Читать книгу Un ángel y un nazi - Elena Sicre - Страница 12

III

Оглавление

Había pasado una eternidad. ¿Cómo estaría? ¿Mantendría su buen aspecto? ¿Sería feliz o le habrían consumido los años? Desde que abandoné la Tierra no hice otra cosa que intentar olvidarle: ahora que iba a reencontrármelo estaba excitado, nervioso, poseído por una curiosidad morbosa y malvada. «Por fin, ya te toca. Aquí estoy; verás qué sorpresa te va a dar la Gran Dama…» y reí para mis adentros. Absorto por completo en mis pensamientos, cuando quise darme cuenta me hallaba en su habitación.

Su cama de matrimonio estaba cubierta por un edredón floreado pasado de moda y las mesillas de noche con dos lámparas de biblioteca verde oscuro a juego, muy austeras y británicas, bien podían haber sido compradas en el mercadillo londinense de Portobello; apenas alumbraban, por cierto. Un gran bote de viagra y múltiples fotografías familiares dispuestas en una estantería justo a la derecha del cabecero de la cama. Pero de Benedetto nada. Jamás en vida me había desorientado y una vez muerto menos todavía: «Será una broma; ya decía yo que esto me daba mala espina». Entonces, escuché unas risas en la habitación contigua:

—Te amo —decía ella.

—Sí, claro, por supuesto que le amas —ironicé yo al entrar y contemplar su despampanante aspecto.

—Yo a ti te a-do-ro —replicaba él para limpiar su conciencia y sin ningún entusiasmo.

Parecía bebido por la dificultad con la que hablaba y la torpeza con la que se movía. Sentado al borde de la cama, iba desvistiendo desmañadamente a la joven despampanante: primero, el sujetador; después, el resto de la mínima y delicada ropa interior: braguitas, medias, liguero y un pequeño etcétera que iba colocando como podía a los pies del lecho. Pasados unos minutos, corrió hacia su habitación para tragar de manera imperiosa dos formidables pastillas azules; esperó largo rato a que hicieran efecto y, al ver que su Lázaro no se levantaba, reculó hasta el salón y, con un sorbo de güisqui, engulló una tercera. ¡Qué barbaridad! Le observé cohibido; pero ¿por qué tenía yo que presenciar semejantes cosas?

Ahora sí, ardiente de deseo se aproximó hasta la chica y sin prolegómenos ni preámbulos la penetró bruscamente; nada de caricias ni de calentamiento previo, así, a saco, como si se tratase de una mujer de trapo. Ella debía de estar sufriendo, pero fingía un infinito placer.

Benedetto estuvo más de media hora galopando y cuando triunfó se bajó de golpe de su yegua. Tras besarla, cayó a su lado, durmiéndose enseguida con la profundidad de un océano. Entre babas del hombre, náuseas de un estómago alcoholizado y manchado por la semilla de aquel despojo humano, la mujer lo miraba de soslayo, tratando de esbozar una sonrisa que justificase la afrenta y regocijase su estado: insatisfecha, sucia y triste de total desamparo. Después de ponerse una por una sus prendas, que descansaban esparcidas por el suelo, trató de despertar a Benedetto. Su luz apagada confirmó para lo que yo había venido: parecía dormido, pero agonizaba.

—¡Bene, Bene, despierta! —le rogaba ella sin que por parte de su partenaire hubiese ninguna respuesta—. ¡Vamos, es tarde, tengo que llamar a un taxi! ¡Por favor, incorpórate, me estás asustando!

Pero Bene no despertaba: continuaba ahí, tumbado con la espalda mojada y el culo apretado; una respiración entrecortada, demasiado lenta y un color cetrino que evidenciaba su muerte inminente. La angustia se fue apoderando de la joven. A punto estaba ya de marcharse y dejar tirado al viejo (¡qué carajo!) cuando su corazón aún demasiado sensible le obligó a descolgar el teléfono para pedir auxilio. Su voz sonó entrecortada mientras daba la dirección de la casa a la mujer que impertérrita la atendía al otro lado de la línea: le pidieron que no se marchase y les diese sus datos. Sin recelar ni un instante, le cantó uno por uno los números y la letra de su carné de identidad. Al colgar el teléfono se dio cuenta de que estaba perdida: se había descubierto ella sola, tendría que esperar a la policía.

De repente, Benedetto se puso morado. Pronto iba a dejar de respirar, así de sencillo, sin más… y yo escuchando lo que estaba pasando por su mente en los últimos momentos.

La Gran Dama aterrizó a su lado mirándole insolente, retadora: la más cruel e inteligente de las mujeres adoptaba para él un aspecto desafiante. Vestía de negro otra vez, pero con una falda muy corta y unas trenzas largas de cabello blanco hasta el suelo. Sus uñas arañaron la cabeza de Benedetto y este emitió un grito salvaje.

—Bésame, tonto.

Y él, incapaz de decirle que no a una mujer, le plantó un beso en la boca y no de amor precisamente: la Muerte inhaló su alma y lo dejó seco. Apartó su cuerpo de un puntapié y le aseguró que había tenido mucha suerte.

Al otro lado de la cama, Benedetto trataba de digerir cómo un martes de agosto, cuando su mujer e hijos estaban veraneando en la Costa Azul, a él le había visitado la Muerte sin previo aviso.

—¿De verdad estoy muerto? ¿Se van a ir al garete tantos años de trabajo y clientes logrados? —Y resbaló su silueta fantasmal por el suelo para acurrucarse en una esquina de la estancia, convencido acaso de que era un lugar seguro, que nadie le arrancaría de esa esquina a la que se había trasladado con el miedo como único compañero, un miedo que le paralizaba—. Si me quedo aquí no me pasará nada.

Pero le pasaba. Era mi momento: al escuchar su expiración grité con fuerza.

—¡Benedetto, Benedetto! ¡Vamos, aún estás a tiempo! Dios te aguarda: ¡arrepiéntete de lo hecho y de lo olvidado! Acuérdate de aquellos a los que tanto daño has causado, así de como los que te querían y a los que no has ayudado…

Su espíritu continuó aferrándose a la vida. Haciendo caso omiso de mi recomendación, no emitió el menor gemido, siquiera un simple gesto de súplica, de perdón; muy al contrario, pues su alma fantasmal arrecía como nieve en invierno. Nada presagiaba que fuese a cambiar de opinión. Yo no sabía muy bien qué hacer; quizá antes de subirlo pudiera lograr algo. Tendría que ser rápido porque mucho después sería tan difícil como detener las olas del mar. Estaba claro que esa noche, supuse que como tantas otras, se sobrepasó con la viagra y su corazón reventó.

Su alma peregrina se escondió bajo las sábanas:

—¡Eh, vamos, sal de ahí y no finjas que no me has visto! ¡Déjate de chorradas, esto no es una broma caída del cielo! Soy yo, tu ángel, y he venido para llevarte.

Me esquivó la mirada y echó un vistazo a su alrededor. Estaba tan alucinado de verme que trató de hablar con su amante e incluso de volver a meterse en la cama. Deambuló por la habitación —me estaba sacando de quicio— y tras un rato por fin se quedó quieto, accediendo a clavar sus ojos en mí. No le reproché su cara de asombro, pero sí sus habituales malos modos y el que no pareciese tan aterrorizado como el resto de los mortales a quienes yo había acudido a buscar anteriormente.

—¿A llevarme? ¿Adónde si puede saberse? —preguntó estupefacto.

—¡Pues al Otro Mundo o al Mas Allá, al Cielo, al Reino Celestial, llámalo como quieras! —contesté airado.

—¡A mí de aquí no me mueve ni Dios! —gritó encaramándose al cuerpo de la chica que lloraba desconsoladamente junto a él.

—¡Bene, Bene, por el amor divino, despierta! ¿Qué voy a decir si me encuentran contigo aquí? ¡Vamos, di algo! —suplicaba al cadáver la mujer, hermosa y rubia como la cerveza.

La imagen era patética: un viejo fallecido junto a una chica preciosa, joven y encima bondadosa. Me costó más de media hora convencerle de que estaba muerto y debía de acompañarme, y no lo habría logrado de no ser por el ruido ensordecedor de las sirenas y de las pisadas arrebatadas de los camilleros corriendo sin aliento arriba y abajo a través del espléndido jardín, aterrizando con la respiración entrecortada en el dormitorio principal donde se encontraba Benedetto.

Una descarga de desfibrilador tras otra en un intento de evitar la arritmia cardíaca letal. Se tomaban muy en serio su trabajo, de eso no cabía la menor duda; pero ya era inútil: llevaba más de media hora muerto. Yo no podía hacer ni decir nada: los ángeles tenemos terminantemente prohibido hablar con los vivos.

Benedetto, con el semblante níveo, me miró con odio. Continuaba aferrándose obsesivamente a la vida como la lapa a la roca, como el cuello del ahorcado a la soga que lo ahoga. Ahora sí había abandonado su cuerpo, pero no su actitud teatral de prepotencia. No pude evitar apiadarme: su espíritu plomizo, su corazón destruido por el infarto, su semblante descompuesto y sus ojos inertes en blanco. Me dio lástima y eso que tenía el atrevimiento de mirarme fijamente con esa cara tan típica del recién fallecido esperando el día, ese día inmenso que esperan los muertos.

Así fue grosso modo como me reencontré con Benedetto, el hombre más engreído e influyente, el mejor y más renombrado publicista de todos los tiempos, que ahora postrado ante mí era incapaz de mostrar respeto. Al principio no me reconoció, lógico; además, mi presencia le incomodaba: para él yo era una cita catastrófica, mas muy a su pesar debía dejarse llevar por su propia ausencia para adentrase conmigo en un mundo distinto. Nada evitaría ya lo inevitable y yo tiraría de su alma hasta lo eterno, explicándole en el trayecto cuáles serían sus ineludibles prioridades en la otra dimensión.

Continué hablándole sin éxito: un hombre acostumbrado siempre a hacer lo que le venía en gana sería un hueso duro de roer, de eso no me cabía la menor duda. Qué expresivo cuando le comuniqué oficialmente su fallecimiento; no era cosa de risa, pero hasta disfruté un poquito.

—¡Dios de la Madre! ¡Joder! Pero ¿usted sabe ángel, o lo que sea, la cantidad de cosas que aún me quedan por hacer? —me increpó alzando los brazos—. ¿Tiene usted idea de quién soy yo, pedazo de inútil? —gruñó entre dientes.

Hice de tripas corazón y obvié por un momento el odio que le profesaba, lo asquerosamente estúpido que era, e hice el enorme esfuerzo, porque de él dependía ahora mi ascenso, de mantener mi profesionalidad intachable. Era espeluznante que ese tío pudiese putearme incluso después de muerto.

—Sí, claro. —Proseguí con mi papel de ángel bueno—. Vuelvo a decirle que la Muerte es algo inaplazable, por eso estoy yo aquí. —Le iluminé con educación, hablándole en todo momento de usted—. El Otro Mundo puede parecer un lugar grotesco solo para el que no sea capaz de mirar a los demás con el corazón abierto. El amor supera todas las barreras, atraviesa planetas y universos, se eleva y se transforma; aunque es incapaz de posarse, de quedarse quieto en las almas que nunca en vida han sentido afecto. ¿Cómo el alma puede ahora reconvertirse? —continué explicándole, tratando de no perder los nervios, aun a sabiendas de que le importaba tres puñetas lo que le estaba diciendo.

—¡Basta, por favor! —me chilló dejándome fuera de juego—. Le haré una contraoferta. Déjese ya de palabras bonitas que de esas sé mucho. Le repito que tengo mucho que hacer, ¿no le he dicho que la semana que viene tenemos una importantísima presentación de agencia?

—¿Tenemos? —dije sin poder evitar la crueldad de una risotada—. Una vez más le aseguro que usted lo único que presentará de ahora en adelante serán sus respetos ante el Altísimo.

Benedetto continuaba erre que erre. Era una persona imposible, de esas que hablan sin parar, pero que no escuchan, que piensan primero en su trabajo, luego en su trabajo y por último en la mujer, siempre y cuando no sea la suya.

—¡Maldita sea, me está usted cabreando! —porfió en tono amenazador—. Mis amigos me llaman Ben y tiene exactamente cinco minutos para devolverme a mi cuerpo o mis abogados se ocuparán de usted para siempre. ¿Me entiende? —Guiñó al más puro estilo Al Capone—. ¡Dígame con quién tengo que hablar para solucionar esto! ¡Me niego a que haya llegado mi momento!

—Está bien, Ben —le contesté pausadamente alzando las alas en lugar de la voz—. Me temo que se está equivocando; conozco sus métodos, pero sospecho que a partir de ahora sus amenazas no llegarán muy lejos. Siento comunicarle de nuevo su fallecimiento. El día se ha ido, no ha podido despedirse… Su color ya es gris de invierno triste. Está usted solo; bueno, con mi compañía. ¡Aún tiene tiempo de arrepentirse de sus fechorías! ¡Hágalo de una vez y vámonos ya, hombre de Dios! —Ahí en mi prisa y mal humor es cuando rompí mi bendición. El hombre se revolvió como mariposa en viento huracanado y se acercó a mí con la mano abierta, dispuesto a partirme la boca—. ¡Lo que me faltaba! —No pude más y le paré el golpe con una patada. Él la esquivó hábilmente: parecía que hubiese recibido en su vida más de una—. ¡Joder! ¡Esto no va bien! ¡La he cagado!

No pude evitar dejarme caer al suelo sollozando. El gran hombre me incorporó sorprendido.

—¿Los ángeles sois todos gais? —me preguntó con el desprecio propio de un imbécil y el alma impía de un auténtico degenerado.

—Claro, ¿cómo sino habría podido venir volando? ¡Pues por la pluma que tengo! —manifesté con ironía y le eché a un lado, dispuesto a que viera en primer plano lo que a su antigua vida le estaba sucediendo.

Llegados a este punto de nuestra agradable conversación, mi querido fallecido se había quedado trastornado y callado durante largo rato observando su antigua morada. La estancia se llenó de policías: a la mujer la cachearon a destajo, deteniéndose en sus pechos, pezones y nalgas; así eran algunos empleados públicos. Más tarde, llegaron los refuerzos que acordonaron la zona y se la llevaron esposada. Era sospechosa de asesinato, intencionado o no, porque una prostituta siempre lo es de casi cualquier cosa. El forense acudió apresuradamente a examinar el cuerpo de Benedetto y no le hizo falta mucho para confirmar el infarto y dar por concluida su tarea, firmando el acta de fallecimiento. «Estaría cansado —observé condescendiente—; al fin y al cabo, son cerca de las cuatro y media de la mañana».

Una mano anónima cubrió el cuerpo con una sábana y los camilleros que hacía tan solo tres cuartos de hora habían tratado de reanimarle, llamaron entre risas al tanatorio central para que vinieran a buscarle. Efímeras emociones, efímera vida… ¿Acaso no imaginaban que en más o menos años también ellos pasarían de la risa al llanto?

Un ángel y un nazi

Подняться наверх