy decidido. Eso la acercó más, cautivando un nuevo sentido: el del olfato. No llevaba perfume, pero usaba un champú delicado con efecto relajante.
—Lo siento. Me pone muy nerviosa que no se tomen las medidas de seguridad.
—No aumentaría mi esperanza de vida tener un accidente en plena ciudad, aun llevando el cinturón puesto. Generalmente solo sirve para autovía.
—Lo dudo bastante. Mi prima tuvo uno muy difícil en pleno centro, y por no haber tomado medidas sufrió severas consecuencias.
Marc parpadeó una sola vez.
—Lo lamento.
—Espero que lamente que siga vivita y coleando, a veces puede resultar insoportable. —Soltó una risilla y volvió a su sitio tras habérselo abrochado, como una madre preocupada—. Está sentado en el medio. Sin el cinturón saldría volando de un frenazo.
—Tendría una muerte rápida y sin dolor.
—Y yo sobreviviría para ver sus sesos en el parabrisas... No, gracias.
—Entonces solo velaba por su bienestar, no por mi seguridad.
—Usted ya tiene suficiente seguridad llevándola en sí mismo para que alguien vaya a preocuparse por ella.
Marc sonrió escueto.
—¿Eso la incomoda? —Aiko ladeó la cabeza en su dirección—. ¿Mi aplastante confianza la violenta de alguna forma?
—¿He dado muestra de ello en algún momento?
—¿Lo pregunta porque teme no haber sido lo bastante buena ocultando cómo se siente respecto a mí?
Ella se miró las puntas de los zapatos.
—Lo que yo decía, señor Miranda... Podría quitarse el cinturón ahora mismo, estrellarse contra el cristal de un simple frenazo, y salir con vida solo por su seguridad. Pero si quiere una respuesta, no tengo problema en darla. —Lo miró a los ojos—. He oído hablar sobre usted. Su nombre es el preferido en mi firma. Muchos le tienen como un reto personal. Quieren ser los que le derroten en los juzgados.
—¿Qué conclusiones ha extraído de mi popularidad?
—Intento no dejarme llevar por lo que se dice, sobre todo cuando los comentarios no son muy agradables. Aunque dudo que le importe lo que piensen de usted, ¿me equivoco?
Marc desvió la vista de sus ojos al punto del cuello que Sandoval se tocó con los dedos.
—Depende de la persona de la que hablemos. Me importa si figura en mi agenda, si me paga, si es una mujer bonita... Hay múltiples excepciones. Pero no, en general, no me preocupa.
—En ese caso podré seguir siendo sincera. He oído todo tipo de opiniones sobre usted, y ni las creo ni las desmiento, porque son solo eso, opiniones. No soy una persona juiciosa, señor Miranda. Creo que mi trabajo no me lo permite, y soy de las que se lo lleva a casa.
Marc se humedeció los labios, entretenido con su postura profesional, y cómo intentaba que sus hombros no se rozasen. Él distinguía la incomodidad nacida del desprecio y la que tenía su origen en el deseo, y le complacía saber que ella estaba en sintonía con sus pensamientos morbosos.
—Así que se lleva el trabajo a casa. ¿Y a quién se va a llevar cuando culmine el caso de los Campbell? ¿A su cliente o a mí?
Ella giró la cara hacia el espejo para ocultar el esperado rubor violento.
—No se preocupe, yo soy de los que evitan por todos los medios meter sus asuntos laborales en la cama. Claro que, si me invitan, dudo que lo rechazara. Ante todo, me considero educado y agradecido… tirando para aprovechado.
—¿Qué insinúa? —Lo miró por el rabillo del ojo—. ¿Mezcla el trabajo con el placer?
—El trabajo me produce placer, y no hay nada más placentero que trabajarse a una mujer. Son conceptos que no deberían ir separados.
—De ser así, espero de todo corazón que aguarde a la resolución del divorcio para trabajar con la señora Campbell en casa, o podría utilizarlo a favor de mi cliente.
—Oh, creo que todos hemos tenido nuestras fantasías con personajes mayores, pero no es mi tipo.
—¿Y cuál es?
—Últimamente me vuelven loco las asiáticas.
—Si está ligando conmigo, sepa que no soy asiática, solo tengo los ojos rasgados. Nací en Barcelona y estoy empadronada en Miami; tengo la doble nacionalidad española y americana. Pero mejor olvídelo, esta conversación es inapropiada. Ni siquiera sé cómo hemos pasado del cinturón a esto —añadió en voz baja.
Marc tiró del cinturón hacia delante, satisfecho con los resultados iniciales. Era muy probable que estuviese fingiendo ser la jovencita impresionable. Si había oído lo que decían de él, y le constaba que su reputación en Leighton Abogados no era tan buena como entre sus clientes, estaría al tanto de lo que era capaz de hacer para salirse con la suya. La imaginaba poniendo su linda cabecita a trabajar para manipularlo de la misma forma. O peor. La vida le había dado muchas y claves lecciones, y una de ellas era que no debía subestimar el poder de una mujer que supiera fingir una sonrisa sincera.
Pero no solo era la sonrisa, sino todo. Por lo que observó en el prólogo de su relación, aquel día en el que coincidieron por casualidad, ella era una de esas mujeres sencillas y crédulas que podían encontrarse en el metro, escondidas tras un libro, con la cabeza hundida en el pecho dando una cabezadita, o mirando la ventanilla con aire nostálgico. Pero quizá incluso entonces, al encontrar sus ojos a través del cristal, hubiese sabido que se trataba de Marc Miranda, y hubiera actuado en consecuencia. Los buenos abogados no tenían corazón. Eran manipuladores, retorcidos, y sabían meterse en la mente del enemigo. Si ella era la mejor, era porque sabía portarse mal y que no lo pareciese. Estaba seguro.
Entonces, ¿por qué parecía tan real su necesidad de salir del taxi, respirar aire limpio y alejarse un poco de él? ¿Pretendía convencerlo de que era un pobre animalito y luego despedazarlo?
Esa era otra lección que había aprendido muy joven. Por muy generoso que se presentara un individuo, no era tan bueno. No era tan dócil. No era tan altruista. Nadie lo era. Una mujer que cobraba cientos de dólares la hora y prácticamente invicta en sus casos específicos, menos aún.
No hablaron más durante el trayecto. Escuchó cómo se interesaba por la vida del conductor, quedándose con sus expresiones. A ella no pareció incomodarle demasiado su observación directa. Una vez aparcado, aprovechó que ella se entretenía cuando se despedía del caballero, Marc rodeó el vehículo y abrió la puerta.
Aiko lo sorprendió con una bonita y honesta sonrisa de agradecimiento.
Esa también debía ser mentira.
—Ladies first.
Ella contuvo una sonrisa.
—Pensaba que los hombres que sujetaban la puerta no existían
—comentó con naturalidad, como si hubiera borrado sus insinuaciones de unos minutos antes.
—Lo explica todo. Hay quien todavía no se cree que Marc Miranda sea una persona de carne y hueso.
—¿Lo es? —le provocó, echando a andar.
Marc la siguió sin detenerse a pensar que parecía un borrego.
—Es una persona, pero de cuero y acero.
—¿Ahora debería imaginármelo con pantalones de cuero?
—Puede imaginarme con lo que quiera, o sin ello.
No le vio la cara al responder, pero sí apretó el paso.
En la entrada solo había un guardia pidiendo acreditaciones. A las seis y media de la mañana no había nadie por allí, salvo los propietarios que se tomaban su tiempo para abrir y desayunar. Por eso le gustaba llegar antes —siempre y cuando nadie le estuviera esperando—, aparte de porque le sobraban unos cuantos minutos que le gustaba invertir en planificaciones a corto plazo, un par de sorbos nerviosos al café y varias bromas con su secretaria. Y ahora porque así podía supervisar a Aiko Sandoval, quien de pie y esperando al ascensor, ofrecía una visión mucho más detallada de lo que llevaba puesto: una camisa de manga corta y con chorreras, del tipo camarera, y una falda plisada por la rodilla.
Muy poca carne expuesta.
—¿Qué vamos a hacer hasta que lleguen los Campbell? —preguntó ella, mirando el reloj de pulsera. Marc prestó especial interés a su diseño. Horror. Era uno de los Casio de falso oro que podían encontrarse por veinte dólares en rebajas—. Queda media hora para eso, y no me gustaría tratar el asunto sin ellos delante. El señor Campbell fue muy específico al pedirme que no hablara con usted.
Aquello captó la atención de Marc, que entró en el ascensor con un alto porcentaje de tensión bien camuflada.
—Ajá. Veo que no se fía de mí.
—¿Hace mal? —preguntó abiertamente.
—¿Usted qué cree?
—Creo que el señor Campbell sí cree a pie juntillas todo lo relacionado con su reputación.
«Estaría un poco feo que no estuviera al tanto de mi reputación, cuando fue el que hizo que me la crease, cariño». En el fondo le alegraba saber que Campbell era lo bastante prudente para no solo creer lo que se decía de sus métodos, sino temerlos. Eso podía significar que no le había olvidado. Ni a él, ni lo que le hizo.
—Entiendo. —Apoyó el hombro en la pared, metiendo la mano que le temblaba en el bolsillo con total normalidad. Ladeó la cabeza hacia ella, pero miró al suelo al decir—: ¿Cómo quiere que matemos las horas? Se me ocurren muchas formas, todo depende de si le gustaría hacerlo inolvidable.
Sandoval pulsó el botón correspondiente a Miranda & Moore SLP. Por la fragilidad de sus hombros, rígidos hasta que los suavizó de un suspiro, confirmó lo que causaba en ella. Nada bueno para su deseo de mantener la profesionalidad, y algo excelente para el de llevarla a su terreno.
—¿Procura que todo lo que dice tenga un segundo sentido, o le sale natural?
—¿Ha oído el dicho de que «uno ve lo que quiere ver»? Es su mente la que le juega malas pasadas asimilando otros significados, yo soy inocente.
Se cruzó de brazos y apoyó la espalda en la pared contraria, distanciándose de él todo lo posible.
—Oh, ¿de veras?
—Yo no le doy segundos sentidos. Doy hasta cuartos o quintos, solo que procuro que el otro no se dé cuenta.
—Entonces está manteniendo unas tres o cuatro conversaciones muy aburridas, porque no le pueden contestar a esas interpretaciones.
—No importa, las mantengo conmigo mismo.
—Si así es como se divierte, me alegra saber que no se sentirá solo ni desgraciado en una isla desierta.
—Me sentiría solo y desgraciado porque habría otras necesidades que no podría mantener al nivel que me gustan.
Aiko torció la boca.
—¿Ve? Ahí está otra vez...
El ascensor, que hasta el momento había estado subiendo en silencio, se detuvo de golpe. Un brusco zarandeo precipitó a Aiko hacia delante. Se agarró a tiempo a la barandilla adherida al espejo, justo al lado de Marc. La luz blanca de los fluorescentes parpadeó tres veces antes de consumirse por unos segundos. Regresó justo cuando Aiko tragaba saliva y miraba hacia el tablero de plantas.
—¿Qué pasa? —murmuró, observando que los números ya no aparecían iluminados. Tocó uno al azar. No ocurrió nada—. ¿Se ha averiado?
Marc frunció el ceño, molesto por el contratiempo. Se acercó y echó un vistazo él mismo. Pulsó varias veces la campanita amarilla.
—Eso parece —adujo entre dientes.
De todos los días en los que podría haber pasado, tuvo que ocurrir ese, en el que iba a avanzar con el divorcio y la destrucción de Campbell. Si creyera en el destino o en alguna fuerza superior, o ya puestos, en Dios, se habría planteado que aquello fuese un escarmiento por sus malas intenciones. Pero aunque pudiera tenerlas, ni era la primera vez, ni esta vez iba a arremeter contra alguien inocente. Campbell se merecía pasar por un infierno.
Una risilla nerviosa y melódica despejó sus pensamientos. Marc miró unos centímetros más abajo, encontrando la sonrisa calma
de Aiko.
—¿Qué te hace gracia?
Ella lo miró como si le avergonzara lo que estaba pensando. No debía darle demasiado corte, porque lo soltó igualmente.
—Desde que me he despertado no han parado de suceder cosas que he leído en mis novelas románticas preferidas. Parece que estoy en un recopilatorio de los peores tópicos. El hombre que entra en mi taxi por accidente: Calle Dublín. El hombre que me sujeta la puerta: el «ladies first» de Hugo, de la trilogía Mi elección. Y ahora el ascensor... Pídeme lo que quieras, Cincuenta sombras de Grey, y quién sabe cuántos más.
Marc la vio tumbada en la cama mientras sostenía alguna de esas novelas eróticas y leyéndolas con las mejillas coloradas.
—Me ha dejado mudo con su audacia.
—¿Qué audacia?
—Confesarle sin más a un depredador sexual que se duerme leyendo porno cuando acaba de quedarse encerrada en un ascensor con él... Denota, cuanto menos, muy poca perspicacia. A no ser que pretenda que le ponga las manos encima.
Fue visible el desconcierto y el rubor en el rostro de la mujer, que se mordió los labios.
—No es porno, es literatura erótica. Y no me amenace. Solo por eso podría ir a prisión entre tres y doce meses o pagar una cuantiosa multa, eso sin contar lo que se le ocurriese hacer con las manos, en cuyo caso hablaríamos de otros delitos.
«Qué friki», pensó, divertido.
—¿Amenazar, dices? ¿Te parece un anticipo de daño pensar en mí recreando tus escenas de novela?
—Dudo que fueran tan agradables como en ellas —confesó. Marc se llevó una mano al pecho y recreó una expresión ofendida que la hizo suavizar el gesto—. En una de las que le he mencionado ni siquiera sucede nada pornográfico.
—Pensaba que hablábamos de erótica.
Ella lo miró con impaciencia y la cara como un tomate. Casi soltó una carcajada al verla así. Casi.
—Si no lees ese tipo de novela para alimentar tus esperanzas de que algún día te pasen a ti, ¿con qué objetivo lo haces? No pretendo ser soez, pero la otra opción que se me ocurre es que lo hagas porque estás llena de prejuicios hacia el porno y prefieres algo más femenino para excitarte.
Nunca había disfrutado tanto incomodando a alguien. Se sentía un auténtico matón de instituto, con las grandes diferencias de que nunca fue esa clase de persona, y que ella sabía responderle de forma tajante.
—Me gustan las historias de amor, sin más.
—Curioso cuando se encarga de liquidar divorcios.
—Por eso leo, para no perder la esperanza.
—¿En serio? ¿Cree que en los libros encontrará el amor verdadero? Entonces supongo que, siendo El retrato de Dorian Gray mi novela preferida, gracias a él creeré en la inmortalidad de la belleza. Desde mi punto de vista, debería dejar de alimentar sus expectativas con hombres de novela y bajar el listón. No va a encontrar a nadie como sugieren sus libros, y lo digo sin haberlos leído.
—¿Y cómo explica sus equivalencias con el prototípico héroe masculino al que recurren todas las autoras?
Marc sonrió, ladino. Apoyó la mano en la pared, a un lado de su cabeza.
—¿Está diciendo que soy el hombre de sus sueños? —Le dio unos segundos para responder, pero no pudo. Se quedó con la boca abierta—. No se preocupe, no hay nada de lo que avergonzarse. Llevo desde el estreno de Los ángeles de Charlie soñando con Lucy Liu, y me recuerda un poco a ella. Podría decirse que usted también tiene papeletas para atormentarme mientras duermo.
Aiko se rio sutilmente, aunque se percibía un deje nervioso de fondo, como si estuviera luchando contra algo más fuerte que ella. Podía hacerse una idea de qué era. No pretendía caer a sus pies por hacer el papel de inocente y, sin embargo, le estaba costando. Buenas noticias.
—Será mejor que no coquetee conmigo. No va a conseguir nada. Hace solo unos días me prometí a mí misma que no saldría con nadie.
—No estaría saliendo, ni con nadie ni de ninguna parte. Todo lo que haya aparecido en sus novelas puede suceder aquí y ahora.
—Oh, ¿sí? ¿Lleva en sus bolsillos todo lo que necesita?
Marc levantó las cejas y procedió a hacer una demostración. Metió las manos allí y hurgó, sacó las llaves de casa, la cartera, un envoltorio de caramelo de menta, el ticket de una apresurada compra en Walmart y, del interior de la chaqueta, un preservativo sin estrenar.
—Esto es lo que soy. —Y lo dejó todo en el suelo, a sus pies. Aiko lo observó con una sonrisa tranquila.
—Así que lleva condones a trabajar.
—Nunca se sabe con quién te vas a cruzar. No hace mucho acudí a una importante reunión con el gerente de una firma, y choqué por casualidad con una mujer que me dejó trastornado. Aprendí la lección entonces de llevarlo siempre encima.
—¿Y qué pasará si se le olvida? ¿Se contendrá?
—No me quedará otro remedio que dejarla embarazada. —Ella soltó una carcajada—. No irá a decirme que usted no va bien equipada. Es imposible que en un bolso de ese tamaño no lleve kit de emergencias.
—¿Quiere que haga un unboxing? Le sorprendería lo que puede haber aquí dentro.
Aiko se sentó junto a su montón de pertenencias, cruzó las piernas, procurando que la falda lo ocultara todo, y abrió el bolso. Sacó un monedero estampado, otro más pequeño azul, una cartera sin cremalleras y otra que parecía difícil de abrir; un empaque de pañuelos de papel con olor a miel, dos tampones de distinto tamaño, tres anillos, dos blocs de notas, alrededor de seis o siete tiras de papel adhesivo con pegatinas de colores y formas variadas, una especie de medallón, una novela tamaño bolsillo con una portada escueta, bálsamo perfumado para los labios, dos barras de labios, adhesivos para las ampollas, un bote pequeño de agua oxigenada, un disco compacto con garabatos escritos a mano, una flor de tela azul... Marc estiró la mano hacia el envoltorio tamaño preservativo que encontró con aire conspirador, pero al mirarlo de cerca se dio cuenta de que era un...
—¿Sobre de té? —preguntó, perplejo.
—Nunca se sabe —repitió ella, coqueta. A Marc no le quedó más remedio que ceder a una sola y lacónica risotada.
—No sé por dónde empezar a preguntar. ¿Por qué cuatro monederos?
—En el azul tengo las monedas pequeñas: uno, cinco y diez centavos. Con eso ahorro para la lotería. En el que se cierra con broche, veinticinco y cincuenta centavos. Es el que utilizo para desayunar. En el siguiente guardo billetes de uno y cinco dólares, que es el que utilizo para la compra, porque salgo a diario a Walmart a conseguir lo que vaya a comer en el día, y nunca gasto más de diez. Y el último es el que merecería la pena robar: los de veinte, cincuenta y cien. Uso el viejo y ligero para guardar los billetes de valor superior por pura psicología. Me han atracado varias veces y nunca se han llevado ese. Ah, y en otro tengo los euros. Viajo mucho a España y no me gusta mezclar las monedas.
«Y yo que pensaba que era organizado».
—¿Qué hay de la flor?
—Un regalo de mi abuelo paterno, que es andaluz. Se la ponen las bailarinas en el pelo. Y las que no lo son, también, pero durante las ferias. Es como un talismán que atrae la buena suerte, igual que el medallón. Lo gané al único deporte que he practicado en mi vida: voleibol.
—¿El disco compacto?
—Mi prima graba discos. Sí, sé que está muy desfasado, pero ella insiste en hacerlo. Mete canciones que le recuerdan a mí, o que sabe que me gustarán y aún no conozco. Y les pone títulos originales.
—Apuntó con el dedo el garabato—. I don’t need a man, but where is he?2 Piensa que me representa.
—¿Y qué me dices de las pegatinas?
—Cuando era pequeña tenía problemas de aprendizaje. Lo único que nunca me costó fueron los colores, así que nada más empezar a estudiar establecí un método de asociación. Tardo horas en estudiarme unos apuntes, a no ser que estén subrayados con muchos colores o llenos de pegatinas también llamativas, en cuyo caso me toma minutos.
Marc asintió. Muy buena información. No parecía tener problemas para hablar de sí misma, de sus dificultades, de sus virtudes y defectos. Eso era un punto a su favor; tanto al de Sandoval como al suyo, que no tendría que andarse con cuidado a la hora de interrogarla. El problema que veía era que de todas esas historietas no podría sacar nada sórdido. Pero por el momento no importaba, porque curiosamente le interesaba lo que acumulaba en su bolso.
Cogió el libro que estaba leyendo y lo abrió por una página al azar.
—«De repente, mi pecho se vio aplastado contra una pesada puerta de cristal, mientras el cuerpo duro y fuerte de John dominaba el mío. La mano que tenía sobre mi cintura se deslizó hacia abajo y hurgó entre mi pantalón, en busca de las curvas de mi trasero expuesto bajo el tanga».
Aiko tardó en reaccionar, pero en cuanto se dio cuenta de que leía la novela, se puso en pie de un salto e intentó quitarle el libro de la mano. No fue más rápida que Marc, quien alardeó de sus reflejos mientras retrocedía y ponía el tomo en alto.
—«Atrajo mi cadera hacia la suya con actitud dominante, haciéndome sentir su excitación. Mi vagina se estremeció de deseo, dolorosamente vacía...». Dolorosamente vacía —repitió, levantando las cejas—. Esto es muy explícito, señorita Sandoval. ¿Es lo que le gusta llevar a una reunión importante?
—Habló el señor de los condones «por si acaso» —refunfuñó con los brazos en jarras—. Deme el libro.
—¿Por qué? Ni que lo hubiera escrito usted. Es de dominio público, todos tenemos derecho a disfrutar de la prosa de... Uma Howland. Vaya, ¿esta es ella? Refuerza mi teoría de que las escritoras de esta clase de novelas tienen como norma no ser atractivas. Por supuesto, es una opinión personal, y no es como si tuviera que ser un requerimiento, pero resulta sorprendente que las mejores tengan cara de no haberse acostado con nadie en su…
—¡Deme el libro!
—«Abandoné toda resistencia...» Justo lo que debería hacer usted —señaló él, malicioso—. «Dejé caer los brazos, rendida, y apreté las palmas de las manos contra el cristal. Sentí la vulnerable rigidez que se emanaba de su cuerpo a medida que yo me entregaba, y cómo la presión de su boca se relajaba mientras sus besos se convertían en mimos apasionados». Si no me equivoco, la postura que describe es...
Avanzó llevándose a una muda Aiko por delante, que lo miraba con los ojos tan abiertos que parecía un muñeco manga. Marc supo que no hacía nada que ella no quisiera al notar la laxitud de su cuerpo, cediendo a que la pusiera de espaldas a él, de cara al espejo. El aliento que exhaló, sorprendida al acople de su pecho, dibujó una nube de vaho en el cristal que le impidió ver su cara por un instante.
Marc tomó su muñeca derecha y la apoyó sobre el este, tal y como decían aquellas líneas aleatorias. La sintió tensarse y destensarse al ritmo de una gloria sexual difusa. Quería estar ahí, porque cerraba los ojos y cedía a la caricia que él quiso darle a su cuello..., pero no debía. Y saber que ella lo prohibía de algún modo, que se lo quería negar, hizo que la intriga se transformase en un fuerte deseo de convencerla, hasta el punto que fuese quien lo buscara.
Acarició el lateral de su garganta con los labios. Inspiró hondo, seducido por las pocas gotas de perfume que allí habían dejado su rastro. Sí que llevaba colonia, al contrario de lo que pensó al principio, pero era tan imperceptible que solo quedaba a mano de los afortunados. Olía tan dulce, con un toque exótico también... La definía muy bien, a ella o a su máscara, aún estaba por ver.
—Marc... —musitó, entrecortada.
Él cerró los ojos para paladear su propio nombre. Cuánto lo odiaba, y qué poco lo había hecho las dos veces que ella lo había mencionado. Lo pronunciaba como si lo estuviera perdonando, alejándolo del significado que arrastraba de generaciones anteriores.
Dios, estaba excitado. Él, excitado, solo por poner a una mujer contra la pared y darle tres estúpidos besos en el cuello. Era tan ridículo que eso solo acrecentaba el poder de ella, y con esto, la necesidad de él de demostrar que no era para tanto. Fracasaba en cada orden que mandaba a su cerebro, suplicando un poco de coherencia.
—«Acarició su mejilla contra la mía, respirando fuerte y rápido sobre mi oreja» —siguió leyendo. Marc copió el gesto, contraponiendo la barba de dos días a su extrema suavidad. Inhaló profundamente al acariciar el cartílago con la punta de su nariz—. «Sus dedos emigraron de mis bragas a mis pechos. La fricción de sus dedos lanzó una descarga de deseo al centro de mi cuerpo, derritiéndome…» ¿Estás preparada para derretirte?
Aiko jadeó y él se tomó la libertad de reproducir la escena, infiltrando unos dedos en el escote de la camisola veraniega. Su piel era tan suave, y ella tan dispuesta, que un golpe de deseo le dejó casi ciego.
—«¿Cómo iba a recuperarme nunca si seguía tocándome de esa forma? ¿Cómo iba a sobrevivir si se marchaba sin llenarme?»
Observó que sus dedos se encogían en un puño tembloroso y echaba la cabeza hacia atrás. Él aceptó esa sutil bienvenida, dejando caer el libro al suelo para apartar su melena con las dos manos. También suave. La conquista del tacto estaba hecha. Tuvo su gusto comprado al lamer superficialmente la línea de su mandíbula. La vista estuvo servida desde el principio, nada más verla, igual que el oído, al escucharla hablar. Estaba conquistado desde todos los puntos y era recíproco.
Y si bien debía considerarlo una rápida victoria, no lo vio de ese modo. Ella no se había rendido del todo, y aunque lo hubiese hecho... Sentía que debía comprender muchas cosas.
El ascensor dio una nueva sacudida. Aiko soltó un discreto grito de asombro, que él amortiguó abrazándola por detrás. Pronto notaron que se movía también a la vertical.
Marc echó un vistazo rápido a los botones encendidos. A la altura de la planta décima, se apartó de ella, metió sus cosas en el bolso y las suyas en los bolsillos. Todo con una rapidez sorprendente. Así, al abrirse las puertas, donde un grupo de técnicos esperaban preocupados, él pudo devolverle el Guess con gesto casi apático.
Aiko no se recuperó con esa facilidad. Se precipitó al exterior, temblorosa, murmurando que era tan tarde que los Campbell se habrían marchado. Marc no intentó detenerla, pero sí la siguió con la mirada hasta que salió de edificio.
1 Amotetao, triste. Ajumao, borracho. Es jerga puertorriqueña.
2 No necesito un hombre, pero ¿dónde está?