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I

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A lo largo de mi vida nunca me topé con nadie que no tuviera curiosidad por saber qué sucede tras la Muerte. Algunos ingenuos imaginan un tránsito en el que las aguas caudalosas de un río sagrado y vertical mágicamente les cruzarán al otro lado; o que Dios, cualquiera que este sea, les trasladará como en volandas y sin sufrimiento; pero no es así en absoluto. Cuarenta años, trabajando día y noche, incluidos los fines de semana, amasando dinero, preocupaciones, grasa abdominal y desengaños; aún recuerdo la angustia con la que abría la puerta de casa cada noche, tras la que mi mujer me esperaba con cara de asco:

—Ahí tienes la bandeja. Nosotros ya hemos cenado —decía señalando a la mesa de la cocina sin mirarme siquiera.

Los primeros años, cuando nuestros hijos aún eran pequeños y todavía no se había convertido en un ama de casa frustrada, zanjábamos nuestras discrepancias gracias a sesiones de buen sexo; reconozco que con ella era placentero y maravilloso. Pero la suma de los días hizo que mi mujer no perdonase mis desplantes y terminó por odiarnos a mí y a mi absorbente trabajo. Mis hijos crecieron mucho y rápido, y aparte de pagarles sus estudios y algunos desvaríos, no estábamos nunca juntos; así es que llegó un momento en que no nos reconocíamos. La única que me quería y compartía conmigo alegrías y tristezas era mi hija pequeña, Alicia: ella vivía ajena a la malicia y solo veía lo bueno que había en mí.

Yo confiaba tontamente en que las cosas cambiarían algún día, que como por arte de magia o encantamiento me convertiría en un hombre tan excepcionalmente exitoso que tendría tiempo para todo, mi mujer se enamoraría de nuevo de mí y mis hijos me adorarían; pero eso solo sucede en los cuentos… El ritmo de trabajo requería por mi parte de un esfuerzo constante, continuos viajes, comidas de negocios, exceso de alcohol y un estrés insufrible. Ya me decía el médico que debía de cuidarme: tensión alta, colesterol, peso excesivo, ejercicio cero…; y yo a lo mío: viviendo cada día en la oficina como si no hubiera un mañana y los clientes fuesen a volar como las hojas del otoño; hasta que llegó el infarto. ¿Y aún tenía la capacidad de sorprenderme? ¡Coño, si parecía que lo estaba llamando!

Un lunes a última hora de la tarde caí al suelo desplomado agarrándome el brazo izquierdo: sentí un dolor insoportable. Llamé a mi secretaria, pero nadie me oyó. Miré por la ventana y me di cuenta de que había anochecido: estaba muy oscuro y las luces del edificio de enfrente habían dejado de brillar; seguramente en la oficina ya no quedaría más que la recepcionista. Intenté alcanzar el teléfono para marcar el nueve y pedirle ayuda.

—¡Clara! ¡Clara, corre, llama a una ambulancia! —Pero no contestó nadie: en su lugar una locución me comunicaba el nombre de nuestra empresa y nuestro horario, ¡como si no lo supiera de memoria, joder!—. ¡Mierda! ¡Maldita sea! Alguien me echará de menos y vendrá.

Esperaba estar bien para el día siguiente o me mataría Benedetto, mi jefe; eso fue lo que pensé, asustado. Me arrastré y traté de recoger del suelo el pendrive con la estrategia que debíamos presentar al cliente al día siguiente y me lo guardé en el bolsillo. Me había costado tanto hacerla…, a ver si entre tanto lío se pierde.

Una punzada aún más fuerte que la anterior hizo que me retorciese sobre mí mismo y me quedé allí tirado en posición fetal, rogando a Dios que me ayudara, que fuera un simple sueño y pudiera continuar trabajando mañana. ¡Ja! ¡Qué hilaridad! La realidad fue que el infarto me mató del todo y no me dio tregua para permitirme disfrutar de jubilación, familia o amigos; en su lugar apareció la Gran Dama a besarme, brutal, justiciera, agria, portando una especie de cartel con mi nombre, «Gabriel Fernández», como esos de los aeropuertos; seguramente para dejarme claro que el destino no se había equivocado. Avanzó caminando despacio, arrastrando con desgana un vestido vaporoso de gasa negra que cubría por entero su figura esquelética. Arañaba el letrero con insistencia hasta que de sus uñas infinitas brotó sangre y se fueron borrando mis letras. Permaneció a una distancia prudencial, quieta, mirándome, como esperando a que yo hiciera o dijese algo; pero mi cuerpo era incapaz de reaccionar. Por fin se dio la vuelta y fue entonces cuando quedé fascinado al contemplar sus inmensas alas negras: eran oscuras como la noche más tenebrosa. Creí desvanecerme cuando volvió a girarse y decidió acercarse un poco más a mí; con suavidad acarició mi pelo y miró en mi desconsuelo.

Tardé un rato, pero por fin me relajé y cerré los ojos en un sueño tranquilo. Mi mente ya no pensaba en nada: estaba aturdido y no sentía dolor, sino un placer extraño con cada caricia de la Gran Dama. Mi cuerpo frío percibía su tacto, absorto en una quietud interminable. Traté audaz de encontrar algo de piedad tras sus inmensos ojos grises o algún signo de vulnerabilidad, mas no atisbé arrugas en su rostro o defectos cualesquiera en su aspecto, pues era increíblemente perfecta. En otro tiempo y en otras circunstancias, me habría enamorado de ella hasta los huesos.

Sin dedicarme una palabra, acercó al mío su rostro indestructible. De pronto, exhaló sobre mis labios un beso profundo y una oleada ruin y anestésica extrajo el alma de mi cuerpo, preparando así mi espíritu para el viaje final. Antes de abandonarme, habló con una voz mansa y profunda:

—Has muerto, Gabriel. Sé que he llegado algo pronto, que eres aún joven, culto y que prometías ser un gran hombre con poder y un futuro profesional extraordinario; pero me han pedido con insistencia que viniese. Intenté convencerles para aplazarlo, pero en la corte celestial los arcángeles magníficos lo dejaron bien claro. Tendrás que esperar un poco, pronto vendrán a buscarte: los ángeles rescatadores de almas te llevarán al Otro Mundo. Y no temas, esto no ha hecho más que empezar…

Entonces, se alejó, surcando el cielo de nuevo con sus espectaculares alas negras, y ya no miró atrás, pues para ella yo ya no era nada, tan solo un muerto. Quedé prendado de su aspecto. Fue una lástima: me hubiese gustado que se quedase junto a mí un poco más, pero su actuación estelar duró poco; llegó, triunfó y se esfumó. Llegué a pensar que había sido un sueño y en realidad aún estaba vivo.

Intenté moverme sin éxito: ni los brazos ni las piernas, siquiera la cabeza o los pies respondían a las órdenes de mi cerebro. Mis ojos lloraron sin lágrimas, mis gemidos y súplicas nacían insonoras. Quería continuar con vida, pero ya era tarde: la Muerte había sido clara y en cualquier momento vendrían a buscarme.

Me quedé helado al observar como una figura esbelta bajaba volando desde el cielo. Ahora sí que sentí miedo, terror absoluto. Un ángel aterrizó con suavidad junto a mi cuerpo de estatua. Era bello, altísimo y rubio, de pelo blanco; su piel era casi transparente y parecía una figurita de porcelana. Si fuese verdad que la cara es el espejo del alma, no cabía duda de que un ángel bueno había venido a recogerme. Me alivió enormemente al sacudir sus alas blancas, muy grandes; aunque no tanto como las de la Muerte. Me confirmó que había muerto, pero que aún estaba a tiempo de arrepentirme de lo malo que hubiese hecho. Fui estúpido: estaba tan absorto pensando en la belleza de la Muerte y lo pronto que me había abandonado que le ignoré; me quedé tan atontado que ni siquiera pedí disculpas ni hice una pequeña revisión de los hechos. La Muerte había nublado mi mente, pero ¡joder, tenía que haber abierto los ojos! Nadie dijo que encomendarse a Dios fuese fácil y mucho menos en el último momento; no se abandona la Tierra con el corazón limpio. Mi ángel me rogó que me arrepintiese una y mil veces, pero yo no le hice caso; así que me tocaría ser juzgado.

Me llevó al Otro Mundo un cuatro de febrero: hacía frío, estaba triste, confundido, ni siquiera era plenamente consciente de dónde me encontraba.

—Espera un poco —me aconsejó el ángel—, he de entrar en el tribunal a informarme de cuándo será la vista. Si no haces tonterías y la suerte nos acompaña, puede que la sentencia no sea muy dura. Abogaré por que sea justa. —Me sentó en una silla, rogándome que lo vigilase y no hablase con extraños—. En especial, evita cualquier tentación. Los demonios son terribles: si caes en sus garras irás de cabeza al Infierno sin ser juzgado tan siquiera.

—De acuerdo, tranquilo. Te estaré esperando aquí fuera.

—Ten cuidado: esto está plagado de todo tipo de almas.

Pero yo no tenía ganas de nada, así que lo primero que hice fue darle esquinazo. Haciendo caso omiso a sus indicaciones, me crucé con Yolanda, una preciosidad de ángel negro, —y cuando digo preciosidad ya se puede uno imaginar a lo que me estoy refiriendo— y me propuso cruzar con ella al Otro Lado para sentarme a descansar en el Departamento del Infierno y engancharme a jugar a la PlayStation. «¡Qué felicidad, haciendo al fin lo que me da la gana!», pensé estúpidamente. Fue una jugarreta: la videoconsola dio paso a la penuria, a la desolación y a la tristeza. Rodeado del sufrimiento del mundo en las dependencias del Infierno, desempeñé trabajos tortuosos, extenuantes y sin recompensa. Fue durísimo, me sentí muy solo. Mi paso por allí se me hizo eterno y si mi ángel no hubiese venido a verme todos los días, consternado por haber permitido que los demonios me llevasen e insistiendo hasta el infinito de que me arrepintiera de todos mis pecados, puede que aún siguiera allí, tumbado boca arriba, emborrachándome y quemándome por dentro. ¡Qué estúpido fui! ¡Cuánto tardé en ignorar el mal y ver al fin la luz! Jugándose su reputación, sin pedir permiso a sus superiores, mi ángel rescatador de almas se escapaba a diario y cruzaba el río de la Muerte para llegar medio asfixiado hasta el Infierno. Una vez allí engatusaba a todo demonio hirviente para verme, siempre con el mismo discurso, y yo le ignoraba. «Dios te quiere», me repitió cada día durante tres largos años hasta que finalmente le creí. Le miré a los ojos y le pregunté cómo era posible que fuese tan fiel y que no me hubiese abandonado a mi suerte, y volvió a repetirme que era el amor de Dios el que me había salvado, no él.

De un empujón aparté a Yolanda de mi lado, quien se aferraba a mi cuerpo obsesivamente, hipnotizándome con el sexo. Acarició mis muslos, rodeó mi cintura con sus piernas y frotó su pubis contra mi miembro provocando una erección casi al instante. Esta vez no iba a ser tan idiota: seguí a mi ángel con el corazón en vilo, pero confiado. Gracias a él pude salir del Infierno para ser juzgado; jamás lo olvidaré. Si algún día conseguía ser rescatador de almas, actuaría como él; es más, sería el mejor.

Nunca me había sentido más orgulloso de mí mismo que el día de mi arrepentimiento. Regresé al Otro Mundo, donde fui juzgado con severidad y obligado a trabajar en todas y cada una de sus dependencias: en el área de tráfico, la de tránsito y en el tribunal. A base de esfuerzo, fui ascendiendo poco a poco, como en la vida real. Trabajé duro, sin prácticamente días de descanso, aguantando las impertinencias de las almas errantes, evitando a los demonios y obedeciendo a pies juntillas a mi ángel rescatador de almas. Hice cosas buenas, algunas increíbles. Mi ambición y la providencia cambiaron mi suerte: dejé de ser un fallecido currante para convertirme también en ángel rescatador de almas en la Morada de los Ángeles. ¡Aquello sí que era un buen sitio! Nos levantábamos tarde, librábamos dos días a la semana y rescatábamos almas en la Tierra. Era magnífico: camas confortables, salones lujosos y comedores exclusivos. En ocasiones, el trabajo nos sobrepasaba, pero siempre valía la pena el esfuerzo: rescatar un alma era gratificante, pues el agradecimiento de Dios es eterno.

Un ángel y un nazi

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