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Prólogo



La gente aún se extrañaba cuando veía unos pies tan pequeños en una mujer más alta que la media. Pero es que Mio no entraba en esa media. No entraba en ninguna media en general, porque las rompía solo subiéndoselas por las piernas a tirones, y cuando salía a la calle con los vestidos a pelo. De esto se quejaba su piel sensible, a los cambios de temperatura, un padecimiento que sufrían todas las partes de su cuerpo, excepto esos minúsculos y ridículos pinreles. Siempre los tenía calientes.

Los pies de Mio habían pisado el suelo del infierno al corretear por el borde de la piscina en pleno verano, cuando los azulejos ardían. Estaban preparados para caminar por las losas de la cocina estando recién fregada. Adoraba hundirlos en la arena de la playa y sonreír porque le hacían cosquillas.

Desde luego que Mio sabía cómo torturarlos, y estos sabían cómo resistir. Por eso, el nuevo escenario no era nada nuevo ni especial

para ellos.

Bailar una canción de La Oreja de Van Gogh sobre la barra de un bar no era una de sus actividades comunes. Mio nunca antes pidió a un camarero que pusiera a su grupo musical preferido, ni jamás se puso borracha como una cuba, ni mucho menos había pisado una mesa descalza... Pero en ese momento, tanto sus pies como ella, estuvieron de acuerdo en que podrían acostumbrarse.

—¡Súbete un poco la falda, guapa! —gritó uno de los cabezones que la admiraban de lejos.

Corrección: de lejos, no. Mio no era ninguna obra de arte que valorar a distancia, sino una principiante en eso del striptease. Su público se congregaba bajo la barra, tan cerca que se los podría comer; allí donde ella se contoneaba un poquito afectada.

Solo un poquito.

—¡P.J, ponle otra canción a la nena! ¡Una con la que nos pueda mover esas caderitas...!

—No, no, no... o bailo con esta, o no bailo con ninguna —se pronunció ella, meneando la cabeza coquetamente.

—¿Y qué te parecería bailar con esta? —exclamó uno de los observadores, metiéndose la mano en la bragueta. Todos rompieron a reír alrededor—. Venga, nena, ¿qué me dices...?

El tipo le rodeó el tobillo con la mano. Sonrió al ver que casi llegaba a abarcarlo entero. Sus dedos treparon por la pierna hasta rozarle uno de los muslos, en torno a los que se movía un fino vestido blanco que dejaba poco a la imaginación. El tanga rojo que llevaba debajo, no era ningún misterio para el grupo de caballeros. Ni para ellos, ni para nadie que se asomara a la ventana del pub.

—Qué buena estás, niña. ¿Cómo te llamas?

—Mio. Con «o», no con «a», ¿eh? —explicó. Para ayudarse, dibujó un gran círculo en el aire con los dedos. Se tambaleó un poco hacia delante al añadir—: Es un nombre japonés que significa «cereza bonita».

—Mm... No me extraña, porque vaya dos cerecitas tienes ahí debajo —rio el hombre. Enredó los dedos en la falda de la mujer, que seguía moviéndose al son de Inmortal—. P.J, sírvele otro par de bebidas a la señorita. Está perfecta para que me la lleve a casa.

—¿Que tú te la llevarás a casa, capullo...? ¿Quién ha sido el que te ha avisado de lo que estaba pasando aquí dentro? —se quejó otro—. Mia se viene conmigo. ¿A que sí, guapa?

El cerebro de Mio detectó la entonación interrogativa, que no el significado, y sonrió por inercia. Siendo justos, veía la realidad un poco distorsionada. Sus espectadores formaban un grupo bastante amplio: por lo menos contaba cuatro... que podrían ser ocho... O dieciséis... ¿O doce? Se le habían olvidado cómo iban los múltiplos de dos. ¿Cuando se iba borracho se veía doble o triple? Porque a lo mejor eran seis.

Aceptó el chupito que le ofreció el barman, y se lo bebió de un trago. Ella no hacía esas cosas. Solía ser seria, puntual, responsable. Por lo menos, a veces. Pero también solía aprobar sus exámenes, y

el que determinaría si se graduaba oficialmente o no podría ejercer

el Derecho, ese que había hecho hacía unas semanas, estaba suspenso. Suspenso. Suspensísimo.

Era una noche de estreno. Estrenaba vida de mierda, admiradores y tanga rojo. Y por lo visto, también estrenaba paranoia, porque el hombre que acababa de cruzar la puerta no podía ser Caleb Leighton, sino una alucinación.

Mio soltó una risita histérica y levantó los brazos para descender moviendo las caderas, como en la coreografía de Bomba que se aprendió para una exposición navideña en casa de sus abuelos. Los dos se escandalizaron con el King África; le preguntaron si no prefería tocar la pandereta y cantar sobre los peces que bebían en el río. Sus nuevos amigos, en cambio, rieron como críos y la animaron a menearse más. El vestido se levantó, y se pudo ver con claridad que su ropa interior estaba compuesta de encaje.

Uno de los tipos bufó y se pasó la mano por la cara.

—Nena... Me estás provocando. Sería mejor que te quitaras eso para no provocar un desmayo.

—Quitarme... ¿El qué?

Mio se arrodilló sobre la barra y apoyó las manos en los muslos de manera coqueta. El hombre no se contuvo y alargó el brazo para levantarle del todo la ridícula faldita. Sus intenciones eran seguir subiendo y rozar la fina tira lateral, pero una gran mano morena lo agarró por la muñeca a tiempo.

—Como la toques, te mato.

Los más cercanos a la voz dejaron de reírse y se giraron hacia el paisano. El desconocido que pretendía sobar a Mio, demoró en retirar su brazo. Si lo hizo fue solo para reclinarse hacia atrás y guiñarle un ojo a la chica. Esta no le miró de vuelta: la paranoia humana estaba más cerca, tan cerca que entre el alcohol y el sudor reconoció su ligero acento canadiense, y su olor a gel de baño, cedro y aftershave.

«¿Ahora los delirios vienen con perfume implementado?».

Mio se humedeció los labios e intentó enfocar la vista. No podía estar soñando. Ni sus sueños estaban a la altura del atractivo de Caleb, ni tampoco tendría el poco gusto de fantasear con que se mosqueaba con ella. Puestos a aprovechar la fantasía, lo visualizaría en bañador, sacudiéndose el pelo negro empapado... Pidiéndole que se quitara el tanga, o quitándoselo él...

Pero claramente estaba enfadado, como casi siempre que la cazaba haciendo algo que dejaba mucho que desear. Aunque, ¿quién decía que su comportamiento estuviera mal? Ella sí que estaba mal. Al carajo sus sueños, al carajo su esperanza de parecerse un poco más a su hermana Aiko, al carajo su deseo de trabajar en el bufete de abogados de Caleb… Al carajo todo. ¡Mejor! Así tendría más tiempo libre para seguir torturándose con el hombre inalcanzable.

Pensar en él la debilitó. Caleb no tenía por qué estar allí. Era la última persona a la que quería ver allí. Hubiera preferido enfrentar el dulce abrazo de la muerte. Sí, quería morirse. Que se la comieran las hienas. No servía como abogada: su suspenso lo aseguraba. Y eso significaba que no servía para nada, porque no quería ser ninguna otra maldita cosa.

Miró a Caleb con seriedad y apoyó las manos en la barra, quedando a cuatro patas. Ni se dio cuenta de la sugerente postura, ni de lo inconveniente que era dada la compañía. Él la anulaba como mente pensante. Le derretía el cerebro, la condenaba a nadar en un charco de hormonas, hacía que le ardiera la piel sobre la que posaba sus ojos… Lo que se dijera en esos casos. Las gafas negras de pasta deberían restar fuerza a su mirada de jade, pero tenía el mismo doloroso impacto que una puñalada en el pecho. No lo veía bien a través de la neblina del colocón, pero sabía muy bien que escondía un tentador lunar justo en la comisura del ojo izquierdo, y un ejército escaso de pecas en los laterales de la nariz.

Su voz restalló como un látigo.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? Baja de ahí ahora mismo y ponte el vestido en condiciones.

Mio frunció el ceño. ¿Había oído bien? ¿Le estaba dando órdenes? ¿Casi un año sin verlo, y lo primero que le decía era lo que debía o no debía hacer...?

«Bueno, Mio, lo primero que tú has hecho ha sido imaginarlo en bañador».

«¿Y qué pasa, subconsciente, se te ocurre algo mejor?».

«No, en realidad no».

—Mi vestido está en perfectas condiciones, le gusta cubrir lo justo y necesario.

Caleb levantó las cejas con esa ironía punzante que a veces le dolía.

De acuerdo, ese «a veces» era sustituto relativo de «siempre».

—¿De veras crees que está cubriendo algo? Te he dicho que bajes. ¿No te das cuenta de que te estás ridiculizando?

—¿Ridiculizando? —repitió, sintiendo cada una de las letras escupidas. Solo él podía hacer eso: partirla en dos con cualquir desprecio, por sutil que fuera—. Bájate tú de tu pedestal de superioridad, y ya de paso vete a la mierda. Yo estoy muy cómoda con mis nuevos amigos.

—Ya has oído a la señorita. Está de nuestro lado...

Caleb apoyó la mano en el hombro del que habló. Mio no apreció la fuerza con la que lo apretó, pero fue suficiente para que el tipo se doblara al lado.

—Cierra la jodida boca, ¿vale? —le animó con voz engañosamente dulce. Después levantó la barbilla para mirar a Mio, que acababa de ponerse de pie entre tambaleos. No estuvo preparada para su mirada directa, tan verde como la absenta que llevaba horas ingiriendo. Y mucho más letal—. No me hagas repetírtelo, Mio.

—Peleas de novios... Siempre igual —masculló uno—. Nunca falta el que viene a rescatar a la que no quiere ser rescatada. Mejor vamos por donde íbamos... ¿Vas a quitarte el tanga o no?

—Ni se te ocurra —amenazó Caleb, dando un paso hacia delante.

Mio lo retó con la mirada, mosqueada. Debió tener alguna significancia, porque su tensión muscular aflojó bajo la seria americana y probó de nuevo, esta vez con paciencia.

—Te estoy hablando en serio. Por favor, no me lo pongas difícil. Tengo mucho trabajo esta noche, no quiero pasarla peleando contigo.

—¿Y para qué has venido? —espetó ella a la defensiva—. ¿Cómo sabías dónde estaba?

—No lo sabía. He tenido que patearme todos los bares en diez kilómetros a la redonda. Llevo una hora buscándote.

Sonó tan cansado que ella se sintió una auténtica hidra. Con sus tres cabezas y todo. Luego recordó que nadie le había llamado, y que le acababa de soltar que era ridícula.

Se cruzó de brazos.

—Yo no te dije que vinieras a buscarme.

—Me lo dijo Aiko. Está preocupada por ti.

Ni medio litro de alcohol en el estómago pudo amortiguar el dolor. Por supuesto que se lo había dicho su hermana. Si Aiko no descolgaba el teléfono y entonaba sus porfavores, Mio podría aparecer al día siguiente en una cuneta; si no desmembrada, al menos desnuda. Por Caleb, como si la despedazaban los perros salvajes del sur de África. Le importaba una mierda cómo estuviera. Lo que sí le preocupaba era cómo se sintiera su amor platónico.

—Pues claro que te lo dijo ella. ¿Por qué iría Caleb Leighton a perder el tiempo conmigo, la ridícula y pesada hermana pequeña de su adorada Aiko?

Vio que entornaba los ojos, pero no le prestó ninguna atención y se dirigió a su público, que parecía muy entretenido con la escena. Recordó lo que su prima Otto le decía regularmente: «Regla número uno del millenial: haz de tus desgracias todo un circo para que al menos alguien saque provecho de ellas». Ambas eran las reinas haciendo locuras que enmascarasen sus desengaños.

—Si pensáis que esto es una pelea de novios, estáis muy equivocados. Este señor de aquí solo se preocupa por mí cuando su querida Aiko lo manda a rescatarme. Es su perro faldero. Le lamería las botitas si ella lo pidiese. Seguro que está cabreado porque le estoy quitando tiempo al lado de su adorada, perfecta y preciosa Kiko, que lo recibirá con una palmadita en la cabeza. —Alargó el brazo y le revolvió el pelo a Caleb como si fuese un perro—. ¡Misión cumplida! ¡Qué bien lo has hecho, lassie...!

Él la miraba con la mandíbula desencajada.

—¿Con qué te paga cuando vuelves? ¿Te da galletitas sin azúcar?

Por sus ojos verdes cruzó una sombra de decepción que ella no supo apreciar.

—¿Te deja dormir en su camita?

—Basta ya, Mio —cortó, furioso—. Tienes una edad para volcar tus frustraciones sobre los demás. Sea lo que sea que te haya salido mal, yo no soy tu saco de boxeo.

—¡Y yo no soy ningún saco de mierda para que me hagas sentir así con tu condescendencia!

—Deja de ponerte a la defensiva. Nadie está intentando hacerte sentir de ninguna manera, pero te estás buscando una buena haciendo gilipolleces de este estilo.

—¿Beber en un bar es hacer una gilipollez? Ah, claro, supongo que por eso todo el mundo es gilipollas menos tú. Tú eres el más responsable, centrado, inteligente y maduro del universo.

—Más maduro de lo que tú estás demostrando, desde luego. Respétate un poco y baja de ahí. No voy a decírtelo más.

—¿Me estás llamando inmadura?

—No le hagas ningún caso, cerecita —exclamó un tipo—. Aquí todos los encantos de tu personalidad van a ser muy bien valorados, empezando por lo que hay debajo de tu falda…

Caleb lo calló de una sola mirada fulminante.

—Si no cierras la boca…

Pero el que la cerró fue él mismo, cuando observó que Mio iba a concluir el desafío entregando una prenda. «Respétate un poco», le había dicho. ¿Qué clase de héroe denostaba y rompía el corazón a la princesa cuando iba a su rescate? Solo de pensar en la penosa idea que tenía de ella, se vino abajo. Y la única forma que se le ocurrió de elevarse, fue complaciendo a los que la estaban apoyando.

Se agachó para que los espectadores no vieran cómo metía los pulgares entre las tiras del tanga. Lejos de la constricción de sus caderas, permitió que descendiera lentamente por sus largas piernas. Aterrizó en los tobillos, aunque no permaneció ahí mucho tiempo. Mio tomó la pieza de tela y la levantó entre los dedos índice y pulgar, sacudiéndolo en las narices infladas de Caleb.

Uno de los tipos silbó.

—Chaval, ¿no ves que no es ninguna niñita para que la tengas que recoger antes de medianoche? Fíjate en las bragas que se pone...

Eso solo lo lleva una mujer. ¿Por qué no las lanzas para ver quién las coge, nenita? Como los ramos de flores en las bodas.

Mio agradeció la idea con un guiño, mientras que el rincón de Caleb se iba oscureciendo cada vez más y más, como en los dibujos de anime. Le lanzó un último aviso, en formato mirada ojerosa: «no te atrevas a hacerlo, Mio». Pero ella se atrevió..., y tanto que se atrevió. Sacudió el tanga como un pañuelo rojo delante de un toro, como la mediadora en las carreras de motos ilegales, como las chicas del round en el boxeo, que se lucían con sus tops deportivos y sus paseítos en tacones.

Antes de que pudiera soplar para que cayera sobre alguno de sus fans, unos brazos la agarraron por las piernas. Mio se golpeó el estómago con un hombro muy duro. Sintió unos dedos en el trasero que intentaban cubrir su desnudez sin mucho éxito.

—¡Yo me follaba ese culo! —rio uno de ellos.

—Repite eso y te juro que te arranco la cabeza —retó su captor, temblando de furia. Mio sintió el pecho de Caleb vibrar contra los muslos, y enseguida, su propia rabia cortándole la respiración.

—¡¡Caleb!!

Le golpeó la espalda para afianzar sus órdenes, sin ningún éxito. Caleb la sacó del bar siguiendo la ley del mínimo esfuerzo. Ya imaginaba que a un tío de metro noventa y cinco no le supondría un gran sacrificio cargar con un saquito de huesos veinte centímetros más bajo, pero fue igualmente denigrante que no pudiera hacer nada para zafarse de él.

—¡¡Bájame ahora mismo!! ¡Capullo de mierda! ¡¡Socorro!! ¡¡¡Soco...!!!

Abrió los ojos como platos al recibir un fuerte azote en el cachete. El golpe resonó entre las paredes de la calle como la correa de una fusta.

Mio descolgó la mandíbula, sin poder creérselo, y se quedó muy quieta mientras masticaba toda la rabia. El pequeño hijo de puta —que de pequeño no tenía nada, y en realidad, su madre tampoco tenía la culpa— la soltó como a un animal en medio de la acera, justo delante de su coche.

En cuanto se miraron a los ojos, Mio asimiló lo que había ocurrido.

—¡¿Me acabas de pegar?!

—Y te estrangularía si pudiera —juró en tono beligerante. Señaló la puerta del Audi—. Ahora cállate de una puta vez y métete en el coche.

Mio hizo un mohín que se columpiaba entre el puchero y la mueca de desdén.

—No pienso ir contigo a ninguna parte... No eres nadie para sacarme de una fiesta por orden de mi hermana y tratarme como si fuera tu plumero. Arranca tu carcasa de mierda y vete a tomar por culo. Yo me quedo. ¡Y no tienes derecho a enfadarte! —añadió, apuntándolo con el dedo.

Un músculo palpitó en la mejilla oscura de Caleb.

—¿Que no tengo derecho a enfadarme? ¡Tengo la obligación de enfadarme! ¿Es que no eres consciente de lo que ha salido por tu boca ahí dentro, o de lo que estabas a punto de hacer?

—¿Qué he dicho? ¿Acaso te jode la verdad? Claro que no —se respondió—. A ti te da igual lo que yo diga. Solo soy la hermana pequeña, la pesada, la que os perseguía y os copiaba, la que os molestaba cuando queríais daros besitos detrás de un árbol...

—¿Qué diablos tiene que ver nuestra infancia con tu afán suicida? Mira, no tengo tiempo para este circo. Sube al coche y no me calientes más la cabeza.

Mio abría la boca para decir que podía meterse su glorioso e irrecuperable tiempo por el culo, cuando se fijó en que llevaba uniforme de trabajo. Traje sin corbata, gafas y ojeras de llevar horas dando vueltas al mismo caso. Estaba cansado y lo último que necesitaba era que ella se pusiera a gritar y rompiese a llorar en sus narices, pero había suspendido. Estaba suspensa y, para colmo, se había reencontrado con Caleb Leighton en términos lamentables después de casi un año.

No es que fuese simpático con ella. El noventa y nueve por ciento de las veces era cordial y distante. El uno restante se cabreaba tanto como esa noche. Hacía tiempo que Mio debería haber abandonado la esperanza de que le sonriera. O la abrazara. O tuvieran una conversación tranquila, sin exabruptos o tensiones. Pero era de esas chicas que vivían de sus sueños, y no podía dejar de fantasear con que un día la tratara como a Aiko.

Entre que en ese momento se sentía una fracasada, y que el mayor fracaso de su vida antes del Derecho se había presentado ante sus narices para humillarla, sentía que fuera a explotar. Era demasiado en una noche.

—Llevaba meses estudiando para el examen —confesó entre sollozos—. Aiko me dio todos sus trucos, me... me lo explicó todo cien veces, e incluso fui a la capital para asistir a una escuela de leyes que te preparaba el BAR... Y he suspendido. Me he quedado a un punto de la C, a un solo... Un solo punto.

Se abrazó a sí misma y escondió la nariz.

—¿No puedes dejar que me sienta mal a solas? ¿Que me regodee en mi miseria sin espectadores?

Los ojos de Caleb centellearon.

—No, no puedo dejarte. Nunca —espetó, con especial vehemencia. Mio no captó la ligera inclinación a la vulnerabilidad en su tono—.

Y a mí me ha parecido ver a varios espectadores ahí dentro.

—Pero ellos no son tú.

—¿Te refieres a que yo no soy un predador sexual al acecho? ¿A que yo no te estaba pagando chupitos para violarte una vez cayeras desmayada? Porque en eso estamos de acuerdo.

Mio estaba demasiado sumida en su propia desesperación para entender lo que decía.

—Me refiero a que tú eres… eres perfecto.

Él se estremeció.

—¿Es ironía? ¿Lo dices por lo que he soltado antes sobre la madurez? Claro que no soy perfecto, joder. Estoy muy lejos de eso. Y si necesitabas consuelo, podrías haber ido a verme. —Vaciló y tragó saliva—. O a tu hermana.

—¡Claro que no! ¡Eres la última persona a la que acudiría!

Caleb desvió la mirada.

La odiaba tanto que no la podía ni ver.

—Ya sé que no soy el mejor consolando a nadie, pero esos capullos tampoco iban a hacerte sentir mejor, ¿sabes?

—No hablo de eso, sino… —Jadeó, llorosa—. Tú ya eres abogado, Cal. Siempre has tenido las mejores calificaciones, has sido el becario y junior estrella, y ahora diriges un bufete de renombre. Eres un triunfador, tanto tú como Aiko. No quería que ninguno de los dos me vierais así, ni que supierais que he fracasado. No he aprobado, no tengo nada. No es justo que hayas venido tú, porque no puedes entenderme.

—Repito que la maldita solución a tus problemas no es quitarte las bragas delante de un grupo de desconocidos. Se estaban frotando la polla mientras bailabas, Mio, por Dios. —Dio un paso errático y la cogió del brazo, por si el contacto resultara más efectivo a la hora de despertarla—. ¿Tienes idea de lo que podría haber pasado?

Mio levantó la barbilla y lo miró con los ojos tan abiertos como se lo permitía el sueño, la tristeza, la decepción... Y la esperanza. Nunca perdía la esperanza, jamás.

¿Era preocupación lo que había en su semblante, o seguía paranoica?

—Que no habrías venido a por mí y me habría pasado otro año sin verte —probó, perdida en sí misma—. Te echo de menos, ¿sabes?

Lo sintió tensarse. Por un momento pareció que iba a responder, pero volvió a sellar los labios.

—Métete en el coche. No me gusta que estés medio desnuda en una acera.

Su rechazo radical al deseo de expresar cómo se sentía le hizo daño, y como hacía casi siempre, se disfrazó de energúmeno para protegerse.

—No estaría desnuda en medio de ninguna acera si no me hubieras sacado a rastras del bar.

Caleb se plantó delante de ella con solo un paso.

—¿Es que no me escuchas cuando hablo? ¡Estabas en medio de un grupo de violadores! —gritó, por fin perdiendo los nervios—. Si lo que buscabas era que te manosearan por turnos, yo mismo te meteré de nuevo ahí dentro, pero me decepcionaría mucho que eligieras esa opción. Pensaba que querías ser como tu hermana, no que planeabas convertirte en una imprudente moviéndole el culo en la cara a todo el mundo para llamar la atención.

Zas. O casi zas. Caleb debió haber visto venir la bofetada mucho antes de hacer su comentario, porque se retiró justo a tiempo. Estaba segura de que era un golpe merecido, pero él no lo dejó correr. La agarró por los hombros y tiró de ella hasta meterla en el asiento del copiloto. Mio se resistió a su empuje durante casi un minuto de reloj, lo que significaba que Caleb no se estaba esforzando demasiado; si él quisiera podría partirle el cuello con dos dedos, ni hablar de su facilidad para encerrarla en el Audi. De todos modos, lo consiguió, y bloqueó la puerta con las llaves del coche para que no escapara.

Mio contuvo el aliento durante los segundos que siguieron. No se atrevió a mirarlo. Si lo hacía, le apuñalaría con el aro del sujetador por insinuar que era una zorra. O le pediría perdón por haberse atrevido a pegarle. Ella, golpeando a Caleb Leighton... Bueno, en realidad lo hizo muchas veces cuando eran niños. Y no tan niños. Se había comido hostias como panes, el pobre. Tanto que Aiko tenía que ir a separarla. Pero esa vez era distinto.

Observó por el rabillo del ojo cómo arrancaba el motor y se remangaba la americana para empujar la palanca. Caleb la miró de soslayo, aún tenso, y pisó el acelerador. Utilizó un instante fugaz para echar un vistazo a Mio, que se sintió atrapada entre aquel abanico de pestañas negras. Intuyó un brillo especial en sus ojos.

—Se acabó —concluyó él. Mio notó el peso de una tela sobre las piernas; su tanga—. No pienso cuidar más de ti. Ni por orden de Aiko, ni por orden de nadie. ¿Quieres comportarte como una suicida? Adelante. Ya no es mi deber aparecer en el último momento para ayudarte.

Mio se giró para encararlo con renovada energía negativa.

—Deja de actuar como si fueras un héroe y no pudiera vivir sin ti —resolvió, mucho más dolida que molesta—. No te necesito.

—Claro que no —gruñó—. Necesitas un jodido psiquiatra.

Pisó el acelerador de golpe, haciendo que Mio rebotara contra el respaldo.

—¿Por qué me tienes que tratar así?

—¿Es que no te das cuenta de que lo tuyo no es normal? —bramó él, sin despegar la vista de la carretera. Cambió a segunda como si la palanca le hubiera hecho algo—. No quiero hablar más. Esto se ha terminado. Me desentiendo de ti.

Mio se quedó helada. Se desentendía. Se desentendía de sus apariciones estelares en momentos de máxima tensión: únicas circunstancias en las que lo veía, aparte de reuniones familiares que se celebraban en fechas clave, como cumpleaños, aniversarios y fiestas nacionales. No me malinterpretéis: no es que Mio armara escándalos y arriesgara su integridad para que Caleb fuera a buscarla. Nunca lo molestaba adrede, ni lo haría sabiendo que ya lo ponía a rabiar sin querer. Imaginaba que, como pusiera todo su empeño en sacarlo de sus casillas, directamente le provocaría un infarto. Y no quería que Caleb Leighton se terminara.

Pero se acababa. Él lo había dicho.

Se acababa la escasa y triste relación que les unía, que, por escasa y triste que fuera, al menos le proporcionaba unas cuantas horas con él de vez en cuando. Y se acababa en cuando aparcase delante del edificio.

Nunca deseó con tantas fuerzas que un trayecto se hiciera eterno.

Estuvo repitiendo para sus adentros miles de rezos, suplicando no llegar nunca, hasta que el coche se paró. Se quedó quieta por costumbre. A él le gustaba rodear el vehículo para hacer el honor de ayudarla a salir, tan caballeroso como era cuando le apetecía. Pero es que, si hubiese querido contradecir su deseo, tampoco habría podido. Se había quedado atascada en el asiento. Y se quedaría en ese asiento para siempre, o por lo menos hasta que dijera que era una broma y todo estaba bien. El problema principal era que nunca hubo nada bien entre ellos, y que Caleb era más fuerte que ella. No le costó sacarla y guiarla al portal.

—No le digas a Aiko lo que ha pasado —acotó con voz queda, sin mirarla—. Yo no lo haré.

—¿Eso es en lo único que piensas, después de todo? ¿En no preocuparla?

A lo mejor no era el mejor momento para seguir buscándole las cosquillas.

—Buenas noches, Mio.

¿Buenas noches, Mio? Eso estaba por verse.

Ella se adelantó y lo inmovilizó con un abrazo torpe, que le envolvió desde la espalda. No le importó si parecía suplicar una disculpa o quedaba como una trastornada bipolar. Lo único que quería era que supiera que lo adoraba, a pesar de todo. Y él se estaba dejando, inmóvil como una estatua.

—No te enfades conmigo.

Lo sintió suspirando bajo sus manos temblorosas, entrelazadas sobre su pecho.

—No estoy enfadado.

—Pues decepcionado.

—Tampoco.

—Pues irritado. O molesto. O… Lo que sea. No te decepcionesirritesmolestes conmigo. Yo... y-yo... Tú sabes que lo siento.

—Sé que estás borracha, sensible y triste. Créeme, lo sé. Pero los demás también nos sentimos mal y no solo no nos dejas compadecerte, sino que nos atacas. Y… —Se quedó callado—. Da igual, Mio. Yo también lo siento, no te he tratado bien. Pero ya va. Se acabó.

La cogió de las manos para que lo soltara. Le costó un poco, pero al final lo consiguió.

—No puedo seguir así, ¿entiendes? —murmuraba—. Esto puede con mis nervios.

—Si es por lo que he dicho sobre perros falderos...

—No es por eso. Es porque te estás buscando la ruina constantemente y no puedo quedarme para verlo. Ni debo. No soy la persona paciente y comprensiva que necesitas, ni lo seré nunca. Tú me sacas de quicio y yo te hablo mal: llegará un momento en el que nos destruiremos del todo. De todos modos, no, no ayuda que me insultes.

Mio tragó saliva, intentando deshacer el nudo de la garganta.

—Cal, por favor… Y-yo solo lo he dicho p-porque estaba celosa —imploró, lagrimeando—. No te vayas así. Te he tratado regular por eso, porque yo solo... Quiero ser como ella, y... C-Cal, yo te quiero. Te quiero a ti.

Caleb se dio la vuelta y la miró de una forma que nunca le había visto. No como si se hubiera vuelto loca; esa era su expresión por antonomasia cuando ella estaba en su campo de visión. El cansancio existencial suavizaba su expresión, moldeándola hacia la peor de las resignaciones. Y no era una resignación indolora, porque se notaba que la situación le producía una tristeza infinita.

Lo vio negar con la cabeza sin dejar de mirarla con atención.

—No, Mio, no me quieres.

Lo aclaró con tal seguridad que Mio estuvo a punto de dudar de sus propios sentimientos. Ni se planteó rechazar su tesis, pese a su falta de argumentos. Así lo tuvo que ver dar la vuelta y volver al coche, como un resumen sin simbolismos de cómo perdía todo lo que quería y nunca tuvo. Todo lo que siempre escaparía de sus manos por no ser un poco más guapa, un poco más inteligente, un poco más responsable. Un poco más Aiko, a la que él nunca habría dado la espalda.

Desvestir al ángel

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