Читать книгу Contentar al demonio - Eleanor Rigby - Страница 9
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Las cebollas tienen capas; los ogros tienen capas
Un día interminable lleno de tareas, reuniones con gente insoportable, ni un solo descanso para hacer deporte o llevarse algo a la boca: eso le esperaba aquel lunes a Marc, y no podía más que celebrar que así fuera.
Era una cualidad única suya. Nadie con dos piernas y un cerebro funcional aplaudiría su agenda estando petada de compromisos casi hasta medianoche. Sabía que era un bicho raro en ese sentido, porque no era solamente adicto al trabajo, a diferencia de lo que pensaban sus compañeros. La cuestión iba mucho más allá.
Él no amaba su empleo, ni dijo nunca de niño que pretendiera dedicarse a la abogacía. No era el sueño de su vida estando en la facultad, e incluso cuando había quedado de segundo en su promoción, sentía que era lo último que quería ejercer durante el resto de su vida. Pero era lo conveniente. Lo que le daría trabajo seguro, en lo que siempre destacaría. Si le gustaba o no, si se acostaba con una sonrisa en la cara y satisfecho con su labor o todo lo contrario, era lo de menos. Ante todo, debía ser factible, lógico y beneficioso. Conveniente. Y esto se trasladaba a cualquier aspecto de su vida. Las cosas no necesitaban pasión para llevarse a cabo, sino un método bien estructurado y objetivo. No hacía falta interés ni antes de la acción, ni durante la acción, ni después de la acción.
Su trabajo no le producía placer. Ejercía como distractor de esa pasión saboteadora que traía a los hombres por la calle de la amargura. Su trabajo era la catarsis para liberar esos pensamientos y deseos que solo le hacían mal. Y por ende, los días más ocupados eran recibidos con los brazos abiertos.
Antes de comenzar la jornada siempre tenía unos minutos libres para sentarse ante su escritorio y hacer un breve recorrido por todas las razones que le habían llevado allí. A su despacho. A su puesto laboral. A sus obligaciones. Una vez al día, preferentemente antes de que este comenzara, se recordaba por qué era abogado y por qué se ponía al servicio de peces gordos, aun detestándolos. No era muy agradable traer de vuelta motivos tan lamentables que aún le hacían hervir la sangre, pero le servía también como ejercicio de moderación. Así había aprendido a mantener la calma en momentos de tensión.
Ese día era algo especial porque, en lugar de pensar en su madre, en su padre, en sus hermanos, en su infancia, y en todo lo que tendía a arrasar su mente cuando menos preparado estaba, tenía en la cabeza algo distinto. Nada que le regresara a la conocida sensación de impotencia. Nada oscuro. Todo lo opuesto. Un pequeño rayo de luz sobre el que debía meditar antes de dar el siguiente paso.
Sandoval.
Como si Nick supiera que estaba dándole vueltas a algo que podría transformar en un cotilleo jugoso, apareció sin que la hubiese llamado, sin tocar a la puerta, y con la tranquilidad de quien sabe que está en su casa. Marc levantó la vista de su reloj y la miró expectante. Sonrió con pereza al ver que se sacaba los auriculares.
—Cielo, ¿no crees que es mala idea llevar eso cuando tu único trabajo es coger teléfonos?
—Oh, ¿a eso resumirías mi trabajo? —espetó enseguida. Marc ocultó una mueca divertida. Era entretenido provocarla para que sacase las garras—. Parece mentira que no sepas que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Una mujer aún más grande, de hecho. Me encargo del trabajo sucio, hago bastantes más cosas que tú...
Su voz se extinguió en cuanto apreció una suave cadencia musical.
—¿Luis Miguel? ¿No habíamos quedado en que los lunes eran para Glenn Lewis?
Marc dirigió una mirada al reproductor de música, que emitía al volumen mínimo: ¿De quién es usted?
—Hoy me he levantado con ánimos de Luis Miguel.
—Vaya, vaya, una alteración en el cuadriculado horario semanal de Marc Miranda. ¿A qué se debe?
Marc se puso de pie, manteniendo la sonrisa sutil en los labios. Aquella mujer inspiraba en él toda la simpatía del mundo y más, y resultaba muy curioso. Casi antinatural, teniendo en cuenta el desprecio que sentía hacia lo que guardara relación con su familia. De todas las desgracias ocurridas en el seno de los Miranda, Verónica era un ejemplo de daño colateral. Iban a cumplirse unos años desde que el único cometido de Marc era encargarse de reparar ese mal causado.
Le tendió la mano.
—A que tengo ganas de bailar.
—¿A las seis y media? Creo que tengo miedo. Prefiero no pensar que si andas con esa energía ahora, esta noche acabarás metiéndote cocaína en los baños de un club de intercambio sexual.
—No me van los intercambios. Prefiero a las mujeres solo para mí.
—¿Tríos tampoco? —Le provocó, divertida. Marc negó con la cabeza.
—Soy un amante a la antigua.
—Cuidado, que el vinilo de Roberto Carlos no se pone hasta el jueves.
Nick aceptó el baile entrelazando los dedos con los de él y apoyando la mano libre sobre su hombro, embutido en una americana azul marino.
Ella podía ser, con facilidad, la única persona de buen humor a esas horas de la mañana. Nada de humor optimista. Marc se cuidaba de relacionarse con gente demasiado agradable. Le daban muy mala espina y sabía por experiencia que luego eran los que tenían peor fondo. Nick no era agradable como tal, pero tenía su encanto.
—Había venido a decirte que en veinte minutos empieza la selección. —Nick alzó las cejas repetidas veces—. Los nuevos descendientes de la facultad de Derecho van a estar desfilando por tu despacho hasta la hora de comer. Son casi cincuenta en mi lista de inscritos. ¿Estás preparado?
Marc suspiró con dramatismo. Casi cincuenta aspirantes a júnior que él tendría que elegir porque, como socio mayoritario más joven y con menos experiencia, debía responder ante las tareas de las que el gerente se negaba a hacerse cargo. Si Moore accedió a poner su nombre en el membrete y llenarlo de responsabilidades no fue solo porque se presentara como el perfecto sucesor, sino porque el cabrón tenía ganas de endosarle sus obligaciones a terceros. Y una de ellas era entrevistar uno a uno a los puñeteros graduados.
Por fortuna, en los últimos años, Nick y él habían perfeccionado un sistema de selección que lo hacía entretenido.
—No hace falta que te recuerde lo que quiero, ¿no? Ni se te ocurra enviarme pelirrojas, payasos con corbatas de rayas o graduados en Harvard. Quiero de primero a los que veas más avispados, ágiles y de buen hablar. Y a los que tengan mejores notas.
—Todo lo contrario a lo que me ha dicho Moore. Quiere a los de Harvard los primeros. Pero sí, te he entendido, lo recuerdo a la perfección. Ahora que ya te he dicho lo que te tenía que decir... ¿Por qué no me cuentas tú el porqué de tu elección musical?
Luis Miguel seguía entonando su romántica letra, y Marc y Nick continuaban bailando como si fuera lo más natural del mundo.
Lo era. Tenían sus momentos de complicidad. A Marc le gustaba comportarse con ella como nadie más lo hacía. Era una especie de recompensa por lo que había tenido que pasar, y no lo hacía por obligación moral —que de esa tenía bien poca—, sino por gusto. Nick no dejaba de decepcionarse con los hombres y sostenía que él era el único decente que había conocido. Eso le dejaba una gran responsabilidad encima, y a Marc jamás se le ocurriría defraudar a quien creyera en él. Así que bailaban, cenaban juntos. A veces, no muy a menudo, se abrazaban. Le hacía cumplidos sinceros. Le pagaba bien. La trataba de maravilla. La quería... a su manera.
Marc era el hombre al que Nick acudía para reivindicar la existencia de la decencia masculina, lo cual no dejaba de ser sorprendente cuando sabía lo que estaba haciendo con Aiko.
Aiko Sandoval y su errónea elección de vinilo.
Los lunes, Glenn Lewis; los martes, Luis Miguel. Los miércoles y cuando no pudiera esconderse de la melancolía, Charles Aznavour. Los jueves, Roberto Carlos. Los viernes, silencio. Desde la reunión con Sandoval el orden se había visto trastocado. La conoció un martes y ahora solo sonaba Luis Miguel.
Aquella mujer tenía un inaudito poder sobre él. Conseguía que le gustara que alterasen su programa. Daba igual lo que pusiera de fondo que solo escuchaba su voz.
«Dios, eres perfecto». Una, y otra, y otra, y otra vez, como un disco rayado.
No era la primera vez que se lo decían, pero sí la primera que le habría gustado decir que era cierto. No solo porque Marc tuviera una severa obsesión con la perfección y la buscara en todos los aspectos
—la mayor frustración de su vida era que no podría alcanzar ese grado de excelencia—, sino porque frente a ella, era tan difícil ser él mismo como ser su personaje. Ninguno de los dos, Marc Miranda estaba a su nivel. Ni el Marc que se creía el mejor, ni el Marc que a veces afloraba cuando estaba solo.
En general despreciaba su máscara. De cara al público era justo lo que odiaba: el mujeriego, frívolo, desdeñoso, engreído y manipulador de turno. Pero reconocía su significancia y lo necesario que era esa carta de presentación.
Con Aiko la despreciaba tanto que había llegado a quedarse en blanco. Un arranque de timidez le asoló antes de que pudiera contenerse. «Dios, eres perfecto». Tres palabras y ya le había desmontado entero, para llevarse con ella unas cuantas piezas necesarias para su funcionamiento.
—Estás pensando en ella, ¿no? —inquirió Nick, curiosa—. Has puesto tu cara de «negocios que salen mal», y visto que es lo único en que te va regular... ¿Tan terrible fue?
¿Tan terrible fue? No, en realidad había merecido la pena quedarse varado en el servicio unisex durante quince minutos por el rechazo, si es que ese fue el precio para manosearla cuanto quiso. No se le iba a olvidar jamás la cara que puso cuando admitió que necesitaba follársela… Ni tampoco la que se le quedó a él cuando asumió que le costaría un poco más.
—Ha aclarado que necesita una conexión espiritual para acostarse con un hombre. Evidentemente, no me lo he tragado.
Nick rodó los ojos.
—No todas las mujeres mienten.
—Lo sé, pero ella sí. La primera vez que fui a Leighton Abogados, coincidí con su hermana. Esta debió confundirme con uno de sus novios, porque me avisó de que me rompería el corazón, entre otras cosas. La chica la puso como una mujer fatal..., y me lo creo.
—A mí no me pareció una mujer fatal cuando le contaba a su secretaria el miedo que le daba quedar con tíos por Internet.
—Tener miedo a quedar con alguien por Internet no es mojigatería, sino sentido común. Y no hace falta acostarse con desconocidos en bares para ser una rompecorazones. Ninguna actitud llama más la atención de un hombre que la de pobre cachorrita deseosa de que la corrompan. Debe ser su forma de atraerlos, dar esa imagen.
—También se me ocurre que los tipos podrían enamorarse de ella sin que tuviera que bajarse las bragas —comentó Nick, con su tonito de «mira-que-eres-tonto»—. Yo no veo contradictorias la versión de Sandoval y la de su hermana.
Marc le dedicó una mirada irónica.
—Nena, ningún hombre sobre la tierra se enamora de una mujer sin habérsela follado antes. Tampoco suele hacerlo después, solo se lo cree o lo finge porque le conviene.
—No tienes que venir a hablarme de lo que hacen o no hacen los hombres, estoy mucho más puesta en eso que tú —respondió sin victimismo ni vergüenza—. ¿Qué pasó con exactitud?
¿Que qué pasó...? La persiguió, la acorraló y confirmó que no era inmune a él. Pasó que ella se derritió como nadie lo había hecho antes. Y pasó que estuvo a punto de hacerse una paja en el coche de Yasin para calmarse a la vuelta.
Menos mal que tenía una reputación que mantener.
—Fui directo. Y luego ella dijo que «soy esa clase de hombre». ¿A qué se supone que se refería?
—A la peor calaña de hombre que existe.
Marc sonrió por el cumplido.
—Y si lo soy, ¿por qué tengo tanta fama entre mujeres?
—Justo por eso. ¿Nunca te he hablado de mi teoría sobre el hombre malo? Lo buscamos de manera desesperada porque creemos que los podemos volver buenos con nuestro amor puro y entregado.
—No creo que ella se haya dado cuenta de que soy esa clase de malo. Me tiene como lo que me he presentado, el básico donjuán de manual que aparece en la vida de toda mujer al menos una vez... Pero dudo que haya pasado por su cabeza la idea de presentarme el lado luminoso de la vida.
—Entonces debe ser muy especial al trato, porque se ha saltado la parte en la que te ve como un hijo de perra sin escrúpulos para ir directamente a lo que eres de verdad. Como yo. ¿Recuerdas la metáfora de las capas de las cebollas?
—¿La que sacaste después de ver Shrek? —se burló.
—Esa misma. En dos o tres días, ella se ha comido tres o cuatro capas de las cincuenta que tienes.
A Marc se le ocurrían otras cosas que podría comerse, y que también harían que se le saltaran las lágrimas. Solo de pensarlo volvía a apretarle el pantalón. No pensaba compartir ese detalle con Nick por si se le ocurría sacar su lado bromista, pero le urgía como pocas cosas tranquilizar ese nervio que Aiko le había sacado a relucir.
Él se liaba con quien fuese, dependiendo de su estado de ánimo. A veces mojigatas, a veces fáciles, a veces complicadas... Qué importaba. Sus números de teléfono iban al mismo sitio a final de mes, sin importar sus cualidades o lo bien que lo hubiera pasado tras unas cuantas citas.
Pero Aiko no era un prototipo, sino todos. Sabía suspirarle su nombre al oído con voz erótica, ruborizarse de vergüenza y rechazarle tajantemente en el mismo minuto. Concentraba todas las personalidades sin dejar de ser dulce y natural. Y su polla se había cansado de relaciones amargas y revolcones picantes: ahora quería un azúcar hasta que le diagnosticaran diabetes.
—Las capas de las que nos tenemos que librar no son las mías, sino las suyas —murmuró pensativo—. Ya te he dicho que está fingiendo para ponerse por encima de mí.
—No dudo que quiera ponerse encima de ti...
Marc tardó un segundo en responder por culpa de la imagen que invadió su pensamiento. No se la podía imaginar encima con la actitud que había tenido, y por el momento no tenía espacio para otra fantasía que no fuese la de aplastarla bajo su cuerpo. La quería a su merced... No a ella, sino a su máscara. Su personaje tierno. No le entraba en la cabeza que esa pudiera ser la Aiko real. Ninguna mujer con su cara, su culo y su inteligencia podía ser así. Y se zampaba libros eróticos de diez en diez, por Dios, debía pasarse los malditos fines de semanas follando con uno de sus nueve novios. De pensar que tuviera solo uno y mientras estuviese jugando con él a hacerse la virginal, se ponía enfermo. Y no porque le diese pena su compatriota. Se daría pena él mismo por no ocupar su lugar en la cama de la princesa de Japón.
—Acabará encima de mí en ese sentido, te lo puedo asegurar, pero antes tengo que pillarla por alguna parte. Es una de esas mentirosas compulsivas que finge tener puntos débiles cuando no existen. Y aunque lo tuviese, no me sobra tiempo para buscárselo. Me convertiré en el primero, y de ahí, que sea lo que deba ser.
La canción terminó con el último «de quién es usted» que dejó a Marc pensando. Era evidente que Aiko Sandoval no era como le estaba mostrando. No tendría sentido. Pero entonces, ¿quién era ella? ¿De quién era ella? ¿De quién había sido en el pasado? Probablemente fuese una de esas mujeres superficiales, seguras de su belleza y muy orgullosas de sus triunfos, que se permitían ir por ahí pisoteando a los demás. Una convenida y embustera.
Como Sabina.
Y no, no era uno de esos gilipollas que generalizaban porque alguien le hubiese hecho la púa cuando era joven e inexperto. Era una persona precavida y muy intuitiva que jamás se había equivocado enjuiciando. Todo el mundo respondía a un patrón; por eso podían crearse personajes, horóscopos, test de personalidad e hipótesis y tratamientos psicológicos, porque encajaban con una mayoría. Y Aiko, si no era una Sabina, al menos se parecía muchísimo. Lo que estaba claro era que ningún hombre, mujer o niño, podía ser solo bueno, generoso, inteligente y atractivo. Nadie podía no tener defectos. Y los que parecía que no los poseían, al final resultaban siendo los más averiados.
—¿Cómo piensas hacerlo? Ya te ha dicho que no va a caer fácil.
Marc miró a Nick sin saber si responder. Su secretaria parecía una mujer dura de pelar, una frívola y taimada de tomo y lomo, pero había tanto detrás de esa fachada que no siempre se atrevía a decirle la verdad. Conociendo ciertas cosas que sabía, no podía soltar sin más sus pretensiones, cuando la tocarían de cerca.
Esa vez no pudo hacer una excepción y se sinceró, a sabiendas de que lo censuraría.
—Crearé ese vínculo.
—No te va a resultar difícil —respondió ella. Marc la miró a los ojos, buscando un reproche—. ¿Qué? ¿Piensas que te voy a decir que te estás pasando?
—Por eso estás donde estás, porque me pones freno.
—Y deberías poner el freno aquí —apostilló dirigiéndose a la puerta—, pero llevo años oyéndote hablar de lo que Campbell os hizo a tu madre y a ti, y... sé que el fin no justifica los medios. Sé que son los sentimientos de una persona inocente con lo que vas a jugar. Y sé que debería mostrar más empatía cuando me consta mejor que a nadie todo lo que va a sufrir, como debería odiarte por sugerir que vas a romperle el corazón a una mujer.
»Pero también sé... —Empujó la puerta de cristal—, que no puedo mirarte mal, hagas lo que hagas, y que aunque lo intentara no podría pararte los pies. Valoro mucho mi tiempo para perderlo aleccionándote a ser buen ciudadano. Eso es todo. ¿Me dejas añadir un consejo?
Marc hizo un gesto con la mano.
—Be my guest.
—No le digas que la quieres. Si no se lo dices le dolerá menos enterarse de que todo fue mentira.
Asintió en silencio.
—Lo tendré en cuenta.
—¿De veras?
—Por supuesto.
Nick sonrió.
—Vaya, ¿quién me iba a decir que un abogado corporativo millonario acabaría aceptando mis consejos? —Le guiñó un ojo y añadió, antes de salir—. En unos minutos estarán entrando tus universitarios.
Marc volvió a mover la cabeza afirmativamente, se sentía abstraído. Desde luego, él tampoco se había imaginado recibiendo consejos de una cajera de modesto mercado de barrio. Pero aunque Nick pronunciara peor que un camionero sureño después de tres copas, seguía siendo más inteligente que él.
Verónica era el genio engañador de los prejuicios. En los últimos tiempos había aprendido a caminar con elegancia, a expresarse con un acento algo más suave; juraba menos, sonreía más... Pero seguía siendo el ejemplo de ordinaria, con las uñas largas y brillantes, las faldas demasiado cortas y el vocabulario reducido palabras malsonantes. Nadie diría que debajo de todo eso había una persona brillante que llevaba siendo subestimada toda su vida. Él fue el único que se dio cuenta sobre quién era Verónica Duval en realidad. El complemento perfecto. Su mano derecha. Una versión de sí mismo mejorada en muchos sentidos, y desconocida para los aspectos desagradables de su personalidad.
Quizá por eso la gente se esforzaba tanto en emparejarlos, porque juntos parecían atractivos, sagaces, maliciosos... Cuando en el fondo solo eran dos personas que se odiaban tanto a sí mismas que se realizaban en personalidades inventadas, opuestas a las reales. Esas que les condujeron al sufrimiento que trataban de evitar en la actualidad.
Marc tenía la esperanza de Aiko fuera como ellos. Aún no le importaba lo suficiente para guardar remordimientos por el plan que estaba trazando: dar la imagen de hombre en el que se podía confiar, mostrar una faceta sensible, ser romántico y paciente... Pero temía el desarrollo de sus emociones. Podría echarle atrás su pretendida dulzura. Necesitaba convencerse de que ella era otra jugadora, un peón disfrazado que se convertiría al final en reina: así sentiría que todo lo que debía hacer para devolvérsela a Campbell no dejó ningún cabo suelto. Por lo pronto tenía sentido su defensa. Solo esperaba que Aiko no terminase haciéndole creer en los ángeles. Incluso esos estaban manchados.
El inicio de la jornada le distrajo de esa silenciada preocupación. Se arropó de la leyenda que todo el mundo creía sobre él y recibió a los aspirantes, que le miraban como si fuese una criatura de otro mundo. Esos ojos brillantes le sacaban de quicio a veces, otras le crispaban los nervios, y cuando le pillaba en un buen día, le daban ganas de reírse como un loco. Era increíble que la gente se hubiera creído que podía existir una persona sin debilidades, sin fallas, y sobre todo, que pensaran que ese era él. Que no ocultaba nada. Que pretendía ser un
ejemplo a seguir.
Marc no valoraba su trabajo. Sabía que era un chanchullero y un mafioso, y que todo lo conseguía por labia y contactos. Usaba su físico para quitarse a la gente del medio, como ya estaba demostrando que iba a hacer, y procuraba que nadie asociara ninguna historia de héroes a su figura. Era lo contrario a un tipo respetable o al que admirar, podía reconocerlo: en toda su vida se había vanagloriado de una sola cosa, y era de su capacidad para sobreponerse a la adversidad. Nada más. Ni se consideraba superior como le exigía mostrar su personaje, ni era tan narcisista como para no verse los defectos. Al contrario. Se los veía tanto que solían ser su impulso. Si hubiera tenido la suerte de creerse el mejor, no se sentiría amenazado por una geisha de metro sesenta y agendas con pegatinas, ni estaría pensando en cómo destruir su vida personal.
Cinco rubias, tres sabelotodo, diez niñatos enchufados por su padre y una chica extraordinaria después, le tocó el turno al número... había perdido la cuenta, tan desconectado que estaba. Pero le llamó la atención cuando entró, porque no tenía nada que ver con lo que había aparecido antes. Todos, sin excepción, se habían acicalado para la ocasión, perfumado de más, incluso algunas habían calculado el escote perfecto para no parecer desesperadas..., pero sí dispuestas a cualquier cosa por una acreditación.
El tipo que entró a su llamada, en cambio, vestía unos vaqueros sencillos y un jersey con una mancha de kétchup que le puso nervioso a simple vista.
Estuvo a punto de echarlo, pero Verónica le dedicó una mirada desde su escritorio. Si algo odiaba Marc era perder el tiempo, así que estuvieron midiéndose en la distancia durante casi un minuto hasta que cedió a darle la oportunidad.
—¿Tu nombre?
El chaval no dio muestras de preocuparse por la opinión que se estaba formando de él, aunque fuese de las peores. Se dejó caer sin ganas sobre el asiento y apoyó los antebrazos sobre los muslos al responder, dirigiéndole enseguida una mirada decidida.
—Hugo Salamanca.
Era un nombre con personalidad. Nombre de abogado importante. Lástima que lo llevara un chaval que no había pasado la adolescencia. Tenía la cara llena de granos, unas gafas penosas, y su corte de pelo era una de las cosas más horrorosas que había visto en su vida. La ropa tampoco le favorecía, estando, como mínimo, quince kilos por encima de su peso ideal. En un lugar de prestigio como Miranda & Moore, no servía solo ser inteligente y constante. También había que dar una imagen favorable.
Si no lo corrió en el acto fue porque tenía una mirada penetrante llena de potencial, y porque se la sudaban los criterios de belleza en los que insistía Moore para acosar sexualmente a las nuevas.
—¿De dónde vienes?
—Del bar.
Marc levantó la mirada de sus calificaciones.
—Supongo que es la respuesta que cabía esperar en alguien que aprobó muy por los pelos su último año. ¿Estabas también en el bar la semana anterior a los exámenes finales?
—No, estaba más cómodo bebiendo en el sofá.
Marc parpadeó una sola vez. Habría pensado que estaba de coña, o que como mínimo había una cámara oculta insertada en aquel horroroso jersey, si el tipo no le estuviera mirando con toda la seriedad del mundo.
Le molestó que estuviera haciéndole perder el tiempo, así que apartó el expediente académico y lo miró a la cara.
—Es evidente que no te mueves mucho de ahí, Hugo.
Sus ojos claros brillaron.
—Ya me habían comentado que te encanta humillar a los júniores en las entrevistas, pero la verdad es que te esperaba algo más original.
—Cuando el chiste se presenta solo no hace falta ponerse a pensar. ¿Puedo hacer algo por ti, o has venido para comprobar si soy así de guapo en persona?
—La verdad es que te esperaba un poco más alto, y menos protagonista de novela romántica —admitió con tranquilidad—. Cualquiera diría que te has leído toda la temática jefe-secretaria para convertirte en la fantasía morbosa de tus inferiores. Apuesto a que te has tirado aquí a tu secretaria.
—En realidad valoro mucho mi intimidad y con cristaleras sería difícil mantenerla. Veo que no paras de decir gilipolleces. ¿Te ha mandado un programa de cámara oculta?
—Qué va, mi hermano mayor me ha obligado a venir.
—Y yo que pensaba que mi hermano mayor era un hijo de puta
—ironizó—. ¿Por qué te ha hecho eso, Hugo?
—Para ver si me animaba ver a la leyenda del Derecho en directo. A lo mejor así recuperaba la ilusión por lo que he estudiado, pero no me estás ayudando mucho.
—Tú tampoco estás aumentando mis expectativas respecto a los aspirantes. Aunque ya que estás aquí, podrías hablarme un poco de ti. Esto está más entretenido que interrogar al repeinado de turno.
Hugo se incorporó un poco y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Quieres que te hable de mí? Bien. He estudiado en Gainesville, Boston y Miami. Mi familia viaja mucho. Tengo más hermanos que dedos en una mano, una madre adorable y un padre bastante capullo al que a veces he pensado en matar. Me gusta la música urbana y me la sopla lo que digas: al café se le pone hielo en verano y la pizza con piña es cojonuda.
Marc estuvo a punto de soltar una carcajada. Aquel chaval parecía cabreado por tener que darle explicaciones. Era gracioso. Y tenían varias cosas en común.
—Yo también estudié en Boston y he pensado en matar a mi padre —comentó con tranquilidad. Apoyó los codos en la mesa y lo miró con fijeza—. ¿Podrías decirme por qué estás aquí, aparte de por la insistencia de tu hermano? ¿O fue él quien mandó la solicitud?
—La mandé yo como plan B.
—¿Plan B? —Las cejas de Marc salieron disparadas—. ¿Miranda & Moore SLP es tu plan B?
—Mira, la verdad es que ahora mismo no tengo ningún plan. ¿Quieres que sea sincero?
—No creo que la verdad sea mucho peor que lo que estoy viendo.
—Hace dos semanas iba a enviar la solicitud a Leighton Abogados, porque mi novia pretendía trabajar en ese bufete y me hacía ilusión que estuviéramos juntos. Ya sabes, ese sueño estúpido de tener a la mujer que quieres hasta en la sopa, porque crees que no te vas a cansar de ella. Crees que tu mundo gira en torno a su ombligo, y estás contento con eso, pero luego demuestra ser una zorra y tienes que buscarte la vida. Me jodió, y yo decidí que me la sudaba Leighton Abogados, y me la sudaba estudiar para los exámenes, así que si había suerte y aprobaba, bien. Si no, mi padre me enchufaba en sus negocios en Madrid, y a tomar por culo. Resulta que aprobé. —Levantó las manos—. Y aquí estoy, solo porque eché solicitud por si acaso, y porque si es verdad que ella va a trabajar en el puto Leighton Abogados, pues más me vale estar en la competencia.
Marc se quedó de una pieza después del discurso.
—O sea, que realmente quieres trabajar aquí —resumió, sorprendido—. Porque tu ex es una zorra, claro, pero hay un interés real.
—Ahora mismo todo me importa una mierda, Marc. —Y recalcó su nombre quitándole toda la importancia que pudiera tener. Aquello le dejó pasmado—. Pero estoy seguro de que cuando se me pase y recuerde lo que estoy diciendo, me voy a dar un cabezazo contra la pared, porque solía ser la ilusión de mi vida. Convertirme en abogado y tener ambiciones, en general.
—No me lo estás poniendo muy fácil para que te contrate.
—Mira, podría haberme presentado aquí con un discurso muy estudiado. Hola, soy Salamanca, hablo inglés y español fluido y tengo un nivel aceptable de francés. Excepto por la patética calificación en el BAR, siempre he sido un chaval de matrícula de honor. Hasta lo habría adornado con estupideces como que en mis ratos libres juego al ajedrez, escucho a Beethoven y toco el piano a cuatro manos que te cagas. Pero tú estás hasta la polla de eso, y no sería cierto, porque prefiero el FIFA y solo sé tocar los huevos.
—Me consta. ¿A dónde quieres llegar?
—A que lo único que puedo hacer es ser sincero. Es lo que vas a obtener de mí si de verdad te estás pensando aceptarme: honestidad bruta, desagradable, incómoda. De la que hace llorar a la gente.
Soy un hombre trabajador, humilde y sincero. Mi punto débil son las tías buenas...
—El de todo el mundo —sonrió él, con simpatía—. Así que todo esto viene por tu ex. De no ser por ella, habrías venido acicalado y con una sonrisa agradable.
—No habría venido. Estaría siendo entrevistado por Leighton. ¿Qué más da?
Marc apoyó la barbilla en la mano y se lo quedó mirando largo y tendido. Su expediente no mentía: excepto por la nota del BAR, tenía matrícula de honor en todas las materias. Con las pintas que se calzaba, dudaba que hubiera aparecido en una sola fiesta universitaria. Era de los que se quedaban en su habitación estudiando hasta la migraña. Pero su personalidad no quedaba reducida al ratón de biblioteca, porque era directo, cruel, autocrítico y no había babeado su alfombrilla entre halagos entrecortados. Eso le daba muchos puntos.
Tras un breve silencio, le hizo un par de preguntas técnicas. No más que supuestos de enfrentamientos judiciales que él resolvió recitando de memoria algunos códigos, y en otros ejemplos, dejando volar su imaginación para dar con las soluciones más eficaces.
—No sé si te has fijado en la gente que trabaja aquí, Hugo —dijo en un momento dado—. Hay que tener una talla concreta, y pertenecer a un canon físico específico. No es una ley que dicte yo; Moore cree que es importante dar buena imagen. Se deja llevar por lo visual.
—Eso explica que se haya follado a todas sus secretarias.
Marc soltó una carcajada, que cubrió al final con la mano. Menudo desgraciado.
—¿Te crees que no sé que soy feo? ¿Y te crees que me importa un carajo? No me importa si me tengo que inscribir a un gimnasio y tomar pastillas para los granos; iba a hacerlo igualmente porque ya me han tocado los cojones con este tema suficiente. Así que, si vas a echarme, que no sea por eso. Porque si lo haces, dentro de cinco años nos encontraremos en un estrado... Y estaré más bueno que tú, aparte de ser el primero que te destroce delante del juez. Créeme, me he estudiado todos tus casos y podrías haberlo hecho mejor.
—Eso ha sido muy atrevido para tratarse de un tío que quiere trabajar conmigo.
—Perdona, pero teniendo el culo en carne viva pensaba que ya te habías cansado de que te lo lamieran. Me estaba limitando a innovar para divertirte un poco.
Marc sonrió. Era rápido devolviendo las pullas, no le tenía ningún miedo, y parecía que no se pasaría los meses de prueba trayéndole pastelillos de la panadería de su abuela para sobornarle.
Que nadie le malinterprete: el chaval era un cúmulo de defectos, la mayoría insalvables, pero en ellos estaba su encanto personal. Y Marc estaba muy sensible. Iba a aceptar al primero que le conmoviera.
—Me caes bien, Hugo. Pero tengo mis dudas. Una de ellas necesito resolverla ahora.
—¿Cuál?
—Cuando dices música urbana, ¿a qué te refieres exactamente?
Que no pareciese sorprendido por la pregunta le gustó. Necesitaba a su lado a alguien que no le pusiera caras nunca. Para eso ya tenía a Nick, quien no llevaría muy bien compartir el derecho a llamarle imbécil.
—Calle 13, sobre todo.
Marc asintió.
—En ese caso quiero que te compres un traje para cada día de la semana, vengas a correr conmigo todos los días a las cinco, y le hagas la pelota a mi secretaria como nunca se la has hecho a nadie. Eso para empezar. Por otro lado, espero que ni se te ocurra acercarte a Leighton Abogados para nada. Son irrelevantes para mí, pero no me gusta la gente que quiere llevarse bien con todo el mundo. No me gusta la gente que lo quiere todo, a secas.
—Tú lo quieres todo, sin ir más lejos.
—Por eso evito que la gente quiera lo que va a ser o ya es mío.
—Sonrió, ladino y rodeó la mesa—. Si te veo una corbata de rayas, te la quito. Si te pones zapatillas con el traje, te despido. Y si se te ocurre joder a alguien de mi equipo, en cualquier sentido que se te ocurra, prepárate para no volver a trabajar de esto en la vida. Aparte de esto, vas a hacer todo lo que yo diga. Puedes quejarte, he decidido contratarte para que me cuestiones, pero no te interpongas en mi camino ni hagas nada por tu cuenta. ¿He sido claro? ¿Tienes alguna pregunta?
—Sí. ¿La rubia del tercer mostrador del recibidor forma parte de tu equipo?
—No.
—Menos mal. —Y sonrió, demostrando tener potencial para no solo arrasar como abogado, sino con lo que se propusiera—. ¿Dónde firmo?