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II

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Yo creía que lo bueno de morirse era que por fin te desentendías de todo, que flotabas como un bobo por el espacio hasta encontrar tu sitio; pero no: tanto en el Otro Mundo como en el Departamento del Infierno al Otro Lado no se para ni un instante de currar. Tras años de duro esfuerzo creía merecer algo de paz: viajar menos, una almohada más confortable o incluso unos alerones nuevos. «¡Un mes de vacaciones!», soñaba iluso.

Un buen día, o mejor dicho uno pésimo, decidí que ya era hora de convertirme en ángel de la guarda. Experiencia no me faltaba, así que sin más me atreví a cruzar al Otro Lado y presenté mi solicitud en la estafeta de Correos; mejor sería enviar una carta que pedir cita a los arcángeles magníficos, porque tardaban más que una operación en la Seguridad Social española. Fueron pasando los días, demasiados días, semanas, meses, hasta que llegó un momento en el que comencé a desesperarme; una eternidad desde mi requerimiento y ninguna respuesta. Muchos de mis compañeros habían ascendido ya; mi buen Dios debía estar muy ocupado. Estaba más que harto y profundamente desmotivado: comencé a llegar tarde a mis citas y mi trabajo fue empeorando en detrimento del bienestar de las almas. Ante semejante tesitura estaba claro que tenía que pasar algo tarde o temprano y así fue: un elegido vino a comunicarme que mi Dios deseaba anunciarme su resolución.

Los arcángeles magníficos me esperaban en la Corte Celestial. Acudí a la llamada de inmediato, pues ser requerido a su presencia era un inmenso privilegio y, además, intuía para lo que era.

—¡Por fin mi oportunidad! ¡Por fin un ascenso! —Fui gritando durante el camino, loco de contento. A medida que sobrevolaba el río de las Almas Sagradas y me acercaba a su encuentro, los nervios comenzaron a azotar mis pensamientos. —¡Qué tontuna! ¡Seguro que son buenas noticias! —Pero en mi fuero interno un mal presentimiento me inquietaba. Tenía miedo, aunque no quisiera reconocerlo.

Los arcángeles magníficos me hablarían en nombre de mi Dios. Él no retrocedía: con los brazos cerrados, avanzaba y concentraba el poder del universo en un exiguo espacio iluminado. ¿Un desplante? ¡Ni muerto! Me acerqué a la Corte asustado; una intensa luz iluminaba la entrada. Su fulgor tenía la capacidad de anular la mente más despierta. Me revolvía como si serpientes subieran por mis piernas y para mayor inri las voces de los arcángeles sonaron rotundas e inequívocas; retumbaron en mi cerebro con insistencia.

—Tu dios te dice que si quieres un ascenso es hora de enfrentarte a tus miedos y a un alma rebelde. Habrás de rescatar un alma más.

—¡Por supuesto! Es lo que he estado haciendo hasta ahora. No os fallaré.

—Habrás de conseguir que su alma descarriada en el último instante se arrepienta y que hagas de él, en el futuro, un guía de almas de primera.

—¿En el último instante? —pregunté sorprendido—. ¿Rescatador de almas? ¡Si será un recién fallecido! ¿Cómo es eso posible?

—Se trata de una prueba y por ello las reglas de juego son distintas. Él será a todas luces un elegido y eso significa, te leo textualmente, «que no será juzgado en el tribunal y que, por tanto, no pasará por el Departamento del Infierno». Aplicará directamente como tu aprendiz y habrás de hacer de él el mejor rescatador de almas de la historia. Cuidado, ya sabes que si los demonios se lo llevan perderás la única oportunidad que Dios te ha dado.

Permanecí atento e imaginé que se trataría de un alma fácil. ¿Cómo mi Dios iba a pedirme un imposible? Seguro que querría otorgarme mi bien merecido reconocimiento. Yo era ya un experto en traer almas, sería coser y cantar: le rescataría y no le quitaría ojo en ningún momento.

Ya estaba dispuesto a marcharme cuando se me ocurrió hacer una última pregunta:

—Perdón, arcángeles magníficos, ¿podría saber de quién se trata? Será alguien muy especial, ¿no es cierto?

—Claro, es Benedetto. Le conociste bien. Suerte y hasta pronto.

Tratando de mantener la compostura y en una alegoría sin sentido, gesticulé una sonrisa. Pedir explicaciones era inútil y, a pesar de que mi forzada felicidad fue bien recibida, no tenía ni tiempo ni ganas de alegrarme. Mi corazón quería escabullirse como fuera, pero por encima de mí se erguía su respeto; así pues me quedé con un palmo de narices. Ya no se trataba de ir a buscar un alma cualquiera, sino la de aquel que había arruinado mi vida por completo. Hombre afortunado, desalmado y engreído: machacó mi carrera y mi futuro. Me sentí medio muerto, pájaro enlutado de invierno. ¿Cómo era posible que tuviese que traer de la vida a ese tío? Me reconcomía el pensarlo. Pero así fueron las cosas y así sucedieron: las luces se fundieron en tinieblas y por un instante creí desfallecer. Mi energía se esparció en pequeños pedacitos por el infinito. No dije ni una palabra más: ese día aprendí tanto silencio que apenas me ha quedado luego nada por decir.

Tras meditarlo decidí asumir mi encomiable trabajo: debería de ayudar a aquel miserable y nadie como yo, que bien lo conocí, entendería sus torpezas. Resolví ir con buen ánimo porque la alegría otorga una fuerza inconmensurable. Les pedí a mis querubines que me aguardasen tranquilos, pero alerta; prefería bajar solo a la Tierra.

—¡Y, por favor, nada de coros! ¡Siempre hacéis lo mismo cuando os dejo solos!

Me despedí rogándoles que fuesen haciendo sitio para el siguiente desgraciado. Desplegué en cruz mis alas y bajé volando a buscarle.

Sobrevolé el Otro Mundo dejando atrás sus innumerables dependencias que ya conocía como la palma de mi mano y surqué el cielo infinito, derechito a la Tierra.

—¡Tierra a la vista! —anuncié con sorna tratando de localizar su fabuloso chalé cerca de la costa.

Mientras lo hacía, pensé que la Muerte no nos había separado tanto: el hilo que nos unía aún no se había cortado. Benedetto continuaba siendo para mí algo especial, seguía siendo él, quien me había destrozado la vida. Aún recordaba las cosas que compartimos juntos. ¿Por qué iba yo a olvidar a aquel desgraciado? ¿Por haber desaparecido de este mundo se iba a borrar de un plumazo todo el dolor que me había causado?

El día que nos presentaron me resultó hasta simpático: hablaba rápido, era divertido, mordaz y algo agresivo; sus aspavientos, gestos y tono de voz articulado, alto e irónico, hacían de él una persona muy particular. Bien bronceado, con un traje sastre impecable, se movía con la seguridad de quien se siente por encima del bien y del mal. A pesar de su mala leche, sonreía constantemente; miraba sin cohibirse con sus ojos verdes algo pálidos y, debido a un tic nervioso, apretaba sus finos labios de un modo espasmódico. La oficina era su palacio, los clientes sus amigos y el despacho su refugio; allí se encerraba de vez en cuando y hablaba solo, en francés, inglés y hasta en italiano, porque dominaba cuatro idiomas a la perfección. Estudió tres carreras, sin duda un cerebro y un trabajador incansable. En su mente todo era posible y si no lo era había que inventarlo. Mis compañeros enmudecían a su paso. Era un hombre temido, sí, pero a la vez admirado.

Nuestra relación fue siempre buena, más que eso fructífera. No había nuevo cliente que se nos resistiera: por muy complejo que este fuera, entre su labia y mi capacidad convertíamos lo simple en extraordinario. De él lo aprendí todo. «¡Si quieres ser grande, piensa a lo grande! —aseveraba—, ¿o crees que un Porsche puede pensar como un Seat? La publicidad lo es todo amigo mío —me confirmaba ya más sosegado—. Pero ojo, si no estás en la mente del consumidor no existes». Argumentaba como nadie, se expresaba de maravilla, se movía por las salas de reuniones cual leopardo en la selva. Su palabra era ley, enormes sus fuerzas e inconmensurables su sabiduría y sueldo.

Pasaba muchos fines de semana navegando, tenía una esposa bellísima y más amantes que don Juan Tenorio; petulante, prepotente, superhombre. Hubo un tiempo en el que yo habría dado mi vida por mantenerme a su lado, ser su ojo derecho: si seguía su ritmo, yo también sería algún día «grande»; y con ese espíritu de superación mantuve con él y con la agencia una relación de amor-odio constante. Trabajaba demasiado, pero él siempre era capaz de compensarme: ascenso tras ascenso hasta convertirme en el consejero delegado más joven de la profesión.

«¿Más dinero, Gabriel? ¿Qué necesitas para ser feliz? —me preguntaba a menudo—. ¡Vente a Saint-Tropez con nosotros este verano! ¡No puede ser que aún no conozcas la Riviera francesa! Tú y tu mujer disfrutaréis de lo lindo. No seas tonto. Algún día dirigirás este negocio, yo ya me voy haciendo mayor…». Vetusto, pensaba yo…; pero el tío no se retiraba ni a tiros. A punto de cumplir sesenta y cinco años y trabajando a destajo, ni un traspié, ni un solo fallo, hasta que un día las cosas se torcieron.

Un ángel y un nazi

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