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El verano más largo



Caleb respiró hondo y enfrentó su mirada en el espejo. Sentía la falta de seguridad en la rigidez de los hombros. Y esa vez no podía culpar a las constrictoras hombreras de la americana. También le sudaban las manos y su corazón latía desenfrenado.

Carraspeó.

—Bienvenida —entonó en voz baja—. No, así no. Con ese tono de enmascarado de Saw se va a asustar... Hazlo con propiedad. Bienvenida —repitió más alto. Torció la boca en una especie de sonrisa. Patética. Bufó y se pasó una mano por el pelo—. Maldita mierda. Relájate un poco, Leighton.

No lo consiguió. Apoyó la espalda en la pared, rendido. El cansancio de no haber dormido en toda la noche empezaba a pasarle factura. Pero al mismo tiempo, estaba tan excitado que no podía parar de moverse, como un niño a punto de subir al autobús que lo llevaría al campamento. Esa era más o menos su emoción al volver a ver a aquella revolución de piernas larguísimas y faldas cortas: a veces, era un adolescente regresando con sus viejos amigos de verano, sufriendo el flechazo de siempre con la chica que no lograba sacarse de la cabeza el resto del año. Otras, un veterano de guerra que, cada noche, agradecía no haber muerto en medio de la nada.

Ese día se sentía más identificado con el segundo caso. No podía evitar ir al frente otra vez, aun sabiendo que un día acabaría matándole. Un día, Mio Sandoval lo destruiría. Su artillería era el encanto personal, y la metralla dentro de su cuerpo tenía la forma de los anhelos reprimidos. La mañana anterior, en cambio, cuando le llegó su voz tranquila desde el salón... Fue, definitivamente, el flechazo.

El de siempre. Del que no se podía librar.

—Bienvenida —repitió en un murmullo tímido—. Qué raro, hoy no llegas tarde... Me alegra verte por aquí, pensé que tardarías un par de semana en aparecer. ¿Qué tal...? No, no, no.

Se dio una palmada en la frente y negó. Ahuecó el cuello de la camisa, que no sabía ni para qué se había puesto.

—¿Por qué coño accediste a esto, Cal?

Esa era la gran pregunta. Se estaba tomando demasiado en serio eso de recibir a Mio, tanto que había decidido seguir el código de vestimenta por una vez en su vida y ponerse lo que los grandes bufetes ordenaban: traje y corbata. Para haceros una idea, digamos que, para Caleb, tener un trozo de satén anudado a la garganta era tan cómodo como graparse los testículos. Pero era un día importante, el día en que tendría que acostumbrarse a tener a la hermana de su mejor amiga revoloteando por su oficina como el pájaro que no dejaba de pensar en enjaular. Y teniendo en cuenta que no sabía si sobreviviría, el evento merecía un poco de solemnidad.

Cerró los ojos y la visualizó tal cual la vio el día anterior. Bailarinas de charol, vestido de ante morado oscuro. El pintalabios a juego. Las medias nuevas por encima de la rodilla, que se mantenían en su sitio gracias a un liguero. Pensó en esa pieza de lencería, y se preguntó de qué color sería. El lila era su preferido, pero no lila lavanda, sino lila amatista, como las piedras falsas de esa diadema que le vino con el número diecisiete de una revista adolescente. Esa que le gustaba hojear, y de la que sacaba sus pósteres de ídolos masculinos cuando tenía doce años.

—Mucha suerte en tu primer día —le susurró al aire, congelando con el pensamiento a esa Mio que le hablaba a Perro con naturalidad. Ella se giró hacia él, en contra de que la visualizara sin movimiento, y rememoró el momento de su encuentro—. Joder, Mio... ¿No me vas a dar un abrazo como los de antes?

«Ya soy abogada... Y estas medias son nuevas».

«Genial, pecosa, genial. Ahora no podré parar de mirarlas, pensando en lo bien que quedarían en una esquina de mi habitación, por fin rotas por una buena causa».

Caleb se pasó una mano por la cara y volvió a tirarse del cuello de la camisa. En cuanto llegara a su apartamento, haría una hoguera con aquel traje de mierda, especialmente porque acabaría oliendo a Mio. Su perfume era una encerrona, como cada gesto, cada movimiento en ella. Se acababa pegando a su piel, a su nariz, incluso a su mente. Volviéndole loco.

—Bienv...

—Pero bueno, zorrillo, ¿a quién vamos a contratar, que andas tan nervioso? ¿A Brigitte Bardot? —se carcajeó una nueva presencia. Caleb transformó el susto en una mirada agresiva—. No te he visto tan alterado desde que tuviste que hacer de juez en el primer juicio-simulacro de los juniores.

Jesse Miranda cruzó el despacho, ignorando las reglas de Caleb de no entrar sin tocar antes a la puerta. Se despatarró en el sillón del cliente, algo que tampoco le había permitido nunca. Y tocó un par de teclas del reproductor de música, cosa que también tenía especificada como prohibición. Había algo que Jesse y aquel desgraciado de Marc tenían en común al compartir sangre, y era, aparte de su falta de vergüenza, su poco respeto por la autoridad.

—Antes de que me preguntes qué hago aquí tan temprano, respondo: adelantarme a mi adjunta. La muy cabrona es peor que Dexter, ya sabes, el dibujito del niño de laboratorio que tenía una hermana pesada. Siempre llega antes que yo y eso me hace sentir ridículo, además de que me huelo que actúa con tanta formalidad porque quiere pedirme que le suba el sueldo. Y si no quiero ser un nazi como tú, tendré que darle ese aumento... Por encima de mi cadáver dejaré que eso suceda, claro. Estuve esperando mi invitación al almuerzo con los Sandoval, por cierto —continuó, ejemplificando una de sus grandes virtudes que a veces eran defectos: la facilidad para hilar un tema con otro, deteniéndose solo para coger grandes bocanadas de aire—, pero supongo que eso no depende de ti. Estoy muy ofendido, zorrillo. ¿Acaso no soy parte de la familia? Ya conozco a Aiko, incluso soñaba con acostarme con ella... De acuerdo, me callo, sé que no te hacen gracia estos comentarios. Pero por favor, soy el padrino del novio. Debería haber estado ahí cuando daban la noticia.

Levantó las manos.

—Y juro que este interés familiar no tiene nada que ver con que quisiera meter mis bolas moradas de tanto trabajo y represión sexual en su jacuzzi.

—Por supuesto que no, no eres esa clase de hombre —ironizó Caleb. Fingió acomodarse la chaqueta—. La reunión de ayer no fue para celebrar ningún compromiso; supongo que por eso no te invitaron, y no porque seas un molesto grano en el culo —puntualizó, estirando los labios—. Celebrábamos la graduación de la hermana menor.

Jesse esbozó su sonrisa de lobo.

—«La hermana menor». Suena como si no hubieras fantaseado nunca con ella desnuda. ¡O peor! Suena como si quisieras evitar que se note que fantaseas con ella desnuda, cuando soy un jodido experto del lenguaje corporal y percibo en tu falta de verbalidad que has pasado la noche cascándotela. Tranquilo, amigo —prosiguió, en su línea de no callarse ni bajo demanda—, no cobro por lecturas psicoanalíticas. Lo sé, lo sé... —Utilizó las palmas para calmarlo—. Es demasiado temprano para ponernos a hablar de rajas femeninas, pero no podré empezar bien el día si no me haces un resumen de lo que llevaba puesto. Sabes que hago vida a partir de tus distintos sentimientos hacia las hermanas Sandoval, Cal, no me niegues la ilusión de mi existencia.

—En efecto, es demasiado pronto, tú tienes mucho trabajo, y yo debo ponerme a lo mío. El juicio de mi vida, ¿recuerdas? —Señaló la carpeta confidencial que descansaba sobre el escritorio.

Jesse fingió un bostezo.

—No quieres responder porque nada iguala su outfit del año pasado. Sé que odias que te lo recuerde, pero a mí me da igual admitir una vez más que soy un fisgón y me encanta escuchar tus conversaciones con Aiko. Dudo que se presentara con un tanga rojo y un vestidito de vuelo blanco a la comida familiar, ¿no?

—Estoy a una provocación de despedirte.

—No lo creo. Soy tu Mike Ross y tu Donna juntos, Míster Specter1... No serías nada sin mí.

»Dicen que las universitarias engordan o adelgazan mucho el último año por encerrarse a estudiar. ¿Cómo estaba? ¿Tiene tumbao, o se ha quedado sílfide...? Oh, venga, responde, no te hagas el Mahatma Gandhi —insistió, haciendo un puchero—. Es tu musa del erotismo desde tiempos inmemoriales y solo lo sé yo. ¿Seguro que no te quieres desahogar?

¿Cómo diablos iba a desahogarse hablando del impacto que tenía Mio en él? En todo caso le ponía peor, y no pensaba recibirla en el despacho con la tienda de campaña a cuestas.

Jesse no era tan inteligente como se creía. No estaba experimentando con él, sino simplemente interesándose en el motor central de su vida, que venía siendo el sexo.

Desde que Caleb cometió el error de comentarle en una noche de borrachera —que jamás se repitió por ese motivo— lo recurrente que era la figura de Mio a la hora de protagonizar sus fantasías sexuales, no había podido librarse de hablar de la «musa del erotismo» justo al día siguiente de verla. Se quejaba mucho, y protestaba durante horas por su acoso, pero al final cedía a causa de ese deplorable instinto masoquista, y narraba a grandes rasgos, y sin mucha importancia, las gestas de las faldas de Mio… cuando para sus adentros se hacía un esquema mental de todas las formas que existían para levantársela.

—No llevaba escote, pero el vestido era muy corto. Eso es todo lo que voy a decir. Prefiero no convertir a una persona que considero de mi familia en el objeto de tu onanismo, maldito perro salido.

—Creo que una mujer me llamó así una vez —meditó Jesse. Se puso en pie en cuanto observó que Caleb hacía ademán de salir—. Vestido corto y piernas largas... Tuviste que hacer un gran esfuerzo, sobre todo sabiendo que tu gran motivación para resistirte no valora lo mucho que te reprimes para conquistarla. Te lo dije una vez y te lo repito, zorrillo: a las mujeres hay que asediarlas, los gestos bonitos en la sombra no les llegan. Mira al Cyrano, con todas esas cartas de amor solo le alcanzó para un beso. Hace tiempo que deberías haber plantado rodilla delante de Aiko o haberte tirado a Mio, y mírate, ahí estás... En medio de la nada.

Caleb negó con la cabeza y pasó de largo. Prefería dar detalles que alimentaran sus perversiones —las de ambos— que definir sus sentimientos.

Sí, se había pasado la noche dándole vueltas al corto de su falda, y sí, se había destrozado al tocarse pensando en ella. Los mejores orgasmos se los daba Mio en su cabeza, y ni siquiera la había visto sin ropa. No le hacía falta, y eso que la muchacha no era la definición de cuerpo curvilíneo o escandaloso. Su encanto no era visual, sino inherente a su manera de hacer las cosas. Solo mirándola se ponía duro, y cuando ella lo encaraba... Por Dios, podía correrse a lo bestia, y si no en el momento, al menos reservaba el recuerdo para hacerlo por su cuenta. Lo volvía loco de lujuria. Bastaban unas horas a su lado y tres frases intercambiadas en fechas señaladas para soñar con ella el resto de días del año.

—Entonces cuéntame cómo fue. ¿Se portó bien Marc? ¿Y tu madre, consiguió superar su obsesión por Aiko y mostrarle interés a la diosa japonesa de los encajes escarlata?

Caleb maldijo su talento para la concreción.

—Todo lo que sale de tu boca suena tan sucio que me dan ganas de vomitar. Y no fue del todo bien. Como siempre, se centraron en Aiko... Hasta que ella explotó. Ella, no Mio.

—Ah, la historia de siempre. No la soportas porque es incapaz de defenderse.

«No la soporto porque me dan ganas de defenderla».

—Lo es, no puede levantar la voz a nadie… Salvo a mí. Pero no es eso lo que me molesta. Es su resignación, su silencio, lo sumisa que es ante los desprecios. Intento no meterme, Jesse; tiene una edad para que los demás andemos de matones o salvadores por detrás. Y sabes que odio pelearme con Aiko La Grande, me siento un desagradecido al plantarle cara... Pero acabo haciéndolo. Tuve una discusión con ella al volver que casi me cuesta la relación, y no es algo que piense sacrificar por nadie. Es como mi madre, sin el «como».

—A lo mejor no se defiende porque le da igual —propuso Jesse, encogiéndose de hombros.

—Claro que no le da igual. Su vida está subordinada a las comparaciones que tiene que escuchar, a lo que lleva viendo desde que es una cría. No es Mio al cien por cien porque le han enseñado a avergonzarse de ello, y como no puede dejar de ser ella misma porque es auténtica, lo pasa mal. Al principio quería ayudarla, pero ahora ni se da cuenta del problema que ha desarrollado y me ataca cuando intento hacérselo ver. Me cabrea.

—¿Eso es lo único que te cabrea?

Caleb fulminó a Jesse con la mirada, aunque la respuesta estaba implícita. No. No había ni una parte de Mio que no le cabrease, ni tampoco ninguna que no le hiciera acordarse de ella antes de cerrar los ojos. Desde luego que le mosqueaba mucho más aparte de su falta de autoestima, como, por ejemplo, llevar tanto tiempo queriendo tocarla y no poder. Aiko era más importante que un revolcón que Mio olvidaría al día siguiente, dadas sus tendencias a aburrirse de todo a los cinco minutos. Lo que sentía por Aiko era más duradero a la larga.

—Lo que más me cabrea es que me sigas molestando. Lárgate de mi despacho y ponte a trabajar, Miranda, o te juro que te despido.

—No puedes hacerlo porque sabes que volvería al bufete de la competencia y eso te mataría. Te tengo cogido por los huevos, zorrillo... Más te vale tratarme como a un rey. Y esto no es chantaje, solo una sugerencia que podría evitarte problemas.

—Los dos sabemos que no te largarías de un sitio donde brillas con luz propia para ir a uno donde le harías sombra al gilipollas de tu hermano menor. Puedo pretender que no sé esto y subirte el sueldo cuando me lo pidas, pero si quieres que te abaniquen con hojas de palmera, vas a tener que buscarte a otro... zorrillo —añadió con retintín.

Jesse se levantó y estiró perezosamente.

—No queda bien esa palabra en tus labios. Suena a diminutivo de Flanders, no como en mi caso. Yo lo convierto en un término glamuroso, recogido por el diccionario de vedettes...

—Lárguese, Miranda.

—Ahí revientes.

Caleb contuvo una carcajada al verlo salir. No se movió hasta que desapareció en su despacho, cerró la puerta y puso un disco de... Ah, claro, el que había cogido «prestado» —no lo volvería a ver—: uno de los primeros de Los Beatles que le regaló Kiko.

No quería pensar en ello, en lo que significaba ese nombre en los últimos tiempos: un marido, una boda, separarse de él por meses... y quién sabía si regresaría cuando Marc trabajaba para la competencia. Bloqueó el silogismo antes de que empezara. Si era demasiado temprano para mencionar traseros, mucho más para recordar cuánto odiaba a Marc Miranda.

Salió del despacho a las siete justas, y recorrió el pasillo para acceder al recibidor. Allí debía estar Mio si algo valoraba su palabra, cosa de la que Caleb dudaba bastante por experiencia propia. Pero el pájaro de Aiko no mintió. Allí estaba la menor de los Sandoval sin contar a la prima Otto, con los ojos clavados en la gran pecera de la entrada, queriendo absorberlo todo.

Caleb metió una mano en el bolsillo interno de la chaqueta para calmar la opresión que le destrozó, solo al admirarla de lejos. Fue imposible no enrabietarse al reconocer uno de los trajes de chaqueta de Aiko sobre su cuerpo. Aquello era un sacrilegio del que odiaba ser cómplice y que no podía solventar. No le quedaba mejor ni peor, solo de manera distinta. Pero los sobrios trajes de chaqueta de Aiko en Mio eran un chiste sin gracia. Ese que te contaban cuando estabas a punto de llorar, y te salvaban del abismo en el último segundo. Era tan guapa, tan guapa como la canción de La Oreja de Van Gogh que la emocionaba tanto, que no podía quedarle mal. Ya de lejos advertía su perfil de nariz respingona, los labios gruesos perfilados, el largo cuello enmarcado por la melena corta, lisa, color castaño oscuro...

La vio colocarse un mechón tras la oreja, esa que tanto odiaba porque sobresalía de su cabello; más todavía cuando se hacía coletas. La vio también bajarse la americana para rascarse el hombro. Sabía que aquel tipo de telas gruesas le causaban sarpullidos, y que al final del día le escocería la piel. Un detalle que solo hizo crecer su anhelo de colar los dedos allí, de pasar sus labios por el lienzo más blanco, dulce y perfecto que se hubiera visto.

Como cada vez que la veía, se preguntó qué sería lo peor que podía pasar si se saltaba las reglas autoimpuestas y la besaba allí mismo.

A riesgo de que ella lo empujara, ofendida, y no volviera a hablarle… O le devolviera el beso para luego olvidarlo. Esa falda que no le pertenecía le daba rabia, esos zapatos también: solo las medias, rotas por el tobillo, le recordaban que se moría por meterse entre sus piernas.

«Al final no eres tan justo o caballeroso como dices, sino una persona que se deja llevar por sus emociones», le había dicho Aiko el día anterior. Estaba furioso por su compromiso, por lo mucho que le desconcertaba lo que Mio hacía con él, cabreado porque Aiko quería echar abajo sus principios de profesionalidad, enchufando a su hermana en el bufete. Su respuesta fue bastante explícita. «Si me dejara llevar por mis emociones, para empezar, habría destrozado la cara de tu novio (...).

Y siguiendo por ahí, tu hermana no estaría sentada a esa mesa».

Claro que no. Estaría sentada sobre él.

Pero no allí.

—¡Dios! ¡¡Dios!! —exclamó Mio de golpe, llevándose una mano al pecho. Caleb se puso alerta y avanzó rápido—. ¡No! ¡Nooooo!

—¿Qué pasa?

Mio se giró hacia él.

Bofetada mental: ojos de cervatillo, rasgados e inocentes.

«Espabila, imbécil».

—¡Hay un pez muerto! ¡Un pez enorme muerto en la pecera! ¿Cómo no os habéis podido dar cuenta? Necesito una red para sacarlo... No podemos dejar que los otros se lo coman. ¿O es que el canibalismo te parece bien...? ¡Caleb! —exclamó otra vez, dándole un golpe en la corbata—. ¡No puedes tener un pez muerto entre peces vivos!

Caleb parpadeó sin poder creerse el espectáculo de Mio buscando la red. La empuñó como un salvavidas. La pecera era bastante grande, y meramente decorativa. Prefería que ninguno de sus habitantes sufriera la muerte súbita, pero tampoco le importaba demasiado si flotaban en la superficie. Y ahí estaba ella, orgullosa de preocuparse por todo lo que no se tenía que preocupar. Ignorando lo importante para centrarse en pequeñeces como aquella. Era una cualidad en ella que encontraba fascinante.

—No llego —refunfuñó. Apoyó la mano en el borde de la pecera y se puso de puntillas para examinar la abertura—. ¿Me ayudas, o no?

Podría haber intentado disuadirla, pero era imposible convencer a Mio de lo contrario. No fue lo bastante veloz ayudándola, y a ella solo se le ocurrió encaramarse a la pecera y echar todo el peso hacia atrás. Esta se tambaleó un poco, haciendo que el agua se moviera de un lado a otro y la abertura derramase medio litro, arrastrando a un par de peces consigo.

—Mierda, Mio —masculló Caleb, conteniendo el cristal para que no se cayera. Miró por encima del hombro y observó que la chica estaba arrodillándose para tomar entre sus manos un pececillo que culebreaba nervioso—. Venga, devuélvelo dentro.

—Hay otros más... —balbució, mirando a un lado y a otro—. Míralo, ese pequeñito... Estoy segura de que hay otro que... —Se mordió el labio, pintado de un rosado suave encantador—. ¿Dónde está la red?

Mio se levantó con las medias y la camisa empapadas. Se puso de puntillas y volvió a meter a los peces en el agua, mientras buscaba con clara ansiedad al tercero que se le había perdido. Caleb se acabó uniendo a la búsqueda, intentando no pensar en lo estúpida que le parecía la situación, y lo poco extraño que resultaba teniendo en cuenta que era Mio la involucrada.

—¡¡No!! —gritó, cubriéndose la cara con las manos—. ¡Creo que lo he pisado!

Caleb examinó sus pies y, dentro de que el momento no era el mejor para señalarlo, sonrió por la idea. Los pies de Mio no podían matar a nadie, ni hacer ningún daño. Eran tan pequeños que apenas la llevaban a ella a alguna parte.

—Claro que no... Mira, está aquí.

Se agachó y tuvo cuidado al rescatar entre el charco a la pequeña especie desconocida que Jesse había encargado a la tienda de mascostas. Los peces no eran santos de su devoción, ni ningún animal en general, pero la manera que Mio tuvo de mirarlo sabiendo que estaba bien le hizo pensar que a lo mejor merecían respeto.

Caleb se incorporó despacio, pendiente de sus medias caladas, con la «d» de «domingo» en el tobillo, día en el que solamente Jesse, Aiko y él —además de los respectivos adjuntos— trabajaban. Se fijó también en la blusa transparente, recordándole durante un dulce y asimismo amargo momento aquel vestido de tirantes blanco que ocultaba la ropa interior de toda una mujer. Ese que llevó la última vez.

Devolvió al nadador al agua, obligándose a recuperar la compostura. Después se volvió otra vez hacia ella.

Pequeña, bonita, sexy. Especial.

Mio.

—¿Crees que podrías... —empezó, adoptando un rictus severo—, solo por una vez... dejar de hacer estas cosas que solo se te ocurren a ti?

Y no se refería al percance de acabar empapada, sino a su manía de sacarle el lado tímido y el lado orgulloso a la vez.

—Lo siento mucho, es que leí hace un tiempo que no es bueno para los peces que en su ambiente haya... Lo siento. Te prometo que solo quería sacarlo de ahí.

—Debería devolverte a casa. Esta no es la manera de empezar una entrevista y una visita rápida —resolvió con dureza. Le encantaba hablarle así, porque era el único que podía hacerlo obteniendo una respuesta positiva. Solo con él sacaba el genio, que bastante falta le hacía—. Ven, te daré algo de ropa limpia.

—¿Ropa limpia? ¿En el despacho? ¿Tienes repuestos?

—A veces duermo aquí —respondió, emprendiendo el camino a la oficina. No se giraría para echarle un vistazo de arriba abajo como uno de esos salidos. No, no lo haría...—. Cuando se me acumula el trabajo, o tengo un juicio muy temprano, o me faltan cosas por completar, etcétera. En los baños hay una ducha, así que...

La vio sonreír.

—Aiko me ha contado algún que otro incidente con el hermano de Marc en esa ducha, hace solo un mes.

Caleb masculló una maldición.

—El hermano de Marc está despedido.

—Aiko me ha advertido que sueles decir mucho eso. Y me ha aconsejado que no te haga caso porque en realidad no puedes vivir sin él.

—Tu hermana le da mucha importancia a los papanatas. Marc

y Jesse tienen grandes defectos en común.

La miró de reojo y empujó la puerta del despacho.

—¿Te ha advertido de algo más?

—Me ha dicho que nunca te ofrezca un descafeinado, porque te parece que se pierde el objetivo básico de los capuccinos. Que tratas a las secretarias, juniores y auxiliares como seres humanos, lo que no suele ser común. Que ordenas las carpetas de los informes por colores, según cuales sean tus Power Rangers preferidos. Que robas la canela de la despensa de la cafetería, porque si no, Jesse se la traga a buches, y que te encanta ponerte morado con las quesadillas del restaurante de la tercera planta. Y me ha dicho que, si alguien me ordena que le traiga un café, les haga un corte de mangas.

—Preferiría que no. Pero sí puedes mandarlas con mucha amabilidad al carajo. No hace falta levantar la voz para ser contundente. Toma esto... Póntelo y luego te explicaré lo que tendrás que hacer.

Le tendió una de sus camisas, que ella se quedó contemplando como si fuera la sábana que envolvió al Salvador. Caleb procuró no prestar atención a la expresividad con la que aceptó el ofrecimiento y sonrió.

—Oye, Cal... —empezó.

—La ropa —cortó—, y luego hablamos.

—No es como si fuera a enfermar, no estoy tan mojada.

«Bueno, nena, el problema es que yo sí, y no me gusta».

Le señaló la puerta contigua al baño y se desplazó hasta su sillón. Lentamente se fue dejando escurrir. No se tranquilizaba. No podía dejar de pensar que era una pésima idea. Estaba bien mientras los encuentros con Mio fueran puntuales y estuvieran controlados: su indiferencia podía servir para una jornada, pero no todos los días... Y eso era lo que le esperaba. Se consolaba sabiendo que Mio necesitaba esa oportunidad, y que tal vez, si demostraba merecerla... Si demostraba no ser una veleta, y haberse encontrado a sí misma durante el proceso de convertirse en Aiko... Quizás podría cumplir su condena y acercarse a ella como quería.

Aunque no quería hacerse ilusiones. Mio llevaba casi treinta años sin desear nada por sí misma, y no iba a aplicarse con alguien para que luego le diera la patada por no estar segura de quererlo.

En teoría era fácil. Pero luego, Mio abrió la puerta y salió ajustándose su camisa con un nudo sobre la cintura, y el corazón se le paró.

—Me gusta que los azulejos sean morados —dijo tímidamente. Caleb se levantó maldiciendo esos tres botones desabrochados—. Lo que te quería decir antes... No me interrumpas. Llevo mucho tiempo pensando en cómo abordarlo.

Caleb asintió. No estaba preparado para lo que diría, aunque sabía qué tema iba a tratar. Era fácil meterse en su cabeza. Nunca le dio miedo decir lo que pensaba, y gracias a eso conocía su patrón mental. Por eso, en parte, la admiraba: no temía decir su verdad, y nunca dejaba de ser ella misma, aunque intentara desprenderse de lo que hacía único su espíritu. Todo lo contrario a él, que no se atrevía a hacer nada si no le aseguraban el éxito.

—Sé que lo de antes ha sido una estupidez, pero no volverá a pasar, lo juro. Y... Antes de que digas nada, quiero darte las gracias por darme esta oportunidad. Ayer escuché parte de tu conversación con Kiko y, bueno, no es ningún secreto que no me quieres aquí. Yo lo entiendo —aseguró, avanzando con torpeza—. Sé que desde lo que pasó el año pasado no... No podrá ser lo mismo entre nosotros, y estás en tu derecho de evitarme. Fui injusta contigo, no debí hablarte así cuando solo querías ayudarme.

—No te traté de la mejor manera —repuso él con suavidad—. Sobre eso no es necesario disculparse.

«Además de porque sé que no te acuerdas de nada y lo haces sin saber».

—Pero yo me reí de tus sentimientos y eso no está bien. Quería que supieras que fue por las circunstancias y por el alcohol. No pienso que seas nada malo. Todo lo contrario.

Caleb desvió la mirada a su bolsillo, como si fuera primordial encontrar algo allí. Odiaba recordar ese día. Lo odiaba porque significaba para él mucho más de lo que Mio podría llegar a imaginar. Odiaba pensar en lo que podría haber sucedido si no hubiese aparecido a tiempo, odiaba haber perdido el control gritándole y zarandeándola, odiaba que ella lo hubiera tratado así, y, joder, sí, odiaba la burla que hizo sobre sus sentimientos. Pero por encima de todo, Caleb no podía soportar los recuerdos de esa noche porque reafirmaron su mayor temor. Ella lo hizo de nuevo. Le dijo que lo quería, otra vez, y lo olvidó después.

No fue agradable traer al presente sus frases concretas, su vestido blanco o el tanga que se dejó en el asiento del copiloto, porque le daba razones para correrla de allí y pedirle que no volviera. Caleb tenía cosas muy importantes en las que pensar: el caso de su vida. Después de que Aiko se comprometiera, se volcó en la demanda que aún estaba perfilando. Y esta no era un ejemplo más de lo que le gustaba el trabajo bien hecho, ni tampoco una vía de escape, sino su justicia. Algo que le devolvería la tranquilidad. Mio allí era la gran distracción que podría desviarlo de su proyecto.

—Mio, eso ya no importa. Pasó, y se acabó. No hay que darle más vueltas. Yo no pienso en ello, así que no lo hagas tú.

Ella asintió, no muy convencida.

—Bueno... El tema es que oí lo que decías y sé que no me crees cualificada, ni seria, entre otros motivos... Pero quiero demostrarte que puedo hacerlo. Y demostrármelo a mí. Necesito encajar en algún sitio, hacer algo bien y que me lo reconozcan. Así que te doy las gracias por dejarme estar aquí, y también te pido que no me subestimes.

Caleb inspiró hondo.

«Si no te subestimaras tú... Y si solo pudiera creerte...»

—Que no te crea cualificada para un puesto relevante no significa que no lo estés para comenzar en el mundo legal. Aquí trabajan graduados en Harvard, gente con una amplia trayectoria profesional: busco personas con vocación y talento. Si tú los tienes —continuó, mirándola de hito en hito—, parte del trabajo está hecho. Me refería a que necesitas experiencia, y tomártelo en serio. Puedes adquirir esa experiencia aquí, no tengo problema con eso. Pero de verdad necesito que demuestres que puedo confiar en tus objetivos —casi lo suplicó. Apoyó los nudillos sobre la mesa y se inclinó hacia delante, mirándola muy serio—. Necesito que no cambies de opinión, que seas firme al tomar decisiones, y que no te arrepientas. Si puedes hacer eso, retiraré todo lo que escuchaste y te pediré perdón, porque no voy a negar que lo dije. No era mi secreto, y no te escondo mis percepciones.

—Claro que no me voy a arrepentir.

«Eso dijiste cuando empezaste enfermería, e idiomas, y aquel curso de informática, y ese grado superior en Barcelona sobre administración; y cuando salías con un tal Bruce del que luego hablabas pestes, y sobre ese Dan, o Don, al que pusiste los cuernos con Gabriel, y cuando te compraste cuatro vestidos para la fiesta de fin de año, alegando que el segundo era el que llevarías... Cuando al final te pusiste uno de tu hermana». Todo aquello solo eran alegorías que concluían en una sola verdad, y es que Mio no era alguien a quien pudieran tomarse en serio. Era tan indecisa que, directamente, jamás decidía: lo quería todo a la vez, y Caleb quería que se conformara solo con él. En vista de que no podía ser porque violaba todos sus juramentos, no pensaba tener a alguien así en su firma. Ni en su vida.

Pero seguía siendo Mio, y por eso daba igual lo que él quisiera. La adoraba y mataría por ella, y eso estaba muy por encima sus idas y venidas, de lo malo que era para él que nunca supiera del todo a dónde diablos se dirigía. Se tomaría como algo personal que le defraudase en el ámbito profesional. O, mejor dicho: se tomaría como algo personal que se defraudase a sí misma.

—Lo haré bien —insistió—. Te lo prometo.

—Nada de gritar por peces muertos.

Mio hizo una mueca cómica.

—Pues no dejes que mueran y dales de comer.

—Nada de llevarle la contraria al jefe.

—No eres mi jefe. Aiko dice que, como júnior, no respondo ante ti.

Caleb levantó una ceja. Ella se encogió de hombros.

—Bien jugado, pecosa.

Vio que arrugaba la nariz, como cada vez que la llamaba así.

—Ven, te enseñaré todo esto y mañana empezarás propiamente.

Mio asintió, emocionada, y siguió el gesto que hizo hacia la puerta del despacho. Pasó sin ponerse la chaqueta, con esta colgando del brazo. Se fijó en la curva de la falda de tubo, en las arrugas que se dibujaban debajo de su trasero, y recordó con vaguedad el azote que le propinó en medio de la calle.

Dios, quería maltratar ese culo suyo.

Se estaba poniendo duro solo de imaginarlo, cuando Mio se giró para mirarlo con el agradecimiento grabado en los ojos. Y ahí estuvo él de nuevo: prendado por su chica de campamento, solo que acababa de congelarse el tiempo porque esta vez, el encuentro se prolongaría.

Y quizá, por demorarse más la despedida, no fuera capaz de volver a irse.

Iba a ser el verano más largo de la historia.

1 Personajes de Suits, serie de abogados.

Desvestir al ángel

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