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V

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La noche podría ser mágica y solemne, o tal vez para Bene resultara únicamente una noche de fantasmas. Saludé a las almas con la mano y ellas correspondieron de igual modo, añadiendo una ligera genuflexión en señal de respeto; muy probablemente no volveríamos a vernos. Me quedé a observar la procesión: sabía que proseguirían rápidamente su camino porque la luz de este lado las cegaba. Una mujer de mediana edad, rubia, con una especie de traje de baño antiguo, encabezaba la esperpéntica caravana; cargaba con un pequeño en sus brazos: estaba empapado, de sus piernas chorreaba agua. Antes de dirigirse a Benedetto, dejó a sus pies al niño que tenía un tono de piel completamente morado.

—Mire, fue inevitable —se quejó en un tono de voz insólitamente brusco—: estaba harta de criarle sola; aguantar a un crío de dos años es complicado, no paran de pedir y de llorar. Una mañana me desperté sin tener nada que llevarnos a la boca: el dolor de estómago era insufrible y los retortijones se deleitaban devorándonos por dentro. Los dos teníamos hambre. Como no paraba de llorar y me estaba volviendo loca, lo llevé a la playa de Isla, para que el sonido de las olas aplacase su llanto. Nos sentamos frente al mar. El sol calentaba levemente nuestras caras, pero al niño ningún juego le tranquilizaba. Se me ocurrió tirar piedras al agua; cuando lo hice se calló por completo, parecía hipnotizado. De pronto, se soltó de mi mano y fue corriendo a coger la piedra que le había tirado. Se adentró en el mar muy despacio, metió su cabecita en el agua tratando de encontrar las piedras, saltaba y reía levantando sus bracitos por encima de la espuma. Él estaba feliz y yo de verle callado. Pasaron los minutos y el empuje de las olas le fue engullendo. Me quedé allí, contemplando cómo el mar se lo tragaba y no hice nada para rescatarle, y ahora… Llevo años cargando con él. No me dicen qué puedo hacer con su cuerpo: le arrastro de un lado al otro, va dónde yo voy para recordarme el mal que hice. Lo he explicado muchas veces, era cuestión de supervivencia: o él o yo, así me educó mi padre, la ley del más fuerte. Al fin y al cabo, fue feliz unos instantes, ¿no? —Y se dio la media vuelta.

—Señora. ¡Eh, señora, que se deja al niño! —gritó Benedetto muy enfadado.

—¡Siempre se dan cuenta, joder! —Volvió tremendamente cabreada a buscarlo—. Creí que usted me ayudaría, como está recién llegado… —añadió en tono suplicante.

—Pues sí, soy nuevo; pero a mí no me cargue con el muerto.

El niño ahogado se incorporó e intentó sin éxito agarrarse de la mano de su madre. Con una mirada profunda y desgarrada, la miró a los ojos y tras una breve pausa tiró al suelo su chupete. Se fue tras ella llorando a rabiar mientras ella se tapaba los oídos y corría deprisa maldiciendo su nombre y su suerte. Benedetto la observó marcharse, demudado. Sentía compasión por aquella mujer: lo que hizo fue una infamia, no cabía la menor duda; pero le dolía verla arrastrarse de aquella manera por el suelo con su niño azul.

—Tantos años así, cruzando el río para llegar hasta aquí, esperando que el tribunal la perdone. ¡Qué lástima! ¡Hasta en el Otro Mundo existen castas!

Unos pasos más atrás caminaba un hombre con aspecto descuidado: barba de varios días y camisa rasgada; vestía unos pantalones de algodón color paja y sus brazos y cara estaban abrasados por la intemperie. «Será un hombre de campo», pensó Bene equivocadamente. El hombre se acercó hasta él tirando de sus huesos, pero antes de que comenzase a hablar bostezó, suponiéndole un aliento agrio a recién levantado y le paró en seco.

—Bueno, ¿y a usted qué le pasa? ¿Es que no ha dormido bien?

—Si aún le queda vergüenza, —El hombre lo miraba horrorizado—, calle y escuche lo que tengo que contarle: era un lunes; llevaba lloviendo toda la noche, desde las tres de la madrugada; hacía frío en la cama y me levanté temprano. No hacía mucho que había fallecido mi madre y desde que faltaba yo dormía mal, a trompicones. Esa mañana tenía que pasar por su piso a recoger sus cosas. Era su único hijo y ya sabe, si al menos hubiese tenido una hermana todo habría sido más fácil, pero no: me tocó resolver sus asuntos a mí solo, sin ayuda de nadie. Me dirigí inquieto a su casa y al abrir la puerta me quedé petrificado: cientos de cartas apiladas a su nombre, Aurelia Sánchez. Los muebles carcomidos, impregnados de tanto polvo que apenas distinguía la cómoda de la biblioteca; su ropa, casi toda sucia, tirada de cualquier manera por el suelo; montañas de sábanas amarillentas y medio rotas se amontonaban en una esquina de la cocina, al pie de la lavadora; las ventanas estaban tan mugrientas que no permitían pasar ni un haz de luz; olía a húmedo, a agrio y a tristeza. «¡Qué mujer! ¡Qué asco! —pensé yo desalmado—. Hará más de diez años que le pago la casa, la manutención y una asistenta, y hay que ver cómo lo tiene todo. ¡Parece mentira, con lo que me he esforzado por ella!». Me espantó de tal manera volver allí que decidí desentenderme y contratar un servicio que limpiase la casa y retirase sus cosas cuanto antes; por unos cuatrocientos euros desalojaron de la casa hasta el último cachivache. Me urgía acabar con una situación tan desagradable y poco me importaba que sus enseres personales desapareciesen para siempre. Hicieron bien su trabajo: en menos de dos días la casa estaba vacía, ni rastro de la zarrapastrosa, libre para ponerla a la venta y no tener que pensar más en ella. En solo tres meses conseguí venderla: los compradores, un matrimonio que parecía bien avenido y adinerado, pagaron en efectivo. El notario me hizo entrega del cheque y una copia de las escrituras. Al guardar el DNI en la cartera, advertí en el bolsillo de la chaqueta que, por error, me había quedado un juego de llaves de la casa de la vieja; no dudé en acercárselas a la linda pareja y subí a la casa por última vez.

Abrí el portal, me dirigí a las escaleras, subí los tres pisos y llamé a la puerta medio ahogado; el tabaco me estaba matando… Al entrar en la casa, sentí un frío extraño. Pensé que estarían ventilando, pero las ventanas permanecían cerradas. Di por hecho que la calefacción estaría estropeada, aunque los nuevos propietarios aseguraron que funcionaba bien, que era una maravilla. Les hice entrega del juego de llaves y sin más me apresuré a marcharme: algo me inquietaba y estaba deseando salir de una vez por todas de la casa. Ellos, agradecidos, me invitaron a un café para que entrase en calor; no quedaba más remedio que aceptarlo. Mientras lo tomaba a sorbitos, la mujer me contó extrañada lo sucedido en la cocina esa misma mañana: «Por cierto, hoy se pasó una mujer mayor: tenía la cara arrugada, la mirada perdida y el pelo gris atado en un moño alto. No puedo decirle de quién se trataba, pero abrió la puerta de servicio con sus propias llaves. Me pareció muy triste y tenía mucha prisa. Apareció en la cocina como por arte de magia, no dijo nada y solo nos dio esto: un sobre y una cajita de madera que ponen su nombre». Me lo dio para que me lo llevase y yo le agradecí sin darle importancia alguna al asunto, pensando que se trataría de la asistenta. Bajé las escaleras a toda prisa e hice rugir el motor de mi Porsche Macan. Crucé la carretera a gran velocidad, sintiendo una vez más que estaba vivo y deseando con toda mi alma llegar pronto a casa. Tras tumbarme en el sofá de cuero, encender la televisión y los altavoces, abrí la caja: tenía un camafeo con la cara de mi madre y un mechón de su pelo. ¡Qué horror! ¡Qué desagradable! Lo aparté aterrado y abrí el sobre: un talón nominativo de cuatrocientos mil euros y una nota que versaba: «Gracias, hijo. Te he querido mucho, pero hubiese preferido tu cariño a tu dinero. Hasta siempre».

La cara de espanto de Benedetto habría sido un magnífico primer plano de una película de terror, más aún cuando se percató de que al hombre le seguía muy de cerca una mujer anciana de unos ochenta años, tez de acordeón y moño alto de pelo gris, agarrada al brazo de otra que parecía su cuidadora y que la achuchaba:

—Venga, Aurelia, está anocheciendo y su hijo aún tiene que prepararnos la cena…

Eso fue todo. Benedetto se incorporó de la silla y se despidió de él con un gran apretón de manos, disimulando su agonía, la angustia que estaba sufriendo. El hombre se marchó derrotado: sobre sus hombros cargaba el peso del mundo; lloraba sin lágrimas, no le hacían falta.

—¿Qué voy a hacer yo en este lamentable lugar? ¿A qué demonios he venido? —se lamentaba en voz alta Bene—. ¿Es que aquí no hay sosiego?

Para mí el día transcurrió tranquilo: desde mi rincón no dejé en ningún momento de observarle; a estas alturas supuse que pronto claudicaría. Por su gesto, adiviné que varias almas del infierno le habían aporreado y más de una había conmovido su espíritu. Se estaba haciendo tarde, estaría agotado; hora era ya de ir a buscarle. Antes de que los malditos intentasen arrebatármelo, volé hasta él. «Ha tenido suficiente», creí convencido. Benedetto se hallaba postrado en el suelo, como una estatua yacente sobre un túmulo funerario. Al verme, irguió la cabeza y se quedó mirándome con sus ojos verdes diáfanos. Su obstinación había dado paso a una serenidad imperturbable. Respondí a su mansedumbre tendiéndole la mano.

—¡Vámonos, aquí no me quiere nadie! —dijo, agarrando mi mano sin fuerzas.

Abstraído, medio inerte, parecía tener los sentidos perdidos en el azul del cielo que nos rodeaba. «Será fruto del agotamiento y la confusión —pensé—. Aquí no encontrará callecitas estrechas ni chalés con jardines ni perros que ladren o cosa alguna que le resulte familiar, no hay gallos que canten; para la mayoría aquí no hay nada más que dolor y ausencias». El tránsito resultaba muy inhóspito para los nuevos, aunque Benedetto era un privilegiado; pronto me acompañaría como rescatador de almas.

Ocuparme de él iba a resultar más difícil que abrir las aguas a Moisés. Mi Dios me denigraba, llevaba años sin ser portador de las Buenas Noticias, obligado a soltar los lirios de mi mano para coger las de los muertos. Hasta ahora nunca le había fallado, pero esto era demasiado… Los truenos y relámpagos golpeaban mi alma pura a punto de naufragar. Ninguna maniobra de salvación podría con Benedetto, el Indomable. Cada vez deseaba con más ansia atravesar la lluvia y el viento para desobedecer a Dios. ¿Por qué, Señor? ¿Qué he hecho yo mal?

Benedetto observaba. Había olvidado que entre nosotros nos leíamos los pensamientos. Me censuró con una mirada agria y en realidad no le faltaba razón: me estaba excediendo. Él se mostraba casi dócil, hasta remilgado; era absurdo del todo. Un huracán convertido en viento suave, el mundo al revés…

A medida que me aproximaba, la riada incesante de almas se arrodillaba para mostrarme sus respetos. Fue entonces cuando Bene se aferró a mi brazo como si de una inquebrantable columna de Bernini se tratara. Consideré oportuno darle un respiro: debía de ganármelo, pues si el destino había vuelto a unirnos sería por algo; de poco serviría pretender rechazar la voluntad de Dios porque sus decisiones eran inapelables. Así, decidí descansar un poco, pero no en cualquier sitio, no: antes de llegar a la Morada de los Ángeles nos daríamos un lujo. Volamos hasta el Marriot Tránsito, el hotel más chic de todo el universo conocido. Estaba repleto de almas en ascenso, algunas cenando y otras sencillamente charlando con sus ángeles. Elegí una mesa con vistas a las pistas de aterrizaje: las llegadas y salidas amenizarían nuestra cena y relajarían el ambiente, algo cargado, por cierto. Demonios carnavalescos fumaban en las mesas del fondo y resultaba muy incómodo. Tosí.

—¡Qué bonito es esto y qué sensible eres, Gabriel! —refunfuñó Benedetto.

—Sí, siempre me molestó el tabaco, aunque nunca se fuma lo suficiente o eso creía yo de joven. Así estoy, de tanto fumar aún a sabiendas de lo malísimo que era: que si fumar mata, perjudicial para la salud, provoca cáncer… No hice caso a los mensajes de las cajetillas de tabaco. ¿Te acuerdas, Bene, cuando se anunciaba en los cines? ¡A toda pantalla hasta que lo prohibieron!

—Sí, y en mi época se fumaba hasta en el autobús de línea o en el metro, en todas partes menos en misa, creo. —Rio: por primera vez desde que llegó me dejó ver su blanca dentadura Profiben. Entonces, una querubina con botas de ruedines nos trajo la carta y la tiró sobre la mesa de mala manera—. Las jovencitas carecen de educación —resopló Bene mosqueado.

Ordenamos hamburguesas con salsa a la putanesca y dos cervezas dobles. Mientras las devorábamos, le pregunté a mi invitado cómo le había resultado su primer día. Benedetto prefirió hablar animadamente de nuestras viejas andanzas, de lo bien que lo pasábamos haciendo las presentaciones a los new business y cómo lo celebrábamos hasta el amanecer: irremediablemente borrachos, pero contentos. Entonces, enmudeció por completo y se tapó la cara… Permaneció callado el resto de la cena sin levantar la vista del mantel. Seguro que recordó el maldito incidente, la noche más aciaga de todas las noches; el momento más espantoso de nuestra vida.

Adiviné en él un atisbo de grandeza, un resquicio de bondad que me dio el aliento suficiente para desear con ahínco salvar su alma. A partir del día siguiente, comenzaría a trabajar con él —a lo mejor era posible ganarme el ascenso antes de lo esperado—, pensé aliviado. Subimos a una de las suites y le permití que eligiese el lado de la cama que prefiriera.

—Qui sait —dijo en su buen francés, tumbándose en la zona derecha, junto a la ventana. Me deseó buenas noches con sus labios de cera y sus ojos atormentados. Ojalá no estuviese todo perdido… Cerré los ojos para relajarme dispuesto a dormir o, al menos, a intentarlo.

—Mañana será un día largo —sentencié. Replegué mis alas y me tumbé a su lado.

Un ángel y un nazi

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