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IX

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El viento arreció trayendo hojas secas de todos los puntos de la Tierra. Pero ¿cómo era posible? Nubes negras cubrían la estancia y apagaban el eterno mediodía de esta parte del Otro Lado. A ras de suelo, una extraña sombra aún más oscura que la oscuridad se deslizó hasta nosotros. No tenía forma, sino que se trataba de un ánima color negro. Nos rodeó y atravesó el patio, dejando en el ambiente un olor fétido y penetrante, como el dulzor de la Muerte. De pronto, el cielo se abrió de nuevo y la sombra se elevó mágicamente sin dejar rastro. Bene y yo nos miramos acojonados, resoplando. En el suelo descubrimos una carta abandonada entre las hojas, escrita a mano por alguien en letras encendidas y rojas. Bene la cogió para soltarla inmediatamente.

—¡Mierda, está aún caliente! ¡Como si las cartas pudiesen tener fiebre! —comentó estúpidamente.

—¡No la abras, puede tratarse de una trampa! —grité yo, pero no me hizo caso.

—¡Qué raro! Pone mi nombre, pero ni remite ni membrete. —La rasgó enseguida, palideciendo a medida que leía.

—¡Por Dios! ¿Qué dice?

—«Con todos mis respetos, no lo entiendo. Benedetto, tras ser el publicitario más importante de todos los tiempos, haber obtenido los premios nacionales e internacionales más meritorios; tras treinta años de exitosa carrera sin precedentes, llegas directamente al Otro Mundo y lo dejas todo para seguir a este idiota de Gabriel. No te quedes con los perdedores, con los ángeles que no tuvieron la valentía de atreverse a ser perfectos, con aquellos que obedecen a Dios el Inmisericorde. Da media vuelta y ven conmigo: abandona el absurdo y cruza al lugar donde reside el verdadero poder de las almas. Que nadie te engañe; te conozco: eres cautivador y penetrante. Estamos hechos el uno para el otro: quien te haya pedido el arrepentimiento es que no te conoce como yo. Los genios no piden perdón, a las almas excelsas se las reverencia. Verte así, a punto de ser despojado de tu orgullo, resulta humillante. Te espero en la frontera de las dependencias del Infierno. No está lejos, a un parpadeo de donde ahora te encuentras. Atraviesa en una barca el río de la Muerte y pregunta por mí. Ahora tengo que irme, me requieren constantemente. Ataviaré tu corazón desnudo con las mejores alas de las que dispongo. Abandona esa mochila repleta de reproches y sígueme. No lo pienses y cierra los ojos: con tan solo desearlo será suficiente». —Entonces, Bene los cerró.

—¡Noooo! ¡Si lo haces no volverás a abrirlos!

Los arcángeles juraron no olvidar jamás mi perniciosa actuación y me enviaron de vuelta al Otro Mundo escoltado por dos subalternos. Mi llegada fue apoteósica: nada más aterrizar, los escoltas me abandonaron, como se hace a veces con los sueños más amados; solo, tirado en la sala de espera de los juzgados. Colgaron de mis alas un cartel con el número cien.

—¿Qué significa esta chorrada? —pregunté.

—Es tu turno. Aún quedan por juzgar noventa y nueve almas delante de ti, es decir, si todo va bien y no hay contratiempos inesperados, podrían juzgarte en un par de años.

—¿Qué? ¿Un par de años?

—No, tranquilo —dijo al fin el más jovencillo—. Por ser vos quien sois, tendréis una vista rápida. Ahora os dejamos, tenemos aún mucho trabajo por hacer. ¡Adiós! —Emprendieron vuelo rumbo al Cielo.

—¡Suerte, Gabriel! —me deseó uno de ellos desde lo alto soltando una risotada maliciosa—. ¡Si continúas así, no conseguirás un ascenso jamás!

—¡Eso crees tú, desgraciado! —respondí—. Pronto conseguiré veros las caras en la antesala del Altísimo y entonces seré yo el que os humille. ¡No dudéis que ascenderé a ángel de la guarda y después a arcángel!

—Pase —me invitó una voz dulce—. La sala número nueve, por favor.

Tanta amabilidad me dejó por un momento fuera de juego. Me acerqué a la sala con un miedo atroz. ¿Alguien amable en los juzgados? ¿Desde cuándo? Eso sí que era nuevo para mí. Abrí la puerta con cuidado: al fondo, una mujer rubia de ojos color acero me solicitó cordialmente que tomase asiento.

—Y bien, aquí veo que usted ha permitido que don Benedetto Cruz desapareciera. Un espectro de unos sesenta y cinco años, vagando por las dependencias del Infierno.

—Sí, pero…

—¡No hay peros que valgan! Ruego que se limite a responder sí o no.

—Pues sí, así es.

—El arcángel Rafael alega que posiblemente prefirió al Diablo antes que a usted. Curioso, ¿no es cierto? —Hizo una pausa—. También veo que en vida cometía adulterio constantemente…

—Mujer tenía que ser la maldita juez —mascullé entre dientes.

—¿Decía usted algo, Gabriel?

—No, eso no es cierto, se lo aseguro. ¡Si no tenía tiempo más que para trabajar!

—Entonces, dígame —preguntó tranquilamente—, ¿no atacó a una prostituta en Madrid y cumplió por ello tres años de cárcel?

—¡En realidad no fui yo! ¿A qué viene eso ahora? ¡Ya pagué en vida suficiente, señora jueza celestial! —exclamé horrorizado—. ¡Déjeme en paz! ¡Maldita sea!

—¡Desacato! ¡Llévenselo a los calabozos!

Dos maromos descomunales agarraron mi espíritu y me introdujeron en un ataúd de madera cerrado a cal y canto.

—¡De aquí no escapa ni un alma! ¡Estás más encerrado que Aladino en su lámpara! ¡Frota, frota, pedazo de idiota! —Rieron mientras me dejaban allí dentro.

Nada más morir no tuve que sentir el espanto de estar encerrado en una caja: mi espíritu había volado mucho antes. Pero ¡qué distintas y terroríficas podían resultar las cosas en el Más Allá! «¡Hay que joderse, con lo claustrofóbico que soy! ¡A Dios gracias no podré vomitar ni sentir calor o marearme y quererme morir! ¡Si ya estoy muerto! ¡Ja! —pensé, estúpido de mí—. Si no fuese así, estaría derritiéndome por el calor, como en un aparcamiento de Sevilla centro en agosto». Froté el ataúd por si los maromos me habían dado una pista de cómo salir de allí; pero nada: siendo un espectro era imposible escapar. Tan solo un demonio sería capaz de devolverme a mi cuerpo y eso ahora casi prefería que no sucediera. Pedí socorro una y mil veces con palabras ahogadas; el resto de las almas no me oían y, aunque lo hubieran hecho, tampoco les habría importado una mierda. Solo cabía esperar un milagro.

No recuerdo francamente los días que sucedieron, pero no olvidaré cuando por fin acudieron para llevarme a declarar por segunda vez. Se oyó un golpe seco y una voz:

—¡Afuera! ¡La jueza te espera! —«¿Es que estos maromos solo saben hablar en pareado? Mira que son raros»—. ¿Qué? ¿Más tranquilo?

—Sí —contesté secamente.

Escuché la sentencia de pie, con el alma angustiada y deseando salir del tribunal con mi pena a cuestas, fuera la que fuera; impaciente por ver una vez más un cielo diáfano y una noche de estrellas. Como era de esperar, consideraron la pérdida de un elegido un asunto de extrema gravedad y por ello más adelante habría de rendir cuentas ante el Altísimo, y eso era trágico… Mi futuro era cada vez menos prometedor. Me prohibieron pisar mi residencia de siempre —la Morada de los Ángeles— y me aislaron por completo de mis antiguos compañeros, los ángeles rescatadores de almas; desolado, aterrado, desterrado, despojado de mi dignidad, pero con el firme propósito de encontrar a Bene cuanto antes porque hasta que no lo hiciese estaría castigado a deambular por aquella especie de aeropuerto caminando junto a las almas en pena. Por muy peligroso, arriesgado o espantoso que fuera, mantenía la esperanza de aunar el valor suficiente para salir a buscarle adónde quiera que estuviese. «Qué efímeros la felicidad, el amor, la fidelidad y qué inmortales el llanto, el odio o la traición», pensaba a menudo.

A medida que pasaban los días, mi existencia se encontraba más vacía. El recuerdo de Benedetto me asaltaba día y noche; no podía evitar recordar lo salvajemente abantado que fue en vida y el modo en que dejó rotas nuestras existencias: la de aquella muchacha y la mía propia. Aún a sabiendas de lo cabronazo que había sido, la mala conciencia me devoraba. ¿Cómo era posible que el Diablo le hubiese engatusado tan fácilmente? ¿De verdad le había encandilado con una simple carta? Y yo, estúpido de mí… ¿Lo había perdido por segunda vez? ¿En serio? Más desesperado que incrédulo, llegué a sospechar que todo había sido un espejismo.

Tenía que pensar rápidamente en algo, pero estaba tan sumamente agotado —desde que volví del Otro Lado no había dormido un solo día—, que opté por buscar algún refugio donde abstraerme y meditar. Las salas de espera estaban abarrotadas de almas, cada una a cuestas con su tragedia; allí era imposible concentrarme. Por fin encontré una sala despejada: un gran ventanal permitía divisar las pistas de aterrizaje y la luz de la luna lo atravesaba. Ocupada únicamente por una chica y su novio ahorcado junto a ella, podría ser un buen lugar para relajarme. Tiraban cada uno de un extremo de una soga y discutían enérgicamente de por qué el suicidio era tan propio de cobardes.

—¿Y tú qué sabrás, desgraciada? —le increpaba él—. ¿Sabes el arrojo que hay que tener para atarse una cuerda al cuello y colgarse de una lámpara? Tú, mala mujer, nunca lo comprenderás, aunque ahora veas con horror lo que tuve que hacer por tu culpa. Ni en mil vidas que hubieses tenido me lo habrías perdonado, ¿verdad? —Ella callada, asentía, seguramente porque no encontraba las palabras precisas.

Con la confianza de que en algún momento se callarían, me senté en un banco frente a ellos y traté de intimidarles lanzándoles una mirada desafiante. Nada, continuaron con la bronca ignorándome por completo hasta que en un momento dado mi mente dejó de escucharlos. Comenzaron a rendirse mis párpados y cayeron del todo cubriendo mis ojos. Quedé absorto en mis pensamientos, roto de agotamiento y vencido por el sueño. La campana del reloj central anunció las doce.

—¡Gabriel! ¿Me oyes? Dime que sí, por favor.

—Te oigo —le contesté airado en el duermevela—, ¿qué quieres? ¿Dónde demonios estás? No puedo verte. —Me incorporé de un salto—. ¿Habéis oído eso? —le pregunté a la pareja de novios.

—No hemos oído nada —respondieron extrañados.

Alcé los ojos al techo anhelando que la mirada de Bene se cruzase con la mía con la ilusión de volver a verle. Giré atolondradamente alrededor de los bancos de la sala y miré en cada rincón mientras la extraña pareja no me quitaba ojo: «Ahora creerán que estoy loco…». Dando por hecho que la voz había sido fruto de mi imaginación, volví a recostarme en el banco.

La situación dio un vuelco al amanecer, cuando advertí que el sonido de algo repiqueteaba al otro lado del cristal desde las pistas de aterrizaje. Alguien hablaba en voz muy baja y pausada, pero no entendía nada de lo que decía. Salí, pero no vi a nadie. Desde la torre de control me hicieron señas para que abandonara la pista: agitaban una bandera roja en señal de peligro, que significaba que disponía de unos cinco minutos para salir o, en caso contrario, me detendrían; pero me resistía a marcharme. Deseaba ardientemente que se tratase del alma solitaria de Bene que hubiese venido a comunicarse conmigo.

Decepcionado, dispuesto ya a volver a la sala, y convencido de que eran alucinaciones mías, un espectro agarró mis manos. Como si una descarga eléctrica me hubiera atravesado, caí al suelo y una náusea me hizo correr a vomitar al baño. Cuál fue mi sorpresa cuando al pasar frente al espejo me percaté de que había retornado a mi cuerpo humano, pero con un aspecto muy desmejorado: los ojos inyectados en sangre, una inmensa arruga dibujaba un carril que dividía en dos mi rostro, a ambos lados se precipitaban fofos mis pómulos; el pelo oscuro era lo único que aparentemente no había sufrido tanto. La patética imagen del espejo se rompió de un golpazo, esparciéndose por el suelo en mil fragmentos. Silencio y al rato el zumbido de un abejorro se adentró en mis oídos.

—¡Qué dolor! ¡Para, por favor! —Me introduje un dedo dentro del oído izquierdo y al sacarlo observé que un líquido negro salía del orificio: no era sangre, sino una sustancia pringosa y de olor repugnante—. ¿Eres tú, Bene? ¿Estás endemoniado y has venido a torturarme? —Pero seguía sin contestar nadie. El sonido y el dolor cesaron, y alcé la voz para amenazar al que yo pensaba era el cabronazo de mi elegido—. ¡Tú, fantasma endiablado! ¡No conseguirás volverme loco! ¡Si me despiertas con el único propósito de acojonarme, acabaré contigo! ¿Te enteras?

Apoyé los codos en el lavabo, bajé la cabeza e inspiré profundamente. Conté hasta diez: uno, dos, tres… y respiré hondo. Sentí el peso de mis alas. ¡Milagro! Volvía a ser un ángel. Salí del baño enardecido, furioso: si hubiese tenido una pistola en la mano, habría disparado en todas direcciones al aseo.

Juré no volver a dormirme bajo ningún concepto; esta vez me encontraría despierto. No estaba dispuesto a ser un proscrito por siempre y vagabundear por el aeropuerto con el alma encogida y las alas plegadas; así que esa tarde a última hora hice acopio de un litro de café en el bar y me marché a la sala de las Almas Perdidas. Allí, escondido tras las cortinas para que nadie me molestase, fui tomando despacio, a sorbitos, mi tanque de torrefacto. A medida que las almas iban llegando se sentaban a conversar entre ellas: que si qué tal el día, cómo veían el ritmo de entradas y salidas del aeropuerto, si hoy había ocurrido algún retraso, y un sinfín de temas tan nimios que me estaban provocando un sueño terrible. Ya era bastante tarde y nada malo había sucedido. A pesar del café, estaba tranquilo, relajado y contento, feliz de haber conseguido mantenerme despierto. Sin embargo, serían cerca de las once y media cuando me quedé traspuesto.

Cuando en el reloj central dieron justo las doce de la noche, la Cenicienta maldita me arrebató del sueño gritando mi nombre:

—¡Gabrieeel! —Era increíble…—. Gabriel, ¿estás ahí? —Un viento levantó la cortina dejándome expuesto.

—¡Que sí, leche! Pero ¡no me toques!

Me incorporé dando voces, importándome tres puñetas despertar al resto de almas o al Cielo entero. Allí parado, esperé a que por fin pasara algo: la voz se diluyó de nuevo, sin dejar el menor rastro. Era indudablemente Bene, pero su espectro no se manifestaba. La verdad es que no entendía nada.

—¿A qué has venido si puede saberse? ¡La próxima vez te agarraré de tus cojones infernales y te traeré de vuelta! —aullé desesperado.

Si las cosas continuaban así, más pronto que tarde me vería despojado de mis alas, ¡como Lucifer! Decidí dejar de existir en modo sustantivo y pasar a la acción: consultaría con una de las almas errantes; probablemente ellas, que cruzaban incesantemente el río de la Muerte, le hubiesen visto por allí o podrían investigar por mí.

Alcancé el río después de varios días atravesando a pie las inmensas llanuras del Cielo. El viaje se me hizo eterno: no recordaba lo lejos que estaba ni las dificultades que suponía ser un ciudadano de a pie. Como ángel, siempre había disfrutado de mis alas; pero ahora, como proscrito, prefería no utilizarlas para no llamar la atención de los ángeles negros. Me senté en el suelo a contemplar la multitud increíble de espectros que pasaban frente a mí: no eran muchos los que se quedaban a descansar junto al río, sino que la mayoría tenían prisa en llegar hasta los tribunales en busca de una segunda oportunidad. Aunque yo sabía bien que gran parte de semejante migración no conseguiría sus objetivos, los miraba condescendientemente, deseando de verdad que los lograsen. De entre todos me fijé en uno de ellos, un chico cabizbajo que parecía tranquilo. Cargaba un hatillo de tela a la espalda del que sobresalían bultos que al andar hacían un ruido hueco como de cascos de caballo.

—Perdona —le pregunté—, ¿has visto a un hombre de unos sesenta y cinco años? —Le describí a Bene, pero me escuchó como el que oye llover.

—Sí, le entiendo. Verá, envenené poco a poco a mi padre para no levantar sospechas —respondió por peteneras—. Después, quise deshacerme del cadáver, así que dejé a los perros cuatro días sin comer. ¡Fue increíble! Cuando al fin se quedó tieso, lo troceé y se lo eché de comer a mis rottweiler, los cuales le devoraron en cinco minutos. No quedaron ni los huesos… No crea en su mala fama, son buenos perros, muy obedientes. —¿De qué modo podría ayudarme este enfermo mental? ¡Un puto parricida!

Cuatro o cinco días después, en una tarde lluviosa tuve claro que si seguía mucho más tiempo junto a las almas errantes acabaría igual de trastornado. Reflexioné acerca de mi pasado y comprendí que no era bueno forzar las cosas.

Regresé al aeropuerto. Caminé largas noches sin sosiego y recorrí el área de tránsito de arriba abajo en busca del alma perdida, aterrorizado por que la voz volviese y aún más que no lo hiciese y perder el espectro de Bene para siempre. Me sentía derrotado y las fuerzas comenzaban a fallarme hasta que un buen día me armé de valor y me acerqué a los juzgados. Posiblemente en el Consejo General pudiesen facilitarme alguna explicación a las extrañas voces. Para mi sorpresa, una jueza que dijo ser la más veterana de los juzgados se dignó a recibirme:

—Por favor, siéntese, Gabriel. Tengo poco tiempo, pero estoy dispuesta a hacer todo lo posible para ayudarle. ¿Y bien?

—Esto no es fácil para mí. Ruego un consejo: perdí a un elegido y no le encuentro por ningún lado. Estoy convencido que es su espíritu el que viene cada noche a visitarme, pero no sé con qué objeto… Solo dice mi nombre y se larga. Estoy abatido, no sé qué hacer. No soy capaz de atraparle ni de deshacerme de él, si es que no sé dónde está. ¿Usted lo entiende?

Entonces, abrió un libro enorme de pastas color ocre. A cada página que pasaba, un rayo de luz iluminaba su cara. Había algo en ella: quizá fuera el pelo rubio, sus movimientos suaves, las uñas largas o sus manos finas como de cirujano; no sabía bien dónde, pero creía haberla visto antes; su belleza era indiscutible. Se detuvo en una de las páginas y leyó en voz alta:

—Aquí se anuncia que un día recobrarás las fuerzas para ver en su interior. Entonces, Dios permitirá que se comunique contigo. Aún es pronto, pero está claro que él pone de su parte; de hecho, te habla cada noche, ¿cierto?

—Sí, por desgracia —contesté yo—. ¿Qué puedo hacer?

—Tendrás que demostrarle tu cariño, que le echas de menos, que todo fue un inexcusable error. Muéstrale arrepentimiento o no volverás a disfrutar de él.

—¿Disfrutar de él? ¿De quién me abandonó para seguir al Diablo y acude cada noche a atormentarme? ¿Cómo voy a demostrarle amor alguno?

—Imaginando lo que estará sufriendo y dejando a un lado tu rencor; piensa que Jesús también se sintió abandonado: «Señor, ¿por qué me has abandonado?» ¿Recuerdas sus palabras? Siguió adelante con la labor que Dios le había encomendado.

—Pero yo no soy Jesús: fui un simple publicitario, ahora un alma rescatadora en paro. ¡Un puñetero desgraciado! —Se incorporó y me besó las manos.

—Nada es imposible, ten fe.

De repente, salió de detrás de la mesa y se fue acercando a mí muy despacio, contoneándose descaradamente. «¡Dios, a mí me va a dar algo!». Su cuerpazo se escondía bajo una falda tubo color chocolate ajustada hasta las rodillas y una blusa blanca casi transparente que me quitaron el habla e hipnotizó de inmediato. Y mientras me quedaba mirándola como un pazguato, sus labios sensuales e increíblemente rojos dibujaron las palabras:

—Bésame, tonto.

Y yo creí morir una vez más. Temblé cual panna cotta y me quedé allí inmóvil, paralizado, atrapado en su esencia, en toda ella. Traté de evitarla, pero era muy difícil dejar de mirarla…; sabía bien que no debía hacerlo. Tampoco podía hablar, era lo último que tenía en mente. Se abalanzó sobre mí como una pantera: me cogió con fuerza de ambas manos y me tumbó sobre la mesa. Colocó sus piernas alrededor de mi cintura y se aferró a mi cuerpo, mirándome con sus ojos color plata y una concentración brutal. Mi espectro reaccionó de inmediato a su tacto. Muy a mi pesar, mi alma hasta entonces dormida se preparó para su encuentro. Alarmado, contuve el aliento, respiré hondo y entendí que si no actuaba rápido devoraría mi alma.

—¿Y ahora qué? —preguntó brabucona.

Estaba a su merced, indefenso, como un animal a punto de ser sacrificado. Acercó su cara y respiró agitadamente sobre mí; exhaló sobre mis labios un beso profundo y me habló con voz dulce y suave:

—Me gustas desde que te vi.

—¿Cómo? ¿Te conozco? —le pregunté acojonado y en un acto instintivo de salvación la empujé hacia un lado.

—¿Es que no me amas, Gabriel?

—Pues no creo… Yo qué sé… No me atrevo a decir nada: seguro que tendría terribles consecuencias y de problemas voy sobrado… —«La muy perra no solo me desea, también me ama». La mujer se rio en mi cara, enseñándome sus dientes abarrotados de sarro y de sangre; hasta entonces no supe verdaderamente de quién se trataba—. ¡Maldita seas!

¿Cómo no me había dado cuenta? ¡La diablesa más cabrona de los juzgados! ¡Seré imbécil! ¡Me había engañado miserablemente! La agarré del pelo y sin piedad pegué un tirón y la lancé contra la pared; el estruendo debió de sonar en todas las salas. Sangraba y respiraba con dificultad; del golpazo se le partió en dos la falda y se le deshizo la blusa en mil pedazos. Su interior era asqueroso: parecía hecha a trozos, un cadáver recompuesto a base de pegamento. La dejé en el suelo, gimiendo y llorando.

—¡Vuelve a tu valle de lágrimas! ¡Vete al Infierno!

Y hui despavorido, pues si alguien nos descubría a buen seguro yo saldría mal parado. Salí de la sala tambaleándome y me apoyé en una puerta a recobrar el resuello. Por mis ojos se deslizaron un par de lágrimas y las sequé de un plumazo, terriblemente avergonzado, abatido y convencido de que Dios mas que poniéndome a prueba me ignoraba por completo; sollocé durante largo rato hasta que de puro agotamiento dejé de hacerlo. El alma que pensé podría ayudarme había resultado ser una diabla de mierda. «¿Y ahora qué hago? Señor, ayúdame. No puedo más». Escuché un llanto tras de mí que no era el mío por supuesto: yo hacía rato que había decidido rezar en lugar de llorar. Me di la vuelta y apoyé la oreja. Abrí sin miedo la puerta.

Allí estaba la verdadera jueza: amordazada, atada de pies y manos, despojada de su toga y con un tatuaje pintado en la frente: «Soy jueza y soy imbécil».

—¡Qué mala leche! —Me apresuré a soltarla.

—Gracias a Dios que me has escuchado. Eso significa que hoy estás de suerte, muchacho, aunque yo no tanto.

—Bueno, ¿lo de suerte no lo dirá usted por mí? —Absurdamente no pude evitar sonreír. Tan desesperado estaba que me entró una risa floja incontrolable.

La jueza, ni corta ni perezosa, me plantó un guantazo en toda la cara y no precisamente con su guante de duelo, sino con la mano abierta, de los que escuecen. Por un momento me recordó a mi abuela: ella lo hacía a menudo cuando yo volvía del colegio lleno de barro. Lo odiaba, también a ella por pegarme.

—Toma, ángel, te lo has ganado, ¡por desacato a la autoridad!

—Considero, señora jueza, que su señoría se ha excedido de largo.

Salí de allí sin saber qué hacer hasta que al doblar la esquina me encontré de frente con la Muerte. Parecía triste…

—¿Qué haces aquí? —le pregunté asustado.

—Vengo a ayudarte. Ya sé que no es mi trabajo, me pesará; pero no he podido evitarlo. ¡Das tanta lástima!

—¡Aléjate, tú también mientes! ¡Estoy harto de todas las mujeres! ¡Sois tan tóxicas como adorables! —La miré con cara de carnero degollado: era tan hermosa que no pude evitar quedar de nuevo embelesado. Juró que no mentía.

—Lo conseguirás, ten paciencia; sé por lo que estás pasando. Te lo dijeron un día: arranca el odio de tu corazón.

Me miró con dulzura: sus ojos no mentían. Quizá tuviese razón y si era paciente encontraría una salida. Reflexioné profusamente y decidí arrancar de mí toda ira.

Agradecí sus palabras con un gesto de asentimiento y una enorme sonrisa. No pude dejar de observar cómo se alejaba despidiéndose con la mano, impulsándose hacia la Tierra con sus alas majestuosas; aluciné al descubrir que bajo ellas escondía un corazón grabado. Podría haberme quedado allí mismo, sin inmutarme, paralizado por la cobardía, por el miedo, suplicando a Dios en el silencio; pero decidí acompañarla. No resistiría una noche más esperando a Bene, solo…

La seguí hasta la Tierra: allí era de noche y el lugar dónde aterrizamos lúgubre y tenebroso. Un coche familiar se había empotrado en una curva cerrada contra un camión. En la cuneta, las llamas devoraban ambos vehículos; los bomberos, tras mucho esfuerzo, extrajeron cuatro cuerpos calcinados. Una mujer anciana miraba acongojada a un niño muy pequeño. Él, cariñoso, le decía que no se preocupara.

—Cielo, ¿ves a ese hombre tan guapo? —le dijo al niño mirándome directamente a los ojos—. Dice que pronto vendrán a rescatarnos.

—¡Aléjate, Gabriel! —me suplicó la Muerte—. Los ángeles rescatadores están al caer. Si te encuentran aquí… Mejor no quieras saberlo.

Batí mis alas tratando de no mirar atrás y me alejé viendo cómo bromeaba y besaba dulcemente al niño, que sin soltarse de la mano de quien supuse era su abuela, la recibía con alegría.

—Espera aquí, pronto vendrán a recogerte.

—¿Mis padres?

—No precisamente.

A la anciana la besó con desgana. La miró con desprecio y agarró sus manos, entregándosela a dos diablos que sin mediar palabra se la llevaron tirando de su melena en llamas.

Subí al Otro Mundo a gran velocidad rogando que nadie nos hubiera visto dispuesto a tumbarme de nuevo en una sala a esperar; bueno, a esperarle. Esta vez me sentía fuerte. Benedetto no escaparía fácilmente.

Un ángel y un nazi

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