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Galletas de la suerte y arroz a la cubana



—Ojo, ojo. Que iba con Carla por la calle y el tío me paró allí en medio, así, poniéndome la mano en el hombro como si me conociera de toda la vida. Entonces va y dice: «oye, chica pelirroja, quiero que nos conozcamos». Y ya sabéis que yo llevo ahora mismo el pelo tintado, así que me aludí. Me giro y lo miro haciéndome la Shakira, en plan sorda, muda y todo lo demás... Pero que el tío nos sigue por todo el puente y se pone a contarme que tiene un perro al que le gusta maltratar, como si fuera esa la llave para llegar al corazón de una mujer. Carla estaba que se meaba encima, la muy puta, pero imagínate el percal...

—Resumidamente, te molesta que los hombres te pidan salir a la vieja usanza, parándote para decirte que les gustas —concluyó Aiko.

Mio fingió rascarse la nariz para ocultar una sonrisa que Otto, el personaje al otro lado de la pantalla casi enterrado en apuntes, podría usar más adelante en su contra.

—No, Kiko, me molesta que fuera feo —replicó, poniendo voz de tonta—. Y, ¿qué es eso de la vieja usanza? Lo único que reutilizaría del pasado serían los tirantes que se ponían los hombres en los años veinte y la música disco, no eso de perseguir a una mujer por la calle babeándole el oído con maltratos a chuchos adoptados. ¿Para qué coño está el Tinder? ¿Es que no pensó en lo raro que sería, lo mucho que me violentaría...?

—Creo que el violentado sería él, porque si me dices que le pusiste cara de asco… —meditó Aiko—. Requiere mucha fuerza de voluntad y descaro acercarte a un desconocido y decirle que te ha llamado la atención.

—¡Que te estoy diciendo que era tan feo que su madre le daba la espalda en vez del pecho! Yo no simpatizo con aprobados raspados, Aiko Sandoval, y ese tío era un suspenso.

Aiko y Mio intercambiaron una rápida mirada que la daba por perdida. A simple vista, o más bien a primera oída, su prima Otto podía parecer la típica rubia estúpida de tetas operadas que protagonizaba comedias de instituto. Su perfil encajaba con el de Blair Waldorf. Cruel, pérfida y superficial.

Kyoto Sandoval podía ser todo eso, pero había sido su manera de construirse a sí misma y no solo podía considerarse una Mean Girl en su definición. En su caso se podía permitir cualquier defecto, siendo esa magnífica obra de la naturaleza que conjuntaba los rasgados ojos japoneses con el tono azul grisáceo de las modelos caucásicas. También era lista, generosa, y quería de todo corazón a su familia lejana.

La que andaba por allí, en Barcelona... Bueno, esa era otra historia aparte.

—Lo importante es qué te pondrás mañana para el primer día de trabajo —se interrumpió—. Tienes que impresionar a toda esa panda de guarras sin cerebro que intentará destruirte... Te he visto poner los ojos en blanco, Kiko. Miénteme y dime...

—Que ya no piensas en mí —siguió la canción Mio, apoyando la mejilla en el hombro de su hermana. Esta se rio y siguió el rollo.

—No seas tonta y acepta que yo soy mejor que él...

—Mírame y dime que con él eres feliz, si cuando besas sus labios tú me imaginas a mí... —canturreó Otto para cerrar el trío, sin perder el ritmo de la canción de Nyno Vargas—. En fin, que no dirás que tus becarias, secretarias y demás personajes femeninos que andan con Chanel de segunda mano no son unas serpientes.

—No asustes a Mio con tus ideas preconcebidas. Ni siquiera has estado aquí más de una vez para saberlo.

—Suficiente para agarrarme del pelo con una y acabar embarrada de café... Y ya sabes que yo odio todo lo que empieza por «c».

Por «c» empezaba, por ejemplo, el nombre de su padre biológico: el hombre que las abandonó a ella y a su madre cuando apenas cumplía los doce. César Sandoval se largó para formar una familia aparte, abocándolas a vivir en la miseria económica por mucho tiempo.

Algo que también empezaba por «c» era Caleb, y sobre eso, Mio tenía muchas ganas de hablar, algo que Otto no tardó en notar y abordó sin anestesia.

—Por no perder el hilo de esas cosas con «c», ¿qué se cuenta Caleb? ¿Cómo lleva lo de tu boda, Kiko?

Mio procuró mantener la postura en la que estaba sin tensarse.

—Hombre, no le hace mucha gracia, ya lo sabes... Pero yo sé que acabará entablando amistad con Marc. Le he pedido que lo llame un día. Pero ¿por qué no hablamos de otras cosas con «c», como «cuándo» vas a venir a vernos?

—«Cuando» apruebe los exámenes, o en su defecto, «cuando» alguien los apruebe por mí. El «cuento» de siempre, ya sabes.

—«Cuánta» sinvergüenza veo por aquí... Anda, vete a estudiar y déjame a mí terminar mis informes. Mio se tiene que llevar esto mañana.

La susodicha asintió y se encogió un poco más en el sofá. Ir a conocer las instalaciones un domingo por la mañana no era tan difícil, aunque la habitual distancia de Caleb hubiese estado a punto de congelar el pasillo. Lo que le parecía todo un reto era... hacer algo. Sabía cómo la mirarían por representar a su hermana en los casos menores que le asignaban como abogada de oficio. Seguramente pensarían que estaba allí por enchufe —algo que era cierto—, y que nunca estaría a su altura —lo que también era verdad—. Aiko era el monstruo de lo civil. No tenía un apodo en los juzgados como Marc, al que llamaban «demonio», pero se había relacionado con todos los abogados de renombre de Miami y los graduados en Harvard. Aparte estaba ella, sin experiencia alguna... que a saber si de pronto tendría que tratar con un cliente multimillonario.

«Estás jodida, amiga».

«Gracias, Subconcious, tan cálida como de costumbre».

Observó que Aiko rompía la conexión con Otto y se apoyaba en los informes con cara de sueño.

—¿Me dejas husmear en tu armario para ver qué me pongo mañana? —preguntó, sabiendo de antemano la respuesta.

Esa vez, Aiko la sorprendió con una sonrisa especial.

—¿Y por qué no vamos mejor de compras, y te consigues los modelitos apropiados? Ya no eres una universitaria que puede ir a clase con cualquier cosa, sino una persona que apunta a convertirse en toda una celebridad del mundo legal. Necesitas tu propia ropa, Mio. Aunque seguro que tienes algo elegante en el armario.

—Todo lo que tengo es horrible —protestó—. Por favor, préstame algo. Por lo menos una chaqueta que tape las blusas tan feas que me compré el otro día. Mamá tenía razón, es como si hubieran vomitado sobre ellas.

—A mí me parecen muy divertidas y coloridas. La ropa alegre te sienta bien y te caracteriza, deberías ponértela más a menudo, en lugar de mis grises.

—¿Tú crees? —dudó, mirándose los pies descalzos—. Podría intentarlo, si dices que queda bien...

—No es lo que yo diga, es lo que tú digas —recalcó, poniéndole el dedo índice en el pecho—. Mio, a partir de mañana tienes un trabajo real en el que vas a tomar decisiones. Parecerá una tontería, pero si ya dudas de lo que te vas a poner, es más probable que fracases. Y no puedes fracasar. Debes demostrarle a todo el mundo, especialmente a ti misma, que puedes ser eficaz y eficiente. Confía en ti. Confía en tu ropa, en tu maquillaje, en tu corte de pelo. Y no dejes que nadie te diga que no eres capaz de hacer algo.

—No sabía que tuviera entradas gratis para el live action de En busca de la felicidad —comentó Marc, que acababa de llegar a casa. Aiko se giró con una sonrisa—. «¿Quieres algo? Ve a por ello y punto». ¿Por casualidad no querrá alguien un beso?

Aiko se levantó del sofá como si flotara, mientras él esperaba con aires de cantautor engalanado bajo el marco de la puerta.

Aparte de imponerle respeto por su trayectoria profesional —Marc era el enemigo ancestral del fracaso; había perdido un único juicio, y solo por transferir el caso, por lo que técnicamente no contaba—, aquel tipo causaba mucha curiosidad.

Era condescendiente y chulesco, el malo malísimo de chupa de cuero de las películas que al final acababa llevando jerséis de lana y suplicando clemencia a la protagonista por haberla ignorado delante de sus amigos. Pero también era encantador y educado, pese a tener siempre las réplicas sutilmente mordaces en la punta de la lengua. Podía hacerte llorar sin levantar la voz ni perder la sonrisa. Lo que más le gustaba era su aire de galán de telenovela, con el pelo rubio al viento y la sonrisa estudiada, torcida el grado exacto para desequilibrar a una mujer.

Marc era un amante de los trajes a medida. La clase de hombre que escuchaba a Luis Miguel; de los que sacaban a bailar a una chica bonita al azar por el gusto de regalarle unos cumplidos; de los que regalaban joyas caras y tumbaban a su mujer para besarla en los labios, como en las películas en blanco y negro. De los que nunca se manchaban las manos porque ya sabían derrotar a los malos con su labia asesina.

Aiko no solo estaba con él, sino que había conseguido que se desviviera por ella. Como logró lo mismo con Caleb.

Se fijó en cómo se daban el beso de recibimiento, tan enamorados que Otto se habría cubierto la nariz y habría echado spray matarratas por toda la habitación. Ahí ya no entraban la envidia o los celos. Mio era una fanática del cariño que se profesaban, y aunque no era como si les faltara amor, se alegraba de que su hermana lo hubiese encontrado en alguien de su talla.

—¿Cómo has estado hoy? —preguntó él, quitándose la chaqueta—. ¿Te duele? ¿Estás cansada?

—Muy cansada. Y ahora mismo no me duele. Estaba entretenida con Mio llamando a Otto por Skype.

Mio levantó la mano con timidez para saludar a Marc, que le hizo un gesto de barbilla antes de seguir con su interrogatorio diario. Mio vivía allí desde que regresó de San Diego, dado que sus padres ya no vivían en la ciudad, e iba a quedarse allí hasta que encontrara un piso barato que se adaptara a sus necesidades: tener buenas vistas y bañera. Llevando ya unos cuantos días, se había acostumbrado a ver cómo Marc se preocupaba de manera obsesiva por la salud de Aiko.

No era para menos. Si ella misma no la acosaba, era porque la hacía sentir mal. Desde que era muy pequeña, su hermana mayor se esforzó por fingir que todo estaba bien, que nada le dolía, porque sabía que eso le impediría hacer ciertas cosas, como estudiar y trabajar. Y nada le importó tanto más que labrarse un buen futuro. Sin embargo, sus descuidos y sobreesfuerzos acabaron pasándole factura más de una vez. Le diagnosticaron insuficiencia renal crónica a los once años, cuando se sometió a la primera operación de riñón. De ella surgieron dos grandes y terribles cicatrices que protegió del mundo cambiándose de ropa en baños apestillados, yendo a la playa con bañadores de cuerpo entero y gruesos pareos, y negándose a compartir intimidades con nadie.

Siendo una enfermedad crónica y sin trasplante hasta que llegara al estado crítico, estaba condenada a sufrir dolores continuos que Mio no podía ni imaginarse. En general, no estaba mal. Con medicación y relativo reposo podía superar las jornadas, pero en el último año se empleó tan a fondo en sus casos que sufrió una recaída que podría haberle costado la vida. Mio recordaba aquellos días en el hospital, enchufada a la máquina de diálisis, como los peores de su vida. Los médicos hicieron muy mal trabajo, complicando tanto su situación que su cuerpo se intoxicó a sí mismo por falta de tratamientos. Casi la perdió aquella noche. Todos estuvieron a punto de hacerlo. Mamá y papá, que se reconciliaron —de nuevo— por su situación, Marc, con quien estaba peleada entonces... Y Caleb. Caleb fue el único que nunca, jamás llegó a separarse de ella. No la dejó sola ni un minuto, pasando más de setenta y dos horas despierto para velarla. Fue en esas circunstancias cuando Mio perdió del todo la esperanza de que alguien la quisiera tanto.

Era un pensamiento injusto y humillante, pero... ¿Cuántos se habrían quedado a su lado si los hubiese necesitado? ¿Caleb habría apretado su mano con los ojos llorosos? ¿Su madre habría rezado al dios al que dejó de dedicarle sus oraciones hacía años…?

—Mio, nos vamos a dormir —anunció Aiko, dedicándole una sonrisa desde la escalera—. Cuando termines, apaga el ordenador. Mucha suerte mañana, ya verás que todo el mundo se queda deslumbrado contigo.

Mio agradeció su apoyo devolviéndole el gesto y desvió la vista a Noodles, que seguía durmiendo tranquilamente sobre su tobillo. No tenía ninguna esperanza de pegar ojo, así que puso una película al azar que resultó ser de aquel raro de Woody Allen. Otro director excéntrico al que no entendía y que a Aiko le encantaba. Aunque no era como si estuvieran mirando, ¿no? Podía poner lo que quisiera.

Sonriendo con resignación, tecleó en la página web de películas piratas el título de su imprescindible. En cuestión de minutos, un ogro de dibujos animados se bañaba en barro a ritmo de All Star.2


Las cosas que empezaban por «c» no estaban nada mal, pero las que comenzaban por «i»... Esas jugaban en otra liga. Y si no, que se lo dijeran a las gotas de perfume «Invictus» alojadas en la camisa con la que Mio se acostó esa noche.

En el momento le pareció una idea estupenda, pero a la mañana siguiente sí que pensó en lo patético que era dormir abrazada a una prenda de ropa… O lo que era peor: haber invertido la mitad de sus horas de sueño en esnifar la colonia como una cocainómana después de cobrar la lotería. Mientras duró la fantasía, se sintió como Los Beatles durante su visita a la India, o lo que era lo mismo... Feliz por haber contactado y conectado con las drogas de diseño al primer contacto.

Mio había visto un mundo de colores espectaculares abrazada a la camisa que Caleb le había prestado, y ahora le tocaba pagar las consecuencias. Enfrentarle para pedir disculpas por haber llegado tarde en su primer día.

Había estado tan ocupada fantaseando con aquel pedazo de lino y algodón que cuando consiguió dormir, se le olvidó poner el despertador. Era una suerte que Noodles hubiera nacido con una alarma integrada y haya decidido entonar sus singulares cánticos a las siete exactas. Tenía que estar en su puesto a las siete y media, lo que le dio exactamente diez minutos para vestirse.

Como era natural, se cargó las medias en el proceso de ponérselas —y ni siquiera eran las de su correspondiente día—, y como no tenía tiempo para infiltrarse con sigilo en la habitación de su hermana, tuvo que ponerse algo suyo. Una falda plisada más corta de lo recomendable, y una chaqueta celeste.

¡Una chaqueta celeste! ¿Qué clase de abogada respetable llevaba un accesorio de Polly Pocket? No podía pararse a meditarlo, ni quería responderse con un «pues una abogada de pacotilla, como tú», así que salió volando sin mirarse mucho en el espejo. Con la cara que llevaba, acabaría invocando a Verónica tres veces, para que al final fuese el espíritu el aterrorizado. «Disculpa por despertarte tan pronto, Vero, pero quería saber si podías prestarme una blusa decente». Tal vez, aprovechando su poder como leyenda tétrica, pidiera en su lugar que le arrancase la cabeza y la usara como bola de bolos, porque el reloj indicó las ocho menos diez cuando empujó las puertas de entrada al bufete... Y para entonces más le habría valido estar muerta.

Nada más entrar, una serie de mujeres con cafés en la mano y carpetas en la contraria clavaron sus ojos pintados en ella. Mio estuvo a punto de meter las piernas para dentro, o de saltar mucho sobre la loseta hasta que se la tragara, como aquella lámpara estúpida que no aprendía la lección después de décadas protagonizando la firma de Pixar.

—Tú debes de ser Mio Sandoval —se adelantó una de ellas, subida sobre unos tacones elegantes. Fallo garrafal: necesitaba unos como esos. No podía robarle los zapatos a Aiko, tenía los pies de Michael Jordan—. Soy Julissa Janet Jones; Julie para los demás. Me suelo encargar de casi todos los casos mercantiles.

Julie, Julie, Julie... Le sonaba, y no era solo por ser el nombre de la actriz de Sonrisas y Lágrimas. ¡Claro! Era la mujer que Caleb mencionó... La que merecía el ascenso. El puesto de Aiko.

Glup.

—Encantada, Julie... —Le estrechó la mano con la misma determinación que el pedo de una vieja. «Necesitas practicar tus apretones, Mio»—. Tengo que hablar con C... El señor Leighton, así que si me disculpas...

—Claro, claro.

Mio se separó del grupo de faldas caras con el estado de ánimo de una canción rock emo. No podía dejarse impresionar. Como mucho, podía dejarse reprender por cutre y por tardona. Aunque Cal ya sabía que esas eran sus cualidades definitorias, ¿no?

Tocó a la puerta de su despacho. Se estremeció de pies a cabeza al oír el serio «adelante» que reverberó en el interior. Mio abrió la puerta, y en cuanto lo vio ajustarse las gafas para mirarla, le vino una palabra a la cabeza.

Con «c» de «cañón».

Caleb miró el reloj de reojo.

Con «c» de «cabreadísimo».

—Espero que tengas una buena excusa para justificar tu tardanza.

—He aparecido a la hora que me has dicho, solo que estaba en el baño haciendo... estiramientos. —La osada ceja de Caleb le cerró el pico antes de lo previsto—. Lo siento. No volverá a pasar.

—¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

—Por qué has venido tarde.

«Porque me dejó exhausta el maratón de sexo con tu camisa, la que, por cierto, me he molestado en traerte... Cuando debería haberla tomado como rehén».

El pago por el rescate sería un beso, claro. O un beso y lo que solía seguir.

—Mio, quiero una explicación.

—Porque no sabía qué ponerme —soltó de sopetón—. Y... estaba nerviosa, no he dormido en toda la noche. Tampoco me ha sonado la alarma, ha sido todo horrible... Y encima no he desayunado. Así que no te pongas flamenco conmigo, es tu culpa por hacerme venir tan pronto.

Con «c» de «cagada».

Gran cagada, amiga.

—Si te molestan los horarios, te invito cordialmente a no someterte a ellos y buscar otro trabajo de tu gusto.

—No, no, no, no, no quería decir eso. O sea, sí quería, pero ha sonado fatal. Lo siento, de verdad. No volverá a pasar. Me quedaré haciendo horas extra... Aunque mañana no puedo porque tengo que ir con Aiko a ver su vestido de novia.

Se mordió el labio.

—Siento haberlo mencionado.

—¿Por? Todo el mundo sabe que Aiko se casa —repuso de mal humor. No la miraba: tenía los ojos puestos en el escritorio—. Como sea. No vuelvas a llegar tarde. Te recuerdo que estás en periodo de prueba. Estas dos primeras semanas vas a hacer lo que yo te diga. En tu mesa están todos los informes y declaraciones que quiero que redactes para hoy.

Mio abrió la boca y la cerró varias veces.

Con «c» de «cierra tu bocaza por una vez en tu vida».

¿Era necesario que mencionara lo del vestido? Porque no lo iba a tener en secreto, no lo era, pero recordárselo cuando era innecesario sonaba a recochineo y ella no pretendía hacerle daño. Y saltaba a la vista que estaba muy molesto.

—Vale —aceptó con la boca pequeña. Se quedó en la puerta con la bolsa en la mano y contuvo un suspiro—. Eh...

Caleb soltó el bolígrafo y la miró.

—¿Necesitas algo?

«Un almacén provisto de ejemplares de la colonia que usas. Y un abrazo de bienvenida, o algo así».

No lo dijo, claro. A ojos de Caleb debía mostrar serenidad y fingir que tenía un poco de dignidad.

Cambió el peso de pierna y sonrió.

—¿Qué tal estás? ¿Has dormido bien?

—Sí. Gracias por preguntar.

—Y… ¿Qué haces?

Caleb devolvió los ojos al taco de folios grapados.

—Cosas.

—«¿Cosas nazis?»

Caleb agachó un poco la cabeza para ocultar una sonrisa que a ella no le pasó desapercibida. Sabía que era un fanático de las series estilo Padre de Familia, y que de pequeño repetía en YouTube todas las partes que le hacían gracia. Con once años llegó a memorizar los sketches más divertidos, entre ellos, el de Peter y Hitler.

—«Sí, Peter —respondió, entre cansado y divertido—. Cosas nazis».

Mio no se fue hasta que él sonrió con todos los dientes, concediéndole una especie de perdón que le sirvió como comienzo, y un aliciente para hacer las cosas bien. No quería ser repetitiva, pero aquel hombre fue la inspiración de la «c» de «cosa bonita».

Casi flotó hasta el despacho de Aiko. Caleb no lo sabía, pero había estado en Leighton Abogados varias veces antes de su primera visita. No contaba con el acuario —ni con los cadáveres—: desde la última vez que se dejó caer por allí, habían hecho algunas reformas. Pero en general todo seguía siendo igual. Un lugar amplio y luminoso, con unas magníficas vistas al centro de la ciudad, y con casi todas las oficinas acristaladas. Excepto las de los juniores o asociados, cuyas oficinillas segmentadas recordaban a los cubículos de una empresa de telecomunicaciones. Leighton Abogados era la firma más prestigiosa de Miami, tal vez después de Miranda & Moore, y eso se notaba en el aspecto del lugar y de sus empleados.

Mio no tuvo que pedir indicaciones para encontrar el despacho de su hermana, pero sí para ubicar la máquina de café. No era ninguna apasionada, solo lo tomaba por supervivencia y para aumentar su hiperactividad. Y ese día necesitaba demostrar que podía hacer miles de cosas a la vez.

Doblaba por el primer pasillo que giraba a la puerta del despacho del hermano de Marc, cuando oyó una conversación alta y clara que provenía del baño femenino.

—¿Has visto cómo iba vestida? —reía una mujer de voz profunda—. No sé qué era peor, si la falda, la blusa, los zapatos... O las medias hechas jirones. Entiendo que no tenga tanto dinero como su hermana y no pueda permitirse sus modelitos caros, pero hasta un ciego combinaría mejor los colores.

—Ni que lo digas. Parece mentira que sea hermana de Sandoval, no podrían ser tan distintas ni queriendo. La ropa ya es una seña, pero ¿qué me dices de cómo balbuceaba delante de Julie? Si hubiera sido ella la del ascenso en lugar de esa enchufada, podría haberla dejado por los suelos solo preguntándole por qué llega tarde.

—¡Esa es otra! ¡Qué falta de profesionalidad! —exclamó la víbora inicial—. Aunque supongo que se lo puede permitir. Estando aquí como delegada de Aiko, dudo que le echen una bronca por tomárselo todo a la ligera. Sobre todo con lo metido dentro de sí mismo que está el gerente últimamente... Dudo que pierda tiempo de trabajo para referirse a esa colegiala. ¡Si es que parece una adolescente, una tokyo idol de esas!

—Desde luego llevaba la falda igual de corta. Pero he estado pensándolo, en por qué elegirían a esa chica por encima de Julie... Y creo que podría ser porque Caleb quiere a una mujer parecida a Aiko en su lugar. Ya sabes, que la tiene ahí para que algo le conecte con la Sandoval mayor. Está tan loco por ella que no me extrañaría que hubiese colocado de sustituta a otra china.

China.

Acababa de llamarla china.

¡China! ¡¡CHINA!! ¡Chinas eran las galletas de la suerte, no ella!

—Pero ¿tú la has visto bien? Si fuera un poco mona, se entendería.

—Ya, es verdad que no es la más guapa del bufete. Pero piénsalo...

—Ni hablar. Pongo la mano en el fuego porque Caleb no tocaría a esa mosquita muerta ni con un palo, ya se disfrazara de su hermana o aprendiese a hablar como ella. La clase no es algo que se pueda aprender, es algo con lo que se nace... Aiko lo tiene, y Mía no. Está aquí por pena.

Eso ya era el colmo. Llamándola china y llamándola Mía: las dos cosas que más detestaba en una sola oración. Bueno, tres, porque acababan de compararla con su hermana, y naturalmente salía perdiendo. Eso, a diferencia del cambio de nacionalidad y nombre —malditas serpientes... A ese paso tendría que renovarse el carné de identidad—, le dolía de verdad. Por eso se retiró tan rápido como pudo, escuchando de fondo sus risas pérfidas.

Por favor, ¿esas cosas no se acababan en el colegio?

Negó con la cabeza y clavó la vista en el suelo. Para secarse las manos empapadas de sudor tuvo que cambiar de mano la bolsa que contenía la camisa de Caleb. La camisa de Caleb... Un detalle que le encendió la bombilla y le averió los cortocircuitos. Acabó dando media vuelta y dirigiéndose al baño, con la bolsa apretada contra el pecho y los labios fruncidos.

Se situó justo detrás de ellas y carraspeó, haciendo notar su presencia. Las dos se giraron. Una era pelirroja y otra tenía el pelo oscuro, cortado como un chico.

—Perdonad, ¿alguna de vosotras es la secretaria de Cal? —preguntó, con todo el tacto del que fue capaz. La morena de pelo corto asintió, asumiendo el cargo—. Ah, genial. Te he estado buscando para que le devuelvas esto.

Le acercó la bolsa, casi poniéndosela en las narices. Su confusión, además del insulto a sus medias rotas —por favor, eso era ya una institución—, la animaron a aproximarse con un gracioso contoneo.

—Verás, podría dárselo yo, pero si tengo que interrumpirle todos los días para entregarle una bolsa con la ropa que se dejó anoche en mi habitación, podría acabar siendo sospechoso. Confío en que tú y tu compañera seréis discretas y me guardaréis el secreto. Solo es una camisa que se ha olvidado esta mañana.

«Chica, tus dotes de interpretación son una maravilla».

«A irme con toda la dignidad del mundo me enseñó Norma de Pasión de Gavilanes».

«Pues a ver cuándo reclamas a tu Juan».

Esa era una buena pregunta. Pero por lo pronto se acostaba con él a menudo —aunque fuera delante de esas dos—, no podía quejarse.

Ni las otras podían moverse, por la conmoción en la que estaban.

—¿Te estás acostando con Caleb Leighton? —preguntó la pelirroja, con los ojos redondos.

—Eso no es de tu incumbencia —le soltó. Enseguida se sintió mal por hablarle de esa manera, y carraspeó—. Pero sí. Deberíais probarlo, no lo hace nada mal —añadió desinteresadamente.

Quiso darse un palazo en la frente en cuanto asimiló lo que acababa de decir.

—Ah, no, no, de aquí no te puedes ir sin dar detalles —exigió la morena, cogiéndola del brazo. Mio la miró temiendo que no la hubiese creído—. ¿Cómo? ¿Desde cuándo? Pensábamos que estaba colado por Aiko, y que por eso se pasa ahora todo el día trabajando. No quiere tiempo libre para no pensar en su boda.

Mio estuvo a punto de hacer un puchero.

¿Quién la mandaba meterse en esos percales? ¿Y más cuando estaba sola...?

—Hace tiempo que Cal olvidó a mi hermana. Reconoció a Miranda como un adversario digno en su momento y se retiró. De todos modos, en nuestra relación no importan los sentimientos. Es todo carnal.

La morena sonrió lobuna.

—¡Ay, sobre eso! ¿Cómo es? ¿Es tierno, o lanzado...? Porque así a simple vista parece el típico empolloncito al que solo le preocupa no hacerte daño, pero me lo imagino quitándose las gafas y convirtiéndose en Superman. Dinos, dinos. ¿Cómo lo hace?

«Rápido, Mio. Piensa. ¿Cómo lo hace Caleb?».

«Cómo hace Caleb, ¿el qué?».

«¡Cualquier cosa! Dale al coco y luego lo trasladas al plano sexual».

«Bien... ¿Cómo hace el arroz a la cubana?».

—Se toma su tiempo, porque es algo que le encanta —se oyó decir, tan roja que hacía daño a la vista—. Lo condimenta muy bien, si sabes a lo que me refiero... Le pone de todo, aunque también depende de su estado de ánimo. Cuando está de buen humor... —Mio miró al techo y se mordió el labio, recordando la última vez que cocinó su plato estrella para mamá—. Lo acompaña con distintos sabores.

—¿Usa lubricantes?

—Sí. Lo hace muy caliente, realmente me pone a hervir... Y luego me deja un rato hasta que me relajo y ataca de nuevo.

—¡Es de los que repiten! —palmeó la morena—. ¡Lo sabía! ¿Y qué hace?

—Ah, pues de todo. Un poco de aquello, un poco de lo otro... —mintió.

Caleb hacía arroz a la cubana, tres o cuatro platos mexicanos, y mucho era. El resto del tiempo se aprovechaba del talento culinario de los demás. Eso le dio una idea.

—Aunque yo no me quedo corta, le gusta más que se lo hagan a hacerlo él.

—Pues como todos —bufó la pelirroja.

—Y entre tú y yo... —añadió la otra en voz baja—. ¿Cómo la tiene? Ya sabes...

Mio cometió el error de imaginarlo. Caleb completamente desnudo, en su habitación. De pie. Con las gafas. Esperándola, muy, muy duro... Con una de esas sonrisas de perro malo que le veía poner a Marc.

¿Cómo la tenía? Dios, le daba igual.

Eso debía ser el amor.

—Enorme, y cuando digo enorme... Me refiero a enorme.

—Siguiendo su propia regla, separó los dedos para medir más o menos el tamaño de su pene ficticio—. Por lo menos dieciocho. Muy por encima de la media.

—Eso tampoco es estar muy por encima de la media —se quejó la morena, con el ceño fruncido—. Mi ex era de diecisiete, y no marcaba ninguna gran diferencia respecto a otros. En fin, vaya decepción... Yo me lo imaginaba gigantesco. Tiene un paquete increíble, pero supongo que engaña.

Mio la miró muy indignada.

¿Cómo se atrevía a meterse con el falso miembro de Caleb Leighton?

Le habría dado lo que era bueno por faltarle el respeto a su gran creación, pero las dos se despidieron prometiendo guardar silencio. Eso al principio tranquilizó a Mio, igual que saber que había hecho justicia consigo misma al menos por una vez. Se sentía bien. Poderosa. Y más al sentarse en el sillón de su hermana... Si le hubieran hecho una foto al acomodarse, House of Cards ya no tendría que preocuparse por el póster de la última temporada.

Pero luego le asaltó una duda. ¿Y si no le guardaban el secreto? ¿Y si se lo contaban a Julie...? ¡Dios! ¡Julie salía con Caleb, o por lo menos dormían juntos! ¿Y si había intereses románticos en medio? Bueno, eso era imposible, porque Julie nunca sería como Aiko, el gran amor de su vida... Pero a lo mejor estaba pensando en pedirle salir de verdad, en formalizar su relación, y ella acababa de cagarla inventándose una fantasía en la que Caleb le daba hasta en el carnet de identidad. Ese en el que, por lo visto, estaba escrito que era china.

Se empezó a poner tan nerviosa que no había pañuelos suficientes para secar el sudor de sus palmas. ¿Qué podía hacer? ¿Ir y contárselo? No, no, no, de eso nada. Qué maldita vergüenza... Encima estaba en periodo de pruebas. La mandaría a casa antes de que pudiera llegar contarle cómo había definido su entrepierna. Aunque no es que fuese la mejor parte. Por lo visto, dieciocho no era para tanto.

—Mio.

La humilde servidora dio un respingo sobre su asiento que por poco la tiró atrás. Caleb acababa de entrar en el despacho con una carpeta a cuestas, perfecto e impoluto con su camisa un botón desabrochada y su americana desenfadada. Entre la enajenación por lo bien que le sentaba todo y la preocupación por lo que pudiera suceder, se preguntó si se habría sentido decepcionado al empujar la puerta y no ver a Aiko, sino a ella.

La chica que nació sin clase y no la podía copiar, en palabras de otros.

—Necesito que vayas enviándome los infor...

Caleb entornó los ojos sobre el trabajo que no había hecho.

—¿No has empezado?

«Perdona, estaba ocupada respondiendo preguntas sobre si te va el anal. Por cierto, ¿te va?»

—N-no. Lo siento, e-es que... Yo... V-verás...

Caleb la cortó apoyando una mano muy cerca de donde descansaba la suya. Rozó su dedo meñique sin querer, enviando una onda eléctrica desde la yema hasta el resto de su cuerpo. Solo se había inclinado hacia delante, y ya olía su perfume, percibía la mezcla de su aliento con el aire... Y sus ojos. Sus ojos sobre ella, mirándola con comprensión.

—Mio, puedes hacerlo. Solo tienes que concentrarte y recordar lo que has aprendido en la universidad. Ya has hecho esto antes durante las prácticas, no hay truco. Y si tienes dudas, puedes preguntar a Jesse.

»Los necesito para esta tarde. Sé que cumplirás el horario, pero cuanto antes empieces, mejor.

Dios... Y ahora, justo ahora, cuando debía estar cabreado, sacaba su lado tierno y empático. ¿Por qué todo le tenía que salir mal? Para ser china, tenía muy pocas galletas y muy poca suerte.

Pero se forzó a sonreír un poco.

—Gracias. Lo tendré listo lo antes posible, lo prometo.

Caleb asintió y se dio la vuelta. Por un lado, se sintió aliviada. Necesitaba a ese fanático del arroz blanco con tomate bien lejos de ella para no culparse de algo que había hecho mal. Pero por otro, le dolió que no aprovechara para preguntarle cómo estaba, o si necesitaba ayuda...

«Mio, querida, ya no eres una cría de párvulos que se agobia si se sale de los círculos al colorear».

Ciertamente no, no lo era, pero... Con Aiko siempre tenía algunas palabras.

«Céntrate». Sí, eso. Debía concentrarse, con «c». Y no mirarle el culo, también con «c». Ni cometer suicidio, por no perder la bonita costumbre de comenzar las frases con la tercera letra del abecedario.

Mio suspiró e intentó enfocarse en lo que tocaba. Que no era el hambre que tenía, por cierto.

Si hubiera sabido que mentir daba antojos...

2 Shrek.

Desvestir al ángel

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