Читать книгу Contentar al demonio - Eleanor Rigby - Страница 11
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Los libros nunca mienten
Marc echó un vistazo rápido y cansino a su reloj de pulsera, y luego devolvió los ojos al motivo de su tardanza. Había quedado hacía dos minutos y medio en la sala de reuniones para comenzar los preparativos del divorcio de su hermano. Dos minutos y medio que Verónica Duval llevaba riéndose en su cara.
Se limpió las lágrimas con los nudillos del índice y lo enfrentó con ojos brillantes. Aquella mujer sabía cómo armar un espectáculo, no en vano era su exagerada actriz secundaria cuando necesitaba que le validaran alguna mentira piadosa.
—¿Su amigo? ¿Tú, Marc Miranda, vas a ser amigo de una mujer?
Marc redujo su respuesta a un asentimiento seco. Entre que no se había despertado de buen humor aquel día, llevaba la corbata equivocada y debía presenciar cómo su hermano se deshacía en llanto, no se veía aguantando las carcajadas estridentes de Verónica por mucha razón de ser que hubiera encerrada en ellas. Él mismo lo admitía. Si generalmente se le daba mal hacer amigos, y los que tenía o estaban a su servicio, como Yasin, o los conocía por Jesse, como Wentworth, hacer buenas migas con mujeres ya era imposible. No porque las viese como pedazos de carne incapaces de aportar nada a su vida, sino porque sentía que para tratar con la mayoría de ellas por mucho tiempo había que poseer una sensibilidad especial y ser constante en el trato, y él no podía prometer ninguna de las dos cosas. Además de que, de ser posible prefería tirárselas.
De todos modos, y solo por llevar la contraria, se defendió del muy bien fundamentado ataque.
—No sé por qué te haces la sorprendida. Tú misma eres un ejemplo de amiga mía.
—Cariño, eso es porque te tomas muy a pecho tus códigos, y una de las reglas de los Miranda dice que te puedes follar a la mujer que te dé la gana... menos a una que se haya follado antes tu hermano.
Marc sonrió.
—Tú te acostaste con el hermano que no considero hermano, así que si no has caído en mi cama no es por códigos, sino porque eres pelirroja y no me apetece.
—¿Perdona? Si no he caído en tu cama es porque no me apetece a mí. ¿Qué te crees, que no podría convertirte en mi perro faldero si me diese la gana?
—Nena mía, no dudo que podrías convertir en un perro a cualquiera, pero los Miranda te dan miedo. No lo habrías intentado conmigo. Y, ¿qué hemos dicho de la palabra con efe en el trabajo? Hay que ser elegante, My Fair Lady1.
—¿My Fair Lady, en serio? Ya ni te molestas en esconderte de tu labor social elitista hacia los marginados malhablados, o ya puestos, los feos obesos —añadió levantando las cejas—. ¿A qué ha venido esa elección de júniores? ¿Y cómo es que lo has ascendido a adjunto personal con una sola entrevista? No me digas que no es porque sientes el deseo de convertirlo en tu miniyo.
Marc contuvo una carcajada de incredulidad. ¿Convertir a alguien en él mismo? Desde luego sonaba a algo que le diría a cualquier inquieto y curioso que metiese las narices en sus elecciones, pero distaba mucho de ser la verdad. En Hugo había visto a un tipo auténtico, honesto y sin miedo a nada: era él quien pretendía empaparse de eso, no a la inversa. Necesitaba gente real en su vida, que no tuviese una segunda cara o intenciones ocultas.
—Tengo que recomponer el corazón de mi hermano y ya llego tarde, Nick. ¿Crees que podrías esperar a las doce para seguir pensando que quiero convertirme en un role model?
—De acuerdo, de acuerdo, se nos ha desviado la conversación.
—Levantó las palmas de las manos—. Solo dime a qué vino lo de la amistad repentina entre miss Japón y tú..., y qué vas a hacer ahora.
—Estaba todo calculado. Es una mujer que necesita confianza y sensibilidad para abrirse. Con mi amistad le demuestro que puedo ser su confesor y su compañero de crímenes, y en cuanto a lo otro... Un brote alérgico provocado, unos cuantos aspavientos fingiendo pánico, y ya estaba apiadándose de mi pobre alma mortal.
Una mentira tras otra. Primero, dudaba bastante que Aiko necesitara confianza y sensibilidad: había tenido unas cuantas salidas que denotaban que sabía defenderse de forma mezquina, dar en los puntos débiles de otros, y eso significaba que no era tan buena como pensaba. En segundo lugar, ser su amigo no era nada que tuviese en mente cuando la vio, básicamente porque esta se quedaba en blanco en esos casos: tenía que recurrir con las alarmas encendidas a cualquier frase estúpida para salvar el silencio en el que quería quedarse para admirarla. Sin embargo, la conversación fue conduciendo a la amistad... Y no le quedó otra que coger el guante, y ahora prepararse para ser su amiguito fiel. En cuanto al brote alérgico... Él se había plantado en el bufete de Leighton con el objetivo de hacerse ver irresistiblemente sexy, por Dios. Esa era su virtud y lo que debía potenciar; el atractivo físico. Si hubiera tenido una jodida idea de que se le iba a quedar la cara como el relleno de un chorizo, habría aparecido con máscara de gas y tres pares de guantes.
Aunque en su defensa debía decir que no le salió nada mal, salvo por el ataque de pánico que se le descontroló más de lo que le habría gustado al ver la aguja. Llevaba huyendo de esos instrumentos demoníacos desde la última vez que le inyectaron, y era lógico. Lo suyo no era una fobia normal, sino un temor justificado que arrastraba desde los diez años.
Pero nada de eso era de la incumbencia de Nick, a quien ya veía bastante involucrada en un tema que Marc se estaba tomando muy a pecho.
—Vaya... Sí que eres manipulador.
Y ahí estaba el secreto de su fama: que su correspondencia con la verdad fuese nula. Era mucho más fácil mentir para infundir respeto en los demás que admitir que había estado soñando con la misma mujer durante seis noches seguidas. No era muy conveniente que eso se supiera.
—Ya me conoces. Ahora me interesaré por sus aficiones, sus miedos, su familia... Conocerla. Y entonces se enamorará.
—¿No hay riesgo de que te encaje en la «zona amigos»?
Marc suspiró muy aliviado para sus adentros. Gracias al cielo, no, no había ni el más remoto riesgo. No necesitaba poner en práctica sus pulidas tácticas de desciframiento para entender lo que pasaba por la mente de Aiko Sandoval, que esa mañana en urgencias quedó bastante claro: la decepcionaba la idea de ser su amiga.
Pues ya eran dos. Marc nunca había tenido tantas ganas de romper su «amistad» con alguien, y ya puestos, de inaugurar un nuevo estadio en su relación con un polvo tántrico. O seis. Que pagara en folladas por colarse en sus pesadillas.
—¿De verdad lo preguntas? Tú misma lo has dicho. Las mujeres no pueden ser mis amigas. —Y le guiñó un ojo, a modo de despedida.
Agarró los documentos del divorcio y cruzó el pasillo hacia la reunión. Pensaba todavía en la canallada de tener que fingir camaradería con una mujer que le ponía cachondo. Él no era uno de esos adeptos de Harry Burns2 y su teoría básica sobre la imposibilidad de la amistad entre sexos. Sin embargo, creía en las dificultades de esa relación en algunos casos, como aquel al que se iba a enfrentar enseguida. Solo por la cara que le vio a su hermano antes de entrar en la sala, supo que volver a ser amigo de su ex le costaría años, si es que alguna vez lo lograba.
—Por fin llegas, Piolín. ¿Hay alguna razón secreta por la que siempre aparezcas tarde? Te da siempre el apretón por alguna dolencia endocrina, o te gusta hacerte el difícil, o sufres algún tipo de TOC que te obliga a hacer pausas para comprobar cerraduras...
Marc tomó asiento en el sillón que presidía la mesa. La mención al TOC no venía de la originalidad de Jesse a la hora de bromear o
su amor por el imaginario colectivo, sino de su vocación frustrada como psicólogo.
—Sabes muy bien qué es lo que sufro, y me parece desagradable que encima quieras añadirme trastornos obsesivos. Las tardanzas son pura vanidad. En un rato abriré recepción para insultos, si necesitas desahogarte.
Jesse se le quedó mirando. Más que guapo, era un tipo llamativo, con el pelo anaranjado peinado al estilo punk, los ojos a juego y la dilatación en la oreja. Porque se abrió el agujero después de entrar a trabajar como abogado y se lo podía cubrir con el pelo, que si no, lo habría tenido difícil en el bufete.
—¿Cómo estás de ese tema? —preguntó como siempre, antes interesado en él que en sus problemas—. ¿Te va bien con el nuevo loquero?
—Nos vemos una vez al mes por conferencia. Es profesora en la facultad, además de pelirroja y pasa de los cincuenta años. Perfecta para evitar tentaciones.
—Regla número tres: nunca acostarse con pelirrojas —anunció Jesse formando un letrero con las manos—. Ojalá algún día me dijeras qué problema tienes con ellas. Se supone que son criaturas celestiales, Piolín: dicho por algunos, y cito textualmente, «el precio que hay que pagar por los pelirrojos».
Marc rodó los ojos. Se le hacía difícil odiar ese apodo porque se lo puso la madre de Jesse, en referencia al tamaño de su cabeza cuando era un crío. Por lo visto, Camila Ocasio veía divertido bromear con la situación alimenticia de un crío desnutrido por depresión. Comparado con su cuerpo, claro que iba a ser un puñetero cabezón. Afortunadamente, quería a la mamá puertorriqueña lo suficiente para permitirle que se refiriese a aquellos tiempos como si no hubieran sido lamentables.
—No tiene por qué ser nada personal. Íbamos colocados cuando dijimos eso de las reglas. —Encogió un hombro—. Pero vayamos al grano... ¿Por qué tarda tanto Victoria?
—Sobre eso... Le he dicho que viniese un poco más tarde. Antes de que me eches un mal de ojo por jugar con tus importantes horarios, deja que me explique: he ponderado tu tardanza habitual y la conversación que quiero tener contigo, y me ha salido una media de cuarenta
y cinco minutos. Los quince restantes son para comentarte que la
universidad está organizando un reencuentro de los alumnos que se graduaron antes del dos mil, y rogarte hasta que cedas para estar
presente. Es una especie de homenaje a la moda de los noventa, y...
—¿Por qué demonios iba a ir yo a eso?
—Porque hay bebida gratis...
—Sabes que no puedo beber. Parece mentira que tú me jodas con eso.
—Me refería a refrescos, Marc, no hace falta que te pongas en lo peor. Igualmente, ese es el último punto a tratar. Antes quería ponerte al corriente de algo que he estado barajando en los últimos días.
Observó que se doblaba sobre un costado para levantar un maletín. Lo abrió sin muchas florituras ni tarareos musicales de fondo, lo que ya era bastante raro en él, y sacó una serie de folios grapados y firmados, que le entregó con expectación. Marc arqueó una ceja antes de echar un vistazo rápido a las palabras subrayadas. Una de ellas llamó su atención.
—¿Dimisión? —espetó mirándolo con el ceño fruncido—. ¿Bromeas? ¿Le has pedido a Moore una hoja de dimisión a mis espaldas y sin consultarme antes?
—Espero que lo digas porque quieres ser más que Moore y no porque tenga que pedirte permiso para dejar un trabajo.
—Claro que no me tienes que pedir permiso, pero fui yo el que te consiguió el trabajo e intercedió por ti las mil veces que has hecho estupideces. Yo fui quien dio la cara cuando te peleaste con aquel juez, y quien te ha cubierto la espalda al cagar varios casos que te obcecabas en coger. ¿Y ahora me entregas la ficha ya rellena y firmada por ambas partes? ¿Qué coño significa esto, Jesse? ¿Me avisas, o me pides aprobación?
—Sabía que te pondrías así.
—Claro que me pongo así —rugió—. Primero te estampas con el coche en la interestatal y pasas una noche inconsciente, después te pones a vivir en la cochera y ahora dejas tu trabajo. ¿Cuántas jodidas cosas más vas a hacer mal porque tu mujer te ha dejado? Estar soltero no te da la excusa de abandonar la vida responsable y convertirte en un miserable.
Jesse lo miró con seriedad.
—No lo hago porque quiera ser más miserable. Cambio de bufete para evitar cruzarme con ella.
—Es una forma de condicionar tu vida a lo que haya pasado con alguien externo.
—No es alguien externo. Es mi mujer.
Marc levantó los papeles del divorcio, calientes aún por la reciente impresión.
—No, Jesse. Ya no lo es.
—Aún no he firmado.
—Pero vas a hacerlo.
—Escucha —interrumpió alzando una mano—. No estoy huyendo de aquí, ni lo hago para hacer feliz a nadie, solo es una manera de facilitar las cosas. Yo no me muero por este sitio, ni siquiera me mata mi trabajo: no me importa a dónde ir. Pero ella adora su despacho, su gente, y fue primera de su promoción. Lo justo es que, para no afectar a nuestra carrera, y evitarnos el sufrimiento cada vez que nos crucemos... trasladé mi expediente laboral a otro bufete.
Marc plantó los folios sobre la mesa con un golpe seco y lo enfrentó, irritado.
—Ahora me vas a decir que te largas a Leighton Abogados.
—Sí.
Contuvo una risa amarga. Genial. Esa era una de las partes malas de tener amigos —porque con un hermano, al final, se mantenía una relación amistosa—: que se les daba el poder de hacerte daño, y te lo hacían. La mayoría de las veces sin querer, como era el caso. Jesse qué diablos iba a saber sobre la opinión que Marc tenía de aquel bufete concreto. O, más bien, del tipo que lo dirigía. Era una de las maldiciones de ser él mismo, que le irritaba todo lo que hacían los demás porque no le tenían en cuenta, y no lo tenían en cuenta porque nunca decía lo que le molestaba. Así era imposible evitarle las molestias. Pero ¿qué sentido tendría decir que Caleb Leighton y él se odiaban por una historia pasada, que les había afectado por igual? Tener a su hermano haciendo buenas migas con ese tipo —porque las haría, era algo que estaba en él— no le simpatizaba en absoluto, y era algo rotundamente egoísta. Por eso no se molestaba en decirlo, por muy humano que fuera.
Eso por no mencionar lo mucho que se notaría su ausencia allí. Marc necesitaba a su hermano. No se lo confesaba porque no hacía falta. Él lo sabía, era consciente de que su comprensión y su simpatía le rescataban a diario de su controlada tendencia a la agresividad. Otra razón altamente egoísta por la que deseaba retenerlo. Aquel asunto le había tocado en todos los aspectos en los que podía, porque, además, sabiendo él lo que era irse de un lugar por la ruptura con alguien, no quería que Jesse lo viviera. Victoria no era comparable a Sabina: en un divorcio no solía haber culpables, a diferencia de cuando se trataba una serie de infidelidades crueles y sistemáticas. Pero Jesse no tenía por qué renunciar a su grandeza y sus oportunidades por una mujer.
—Sé en lo que estás pensando —habló su hermano. «Lo dudo bastante»—, pero te aseguro que es lo mejor que podría hacer. No me sentiré cómodo aquí, ni ella tampoco. Tori quiere poner distancia para recuperarse y... Yo no quiero ni distanciarme ni recuperarme, lo admito, pero si es lo que necesita no puedo hacer otra cosa que dárselo. He tenido que hacer cosas mal si quiere divorciarse, y no es tarde para redimir esos errores, ¿no?
Marc ni se movió, se encontraba sumido en sus pensamientos. Era lamentable lo fácil que le resultaba a su cabeza dar un giro de tuercas y recuperar todo lo que le afectaba con el solo incentivo de su hermano despidiéndose. Lo fácil que era para su mente llevárselo a lo personal. Se pasaba la mayor parte del día irritado, harto, y también lleno de ideas creativas que le salvaban de los dos síntomas anteriores, pero bastaba un pequeño desbarajuste en su rutina, un cambio de planes desagradable, para que todo se disparase. Odiaba que las circunstancias le llevasen la contraria a su programa, y también odiaba que no le diesen la razón cuando decía algo, pero era irracional. Al final solo odiaba ese cúmulo de nervios impotentes que le dejaban mal cuerpo, y en el peor de los casos le incitaban a golpear cualquier cosa.
Gracias al cielo, llevaba unos cuantos años sabiendo cómo enfrentarse a sí mismo. Así que se controló hasta que pudiese desahogarse como era debido.
—Es tu vida. Tú decides lo que es mejor.
—Ya no estoy viviendo en la cochera. Me ofreciste la casa de tu madre, ¿recuerdas? Y hace días que no bebo. Solo fueron unos días malos, te aseguro que con lo del choque aprendí la lección. Ahora cojo la bicicleta para ir a todas partes.
Marc no levantó la mirada de los documentos.
—Como sea.
—¿Estás bien?
—Perfectamente. ¿Cuánto le queda a Victoria?
—Supongo que estará al caer, quedan unos diez minutos y ella suele llegar antes de la hora.
Marc asintió y se sumió en el silencio que le hacía falta para no armar una gorda. Prefería no discutir por algo que ya estaba decidido y que no era de su incumbencia. Si Jesse se hacía amigo de Leighton tampoco podría contar como traición. A fin de cuentas, Caleb solo fue otra víctima en aquel juego de tres, lo que no quitaba que le tuviese un poco de ojeriza. Era una emoción injusta, desde luego, pero no ayudaba a mejorar su forma de verlo el hecho de que este hablase pestes de él. Y, además, dudaba que ese tipo fuera a causarle problemas, así que mientras estuviera lejos de su mapa de acción, le daba igual su opinión.
Unos minutos después, Victoria aparecía sobre sus tacones de vértigo. Llevaba la melena recogida en una coleta que era como un látigo con flecos. Jesse y Marc supieron que cruzaba el pasillo solo por el andar apresurado, pero digno de modelo, que creó un eco rítmico en casi toda la planta. A Marc le iba toda clase de mujer exótica. No fue raro que se la quedara mirando durante todo su paseo.
Era la mujer más guapa del mundo. Una diosa de ébano, como la llamaba su amigo Wentworth: alta, estilizada, de boca grande y labios gruesos, melena densa y ojos expresivos. Un recuerdo de la Naomi Campbell de los noventa. Vestía de manera favorecedora y era educada, agradable y divertida. Marc aún no había conseguido verle un solo defecto, a no ser que la timidez y la inseguridad pudieran contar como tales. En su humilde opinión, que no se tuviera creído su encanto, se lo añadía el doble.
Oyó el suspiro de Jesse cuando Victoria ya había cruzado media pasarela. Para aquella mujer eran pasarelas, no pasillos.
—No la voy a superar nunca —murmuró Jesse—. Nunca.
—Es lo más razonable que te he oído decir en tu vida.
—Lo sé. Es que es imposible, ¿verdad? Ella es perfecta.
—Nick siempre dice que la perfección, como la belleza, está en los ojos de quien la mira. Y teniendo en cuenta que los hombres cambiamos mucho las perspectivas, quién sabe. Algún día podría parecerte desagradable a la vista.
Jesse lo miró como si hubiese dicho una gilipollez. La había dicho, no se iba a esconder.
—Pues ese día no es hoy. —Fue lo último que masculló, antes de que Victoria entrase con una sonrisa trémula.
Marc salió de la reunión cuarenta y cinco minutos después, tan psicológicamente exhausto que le entraron ganas de meterse en la cama y dormir durante días. No había sido, ni de lejos, el peor caso asignado; empezando porque sabía a lo que se enfrentaba, conocía a las dos personas involucradas y él mismo había decidido —condicionado por la lealtad filial— hacer de mediador. Sin embargo, y justo por esos motivos, había resultado terrible. Ver a su hermano, al que tenía como un ejemplo de buena persona y a quien siempre deseó parecerse, suplicándole a Victoria que se lo pensara dos veces... Fue desgarrador. Y más todavía cuando las lágrimas venían tanto de una parte como de la otra. Victoria no sabía ya cómo negarse sin que se notara que le estaba doliendo.
No se consideraba ningún sentimental. No buscaba emocionarse con nada y, cuando el corazón estaba cerrado a ese tipo de contactos, era difícil dejar una huella. Apenas veía películas, hacía años que no tocaba un libro por voluntad, jamás se había relacionado sentimentalmente con una mujer, y la única persona a la que quería tanto que no podía disimularlo falleció cuando entraba en la adolescencia. Partiendo de ahí, quedaba claro que no tenía mucha experiencia como ser emocional y era difícil arrancarle un atisbo de compasión. Pero lo que había ocurrido allí dentro fue devastador.
En el sentido práctico estuvo relajado desde el principio. Nada de peleas por quién se quedaba la casa, o quién se adueñaba del perro. Pactaron la separación de bienes antes de casarse, no tenían hijos, apenas habían adquirido nada a nombre de los dos —salvo el animal— y ambos estaban dispuestos a ceder lo que el otro necesitara. Con la tontería, pareció una guerra de enamorados de «quédatelo tú»; «no, quédatelo tú» que en un determinado punto le puso bastante nervioso. Pero después de abandonar la cuestión material, y cuando hubieron quedado establecidas las características de la separación, fue cuando vino la charla cargada de sentimiento.
Jesse era un Miranda y eso significa que seguía una regla de oro principal, la que el padre de los tres les metió en la cabeza por activa y por pasiva. Prohibido llorar. Los hombres no lloraban. Pues bien... Se había cargado esa norma, y se había cargado también el humor de Marc. Él siempre lo decía. Muy pocas cosas podían frustrarlo. Solo determinados recuerdos y ver llorar a su hermano mediano.
Por esa razón, y porque se le había acabado la última estilográfica con tinta color cobalto —y debían ser de esa marca, de ese color—, salió del edificio cinco minutos después del cese para dar una vuelta por los pequeños negocios cercanos. Sabía que eso solo era contraproducente. Cuando algo le afectaba, necesitaba ponerse automáticamente a hacer otras cosas. Se llenaba de trabajo hasta olvidar qué le estuvo preocupando. Y servía, porque además de tener una voluntad de hierro y estar lleno de energía inacabable, era de pensamiento acelerado y las ideas no se le agotaban. Por eso pasaba el día trabajando, inventando y añorando el éxito.
Lamentablemente, ese era solo uno de sus dos estados. El segundo, el que no siempre era desencadenado por algún motivo, se contraponía a esa fuerte exaltación y ansia de superación personal. Estaba caracterizado por el ánimo irritable, las pocas ganas de comer y la continua sensación de ser inútil, odio a sí mismo y, sobre todo, de que nada de lo que estuviera haciendo tenía ningún sentido. Ese estado podía asaltarle en cualquier momento del día, sin que él pudiese prevenirlo. Al menos había aprendido a disimularlo.
En ese momento se sentía así. Inservible. Uno más. Alguien incapaz de conseguir algo tan sencillo como aliviar la tristeza de su hermano, o la de su cuñada, a la que también tenía aprecio. Era una suerte que no hubiese decidido estudiar leyes para rescatar a los malamente acusados y castigar a los malos, o se sentiría más patético aún.
Se paró delante de la librería en la que solía comprar sus estilográficas específicas. Era un sitio enorme donde le gustaba pasar las horas, aunque luego no fuese a adquirir nada. Todo lo que tuviese que ver con libros o con herramientas de papelería le encantaba. Su madre adoraba todas las estupideces que estaban expuestas en la vitrina. Pequeñas libretas con portadas de colores brillantes, estuches de bolígrafos de gel, la tinta china... Se tomaba tan a pecho la tarea de escribir, que había decidido conservar todos los blocs emborronados con pentagramas y composiciones al azar. Marc se preguntaba si los que compraban esas libretas tan bonitas las rellenaban con contenido al nivel, justo como la última señora Miranda.
Estaba curioseando el escaparate, cuando una melena negra captó su atención, no muy lejos de donde tenía puestos los ojos. La reconoció enseguida gracias a la nitidez de la cristalera. Pudo quedarse mirándola hasta cerciorarse de que era ella. Estaba absorta en el contenido del libro que sujetaba.
Marc se acercó un poco más hasta pegar la nariz al cristal. No la había visto en la última semana porque su reunión más próxima era a finales de la siguiente, y no se le ocurrió ninguna excusa decente para molestarla. Tampoco se veía estable o preparado para hacerlo. Necesitaba estar de un humor concreto para impresionar a una mujer; no podía presentarse delante de ella, la más importante de todas por su relevancia frente al caso, con la melancolía que arrastraba o con un estado de ánimo irritable. O eso se había estado diciendo, cuando la verdad era que Aiko era un ejemplo de persona que no sabía cómo tratar, porque le rompía todos los esquemas. El abrazo que le dio, unido a la alabanza de su supuesta valentía, no pudieron estar calculados. Debió improvisarlos. Y la idea que tenía de ella no se correspondía con la de alguien capaz de componer en el acto una muestra de cariño. Menos una como esa...
Bah, podría no haber sido especial. Tal vez abrazaba a todo el mundo, pero él no podía recordar la última vez que alguien se había saltado su regla básica del espacio vital para confortarlo. Jesse era el único al que abrazaba, y porque se ponía tan pesado con sus repetitivos «¿un abracito? ¿Sí? ¿Un abracito? Veeeenga» que no le quedaba otro remedio si no quería acabar con jaquecas.
Maldita fuera, ese gesto le había sacado de sus casillas en el momento, y aún una semana después le tenía pensando. Esas cosas se avisaban, joder. Necesitaba preparación física y psicológica para devolverle el abrazo a alguien y no parecer Robocop.
Sacó el móvil de los pantalones. Iba siendo hora de seguir haciéndose su amigo, ya que tenía un momento libre y ella estaba adorable con un vestido corto blanco. Le apetecía verlo de cerca, y si podía ser, tocarlo también. Pero como amigo, ¿eh?
Aprovechó que tenía su correo electrónico para teclear algo en un e-mail nuevo. Esperaba que siguiera las últimas tendencias y tuviera descargada la aplicación.
De: Marc Miranda
Para: Aiko Sandoval
Asunto: Correo muy formal
Buenas tardes. Tengo unas cuantas dudas pendientes de resolución respecto a un tema que le incumbe. ¿Podría dedicarme un momento y resolverlas? Muy formales despedidas.
Observó que, en cuestión de segundos, Aiko daba un respingo por la vibración y sacaba su smartphone del bolsillo de la chaqueta. Dobló el libro que leía a un lado y la portada quedó expuesta a su curiosidad. Adicta a ti, rezaba el título. Marc sonrió divertido. No le hacía falta ni googlear para saber de qué iba.
De: Aiko Sandoval
Para: Marc Miranda
Asunto: Respuesta más formal aún
Buenas tardes para usted también. Ahora mismo estoy muy ocupada trabajando, pero si se trata de algo breve, dispare.
¿Que estaba muy ocupada trabajando? Marc se frotó la mejilla, donde le llegaba la sonrisa divertida.
De: Marc Miranda
Para: Aiko Sandoval
Asunto: Formalísima réplica
¿Puedo saber qué ocupa su tiempo?
De: Aiko Sandoval
Para: Marc Miranda
Asunto: Esa pregunta no ha sonado muy formal
Cosas de abogada. ¿Esa era su duda?
Marc negó con la cabeza como si pudiera verlo. Esperó a mandar un último correo para estudiar su reacción antes de entrar en la librería.
De: Marc Miranda
Para: Aiko Sandoval
Asunto: La formalidad es muy subjetiva
No. Mi duda era más bien una petición de opinión. ¿Me recomienda «Adicta a ti» como lectura antes de dormir? Me suena que le gustan ese tipo de libros.
Aiko respondió tal y como había esperado. Cerró el libro de golpe, llegando a caérsele al suelo, y miró hacia todas partes esperando encontrarlo. Para ese momento, Marc ya estaba dentro, rodeándola en silencio para devolverle su lectura. Lo hizo acompañándolo de una sonrisa más o menos amistosa. Era imposible saberlo, no era la más usada de su repertorio.
—¿Estaba espiándome?
—¿A partir de cuánto rato mirando se considera espiar?
Su respuesta la dejó sin ideas, medio boqueando. Marc tuvo que mantener el semblante sereno, cuando la verdad era que quería sonreír. Mirarla le ayudaba a entrar en un raro pero muy bienvenido estado de serenidad absoluta, incluso cuando le reprochaba con los ojos que se hubiera infiltrado sin permiso en su remanso de paz. Le habría gustado, o le gustaría, en caso de que su fachada fuese cierta, que fuera lo bastante generosa para darle un lugar en su refugio de silencio.
Y en su cama, también. No le gustaban los gloss en las mujeres porque luego le dejaban la cara pringada, pero le hizo fantasear con comerse el brillo suave de sus labios.
—Espero no haberla molestado mientras trabajaba. —Señaló el libro.
—No sea mezquino, ya sabe que no estaba trabajando —bufó ella lo colocó en la estantería. Estaba colorada—. Tenía un rato libre y he venido a la librería porque estaba buscando un regalo. Dentro de poco es el cumpleaños de un amigo.
Un amigo. Su mente eligió llevarlo por el camino que le daría problemas, e imaginarse a un amigo un tanto especial.
—No sé qué regalarle porque sea lo que sea, le va a dar igual. Hasta ahora le regalaba cosas funcionales, como camisas. Pero no sé. Cal siempre se esfuerza mucho por darme algo que me haga ilusión,
y acierta, así que...
Cal de Caleb. No había muchos nombres que derivasen de ese diminutivo, y le constaba que era muy amiga del tipo. Incluso se rumoreaba que tuvieron algo en el pasado y él estaba enamorado de ella.
Genial, por unas o por otras, todo le acababa llevando a Leighton.
Se la quedó mirando unos segundos de más. ¿Cuánta verdad tendrían las habladurías? Él era el primero que inventaba historias de sí mismo para difundirlas, o que no desmentía nada por aburrimiento... Pero dudaba que el barbudo y la princesa de Japón tuviesen su mismo funcionamiento. Necesitaría verlos juntos para determinar si era cierto que estuvieron juntos. La intuición ahí no solía fallarle.
—Entonces le regalas por inercia u obligación. Se supone que los regalos tienen que salir de uno, no hacerse porque el otro ya te ha entregado algo.
—Y por suponer, podríamos suponer que debería estar trabajando, señor.
Qué forma tan sutil de mandarlo a freír espárragos.
Lástima. Pensaba quedarse un ratito más.
—Sí, pero he aprovechado un cese para encargarme del regalo de mi cuñada. Yo también venía buscando un libro. Acaba de divorciarse y se ha hecho adicta a la novela romántica, así que fue en lo primero que pensé.
—Oh, eso es más común de lo que parece. Romper con alguien y ponerse a leer romance. Es una especie de masoquismo interiorizado...
—¿Lo dice por experiencia?
Aiko le echó una mirada algo extraña.
—Eh..., no. Nunca he... Solo he tenido un novio, cuando era adolescente. Y no sé si podría denominarse así, él y yo éramos muy amigos y no llegué a sentir nada real. Confundí la amistad con el amor, un error de principiante. —Carraspeó, como si la avergonzase el tema—. ¿Qué clase de novela romántica está buscando? A lo mejor puedo ayudarle.
—Tutéame. Me has cogido de la mano mientras me pinchaban cortisona, creo que te has ganado el derecho.
La timidez asomó en su semblante, a la par que la duda y también la sensación de halago. La mezcla era adorable.
—Sobre eso... —Desvió la mirada a la estantería, en la que metió la mano—. ¿Te sientes mejor?
—Como si no hubiera pasado nada.
—Los médicos son magos, ¿verdad? O los medicamentos, en este caso.
«O las mujeres bonitas».
—No tengo mucha experiencia con ellos. He estado en el hospital una vez y fue suficiente. En general los odio. El olor, el ambiente, los motivos que te suelen llevar allí... Solo iría si de ello dependiera mi vida.
Aiko ladeó la cabeza hacia él. Abrió la boca para decir algo, pero la acabó cerrando de nuevo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa amarga. Le dejó intrigado.
—A mí tampoco me gustan mucho —respondió incómoda—. ¿Quieres que te eche una mano o no?
—Por supuesto, toda ayuda profesional de la que pueda disponer es poca.
—¿Profesional?
—Imagino que has leído todo lo que hay en esta parte de la librería. Y si no, lo tienes en una lista de «futuras novelas» en las notas del móvil. —Por cómo lo miró, abriendo mucho los ojos, supo que había acertado—. Tranquila, no leo mentes ni hackeo móviles. Soy bueno calando a la gente.
—La lista la tengo en una libretita tamaño bolsillo. Me gustan todas las tonterías de papelería. Y sí, la verdad es que tengo experiencia leyendo novela romántica. Te pones en muy buenas manos. Dime cómo es ella.
—¿En qué sentido?
—Personalidad. O cómo es su ex. No queremos que lea un libro que le recuerde a él, ¿verdad?
—Qué cuidadosa —rio. Apoyó el hombro en la estantería—. Ella es dulce y muy cariñosa. Tiene un humor un tanto... especial. No todo el mundo la entiende, incluso se lo suelen tomar mal. Le gusta ponerse guapa, pero no es vanidosa ni le importan las modas. Sus ídolos son Alicia Keys, Serena Williams y Amy Schumer. En cuanto a su ex, es un buen hombre. Muy divertido.
—¿Y físicamente?
—Pelirrojo.
—Entonces lo tenemos fácil, la mayoría de galanes son morenos.
—¿Morenos? ¿Cuándo han dejado de gustarles a las mujeres los príncipes azules de pelo rubio?
—A mí no han dejado de gustarme nunca.
«Bien».
—Supongo que habrá leído toda clase de libros románticos ya... Por lo menos los famosos. Tendría que pensar en escritoras menos típicas en este rincón del mundo. ¿Sabe hablar español a nivel nativo? —Marc asintió—. Entonces podría probar con la última que estoy leyendo yo...
Metió una mano en su bolso mágico y sacó un tomo bastante grueso.
—No escribe solo romance, también tiene fantasía, policíaco... Esta saga me gustó mucho hace años. Ahora ha perdido un poco,
tal vez, pero... —Hizo una mueca al leer el título—. Jolín, este no.
Es muy desagradable.
—¿Por qué no? —preguntó con curiosidad—. Parece interesante. Si tuviera tiempo lo leería antes de regalárselo. De hecho, pretendo hacerlo.
—¿Cómo? ¿Vas a leerte un libro de romance?
—¿Por qué no? Me gusta saber qué estoy regalando. Si es un libro, qué mínimo que enterarme de si es bueno y merece la pena.
—¿Y si no te gusta?
—Hay una diferencia entre la opinión personal y la calidad. Si es buena, es buena. Da igual si me gusta o no. Como Mozart. Puede no gustarte, pero no puedes negar que fue un genio y su música está muy por encima del nivel de su género.
Aiko sonrió.
—Te descuido y te pones a disertar, Marcus Enrico.
Marc rodó los ojos.
—Mi madre formaba parte de la Orquesta Sinfónica de Miami. Sentía la música tan dentro que me tuvo que poner Enrico por uno de los Crivelli.
—Entonces se pronuncia Enrrricco —resolvió ella, agitando una mano con los dedos juntos al estilo italiano.
Marc soltó una pequeña carcajada y ladeó la cabeza hacia ella, que se ruborizó enseguida.
—Sí, supongo que sí.
Aiko carraspeó.
—Puedes llevarte este, y si te gusta... lo compras. Pertenece a una saga. Yo la leí en un momento vulnerable y me animó, a lo mejor a ella le sirve. Toma.
Le entregó el libro. Marc lo cogió y echó un vistazo a la portada. Un enseñando los abdominales. Dudaba que pudiera interesarle a Victoria nada que tuviera que ver con eso. Le costó años admitir que el libro erótico de la biblioteca de su casa era de ella. Pero todo fuese por tener una excusa para comunicarse con Aiko fuera de lo laboral.
—Te diré qué me parece —decidió, agitando la novela—. Espero que no me decepcione.
—Toca un tema controvertido. A ver qué opina un abogado sin escrúpulos.
—Así que esa es la idea final que tienes de mí.
—No es la idea final, solo un boceto. —Le guiñó un ojo pizpireta, y se dirigió al mostrador con el libro que había elegido para «Cal». No en la misma sección, por lo que apreció a simple vista.
A Marc no se le ocurrió ninguna razón para seguir allí, o para acompañarla. Y era demasiado pronto para animarla a tomar un café con él. Aún tenían que asentarse muchos aspectos de su relación. Debía hacerse ver un poco más como el amigo gay y no el prototípico depredador sexual que solo sabía decir guarradas, aunque Marc se consideraba bastante por encima de ese modelo de macho heterosexual.
Tuvo que posponer su lectura y próximo contacto con Aiko para atender sus obligaciones. Por primera vez en la historia, se le hizo muy largo el día. Quería llegar a casa, una ratonera en la que no soportaba pasar ni veinte minutos, y sentarse con el libro «controvertido» entre las manos. Era lo más cerca que Aiko Sandoval estaría de su habitación en mucho tiempo.
—¿Eso que llevas ahí es A pesar de todo, de Lila Parton? —preguntó Nick cuando bajaron juntos en ascensor—. ¿Ahora te va la erótica?
—De alguna forma me tengo que entretener mientras Sandoval decide si acostarse conmigo —comentó sin mirarla. Aun así, capturó la sonrisa de Nick.
—¿Cuánto tiempo llevas sin sexo? ¿Desde que coincidisteis con lo de Campbell, tal vez?
La pregunta le pilló desprevenido.
Claro que no. No.
No, ¿verdad?
¿O sí? ¿Era posible...?
Ahora que lo pensaba, podía ser.
Joder, sí. Llevaba semanas sin una mujer. Semanas. Y eso en él era complicado por muchos motivos.
—Debe ser casualidad.
—Claro —aceptó Nick, sacando una barra de labios del bolso—. Casualidad o que solo se la quieres meter a ella.
Marc la miró de reojo mientras se pintaba los labios en el espejito de mano.
—¿No quedamos hace tiempo en que dejarías de consumir alucinógenos?
—Qué forma tan sutil de evitar admitir que, como siempre, digo verdades como soles. No me ataques porque no seas capaz de afrontar tus emociones, chico, porque tampoco pasa nada. Todos nos hemos encaprichado alguna vez de quien menos nos convenía.
—Y toda esta psicología viene del hecho de que no haya tenido tiempo para invitar a alguien a mi apartamento.
—Entre otras cosas, como que generalmente no puedes guardarte el rabo por mucho tiempo.
—Te pareces a mi hermano diciendo esa palabra todo el rato.
—¿De quién te crees que la aprendió? —Y sonrió con todos los dientes. Se pasó la lengua por los incisivos, donde había quedado una mancha de carmín.
Marc la ignoró aprovechando que el ascensor llegaba a la planta baja. Un hombre de casi dos metros y pelo castaño peinado hacia atrás recibió a Nick con una sonrisa de galán que Marc despreció en el acto. Sobre todo viendo que la cara de Verónica era la misma que cuando se limaba las uñas, salvo por una sonrisa de plástico. Ni siquiera le interesaba su cita.
—Hola, guapo. ¿Nos vamos?
Marc lanzó una mirada de «¿a dónde vas con ese pringado?», a lo que ella solo se encogió de hombros y aceptó el brazo que el hombre le tendía. Verónica se había obsesionado con los tíos con aspecto de caballeros, educados, bien puestos y que sujetaran la puerta al pasar. Marc lo celebraría si no supiera que los peores solían ser los que iban encorbatados, y si no le constara que buscaba indirecta o muy directamente —aún no estaba seguro— a su hermano mayor en todos los que hombres con los que salía.
—Buenas noches, Marcus —le espetó ella, ya de espaldas, como si supiera que le estaba dando vueltas.
Marc se mordió el interior de la mejilla y negó. Ella sabría lo que hacía. No podía pasarse el resto de su vida cuidándola, frustrándole las citas con payasos que días después volvían a dejarla tirada. Estaba en su derecho de buscar el amor donde quisiera y frustrarse por su cuenta si no resultaba como pretendía. No más sobreprotección. Al final era a él a quien afectaba más andar pendiente de cómo los hombres trataran a sus mujeres.
Solo esperaba que en las novelas de Aiko Sandoval no hubiera fantoches como ese, o como alguno de los quince anteriores. Como su hermano... O como su padre.
Iba a dar la una de la madrugada y Aiko aún seguía intentando meterle en la cabeza a su hermana menor una explicación sobre Derecho Civil. No es que Mio fuese obtusa, porque era toda una listilla cuando quería, pero empollar leyes de memoria no era su fuerte. ¿Y de quién lo era después de seis horas seguidas estudiando? Lo raro no era que no lo comprendiera, sino que no se le hubiera derretido el cerebro.
—Vamos a dejarlo aquí —decidió Aiko, empujando el borde de la mesa para separar la silla. Se levantó y estiró, crujiéndose hasta la última vértebra—. No das abasto, cariño. Descansa. Ya mañana será otro día.
Mio dejó caer la cabeza hacia delante, dando un golpe al grueso libro abierto con la frente. Fingió un lloriqueo infantil.
—Pero todavía me queda medio tema... Tengo que terminarlo antes de las siete de mañana, cuando me levante para seguir.
—Mio, es el BAR, no una oposición a notarías. Tampoco es taaaaaan difícil. Nadie te va a examinar semanalmente para ver si te lo sabes, y ya te he dicho todos los trucos...
—Pues no me sirven. ¿Por qué soy tan tonta? —preguntó haciendo un puchero. Ladeó la cabeza y la miró con sus ojitos de ardilla—. No es justo. Estoy estudiando el triple que tú y al día siguiente se me va. Se desvanece. Hace magia borrás. ¡Chas!, y desaparece de mi lado…
Si suspendo...
—No vas a suspender. Pero si ves que se acerca el día y no estás preparada, espera al año que viene y...
—¡No! ¡Ni de lejos! Ya lo he atrasado suficiente perdiendo años en carreras universitarias que no iban conmigo. Tengo que conseguirlo ahora, Kiko —insistió, mirándola con seriedad. Se estiró de nuevo, mostrando su bonito camisón morado—. Quiero ser abogada ya, y salir de la casa de papá y mamá.
Aiko hizo una mueca. Ni que le molestaran mucho sus padres como para querer salir huyendo. Entendía su deseo de independencia porque la gente de su edad la sentía, pero Mio en concreto vivía como una reina. No se enteraba de las peleas que había entre Raúl y Aiko I, y no era ella a la que llamaban cuando estaban a punto de cogerse del pescuezo, ni la que debía hacerse cargo de los platos rotos. Mio estaba encerrada en su habitación estudiando. Lo demás ni le rozaba. Nada ni nadie se interponía en las decisiones que tomaba, ella hacía y deshacía y lo único que la molestaba era la opinión externa. Aiko la envidiaba por eso: nadie le decía «eso será perjudicial para tu salud», ni «eres muy delicada, no puedes permitirte tal cosa», ni la obligaban a mediar entre una pareja que vivía en crisis.
Sin ir más lejos, esa noche, en la cena —que Mio había tomado en su cuarto, mientras repasaba el tema anterior—, Raúl y Aiko I habían discutido hasta el extremo. Su madre había agarrado el vaso de agua y se lo había tirado por encima a su padre, cuya reacción fue ponerse en pie con actitud belicosa. Aiko tenía tan normalizada la situación que no pasaba miedo como antaño, pero sí acababa exhausta.
Se sentía como en Vicky Cristina Barcelona, esa película de Woody Allen en la que Scarlett Johansson hacía de elemento unificador y pacificador entre María Elena y Juan Antonio. Y ni mudándose había conseguido librarse de ese peso sobre sus hombros, porque su madre aún llamaba llorando de vez en cuando para que la socorriera o dijera algo a su padre. Como críos de guardería, solo que estos constituían una amenaza real el uno para el otro.
Pero no querían divorciarse, porque igual que en el caso de Penélope Cruz y Javier Bardem en la película, su relación era pasional en el sentido positivo y negativo de la palabra. Cuando estaban bien, estaban malditamente bien.
Como si eso pudiera justificar de alguna forma el comportamiento promiscuo de su padre, las rabietas de su madre o lo mal que se lo hacían pasar.
—Bueno, pues si quieres presentarte al próximo examen ponte las pilas. Pero estudiar dos horas más hoy no va a marcar ninguna diferencia. Vete a dormir y mañana sigues.
Mio la miró avergonzada.
—No puedo. Me he bebido siete cafés hoy. Y cuando se ha gastado he empezado con las bebidas energéticas. Ahora mismo podría ganar los mil metros lisos.
Aiko se echó a reír sin muchas ganas. Ella llevaba todo el día yendo de arriba para abajo. Lo último que le apetecía era seguir despierta un solo segundo más, pero se notaba que Mio tenía planes que la incluían. Hizo de tripas corazón y se sentó a su lado.
—¿Y qué propones?
—Llamar a Otto por Skype. Me dijo ayer que me iba a contar lo que le va a regalar a Caleb por su cumpleaños, y ahora dice que mejor me lo enseña en directo. Es que estoy nerviosa con eso —confesó, poniendo morritos—. Necesito saber qué le van a regalar los demás para saber si mi regalo es penoso, o... si le va a gustar.
Aiko le estrechó la mano.
—Claro que le va a gustar, tonta. Se hará el difícil, porque ya sabes cómo es, pero al final seguro que le encanta. ¿Qué le has comprado?
Mio se mordió el labio, nerviosa.
—Dímelo tú primero.
—Los éxitos de Estopa, un libro de cocina mexicana y un álbum de fotos. Lleno, claro. Pensé en adoptar un perrito para que no se sienta tan solo, pero al final el que se sentiría solo es el perro. Se pasa el día trabajando...
—¿Cómo va a sentirse solo si te tiene a ti?
—Bueno, ya, sí. Yo tampoco es que me pase el día en su despacho, los dos tenemos cosas que hacer. ¿Y tú? ¿Qué le has regalado?
—Ya lo verás. Al final vamos a hacer la merienda aquí, ¿no?
—Mio la miró con los ojos tan abiertos que parecía que se le iban
a caer—. Porfi, hazla aquí y así puedo ir yo sin que quede raro. Ya sabes, si estoy en mi casa... No puede decir que me he acoplado sin permiso.
—¿Cómo va a pensar eso? Mio...
—Hazla aquí por si acaso. —Y juntó las manos en un ruego.
Aiko chasqueó la lengua. Merendar en casa con Aiko I sin duda le haría ilusión. Caleb había crecido con ellas y adoraba a su madre como el que más, se alegraría muchísimo de verla fuera de fechas de reunión familiar. Pero Aiko no lo tenía tan claro. Sus padres sentados en una mesa en un día importante podían hacer de la tarde un auténtico infierno. Y necesitaba que el cumpleaños de Caleb fuese muy especial; era la fiesta en la que más se esforzaba, porque sabía que todos los cumpleaños de su infancia fueron horribles, pasados en su mayoría con familias de acogida que no lo trataban bien.
No podía decirles a sus padres que se fueran, tampoco. Estaban en su casa, y el amor que Caleb les tenía era recíproco. Querrían celebrarlo. Pero...
—Vale. Organizaré algo para que papá y mamá estén ocupados, y no den la tabarra —decidió, suspirando—. ¿Qué hora es en España? ¿Estás segura de que le viene bien a Otto hacer Skype un viernes por la noche? Estará...
Dio un respingo cuando el móvil vibró en el bolsillo trasero de su short. Se llevaba unos sustos que le aceleraban el pulso, pero siempre se olvidaba de ponerlo en silencio. O en sonido.
¿Quién habría enviado un mensaje a esas horas?
Sacó el teléfono temiéndose lo peor. Se quedó más tranquila cuando vio que era un correo electrónico.
De: Marc Miranda
Para: Aiko Sandoval
Asunto: Estoy enfadado
Acabo de terminar la novela que me has prestado y no me puedo creer que esto haya sido lo mejor que podrías haber conseguido.
P.D: Siento el horario, pero ya no puedo dormir, y es por
tu culpa.
Aiko alzó las cejas de golpe. ¿Ya se la había acabado? ¿Le había dado tiempo material? Era larga, y él tenía que trabajar... ¿no?
De: Aiko Sandoval
Para: Marc Miranda
Asunto: ¿Cómo de enfadado?
¿Qué es lo que te ha desvelado exactamente?
Aiko esperó su respuesta mordiéndose la uña del dedo mientras Mio conectaba la cámara del ordenador.
De: Marc Miranda
Para: Aiko Sandoval
Asunto: ENFADADO en mayúsculas
No sé. Tal vez la parte en la que el tipo la viola y luego se cree con el derecho de perseguirla gritándole que le pertenece. Un final muy romántico, por cierto, aunque se me escapa cómo pasan de un hecho traumático a la felicidad. ¿Se preguntaba qué opina un abogado? Se lo diré: CÁRCEL.
De: Aiko Sandoval
Para: Marc Miranda
Asunto: Respira
Te dije que era un libro controvertido y que ha envejecido muy mal para mí. Pero he leído libros peores. En este, al ser fantasía, haber un castigo divino y estar en riesgo su existencia si ella no lo salva...
Aiko le dio a enviar, sospechando que solo lo iba a cabrear más. Justamente por eso le había provocado. Desde su nuevo punto de vista, no era perdonable. Más bien condenable. Pero sintió curiosidad por la opinión que se formaría un hombre al respecto, y ahora le sorprendía que le hubiese hablado solo para expresar su disconformidad. Se lo imaginaba sentado en el sofá, o en la cama, o de pie en el comedor, en pijama y con el ceño fruncido, y sonreía sin querer.
—¿Con quién hablas? —preguntó Mio—. ¿Es Caleb? Solo Caleb te hace sonreír así.
—No, no es...
La interrumpió su propio politono: Come Dance With Me, de Michael Bublé. Una llamada.
Aiko miró la pantalla con cara de póker. Era un número que no tenía agendado, pero sabía quién podía ser. ¿La estaba llamando en serio...? ¿De dónde habría sacado su contacto? Pulsó el botón verde, mirando a su hermana con cara de «no sé qué está pasando».
—Eh... ¿Sí?
—Así que ahora defiende a los violadores —fue lo primero que dijo.
—Claro que no, Marc.