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Mayores de dieciocho
Caleb necesitaba paz para trabajar. No, no solo para trabajar, sino para alcanzar la perfección en su trabajo. Y con paz se entendía no tener que escuchar el rock manido que Jesse ponía en sus tiempos libres, gracias a la estrechez de las paredes. Si tuviera dinero que malgastar o tiempo que perder, se ocuparía de levantar un muro de cemento para escapar de la sordera de su amigo.
Pero eso no era todo. Estaba alerta por si Mio seguía teniendo la costumbre de entrar en habitaciones ajenas —o en ese caso, despachos— sin llamar. Había demostrado que sabía llamar a la puerta, cosa que no hacía cuando eran niños y les cortaba el rollo a Aiko y a él. Era un paso. Pero por si acaso, echaba vistazos rápidos. No quería que le pillara con la guardia baja.
Y después estaba, para colmo, la insistencia de Aiko en que le echara un ojo a los distintos diseños que había fichado para su vestido de novia. No era tan tonto como para pensar que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. O más bien, ella no era tan tonta como para negar lo evidente. Pero sabía que lo hacía por el bien de todos, que su móvil estaba ardiendo a causa de su voluminosa entrega de capturas de pantalla para ayudarle a superar lo que estaba por venir.
—¿Cuál te gusta más? —le preguntaba, al otro lado de la línea. Había repetido la misma pregunta alrededor de diez veces, solo que en distintas materias: flores, hoteles, destinos de luna de miel... Tanta insistencia había provocado que acabase por poner el manos libres—. Ni siquiera les has echado un vistazo a los modelos, ¿verdad? Igual que has pasado del diseño de las invitaciones.
—Me parece bastante estúpido e irónico que vengas a preguntarme a mí qué veo más apropiado para tu boda. ¿Por qué no recurres a tu novio? ¿O es que tiene demasiado glamour para patearse la ciudad yendo a ver a un par de organizadores de eventos?
Aiko suspiró.
—Veo que no te pillo en un buen día.
—No sé lo que son buenos días. Quiero trabajar y nadie me deja tranquilo. Por Dios, Kiko, esta tarde te voy a acompañar a comprar ese vestido de novia. ¿No puedes esperar? Ya te prestaré atención luego.
—Pero quiero echarle un ojo a lo que tiene la tienda antes de aparecer por allí. Me preguntarán si voy con alguna idea, y... Lo siento, Cal. Es que estoy tan aburrida aquí todo el día... Marc no vuelve de trabajar hasta bien entrada la noche, no tengo perro al que pasear o con el que jugar, no puedo hacer ejercicio y ya he terminado todo el trabajo pendiente. Me siento como la estúpida mujer florero, necesito una distracción. A este paso acabaré buscándome un amante.
Caleb se rio sin ganas.
—¿Y lo más apropiado para divertirte es llamarme a mí en horario de trabajo?
—Pensé en molestar a Mio, pero no quiero entretenerla. Seguro que tiene muchas cosas que hacer.
—Por lo que se ve, yo no las tengo, por eso has decidido entretenerme a mí.
—Qué gruñón eres cuando quieres. Y sí, te entretengo a ti porque te lo puedes permitir. Con todas las horas que echas en el despacho, ya habrás acabado con cada una de las demandas del Estado de Florida. ¿Qué planeas, dejar a la competencia sin trabajo? Porque sé que planeas algo, Cal. Te conozco.
Caleb cerró una de las carpetas con la que acababa de terminar, y se estiró para alcanzar otra. Todo con una sonrisa que habría revelado la verdad a Aiko si la hubiera visto.
Claro que planeaba algo. No, «algo» no... Planeaba el caso más importante de su vida, y Aiko no podía meter sus narices hasta que no lo tuviera todo preparado. Le diría que estaba loco y lo forzaría a abandonar. De hecho, ya sabía a qué argumentos recurriría. «Sí, Cal,
eres muy buen abogado... De los mejores que conozco. Pero eso es porque sabes poner distancia entre los clientes y tú; no dejas que te afecten sus sentimientos. Ahora... Lo que quieres hacer te toca de manera directa. Es algo que podría hundirte».
—Te estoy oyendo pensar. Y te estoy viendo sonreír como el capullo introvertido que eres.
—Serás la primera en saberlo cuando esté listo para salir. Pero ahora me quedan algunas cosas que preparar.
—¿Mio te está ayudando con el que quiera que sea tu plan?
—Claro que no.
—Has sonado como si te aterrase la idea. ¿Es que ha hecho algo malo? Sé sincero, por favor. ¿Cómo se está desenvolviendo?
¿Que cómo se desenvolvía...? Pues por lo pronto, se había puesto una falda a la que podría acusar de estrangulamiento y provocación, y dado que cuando se ponía nerviosa se le subían los colores y nunca lo estuvo tanto, había tropezado con una cara de recién follada que le había sacudido el pantalón. Bueno, la que él suponía que sería su cara de recién follada. Ruborizada, un poco despeinada, y con los labios rojizos de tanto mordérselos...
—Al final de la tarde te haré un informe detallado de sus progresos. Pero no tienes por qué llamarme como una madre preocupada. Tiene una edad, Aiko. Y no, no ha trabajado antes, pero eso no significa que haya que sobreprotegerla. Sabes que cuidaré de ella si es necesario. Por lo pronto, no lo es.
—¿La cuidarás? ¿Vas a romper tu promesa del año pasado, esa de dejar de andar detrás de ella?
—Nunca he ido detrás de ella si no necesitaba que alguien lo hiciese —repuso, molesto—. Y no, no voy a romper ninguna promesa. Solo la cubriré si arma un escándalo para que no se le tiren encima. Hay muchas hienas por aquí, muy competitivas, ya lo sabes. Puedo salvarla de ellas, pero no de sí misma.
—Me dejas más tranquila. Gracias.
—Ni se dan. ¿Cómo te encuentras hoy?
—Ajá, así que ahora me sacas conversación... ¿No decías que debería llamar a mi novio, o algo así?
—Deberías. Poner un anillo en el dedo de alguien significa aguantarle haga lo que haga. Y deberías aprovechar que estás infiltrada en la competencia para sabotearlo con toques cariñosos que bloqueen el flujo de llamadas a su bufete.
Aiko bufó.
—Tú eres la verdadera hiena aquí.
Caleb aulló al teléfono, burlón. Sonó más como un lobo, porque no sabía qué clase de ruido hacían las hienas, pero lo importante fue que Aiko captó la indirecta y le dejó seguir sumergiéndose en los documentos que llevaba semanas examinando.
Era consciente de que, si el tema no le tocara de cerca, habría acabado hacía mucho tiempo. Pero necesitaba que todo fuera perfecto. Más que de costumbre. Y para eso necesitaba un café solo, que estuvo a punto de convertir en un café acompañado cuando se cruzó a la atolondrada revolución de ojos rasgados, meneando la faldita con resultados similares a los del vaivén de un tornado.
Caleb no socializaba con sus compañeros. No era por ser elitista, que igualmente lo era un poco; solo le interesaba entablar una verdadera relación con los socios, los que partían el bacalao en la zona. Y poco tenía que ver con su preferencia hacia la gente inteligente y capaz. Tenía que ver con su introversión, su timidez, su nulo talento expresivo. Sabía que siendo el gerente nadie le llevaría la contraria ni le harían un desaire: ese era otro motivo por el que no se acercaba a nadie. No quería lameculos, como tampoco necesitaba amigos mientras tuviera a Aiko, así que estaba bien.
Esto significa que no se preocupaba de fijarse en los demás, pero aquel día fue un poco distinto. Empezando porque a Mio le sudaban mucho las manos, señal de que había vuelto a portarse mal, y siguiendo porque los juniores y secretarias no paraban de mirarlo de reojo, como si hubieran descubierto algo tórrido sobre él.
Debían ser imaginaciones suyas. Se había pasado la noche desvelado —otra vez—, y la falta de sueño le solía producir alucinaciones de vez en cuando. Fuera cual fuera la razón, le molestaba. Huyó de la incomodidad de estar siendo sometido a un escrutinio incomprensible y se retiró a su despacho.
Pasó el resto de la mañana tan ocupado con sus investigaciones que apenas tuvo tiempo para recordar que la tentación vivía —temporalmente, y no en el sentido literal— al lado. No quería ni pensar en la tarde que le esperaba acompañando a Aiko y a su hermana —porque Mio estaba obligada a ir como madrina— a por un vestido de novia. Despreciaba las bodas. Le traían muy malos recuerdos.
Cuando el reloj marcaba casi la hora de irse, la puerta se abrió de golpe. Caleb observó que Mio se colaba en el despacho con la respiración descontrolada, y echaba el pestillo para enfrentarlo casi asustada. Fue a preguntarle a qué se debía, pero ella lo interrumpió.
—Tengo que darte una mala noticia.
Las malas noticias de Mio variaban entre ponerse los calcetines del jueves un viernes cualquiera y haberse perdido el maratón de la última telenovela que estaba viendo, por eso no se preocupó.
—¿Los Lakers han perdido? —bromeó. Se puso de pie y rodeó la mesa muy despacio, arrepintiéndose de cada paso. Estar cerca de Mio era otra forma de tortura, pero la carne era débil—. ¿Qué es, pecosa?
Mio lo miró con los ojos llenos de arrepentimiento, como cuando rompió el mando de la PlayStation para el que Cal llevaba ahorrando una eternidad, o como cuando tuvo que reconocer haberse comido los cereales que Aiko I compraba para los días que él pasaba en su casa.
—¿Mio?
—Tienes que prometerme que no te vas a enfadar.
—No puedo predecir el futuro.
—Porfi —suplicó, haciendo una mueca—. Necesito tu juramento de abogado. Pon la mano sobre la Constitución, o lo que sea importante para ti.
Si lo que buscaba era un elemento sagrado al que no se le ocurriría traicionar, tendría todo el derecho a plantarle la mano en el culo y rezar un Padrenuestro.
«Céntrate, zorro», le dijo el diablo de su hombro, que tenía el aspecto de Jesse.
—No me enfadaré, palabrita de Boy Scout.
Mio se tranquilizó, aunque no lo suficiente. Examinó cada rincón del despacho, respirando como si fuera a hacer salto de trampolín y le dieran miedo las alturas.
—Verás, yo... Estaba yendo esta mañana al despacho de Aiko, justo al salir del tuyo... Bueno, iba por un café para terminar tus informes, y... Y llevaba tu camisa en la mano. O sea, la bolsa con la camisa. No sé dónde iba, ya no me acuerdo, pero pasaba por el baño y oí que dos mujeres hablaban de una tal Mía. Que no es... No es por ser egocéntrica, pero a no ser que haya una Mía por aquí relativamente nueva, con ropa patética y con una hermana llamada Aiko... Jo, eso sí que sería gracioso, descubrir que tengo otra hermana. Una gemela...
—Mio, ve al grano.
—Sí, sí, sí...
Se retorció las manos en el regazo.
—Pues que estaban hablando y decían algo sobre enchufes. En el sentido figurado, nada de instalaciones eléctricas... Se referían a mí, y, eh... Sé que esto es una tontería, debería darme igual lo que digan, pero entonces dijeron que era china y sabes que eso a las Sandoval no nos gusta nada de nada. Y también mencionaron que...
Tragó saliva y lo miró directamente, tan histérica que contagiaba la sudoración.
—Dijeron que tú nunca me tendrías aquí por interés propio y que era demasiado fea para que te interesara, y yo llevaba tu camisa encima…
—Me he perdido. ¿Dijeron que eras demasiado fea para el puesto?
—No, para el puesto no, sino para ti. Así que…
—Así que, ¿qué?
—Les mentí. Conté que nos acostamos juntos una vez. —Pausa arrepentida—. Estoy mintiendo otra vez. Una vez no, sino muchas. Como que... Te quedas a dormir conmigo casi todos los días. Y... Cuando solté la mentira, ellas me agarraron y les tuve que dar detalles. Me preguntaron un montón de cosas al respecto y no me pude callar.
Viendo que Caleb cerraba los ojos un segundo para asimilar la información, selló los labios. Primero tuvo que deshacerse de la imagen mental de él durmiendo en la cama de Mio. Después... En fin.
Después empezó el drama.
—A ver si he entendido bien. La gente que trabaja en el bufete cree que tenemos una especie de relación sexual porque querías demostrar que me pareces atractiva.
—También creen que eres muy activo en la cama, y que tienes...
—Bajó la vista a su entrepierna—, un buen arsenal.
Caleb se quedó ojiplático. Sintió la cara arder, no sabía si de vergüenza, de rabia o porque Mio se humedecía los labios examinando su paquete.
Al hacer la gran pregunta, procuró deletrear cada palabra.
—¿Has hablado del tamaño de mi polla con personas de la firma?
Asintió con firmeza.
—¡Pero les dije que era grande! A ver, yo dije en mi inocencia que era grande. Ellas respondieron que dieciocho no era para tanto. Y si eso no es para tanto, ¿qué es grande? —balbució, contrariada—. A mí me parece una medida razonable, tampoco hace falta ser Rasputín.
Caleb se dio la vuelta y caminó hasta el escritorio para que Mio no viera cómo se esforzaba por no descojonarse allí mismo.
Durante un buen rato, ella estuvo defendiendo su tesis acerca de lo que consideraba el tamaño medio oficial de trabucos. La dejó a su aire, intentando mantener el control. Se decepcionaría muchísimo si llegara a soltar una carcajada.
Al final la pudo encarar de nuevo, serio. Tal y como merecían las circunstancias.
—Dime exactamente qué has dicho, palabra por palabra. Necesito saber a qué me enfrento.
—No dije nada malo —se defendió, con los ojos llorosos—. Pensé en cómo haces arroz a la cubana y me inventé una historia. Se supone que te gustan los lubricantes con sabor y que... Que te va todo, que no le haces ascos a ninguna... práctica sexual.
Qué coño, ¿acababa de decir del arroz a la cubana? Caleb estuvo a una maldita inspiración de echarse a llorar de la risa delante de una criatura que se esforzaba por no deshacerse en lágrimas. Una parte de él se sintió injusta y quiso pedirle disculpas, como si tuviera la culpa de que fuera magnífica inventando historias, pero otra...
Frunció el ceño y se acercó a ella, crispado.
—¿Te crees muy graciosa? ¿Tienes idea de lo que cuesta hacerte respetar, de lo difícil que es separar tu vida privada del trabajo y que nadie te conozca más allá de lo que haces en horario laboral? Me he partido la crisma llevando la discreción a otro nivel para que ninguno de mis compañeros supiera nada de mí que yo no quisiera, y ahora llegas tú y te inventas una historia de la nada. ¿Para qué? ¿Para que crean que estás aquí para alegrarme las vistas? ¿Para que te tomen menos en serio y se piensen que eres la amante del jefe? ¿Qué puñetas hay en tu cabeza, Mio? ¿A quién beneficia esto?
Mio se mordió el labio para contener el puchero.
—Es mejor que piensen que soy la amante del jefe que la patética hermana menor de la otra jefa. Por lo menos estaría aquí por méritos propios. Que, vale, no tendrían que ver con el derecho, pero evitaría que pensaran que me han dado el despacho de Aiko por pena.
—¿Estás de broma? ¿Prefieres que piensen que te lo han dado por ponerte de rodillas?
—Dijiste que no te ibas a enfadar —le reprochó.
—Y no estoy enfadado.
Era verdad, no lo estaba. Le faltaba muy poco para morirse de la risa, y tenía que echarla de allí antes de que eso sucediera o le estaría dando carta blanca para hacer con su reputación lo que quisiera.
—Estoy furioso.
—Tu juramento incluía sinónimos. No podías estar enfadadofuriosocabreadomolesto.
—No puse mi firma en ninguna parte, y esto no va sobre mi reacción, sino sobre lo que has liado en tu maldito primer día trabajo. ¿No has pensado en la imagen que estás dando de mí? —espetó, irritado. Mio pegó la pared a la puerta, mirándolo espantada. «No cedas»—. El lema principal de esta firma es el trabajo duro, que es lo que conduce a la recompensa. Demostrar talento y responsabilidad, no ser la hermana o «follamiga» de nadie. Bastante me he jodido a mí mismo metiéndote aquí siendo quien eres, dando a entender que soy persona de favoritismos, para que ahora piensen que mezclo trabajo con placer.
Mio apretó los labios.
—Pero es que sí lo haces. Metes la polla donde tienes la olla. Sé que te acuestas con Julie, y es abogada aquí… Así que no me eches una bronca sobre principios o bufetes porque aquí tu verdadero problema es que es a mí a quien te tiras en el mundo ficticio. A lo mejor, si hubiese sigo Aiko tu amigovia de cara al público, estarías dando palmas.
Aquello le sacó de quicio.
—¿De qué coño estás hablando?
—De que estás mosqueado porque te avergüenza que el mundo crea que te tiras a la hermana fea.
Caleb se rio de pura incredulidad. Tenía la polla como el canto de una piedra por la raja de su falda y se atrevía a decir que era la hermana fea.
—No hay ninguna hermana fea. Y créeme, no tendría problema en que el mundo entero supiera que follo contigo si me hiciese ilusión que se me conociera por mi falta de profesionalidad.
Observó que cambiaba de expresión de golpe. Le devolvió la mirada con las mejillas algo más coloradas, como si acabara de hacerle un cumplido.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que vaya a desmentirlo y quede fatal delante de tu secretaria? Ella también sabe que te acuestas con Julie. Afróntalo, Cal. Todo el mundo lo sabe todo.
—Incluso lo que no ha pasado, por lo visto —ironizó, irritado y también complacido por la presentación de sus garras—. La diferencia es que me haya acostado con Julie o no, no le he dado ningún privilegio en el bufete.
»No te debo ninguna explicación acerca de con quién ando, pero Julie fue cosa de una vez estando borrachos, y te aseguro que ella no ha ido difundiendo mis medidas por ahí. Encima, medidas erróneas —apostilló, sin poder resistirse.
Mio abrió los ojos con curiosidad, y Caleb supo que se quedaría con la parte del discurso que le interesaba.
Su cuerpo se calentó solo de pensar a dónde viraría la discusión.
—¿Menos de dieciocho? —preguntó en voz baja. Caleb abrió la boca para soltarle que no pensaba responder a eso, pero el instinto le traicionó haciéndole apoyar una mano sobre su hombro. Ella la miró de reojo con el pecho alzado—. ¿M-más?
Le costó mantener la sonrisa a raya, defraudando a su autocontrol, permitiendo que le sesgara un lado de la mejilla.
—Te has quedado un poco corta —confirmó en tono íntimo. Se fijó en su forma de tragar saliva; en cómo sus ojos se aclararon, tirando al castaño claro—. Y nunca he comprado lubricante. No lo suelen necesitar conmigo.
—¿No? —jadeó con voz estrangulada.
Caleb negó, muy pendiente de la sensual tensión que la cohibía. Pensó que no sería excederse jugar un poco con ella, que podría servir como castigo. Pero en realidad le daba igual lo que pensaran, y no quería usar excusas para tocarla.
Se columpió hacia delante y la admiró de arriba abajo. El celeste le quedaba bien, igual que la falda, aun estando arrugada. Los rotos de las medias le hacían querer meter los dedos allí para terminar de hacer el trabajo. La blusa intuía un escote que él ya se tenía estudiado. Mio no era de grandes pechos, pero Caleb tampoco era un adepto de las tetas, y aun y con eso le parecían perfectas.
Años y años sin mirarla directamente ni acercarse por si cometía un error, y ahí estaba él, saltándose sus normas para provocarla un poco. Y qué efecto tan sublime tuvo... Oía a Mio respirar con dificultad, la veía estirar y encoger los dedos de las manos. Sabía que le gustaba, ella demostraba estar muy pendiente de él, y su reacción al estar solos era reveladora.
Ah... Pero eso no era suficiente. Era un inconformista.
No le costaba trasladar su pequeña mentira a la imaginación y plantear esas noches de sexo que ella había descrito. Y definitivamente no le molestaba la historieta. Al contrario. Le complacía tanto que cargaba una semierección. Mio había pensado, aunque fuera por un segundo, en estar con él. Y por primera vez no lo hizo para parecerse a Aiko, o para demostrar que podía ser Aiko, sino para reivindicar su propia valía. Aunque le molestaba que tuviera que dársela incluyéndole en su vida sexual, no podía pensar en eso entonces.
En su cabeza solo estaban Mio y él, follando.
—¿Algo más que deba temer? —preguntó, mirándola a los ojos.
Si se inclinaba un poco más, la estaría besando. Por fin. Sonaba Jarabe de Palo de fondo: «por un beso de la flaca daría lo que fuera». Mio no era cuarenta kilos de salsa, pero sí cuarenta y cinco de inocente provocación.
—N-no. Solo añadí que te gustaba más que te complaciera a complacerme tú a mí, y por eso yo... Tomaba las riendas.
Solo un beso. Quería un beso suyo. Uno y se olvidaría, uno y dejaría de pensar en ella de aquel modo tan enfermizo. Sus labios suaves y tiernos. Su boca esponjosa. Su lengua resbaladiza enredada con la suya. Sus cuerpos apretados, rígidos, ansiosos. Tenía que besarla al menos una vez en la vida, solo para saber cómo se sentía cumplir un sueño.
Pero no podía. Ese no era el momento. No le robaría un beso cutre en su despacho, habiendo decenas de personas en los pasillos contiguos. Había riesgo de que los interrumpiesen, y mataría con sus propias manos al desgraciado que lo hiciera, yendo gustosamente a la cárcel después.
—¿Y es verdad? ¿Te gustaría tomar las riendas?
Mio lo miró a la cara sin miedo.
—No me importaría.
Caleb estuvo a punto de cerrar los ojos para saborear su tono seductor. No lo hacía adrede, no era ninguna seductora, y eso solo le daba más poder.
Chasqueó la lengua.
—Otro hueco en tu historia. Me gusta mucho más dar que recibir. Y no dejaría tomar las riendas a nadie. Soy demasiado... perfeccionista —explicó en voz baja—. Cuando quiero algo bien hecho, lo hago yo mismo.
—Puedo aceptarlo. O sea, quiero decir... Podría aceptarlo en mi... realidad paralela y utópica que nunca se va a cumplir.
—Utópica, claro.
—Porque solo era una mentira tonta, no es como si se fuera a cumplir ni nada...
Caleb se separó escondiendo una sonrisa. Claro que se iba a cumplir. Él nunca dejaba un negocio a medio cerrar, y sabía muy bien lo que esperaba de Mio. Llevaba años, casi dos décadas, esperando el momento para lanzarse al vacío. Tal y como funcionaban las acciones, dejaba correr el tiempo para que su valor bursátil aumentase, y así comprarlas cuando llegaran a su máximo beneficio en el mercado. Mio iba a ser la inversión de su vida, y eso tomaba un riesgo. Un riesgo que no correría hasta que los porcentajes de éxito no se disparasen. Había progresos; Mio cada vez mostraba más interés en él… Pero no sentía que ella estuviera preparada para darle todo lo que quería y necesitaba.
Eso no quitaba que no fuera a cumplirse. Lo había imaginado tantas veces que prácticamente era un hecho. Ya incluso parecía que la había tocado.
Un día lo haría de verdad. La besaría por fin, y todo sería malditamente perfecto.
—Como sea, ya son las cuatro —anunció, fingiendo arreglarse los puños de la camisa—. Aiko estará esperando en la tienda de novias, y sabes que no soporta la impuntualidad. Coge tus cosas, y procura no inventarte ninguna historia sórdida por el camino —añadió, haciéndola enrojecer antes de dar un portazo.
Podría haber sido peor. Podría haber dicho por ahí que era el amante de Aiko, o que estaba enamorado de Julie. De todas las posibles mentiras —y Caleb solía odiarlas todas—, aquella semipiadosa y escupida sin pensar a modo de defensa, era la única a la que le gustaría dar su toque de verdad.
Lo pensaba, y le regocijaba que lo empezaran a mirar sabiendo que tenía a Mio desnuda para él. Si no lo envidiaban antes —aunque no era algo que fuese buscando—, lo envidiarían a partir de entonces.
Hasta él se envidiaba a sí mismo.
En cuestiones personales —porque tratándose de profesionalidad, destacaba como la que más—, Aiko Sandoval tenía la misma capacidad resolutiva que un ladrillo. Caleb llevaba siendo cómplice de su falta de decisión desde que tenía once años, y por eso sabía a lo que se enfrentaba cuando entraba en la tienda de novias. Había vaciado la vejiga
y preparado un macuto con lecturas y Aquarius para entretenerse mientras transcurrían las setenta y dos horas que pasaría encerrado entre aquellas cuatro paredes, presenciando la asombrosa transformación de mujer a bestia sedienta de sangre que sufriría su amiga al no encontrar nada de su gusto. Así era ella, y había que quererla pese a todo.
—¿Qué tal tu primer día? —preguntó Aiko nada más se encontraron con ella.
Caleb casi respondió. También era su primer día.
Su primer día sufriendo el síndrome de la falda infernal.
—Lo ha hecho muy bien. Ha demostrado ser muy imaginativa y sociable.
Mio lo fulminó con la mirada. Ya hacía falta tener poca vergüenza para abrazarse a su hermana mayor como un koala y esperar de su parte que guardara silencio. Podía hacerlo. Caleb había inventado la institución del pico cerrado. Pero estaban hablando de Aiko, y a Aiko no se le ocultaba nada. Era imposible. Siempre se enteraba de todo, la muy bandida, así que acabaría descubriendo que, en apariencia, se estaba tirando a la Sandoval menor.
Caleb suspiró y echó un vistazo alrededor. No iba a dárselas de antihéroe y enemigo del romanticismo; sabía que existía el amor, le conmovían sus manifestaciones y él mismo lo sentía, pero estar rodeado de vestidos de novia y mujeres deseosas de probárselos era demasiado. Asistió a una sola boda en toda su vida, y recordarla era tan doloroso que le dejaba exhausto.
—Ya estamos todos, Florencia —anunció Aiko, después del interrogatorio en el que había incluido un «¿te lo has pasado bien?», como si Mio tuviera diez años. Dios, cómo le reventaba que la tratasen como a una cría—. Podemos empezar a buscar.
Caleb hizo ademán de escabullirse y hacerse bolita en un sillón lejano, pero Aiko lo retuvo con el brazo.
—Tú no vas a ninguna parte. Te gusta lo mismo que a Marc, así que tu opinión es la más importante aquí.
¿Era necesario que se lo recordara con tan poco tacto? Ella se dio cuenta enseguida y puso cara de arrepentimiento. Caleb tuvo que disculparla. Tampoco iban a actuar eternamente como si no hubiera pasado nada entre ellos, ¿no? Mejor acostumbrarse a lo que ya fue
y procurar normalizarlo hasta que dejara de escocer.
—No has sido de ayuda, así que he tenido que elegir cinco vestidos en lugar de los tres que pensé inicialmente.
—Genial, así acabaremos antes.
—¿Quién dice eso? A lo mejor me pruebo cada uno de los tres unas veinte veces —replicó con malicia—. Mio, ¿por qué no te das una vuelta por la tienda y echas un vistazo a los vestidos de dama de honor? Algo que creas que pueda gustarle a Otto y quedaros bien a ambas.
Mio asintió con las mismas ganas de probarse ropa que de hacerse el harakiri. Caleb lo veía en su cara. Estaba cansada después del día, y no era para menos. Le había dado tiempo a reinventar la vida sexual de ambos y a terminar los informes, que esperaba recibir como mínimo dos días después. Pero obedeció, como siempre que la orden venía de su hermana mayor.
Aiko le hizo una señal para que entrara al probador, donde habían colgado una serie de vestidos. Aquel sitio era tan grande como todo su salón, y no le extrañaba. Estaban en la mejor tienda de novias de Miami, a la que a veces acudían modistas y sastres de renombre para hacer trajes a medida.
—A tu novio no le importa gastarse el sueldo en un vestido que no vas a volver a ponerte, parece —comentó a mala idea. Se cruzó de brazos—. Bueno, tal vez sí que te lo pusieras otra vez, para otra boda. Con otro hombre. No puedo esperar a que llegue ese momento.
Aiko le dio una palmadita más fuerte de lo normal en el hombro.
—Ay, querido, qué haría yo sin ti —comentó con una sonrisa muy forzada—. Bájame la cremallera, haz el favor.
Caleb obedeció sin mucha emoción. Estaba delante de una de las mujeres más guapas que conocía, canónicamente hablando, y era muy consciente de ello. Cintura estrecha, culo perfecto, tetas proporcionadas y melena de revista. Aiko podría hacer un desnudo en Vogue y ridiculizar a las top models del momento. Él lo sabía bien porque la había visto desnuda más veces de las que podía recordar. Quizá por eso se podía decir que había nacido vacunado contra el interés sexual hacia ella. Ambos se aprovechaban de esto para no separarse ni para ir al baño.
—¿Te has quitado a Mio del medio por algo en especial? ¿O querías quedarte a solas conmigo, mi amor?
Aiko se rio y terminó de bajarse el pantalón, quedándose en ropa interior.
—Sí. Quiero hablar contigo, porque me ha dicho Marc que te llamó ayer y no se lo cogiste.
—No me digas que fue a trabajar con ojeras de haberse pasado toda la noche llorando por mí —se burló, apoyando el hombro en la pared—. Dile que, para el mal de amores, el Jägermeister va muy bien.
—Caleb, deja de comportarte como un estúpido y un envidioso
—le espetó, poniendo los brazos en jarras—. Si me quieres tanto como afirmas, debes madurar y reconciliarte con él. Y te recuerdo que tú y yo tenemos una charla pendiente al respecto. Una que no dejas de esquivar.
—Kiko, ya soy uno de los padrinos de tu boda y voy a tu casa a almorzar sabiendo que está él. Hago todo lo que puedo. No me exijas más. Ese tipo no va a ser mi amigo nunca.
—Es porque no le das ninguna oportunidad. Cal, te conozco. Sé que no le echas la cruz a cualquiera, y ni mucho menos solo porque cometiera un error.
—La mierda que te hizo no me parece ningún error. No quiero ser un aguafiestas y soltarte esto a poco tiempo de la boda, y menos cuando te lo he repetido mil veces, pero no es bueno para ti. Es un cabronazo, y no vas a hacer que cambie de opinión.
—¿Quién está hablando aquí? ¿Tú, o tu orgullo herido? No lo puedes odiar de esa manera por haber manejado mal una relación que no te incluye. Y menos cuando solo se equivocó al principio.
—No es solo eso. Sabes que es mi archienemigo mucho antes de que coincidierais. ¿O se te olvida por qué siempre dices que «me gusta lo mismo que a él? El muy cabrón me ha levantado a todas las tías cuando estábamos juntos en el bufete, y me ha destrozado en los juzgados… Por no mencionar que se acostó con la única mujer con la que me atreví a tener algo serio. No voy a sentarme a comer en su mesa y brindar por nuestra amistad cuando aún me acuerdo de su cara cuando los pillé.
Por fin lo había soltado. Toda la verdad sobre Marc Miranda, que destrozaba a Casanova en conquistas y dejaba en paños menores al más malo de los malos cuando se lo proponía. La reacción de Aiko no fue la esperada. Pensaba que conseguiría disuadirla de seguir adelante confesando la gran penuria de su vida, pero no. Ella solo lo miró sorprendida.
—Así que es eso. Lo odias porque fue el que se acostó con Diane, no solo porque sea mejor que tú en el trabajo —murmuró, con tono de haber descubierto la pólvora. Con pólvora le gustaría a él hacer volar a su novio—. ¿Por qué no me lo dijiste desde el primer momento? No me digas que es porque no querías hacerme daño. Lo que hiciste en los meses posteriores y sigues empeñándote en hacer después no es mucho mejor. Tus pullitas me han estado cansando.
Caleb relajó los hombros de un suspiro.
—Lo siento —dijo de corazón—. Al principio no quería condicionar tu opinión sobre él, y el shock no me dejó reaccionar. Cuando lo asimilé... Me puse un poco gilipollas, lo admito.
Puso los ojos en blanco al comprender el significado de su ceja alzada.
—Vale, me puse muy gilipollas. Pero tú también tienes lo tuyo. Te tuvo que gustar el peor, el más inconveniente. Ya sabes que, si te hacen daño a ti, me lo hacen a mí. Alguien tiene que guardar rencor, y por lo visto las Sandoval no sois esas personas.
—Caleb —interrumpió suavemente—. Ha pasado un año desde lo que pasó entre nosotros. Ya no es ese hombre malvado. Yo lo he superado, él se ha perdonado a sí mismo... Tienes que pasar página, como todos.
—Sigue pareciéndome imbécil. Es algo que está en su ADN. Aunque no te hubiera hecho nada, y aunque no me hubiera hecho nada a mí... Es mejor abogado que yo, y eso me revienta —masculló con voz de niño pequeño—. Es increíble que hayas decidido casarte con el único hombre que me rompe las pelotas y me gana siempre.
Aiko se colocó bien el escote del primer vestido, y sonrió con la socarronería que le había contagiado su novio.
—Cariño, me caso con él por eso. Respecto a lo de Diane, creo que tenéis una conversación pendiente —añadió, con aire misterioso—.
Es verdad que me costó mucho confiar en que mantendría los pantalones en su sitio, con esa cara y labia que se gasta, pero me demostró que era de fiar.
—Aiko, haría falta ser mucho más que gilipollas o mujeriego para ponerle los cuernos a alguien como tú. Por ejemplo, un suicida. Le avisé de que como te hiciera algo, le partiría la cabeza, y sabe que yo no soy tan elegante como él. No siempre creo en el arte de la conversación.
—Sí, suele recordármelo a menudo —rio, encantada—. Ya no tienes que protegerme de los hombres malos. He aprendido a contentarlos, y a enseñarles a contentarme a mí.
—Pues será la costumbre. Te he tenido que consolar demasiadas veces cuando eras adolescente, y te he cubierto cuando ibas a casa de alguno otras tantas. Joder, Aiko, entiéndeme. Me he pasado toda la vida haciéndole creer a tus padres que era el novio para que no estuvieran encima de ti, porque conociéndolos, te encerraban en una torre, para que ahora te cases con el peor de todos.
—Vamos, si no desmentías el mito de que éramos novios, era porque no querías decepcionar a mamá... Y lo sabes. Y porque si no, no había manera de explicar que durmiéramos en la misma cama. Salvo que fueras gay, y no queríamos que te endosaran al vecino, ¿verdad que no?
En el proceso de fingir un estremecimiento, Caleb se estremeció de veras. No tenía nada en contra de los hombres como compañeros de cama, aunque no le interesaran en absoluto, pero aquel vecino amigo de Aiko y Raúl era la criatura más horrenda que hubiera visto. Como decía Otto, «era tan feo que bebía de orinales». No dudaba que Aiko I, con su afán de casamentera, se lo habría endosado.
—No sabes cuánto me alegra saber todo esto —suspiró ella, apartándose el pelo de los hombros—. A veces te cabreabas tanto cuando me veías con Marc que dudaba y me he creía tu propia mentira, esa de estar locamente enamorado de mí.
Caleb la miró con una mueca de espanto.
—¿Estás de coña? Sabes que te quiero más que a mi propia vida, pero no te haría el boca a boca ni para resucitarte.
—Vaya, gracias —ironizó ella.
—Eres preciosa, no me necesitas para alimentar tu ego. Y al igual que a mí, no te va el incesto.
—Claro que no, pero es que no le encontraba explicación a que te mosqueara tanto la boda...
—¿No te parece suficiente saber que tendré que pasar la Navidad a su lado durante el resto de mi vida?
—Pobre Caleb Leighton... Qué cruel y desconsiderada es su mejor amiga Aiko —se burló. Le dio un golpe en el hombro con el puño cerrado—. Supera a Diane de una vez, machote.
—A mí Diane me importaba una mierda, solo fue un duro golpe a mi orgullo.
—¿Sabes? Estás sonando como Jesse cuando le dan calabazas. ¿Quién es el machista ahora?
—Marc —respondió Caleb, como si fuera una pregunta estúpida—. Y ese vestido te hace gorda.
—No, no me hace gorda porque no estoy gorda.
—Ya, solo te estaba molestando. Voy a hacer tu vida insoportable por encasquetarme a Mio y a Marc.
—Maravilloso. Puedes empezar yendo a por mi hermana y diciéndole que pase por aquí para ver qué tal me queda.
Caleb asintió. Pero antes de salir, lanzó una mirada divertida a su mejor amiga.
—¿De verdad pensabas que estaba enamorado de ti? —Negó con la cabeza—. Egocéntrica…
—¡Oye! ¡No tengo la culpa de que mandes señales contradictorias!
Caleb la dejó hablando sola. Lo pensó un momento antes de salir del probador, y casi se echó a reír. ¿Él, enamorado de Aiko? Era una de las cosas más surrealistas que había oído nunca. Por supuesto que llevaba años aguantando bromas, insinuaciones y sugerencias de aquel tipo. Todo el mundo —familiares, amigos, compañeros— estaba tan seguro de cuáles eran sus sentimientos que ni preguntaban, directamente lo daban por hecho: Caleb Leighton bebía los vientos por Aiko Sandoval, solo porque se desvivía por ella. Sin embargo, que la misma Aiko se lo hubiese planteado hizo que se diera cuenta de que quizás no era problema de los demás, que los veían hacer tan buena pareja que inventaban un romance para no aburrirse, sino suyo. Él daba a entender aquello queriéndola tanto.
Bueno, pues no pensaba cambiar de actitud, ni renunciar a lo que tenían. Aiko no era solo su mejor amiga, ni era solo su hermana. Era su alma gemela. Fue Aiko quien lo encontró en estado de shock por la precipitada muerte de sus padres y lo llevó a casa para tranquilizarlo. Quien, aun teniendo solo once años, le dio su espacio y aguardó en silencio hasta que pudo hablar.
Aiko siempre lo había entendido a un nivel para el que no existían las palabras. Por eso su relación era algo que nadie entendía, salvo ellos. Era lo fácil, suponía. Ver a un hombre y a una mujer tratándose con complicidad, dejándolo todo y a todos para verse en un mal momento, y asociarlo a un vínculo del tipo amoroso. Claro que era amor, pero nunca estuvo colado por ella, aunque no negaría que tenía todo lo necesario para que un hombre perdiera la cabeza. No era su caso. Desde el primer momento, desde la primera vez que lo cogió de la mano, fue Aiko. Su Aiko. Generosa, buena, paciente. Inteligente. Única. Ni su amiga, ni su novia, ni nada. Aiko y nada más. Y al carajo podían irse los que no creían en la amistad entre hombres y mujeres.
Por otro lado, la diosa de las piernas kilométricas que se probaba diademas y se examinaba en el espejo... Ella era otro cantar. Algo completamente distinto. Nada de tranquilidad, paz interna y empatía, nada de viajes al cielo, sino lo opuesto. Rabia. Nervios. Histeria. Impulsividad, frustración, locura. Viajes al centro de la tierra, donde se ahogaba en el fuego.
Fuego.
Aiko lo equilibraba, y Mio lo mataba muy despacio. De forma tan seductora, que él se dejaba ir. Aiko era la niña que lo cuidaba de lejos, sonreía con aprecio sincero cuando lo veía sufrir y lo abrazaba diciéndole «estoy aquí». Mio era la que nunca lo soltaba, la que lo perseguía por todas partes y quería que sus besos tontos le calaran en forma de «aunque no estás preparado para querer a nadie más porque acabas de perder todo lo que tenías, voy a obligarte a adorarme tanto, justo desde hoy, que vas a desear estar muerto». Fue duro para un huérfano de doce años hacerse dependiente de una niña veleta, caprichosa y que tenía amor para todos, sabiendo que un día dejaría de tenerlo para él.
Al igual que Caleb, Mio solo quería de verdad a alguien, y esa era Aiko.
Bueno, no. Él quería a alguien más. La quería a ella. La deseaba tanto que le dolía físicamente. Aiko le daba las herramientas que necesitaba para ser feliz, para no recordar lo que le faltaba, para encontrar la felicidad en la soledad, mientras que la dependencia a la figura de Mio suponía un pasaje directo a todo lo que Caleb odió haber sido, pasando de manos en manos porque nadie se ocupaba de él y alguien debía hacerlo. Aiko le ofrecía la mano para levantarse. Mio se sentaba a su lado y lo consolaba. Pero dejaría de hacerlo, como lo dejaba todo de lado... Tarde o temprano.
Aun así, no luchaba contra ese sentimiento y permitía que viviera en él. Dejaba que le inundase, como por ejemplo en ese momento, cuando Mio sacaba el móvil para hacerse una foto con una diadema plateada. Le sacaba la lengua al espejo, como en casi todas sus fotografías, y luego se la quitaba rápido por si alguien la había pillado.
Dulce. Espontánea. Divertida. Especial...
—Mio —llamó. Ella dio un respingo y escondió el móvil—. Aiko quiere que la veas.
Casi corrió hasta el probador, donde ya se había colocado Florencia para alabar el buen gusto de la clienta. Los pelotas le daban ganas de vomitar. Pero comprendió que no estaba siendo pelotera, porque Aiko subió a una pequeña tarima para exhibir el traje en todo su esplendor, y él por poco se meó encima. Más porque a Mio se le iluminó la cara que porque estuviera perfecta.
El amor de Mio no tenía precio. Caleb amaba eso de ella, entre todo el rechazo que sentía hacia su despreciable —pero también comprensible— deseo de convertirse en su hermana: que pese a haber pasado por comparaciones despectivas, escuchado comentarios mezquinos y aguantado los favoritismos de su familia, no albergaba una sola chispa de rencor hacia Aiko.
En realidad, Mio no quería ser como ella. La admiraba y quería, pero la copiaba por confundir deseos ajenos con los suyos, cuando lo único que quería de Kiko era su aprecio. Y eso ya lo tenía.
—Jo, eres la novia más guapa del universo —balbució, yendo hacia ella para abrazarla. Aiko sonrió muy emocionada—. Pero el vestido te hace gorda.
La Sandoval mayor soltó una carcajada y miró a Caleb dándole la razón.
«Tú ganas, bastardo».
Caleb hizo el gesto de quitarse el sombrero.
—He visto uno que podría quedarte bien. Espera aquí, que te lo traigo.
Siguió a Mio por curiosidad y, por qué no decirlo, también porque era un masoquista. Le encantaba torturarse con el movimiento coqueto de sus caderas al caminar. La vio estirarse para alcanzar una percha alta, y tirar, tirar y tirar para sacarla del enganche. Se aproximó para colaborar, pero en su línea de impaciente, acabó haciendo sonando un desgarro.
Pudo escuchar perfectamente lo que pensó: «Mierda, Mio, no puedes estarte quieta».
—¿En serio? —farfulló—. Pensaba que estas cosas solo pasaban en las películas de comedia... Ese vestido vale más que mi propia vida, ¿y se rasga si le doy un tirón? ¿Es que está hecho con papel de envolver?
—O a lo mejor es solo que eres una bruta.
Mio lo miró por primera vez desde que había salido del probador. Se la veía cansada, pero reconocía algo más detrás de todo eso. Quizá estaba... decepcionada, triste. ¿Por qué?
—Deja, cogeré el vestido y se lo llevaré a Aiko.
—¿Qué? ¿Para qué? Cal, me lo acabo de cargar —bufó en voz baja. Él reprimió una sonrisa. Le gustaba cuando lo llamaba así, joder. Le gustaba mucho.
—¿Se te olvida que siempre resuelvo tus marrones? No me subestimes, pecosa.
Sacó el vestido de la cremallera medio rota. Cubrió con la mano esa parte de manera que no se notase. Se lo alcanzó a Aiko, que lo revisó de un vistazo y se metió en el probador para salir con él puesto unos minutos después. Tal y como esperaba Caleb, no tardó en llamar a Florencia y notificarle que el vestido tenía un fallo y que debían coserlo, que un defecto de ese tipo en una tienda de alta costura podía salirles muy caro. Florencia le dio la razón en todo —ya hemos dicho que era difícil llevarle la contraria a Aiko— y desapareció en busca de la modista.
Aiko sonreía con cortesía hasta que se giró hacia ellos.
—Mio, como vuelvas a cargarte un vestido, te doy una paliza. Esto cuesta varios de mis sueldos.
—Pero solo uno de Marc —se defendió ella. Caleb desvió la mirada al techo para que no se notara que planeaba reírse—. Lo siento, ¿vale? No es mi culpa que pongan el plástico reciclado tan caro.
—Claro que no, nunca tienes culpa de nada —suspiró Aiko, yendo hacia el probador—. Cal, lleva a Mio a casa, por favor. He quedado en quince minutos con alguien y voy a ir andando.
—¿Con alguien? ¿Al final te has buscado ese amante?
Aiko sonrió misteriosa.
—Algo así.
Caleb ni se molestó en insistir. La última vez que estuvo persiguiéndola para que le contase qué se traía entre manos, se presentó diciendo que estaba coladita por Marc Miranda, y no pensaba volver a correr otro riesgo poniéndose pesado. Obedeció porque estaba cansado del día y debía volver a la oficina lo antes posible para culminar los pormenores de la introducción a su demanda.
—¿Has dejado el coche en el parking del bufete? —le preguntó a Mio, mientras buscaba las llaves en el bolsillo. Ella negó con la cabeza—. ¿Dónde lo tienes? ¿O es que no vienes en coche?
—No tengo el carnet.
Caleb se detuvo en seco.
—Las últimas veces que te he visto estabas estudiando para sacártelo.
—Lo suspendí cinco veces seguidas y... decidí darme por vencida —confesó, encogiéndose de hombros—. El coche no es lo mío. Ni la moto: la última vez que cogí la Vespa de Otto, me pasé dos semanas con el tobillo vendado. Y no tengo equilibrio para en bicicleta. Ni bicicleta.
Cinco veces seguidas. Bendito fuera Dios.
Mejor se reservaba la respuesta, porque no le gustaría y no se le ocurría otro modo de abordar el hecho de haber cateado el mismo número de veces que él había pasado la inspección técnica del Audi.
Se metió en el coche, y en cuanto lo hizo, le vino un flashback de la vez que tuvo que meter a Mio a la fuerza. Seguro que ella ya no se acordaba, pero le costó un mundo sentarla en el maldito asiento de copiloto, y más todavía ponerle el cinturón. Esa noche no solo fue horrible por lo que podría haber pasado, ni por el tremendo cabreo que agarró, sino por lo que le costó resistirse a ella. No era ningún maldito abusador, y antes se inmolaría que tocar a una borracha, pero cuando se inclinó entonces para protegerla con la banda sabiendo que no llevaba bragas... Estar cabreado le acentuaba la libido, y nunca ante lo estuvo de esa manera.
Carraspeó y subió el volumen del reproductor para concentrarse en algo que no fuera tangas rojos y lo difícil que le había resultado verlos en otras mujeres desde aquella noche. Los Beatles entonaban su Eight Days A Week. Le hizo gracia que fuera esa exactamente la que sonaba, y sonrió algo melancólico. No era la que más le recordaba a Mio: de Mio se había llevado la música española, gracias a su pasión por los grupos de la Península y los viajes que hacían en familia a Barcelona. Y aunque sentía que todo encajaba con ella, eran las letras de IZAL las que parecían haber compuesto en su nombre. Pero cuando se estaba enamorado, todas las canciones empezaban a sonar por y para la misma persona.
«Ain’t got nothing but love, babe... Eight days a week».
El viaje hasta la casa de Aiko no duraba ni quince minutos, pero Mio sabía exprimir cada segundo al máximo. Esa vez no logró sacarlo de quicio iniciando una discusión sobre por qué no podía quitarse los zapatos, sino mirándolo varias veces por el espejo retrovisor con cara de indecisión.
Love you every day, girl
Always on my mind
One thing I can say, girl
Love you all the time3
—¿Estás enfadado? —le preguntó—. Por lo de hoy.
—No. Podrías haberlo hecho peor. Echándole cicuta a mi café, por ejemplo. O llegando a las manos discutiendo con Julie.
—¿Por qué te acostaste con Julie?
Captó la mirada de Mio a través el espejo. Era una pregunta estúpida, y a la vez, muy inteligente. ¿Por qué la gente se acostaba con otra gente? Por placer, generalmente. Pero a él no le aplicaba la norma. Sabía correrse, pero nunca se sentía del todo satisfecho, y con Julie no fue distinto... Aunque no era como si se acordase. Tenía muy borrosa esa noche. Solo recordaba que, antes de reunirse en el bar con la abogada, había estado en la universidad con Aiko haciéndole una visita a Mio, que presentaba muy orgullosa a su último novio. Un auténtico gilipollas.
—Quiero decir... Si tanto te importa tu imagen y separar una cosa de la otra...
—Fue un error. Como ya te he dicho, no se repitió, ni tampoco pienso hacerlo.
Apenas un par de rotondas después, Caleb estaba ralentizando la marcha para aparcar delante de la casa. Un viaje rápido, breve, pero igualmente tenso. Mio en su coche era la Mio del pasado año, la Mio semi desnuda, con el pelo aún largo y no tantas ganas de sufrir como de hacerlo sufrir a él con sus comentarios. Que ella lo acusara de estar enamorado de Aiko fue la gota que colmó el vaso. Llevaban años intentando dejar claro que no estaban juntos, pero suponía que a Mio le convenía creer lo contrario para no aceptar lo que era evidente. ¿O de veras lo pensaba? ¿Cómo de ciega estaría?
—Las secretarias no hablaron solo de mí —empezó Mio. Se quitó el cinturón y se giró hacia él, con una expresión solemne que le sentaba muy bien—. También dijeron que estabas encerrado en tu despacho para distraerte de todo el asunto de la boda. Aiko ha admitido que no te hace ilusión, y mamá confirmó que solo trabajas, y... Solo quería decirte que lo entiendo. —Hizo una pausa—. Entiendo que lo estés pasando mal. No me imagino lo duro que tiene que ser ver cómo el amor de tu vida se casa con otro hombre y no puedes hacer nada para que cambie de opinión. Por eso quiero que sepas que si alguna vez... Si alguna vez necesitas llorar, o solo desahogarte... —Se frotó las manos contra los muslos—. Estoy aquí. No soy la mejor dando consejos, ya lo sé, y soy la primera que necesita un psicólogo, Otto me lo repite mucho... Ella tiene uno y le va mejor, por lo menos no se inventa que se acuesta con su jefe. En fin... También sé que me guardas rencor por lo que pasó el año pasado, que no lo olvidas... Pero de verdad.
Sonrió un poco, deteniéndole el corazón.
—Llámame y yo estaré contigo, ¿vale?
Caleb abrió la boca para contestar, pero ella se lo prohibió impulsándose hacia delante y robándole un rápido beso en la mejilla. Salió del coche antes de que él pudiera reaccionar —y, joder, fue lo más inteligente que podría haber hecho—, siguiendo precipitadamente el camino de piedrecitas del jardín costero que bordeaba el edificio. La perdió en el portal antes de parpadear una tercera vez, y no pudo sino preguntarse de qué acababa de huir.
Miró de reojo la guantera cerrada, y luego examinó el asiento que la chica había ocupado. Retuvo el aliento sin saber por qué, y esperó unos cuantos minutos aparcado hasta que recordó que la vida seguía cuando se separaba de Mio.
Aunque a veces no lo pareciera.
3 Te quiero todos los días, chica; siempre en mi mente. Una cosa puedo decir, chica: te quiero todo el tiempo.