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VII

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Salí apresuradamente del hangar y anduve sin rumbo por entre los transeúntes con el pleno convencimiento de que ninguno de ellos sería Benedetto: almas descarriadas, demonios arrepentidos, ángeles en paro y muchos otros desafortunados que al pasar junto a mí cubrían sus rostros, pues anochecía y el fulgor de mis alas les deslumbraba. Ninguno suscitó en mí la menor emoción: paseaban en ambos sentidos rápidamente, con decisión. Se dirigían a las salidas: pronto se cerrarían los comercios, bares y demás lugares de entretenimiento; solo se mantendrían abiertas las puertas de acceso a los pasillos de emergencia. Hasta el menos avispado regresaría a su lugar de origen o se hospedaría en alguno de los hoteles. La seguridad durante la noche dejaba mucho que desear.

Angustiado, recorrí el aeropuerto examinando cada lugar, cada rincón; ni rastro de mi muerto. Con el último resplandor del ocaso, en el reloj central sonó el Ángelus, acallando el ruido de mis pasos. El estruendo fue espantoso: con razón le llamaban el Grito del Diablo. Me senté en un banco y aterrorizado vi cómo los guardas iban cerrando las rejas. En cuestión de menos de una hora o salía por pies o sería un ángel destronado. Apoyé la barbilla sobre las manos unidas en posición de súplica esperando que sucediese un milagro. Empecé a sufrir palpitaciones de nuevo: mi interior se rebelaba contra la injusticia de Dios. Mi pensamiento se columpiaba de tristeza en tristeza, desplegando mi rabia inconfesable, incontenible, infame. Lleno de impaciencia me levanté y comencé a darme golpes contra la pared, aullando de dolor y rebuscando en mi interior, como dijo san Judas: tan solo hallé un alma descarriada.

A punto estaba de darlo todo por perdido cuando un resplandor me cegó; miré alrededor y descubrí una puerta. Al abrirla, advertí el hueco estrecho de una escalera que se prolongaba más allá de hasta donde mi mirada alcanzaba. Bajé unos peldaños y tropecé cayendo estrepitosamente al piso inferior. Vislumbré una reja de hierro sobre la que pendía un cartel iluminado: «Sala de las Almas Perdidas».

—Permita el Señor que no esté cerrada con llave —supliqué. Dios mediante la pude abrir con facilidad.

El lugar carecía de ventanas, sus paredes rezumaban humedad y olía a amargura y soledad. Al fondo, un pequeño fuego reverberaba la sombra de una silueta desdibujada. Si no hubiera sido porque sabía bien dónde me encontraba, habría jurado que una mazmorra me había tragado. Me aproximé hacia la figura despacio, batiendo las alas para iluminarme. A medida que me acercaba pude escuchar su respiración agitada: parecía un hombre como los que vi en vida tirados en las aceras y en los portales con un cartel pidiendo limosna, viendo pasar su vida día tras día sin la menor alegría, sin el mínimo acierto. Pero este, quien quiera que fuera, no tenía ni una manta siquiera. Me agaché para verle la cara.

—¡Gracias al cielo! ¡Benedetto! —Le solté de la boca la mordaza con que le habían atado.

—Tenía mucho miedo: pensé que nunca atravesarías estos muros. Además, tengo frío, he sufrido lo indecible dentro de mi cuerpo. ¿Cómo es posible si estoy muerto?

—Vamos, ya estoy aquí. Relájate, esos cabronazos tienen poderes inimaginables.

Se incorporó del suelo desmadejado y tuve que agarrarle del brazo para que no se desplomara. De pronto, sonó un estallido de cristales rotos: me giré para ver de qué se trataba y me topé con los ojos de un ángel de la Muerte, mirándome fijamente. Me acogotó con sus garras transformando mi cuerpo etéreo en cuerpo terrenal y me inyectó el veneno del infierno en la yugular. Un chorro de sangre inundó el suelo y en cuestión de segundos quedé paralizado durante un minuto eterno. El dolor fue indescriptible: lo invadió todo, deteniendo el tiempo. Retorciéndome en mi cuerpo mortal, caí al suelo aullando. Bene se agachó y agarró uno de los troncos de la hoguera. Reptó por el suelo, en plan comando, y súbitamente se lo tiró al demonio, al que le chisporrotearon las alas negras y después, como en las fallas, se fue quemando el resto de su cuerpo grotesco, deformado. Para nuestra desgracia, en el último instante enganchó del brazo a Bene, convirtiendo el cuerpo de mi exjefe en una inmensa bola de fuego.

Grité horrorizado; me abalancé sobre él y le abracé con mis alas. Nos quedamos así, enhebrados el uno en el otro, achicharrándonos. Las llamas nos envolvieron y nos sumergimos en ellas como en una piscina caliente, sintiendo que atravesábamos un volcán en plena erupción. El cuerpo del demonio se abrasó y nosotros… No supe entonces por qué pudimos salvarnos; aquel recuerdo interminable y tormentoso me acompañaría siempre. Nuestros cuerpos no se derritieron: conseguimos escapar y corrimos escaleras arriba como alma que escapa al diablo. Volvíamos a ser nosotros, dejando atrás nuestros cuerpos mortales y recobrando nuestro aspecto etéreo. Abrimos la reja a patadas y salimos al corredor, gimiendo y empapados en sudor. Bene se arrodilló ante mí y me cogió la mano:

—Gracias de todo corazón, me has salvado, nunca lo olvidaré.

—No me lo agradezcas, tampoco yo olvido. Y recuerda: no te vuelvas a acercar jamás a un diablo, ya has visto que son capaces de devolverte a tu triste y viejo cuerpo. Aún queda mucho por hacer —añadí con la voz entrecortada y me solté disgustado de su mano con el alma ahumada y el corazón helado—. En vida creíste que lo peor era morirse, ¿verdad, Bene? —Seguí con sarcasmo—. ¡Pues te equivocabas! Pero cuida de este aspecto prestado que, aunque maltrecho, algún día será capaz de trasladarte definitivamente al Otro Lado. Vas a tener la inmensa suerte de conocerlo: los ángeles de la guarda están muy ocupados para bajar hasta aquí; así que prepárate porque será en la antesala del Altísimo donde recibiremos instrucciones. Te lo advierto, ¡ten mucho cuidado! Las dependencias del Infierno están justo al lado junto a la desembocadura del río de la Muerte, así que no te menees, ¿entendido? No quiero más problemitas contigo. Si te cogieran…, bueno, matarte ya no te matan, pero pueden hacerte sufrir lo indecible.

De nuevo, sonó el estruendo del reloj central, obligándonos a apresurarnos hacia el pasillo de emergencias para despegar de inmediato. Las luces de la torre de control nos enfocaron: todo estaba dispuesto. Ajusté el arnés a mi copiloto y corrí por la pista a velocidad máxima. Yo desplegué mis alas, Bene una amplia sonrisa. Remontamos vuelo suavemente; me sentía triste hasta que miré al suelo de este otro mundo para descubrir como desde su hangar san Judas se despedía orgulloso de nosotros dibujando la uve de victoria con sus dedos. Surcamos el cielo dejando atrás el aeropuerto con sus hoteles, bares, salas de espera y hospedajes.

Le pregunté si todo iba bien y me contestó que sí como embobado. No era para menos: el espectáculo frente a nosotros era impresionante. A medida que ascendíamos, la luna resplandecía en todo su esplendor, tan llena de luz como de agradecimiento mi alma. Sabía que san Judas había intercedido: sin él jamás habríamos superado una prueba tan dura. En ese instante supremo, mi espíritu alejó sus miedos, permitiendo que nuestro viaje fuese tranquilo y sosegado. Ambos disfrutamos, esta vez sin prisa ni lluvia ni tormenta, acompañados por el silencio reparador tras el diluvio en el que casi naufragamos, escuchando tan solo el ruido del viento.

Recordaría aquella noche con nitidez asombrosa, ni el detalle más insignificante quedaría en la sombra. No había sido un delirio ni una pesadilla: aliviaría las calenturas, pero no me hizo olvidar lo que otra noche en la Tierra muchos años atrás marcó nuestras vidas, en especial la mía. «Desaparecerá algún día, el tiempo borrará el rencor». Sin embargo, mi odio continuaba aferrándose a mi corazón. ¿Cuánto más habría de sucederme para conseguir perdonar?

Un ángel y un nazi

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