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5
La parábola del buen samaritano
Ilustración de la naturaleza de la religión verdadera. En la historia del buen samaritano, Cristo ilustra la naturaleza de la religión verdadera. Muestra que ésta no consiste en sistemas, credos o ritos, sino en la realización de actos de amor, en hacer el mayor bien a otros, en la bondad genuina...
La lección no se necesita menos hoy en el mundo que cuando salió de los labios de Jesús. El egoísmo y la fría formalidad casi han extinguido el fuego del amor y disipado las gracias que podrían hacer fragante el carácter. Muchos de quienes profesan su nombre han perdido de vista el hecho de que los cristianos deben representar a Cristo. A menos que practiquemos el sacrificio personal para bien de otros en el círculo familiar, en el vecindario, en la iglesia y en dondequiera que podamos, cualquiera sea nuestra profesión, no somos cristianos (DTG 460, 465).
¿Quién es mi prójimo? Entre los judíos la pregunta “¿Quién es mi prójimo?” causaba interminables disputas. No tenían dudas con respecto a los paganos y los samaritanos. Éstos eran extranjeros y enemigos. ¿Pero dónde debía hacerse la distinción entre el pueblo de su propia nación y entre las diferentes clases de la sociedad? ¿A quién debía el sacerdote, el rabino, el anciano considerar como su prójimo? Ellos gastaban su vida en una serie de ceremonias para hacerse puros. Enseñaban que el contacto con la multitud ignorante y descuidada causaría impureza, que exigiría un arduo trabajo quitar. ¿Debían considerar a los “impuros” como sus prójimos?
Cristo contestó esta pregunta en la parábola del buen samaritano. Mostró que nuestro prójimo no significa una persona de la misma iglesia o la misma fe a la cual pertenecemos. No tiene que ver con la raza, el color o la distinción de clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es todo el que pertenece a Dios (PVGM 310).
Ilustrado con la parábola. Cristo estaba hablando a una gran multitud. Los fariseos, esperando pescar algo de sus labios que pudieran usar para condenarlo, enviaron a un letrado ante él con la siguiente pregunta: “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” Cristo leyó en el corazón de los fariseos como en un libro abierto, y su respuesta a la pregunta fue: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido, haz esto, y vivirás”. El doctor de la ley sabía que con su propia respuesta se había condenado a sí mismo. Él sabía que no amaba a su prójimo como a sí mismo. Pero deseando justificarse, preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”
Cristo contestó a esta pregunta con el relato de un incidente, cuyo recuerdo estaba fresco en las mentes de sus oyentes (Manuscrito 117, 1903).
Dijo: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”.
Viajando de Jerusalén a Jericó, el viajero tenía que pasar por una sección del desierto de Judea. El camino conducía a una hondonada desierta y rocosa que estaba infestada de bandidos, y que a menudo era escenario de actos de violencia. Fue allí donde el viajero resultó atacado, despojado de cuanto de valor llevaba y dejado medio muerto a la vera del camino. Mientras yacía en esa condición, pasó por el sendero un sacerdote; vio al hombre tirado, herido y magullado, revolcándose en su propia sangre, pero lo dejó sin prestarle ninguna ayuda. “Pasó de largo”. Entonces apareció un levita. Curioso de saber lo que había ocurrido, se detuvo y observó al hombre que sufría. Estaba convencido de lo que debía hacer, pero no era un deber agradable. Deseó no haber venido por ese camino, de manera que no hubiese visto al hombre herido. Se persuadió a sí mismo de que el caso no le concernía a él, y él también “pasó de largo”.
Pero un samaritano, viajando por el mismo camino, vio al que sufría, e hizo la obra que los otros habían rehusado. Con amabilidad y bondad ministró al hombre herido. “Viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día, al partir, sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. Tanto el sacerdote como el levita profesaban piedad, pero el samaritano mostró que él estaba verdaderamente convertido. No era más agradable para él hacer la obra que para el sacerdote y el levita, pero por el espíritu y por las obras demostró que estaba en armonía con Dios.
Al dar esta lección, Cristo presentó los principios de la ley de una manera directa y enérgica, mostrando a sus oyentes que habían descuidado el cumplir esos principios. Sus palabras eran tan definidas y al punto, que quienes escuchaban no pudieron encontrar ocasión para cavilar. El doctor de la ley no encontró en la lección nada que pudiera criticar. Desapareció su prejuicio con respecto a Cristo. Pero no pudo vencer su antipatía nacional lo suficiente como para mencionar por nombre al samaritano. Cuando Cristo le preguntó: “¿Quién, pues de estos tres, te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”, él contestó: “El que usó de misericordia con él”.
“Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo”. Muestra la misma tierna bondad hacia quienes se hallan en necesidad. Así darás evidencia de que guardas toda la ley (PVGM 312, 313).
Cualquiera que está en necesidad es nuestro prójimo. Cualquier ser humano que necesita nuestra simpatía y nuestros buenos servicios es nuestro prójimo. Los dolientes e indigentes de todas clases son nuestros prójimos; y cuando llegamos a conocer sus necesidades, es nuestro deber aliviarlas en cuanto sea posible (TS 3:269).
Con esta parábola queda establecido para siempre el deber del hombre hacia sus prójimos. Debemos cuidar cada caso de sufrimiento y considerarlo como propio, como agentes de Dios para aliviar a los necesitados hasta donde nos sea posible. Debemos ser colaboradores junto con Dios. Hay quienes manifiestan gran aflicción por sus parientes, sus amigos y protegidos, pero que fallan en ser buenos y considerados con quienes necesitan bondadosa simpatía, que necesitan consideración y amor. Con corazones fervientes preguntémonos: ¿Quién es mi prójimo? Nuestros prójimos no son solamente nuestros íntimos y amigos especiales; no son simplemente quienes pertenecen a nuestra iglesia o piensan como nosotros. Nuestros prójimos son toda la familia humana. Debemos ser buenos con todos los hombres y especialmente con quienes son de la familia de la fe [Gál. 6:10]. Debemos dar al mundo una demostración de lo que significa cumplir la ley de Dios. Debemos amar a Dios por sobre todo y a nuestros prójimos como a nosotros mismos (RH, 1-1-1895).
La verdadera religión desfigurada. El sacerdote y el levita habían ido a adorar al templo, cuyo servicio fue indicado por Dios mismo. El participar en ese servicio era un noble y exaltado privilegio, y el sacerdote y el levita creyeron que, habiendo sido así honrados, no les correspondía ministrar a un hombre anónimo que sufría a la orilla del camino. Así descuidaron la oportunidad especial que Dios les había ofrecido, como agentes suyos, de bendecir a sus semejantes.
Muchos están hoy cometiendo un error similar. Dividen sus deberes en dos clases distintas. La primera clase abarca las grandes cosas, que han de ser reguladas por la ley de Dios; la otra clase se compone de las cosas llamadas pequeñas, en las cuales se ignora el mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” [Sant. 2:8]. Esta esfera de actividad se deja librada al capricho, y se sujeta a la inclinación o al impulso. Así el carácter se malogra y la religión de Cristo es mal interpretada.
Existen personas que piensan que es degradante para su dignidad ministrar a la humanidad que sufre. Muchos miran con indiferencia y desprecio a quienes han permitido que el templo del alma yaciera en ruinas. Otros descuidan a los pobres por diversos motivos. Están trabajando, como creen, en la causa de Cristo, tratando de llevar a cabo alguna empresa digna. Creen que están haciendo una gran obra, y no pueden detenerse a mirar los menesteres del necesitado y afligido. Al promover el avance de su supuesta gran obra, pueden hasta oprimir a los pobres. Pueden colocarlos en duras y difíciles circunstancias, privarlos de sus derechos o descuidar sus necesidades. Sin embargo, creen que todo eso es justificable porque están, según piensan, promoviendo la causa de Cristo (PVGM 314, 315).
Los requerimientos de la ley de Dios son de mucho alcance. El dejar sin alivio el sufrimiento de nuestro prójimo es una infracción a la ley de Dios. Dios llevó al sacerdote por ese camino con el propósito de que con sus propios ojos pudiera ver un caso que necesitaba misericordia y ayuda; pero el sacerdote, aunque desempeñaba un santo oficio, cuya obra era impartir misericordia y hacer lo bueno, se hizo a un lado. Su carácter quedó expuesto en su verdadera naturaleza delante de los ángeles de Dios. Como ostentación él podía hacer largas oraciones, pero no podía guardar los principios de la ley: amar a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo. El levita era de la misma tribu que la herida y golpeada víctima. Todo el cielo miró cuando el levita pasaba por el camino, para ver si su corazón podía ser tocado por la humana aflicción. Cuando contempló al hombre quedó convencido de lo que debía hacer; pero como no era un deber agradable, deseó no haber pasado por ese camino, para no haber necesitado ver al hombre herido y golpeado, desnudo y agonizante y necesitado de la ayuda de sus semejantes. Él siguió de largo, persuadiéndose a sí mismo de que eso no le incumbía y que no necesitaba preocuparse por el caso. Pretendiendo ser un expositor de la ley, un ministro de las cosas sagradas, sin embargo, se fue por el otro lado.
Oculto en la columna de la nube, el Señor Jesús había dado dirección especial en cuanto a la ejecución de los actos de misericordia hacia el hombre y la bestia. Al paso que la ley de Dios requiere supremo amor a Dios y desinteresado amor para con nuestros semejantes, sus requerimientos más abarcantes también atañen a los animales que no pueden expresar con palabras sus necesidades y sufrimientos. “Si vieres el asno de tu hermano, o su buey, caído en el camino, no te apartarás de él; le ayudarás a levantarlo” [Deut. 22:4]. El que ama a Dios no solamente amará a sus prójimos, sino que mirará con tierna compasión a las criaturas que Dios ha hecho. Cuando el Espíritu de Dios está en el hombre, él lo dirige para que alivie a toda criatura que sufre (RH, 1-1-1895).
Fueron olvidados los principios de la ley de Dios. El sacerdote y el levita no tenían excusa para su indiferente frialdad de corazón. La ley de misericordia y bondad estaba claramente establecida en las escrituras del Antiguo Testamento. Precisamente, les incumbía atender casos como el de aquel que ellos fríamente habían pasado por alto. Si ellos hubieran obedecido la ley que pretendían respetar, no habrían pasado por alto al hombre sin prestarle su ayuda. Pero habían olvidado los principios de la ley que Cristo, oculto desde la columna de la nube, había dado a sus padres cuando él los guiaba a través del desierto...
¿Quién es mi prójimo? Esta es una pregunta que todas nuestras iglesias necesitan comprender. Si el sacerdote y el levita hubieran leído de una manera inteligente el código hebreo, su actitud hacia el hombre herido habría sido muy diferente (Manuscrito 117, 1903).
Condiciones para heredar la vida eterna. Las condiciones para heredar la vida eterna son claramente establecidas por nuestro Salvador de la manera más simple. El hombre que estaba herido y despojado representa a quienes son el objeto de nuestro interés, simpatía y caridad. Si descuidamos los casos de los necesitados e infortunados que nos son dados a conocer, no importa quiénes puedan ser, no tenemos seguridad de la vida eterna, ya que no hemos contestado las demandas que Dios ha puesto sobre nosotros. No nos compadecemos ni apiadamos de la humanidad porque ellos sean parientes o amigos nuestros. Seremos hallados transgresores del segundo gran mandamiento, del cual dependen los otros seis últimos mandamientos [del Decálogo]. Cualquiera que ofendiere en un punto, es culpado de todos. Quienes no abren sus corazones a las necesidades y los sufrimientos de la humanidad, no abrirán sus corazones a las demandas de Dios que están establecidas en los primeros cuatro preceptos del Decálogo. Los ídolos reclaman el corazón y los afectos, y Dios no es honrado y no reina supremo (T 3:524).
Vuestra oportunidad y la mía. Hoy día Dios da a los hombres la oportunidad de mostrar si aman a sus prójimos. El que verdaderamente ama a Dios y a su prójimo es aquel que manifiesta misericordia hacia los desheredados, los dolientes, los heridos, los que se están muriendo. Dios insta a cada hombre a empeñarse en realizar la obra que ha descuidado, a que restaure la imagen moral del Creador en la humanidad (Carta 113, 1901).
Cómo podemos amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Podremos amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos solamente cuando amemos a Dios por sobre todo. El amor de Dios traerá frutos de amor hacia nuestros prójimos. Muchos piensan que es imposible amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos, pero únicamente ése es el fruto genuino del cristianismo. Amar a otros es levantar en alto a nuestro Señor Jesucristo; es caminar y trabajar teniendo en vista un mundo invisible. De esta manera hemos de contemplar a Jesús, el autor y consumador de nuestra fe [Heb. 12:2] (RH, 26-6-1894).