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VI

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Ni siquiera habían pasado cinco minutos cuando sus ronquidos quebraron el silencio sepulcral de la noche. Le zarandeé, pasé mis alas por sus pies, le soplé en la nariz y hasta grité; pero nada: Shrek roncaba a pierna suelta. Los demonios aporrearon la puerta dispuestos a llevárselo, pero al verme agacharon sus alas negras en señal de sumisión e hicieron mutis por el foro. Tuvimos suerte: no todos los esbirros del maligno se rinden a la primera; yo he presenciado como le arrancaban a un pequeño ángel las alas y los he visto encarnizarse en peleas sangrientas por conducir a un recién fallecido a su lado oscuro. Por muy ángel con mayúscula que uno sea no se puede bajar la guardia.

Alarmado le pedí a san Francisco que me ayudara; me arrodillé en el suelo y le recé una plegaria. Un haz de luz atravesó a Benedetto que continuó durmiendo plácidamente el resto de la noche. Atrás quedaron sus sonidos estridentes y mis miedos.

—¡Gracias, san Francisco! ¡Por fin conciliaremos el sueño! —exclamé agradecido.

A media noche Benedetto se despertó sobresaltado: gritaba socorro y pronunciaba mi nombre desorientado, aturdido. Se incorporó y me preguntó muy serio quién era yo.

—¡A buenas horas me preguntas esto! Soy Gabriel, tu ángel, tu antiguo compañero de fatigas.

Benedetto rogó que lo dejase solo. Me sorprendió muchísimo, pero argumentó querer borrar algunas cosas de su corazón y mi presencia le incomodaba.

—Tranquilo, Bene, todo irá bien.

—¿En serio, ángel, crees que aquí se puede existir en paz?

—Claro.

—¡Pues o estás ciego o mientes! ¡Prefiero cualquier cosa a esta supuesta paz contigo!

Me encaminé a la puerta para salir durante un rato y le exigí que no se moviese del dormitorio para nada, porque era altamente peligroso. Di unas cuantas vueltas por el corredor y me detuve al fondo, solicitando a todo el que pasaba que guardase silencio; el alma de mi protegido estaba examinándose a sí mismo. Al volver, encontré a Benedetto dormido como un niño. Desde esa noche las cosas entre nosotros cambiaron: se mostraría dispuesto a ayudarme y juraría que hablaríamos del pasado cuando su espíritu estuviese preparado. Tendría que explicarle de una vez por todas por qué me resultaba tan difícil dejar de odiarle eternamente; hasta entonces mi deber era allanar el terreno y cuidar de él.

A la mañana siguiente desayunamos opíparamente: cruasanes con mantequilla, café capuchino, tostadas y zumo de naranja maravillosamente celestiales. Al término, recordé que era hora de dar un paso más: a la caída de la tarde, en el mismo instante en el que el sol comenzase a declinar, una comitiva de ángeles vendría a comunicarme una nueva misión. Esta vez no iría yo solo, sino que Bene me acompañaría. Para bien o para mal, volvíamos a ser dos almas gemelas, dos twins inseparables.

—¡Señor, dame fuerzas para soportarle! —rogué nervioso.

—¡Y a mí también! —coreó con gesto amenazante. Mi querido Bene había vuelto: su arrogancia traslucía sus ojos obstinados y absurdos; se había despertado malhumorado y su aspecto era rancio y poco aseado.

—Mejor será que nos duchemos antes de salir —le pedí—. No hay muchas ocasiones de hacerlo, así que adelante, el baño es todo tuyo. En cuanto acabes entraré yo: soy rápido, la verdad. —Me senté al borde de la cama mirando a través de la ventana.

El día estaba despejado: si el viento nos favorecía aterrizaríamos en la sala de la Guarda en poco más de dos horas. Las travesías a veces son traicioneras: las turbulencias han dejado perdida en el espacio a más de un alma, así que yo sería precavido con Bene. ¡Dios me libre de perderle! ¿Qué le diría yo entonces? Un ángel irresponsable se convierte en querubín en menos que canta un coro; así que mientras Bene se duchaba salí a buscar un buen arnés para sujetarlo.

—¡Ahora vengo! —le grité desde el otro lado de la puerta del baño y salí escopeteado.

Rebusqué en todas las tiendas y no escatimé a la hora de adquirir el arnés ideal. Puede que me entretuviese demasiado, así que regresé raudo a ducharme y vestirme para largarnos. Le llamé: no contestaba ni se escuchaba el menor ruido. Pasados unos minutos de cortesía, empecé a aporrear la puerta del baño con todas mis fuerzas, pero seguía sin respuesta. Por fin me atreví a dar un empujón y tirarla abajo. Benedetto no estaba dentro. Le busqué en el armario, debajo de la cama, entre las toallas, tras las puertas, bajo las sábanas; pero nada: el espíritu de Bene se había esfumado.

Salí al pasillo gritando despavorido, pregunté a todo bicho presente y todos me contestaron lo mismo: «No lo sé, no lo he visto». Con el corazón en la boca le rogué a la policía del área de hospedaje que me ayudara. Se lo describí lo mejor que pude: unos sesenta y cinco años, complexión media, ojos verdes, delgado, despistado y con una mala leche apoteósica.

—¿Está usted de coña? —me interrumpieron dos policías, mofándose de mí.

—No, agentes, no estoy de broma, ya me gustaría a mí…

—Le buscaremos por tratarse de usted, don Gabriel; pero espero que no se crea que hoy es el día de los Santos Inocentes porque tenemos trabajo para aburrir.

Registraron minuciosamente los datos en un cuaderno y les hice un garabato a modo de retrato. Con un poco de suerte, darían con su paradero.

—Si pasan más de cuarenta y ocho horas, más vale que pregunte por él en la frontera del Infierno. Tranquilo, no se angustie: al final siempre aparecen, aunque algo chamuscados, eso sí —se pitorrearon.

Corrí de un lado a otro de las salas tratando de encontrarle, pregunté a los ayudantes de vuelo, a los azafatos; entré pegando voces en la torre de control donde los controladores aéreos me tacharon de histérico y me echaron a patadas; busqué en los baños, en las pistas de aterrizaje, en todos los hangares y miré en las escaleras peldaño a peldaño… Me iba a dar algo: si los incitadores del mal le habían engañado las almas infrahumanas habrían conseguido llevárselo.

Traté de relajarme sentándome unos segundos en un banco. Intentaba respirar profundamente, pero mi respiración efectuaba paradas bruscas, desconcertándome. El corazón, lejos de relajarse, continuaba trabajando a un ritmo frenético. Todas las alarmas de mi organismo etéreo se habían disparado: temblor de piernas, sensación de vértigo, visión borrosa, rigidez en la nuca… ¡Iba a colapsarme! Tal era mi ataque de ansiedad que, negando mi virtud de la calma, abordé un plan de ataque infalible. Nunca supe si fue un acto consciente o un paso en falso de mi corazón descontrolado, pero batí las alas y me fui directamente al hangar artesano de san Judas, quien de inmediato adivinó mi presencia sin que yo hubiera siquiera llamado a la puerta.

—Pasa, Gabriel. —Me recibió amablemente—. Estoy en la salita del fondo.

Al entrar, le advertí desmejorado: estaba recostado y parecía enfermo. Seguía siendo menudo, de hombros estrechos, con su aire modoso, encogido; la túnica blanca inmaculada, su tez dorada por el sol y unas manos pequeñas: el aspecto del gorrión y la fortaleza del águila. Jamás le había rogado que me concediese un favor; no era un santo fácil ni hacía caso a cualquiera, pero el hecho de que yo fuera un futuro arcángel en periodo de prueba matizaba mucho las cosas. Remataba minuciosamente unas alas rotas pegando las plumas una por una; en la Morada de los Ángeles, nadie era capaz de arreglar las alas con mayor destreza. Sin dejar su tarea aseveró:

—Sé a lo que vienes y no puedo concedértelo. Me pides un completo imposible.

—No me iré hasta que no me ayudes; sin Bene estoy acabado. ¡Por Dios bendito, pídeme a cambio lo que sea, cualquier cosa! ¡No puedo perderle, te lo suplico, te lo ruego! —Me eché a llorar como un niño perdido en un centro comercial.

—Vamos, vamos, no es para tanto…

—¡Tú eres el Patrono de los Imposibles, lo puedes todo! —le aseguré con la voz entrecortada.

—Vamos, Gabriel, estás fuera de ti. Haz el favor de comportarte como un ángel adulto y deja de hacer el moñas. Estas cosas pasan, ¿qué se le va a hacer? —me contestó quitándole importancia a mi drama. Me senté en un sofá a su lado; sin apartar la vista de la chimenea, la leña chisporroteaba y el olor que desprendía me reconfortó. Más tranquilo, tomé un poco de agua y a punto estaba de marcharme cuando tocó mi hombro—. Está bien, favor por favor. Si te ayudo a recuperar a Benedetto, querré una cosa muy sencilla a cambio.

—Lo que sea, lo que haga falta…

—Tú, que estás destinado a ser el arcángel de las buenas nuevas, haz que sepa de santa Rita. Desde que Dios se la llevó al Otro Lado, no he vuelto a tener noticias de ella.

—Aún no soy arcángel y si no encuentro a Benedetto, nunca lo seré; pero cumpliré mi promesa, san Judas. Si algún día salgo de este atolladero, te traeré noticias de tu santa, lo juro.

San Judas se levantó y dando tres golpes al suelo con su bastón, se dirigió al fondo del salón y cogió un hacha idéntica a la de su martirio. Cortó más leña, la echó al fuego y profetizó:

—Antes de que esta pequeña hoguera se extinga le encontrarás. No se halla lejos. Escucha a tu corazón: su paradero está en tu interior. —Y dio un hachazo al aire que por poco más me parte en dos.

—¿Será posible? ¡Cómo están los santos hoy en día! —retrocedí asustado.

—¿Conoces el Parque de los Milagros? —me preguntó echando un vistazo por la ventana.

—Sí, pero hace una barbaridad que no lo visito; dispongo de poco tiempo.

—Anda, demos un paseo. Relajarás tu corazón y me aliviará los huesos…

Caminamos por el sendero del horizonte infinito donde las nubes nos llegaban hasta las rodillas y un sol aterciopelado y espléndido calentaba nuestra espalda. La quietud me transportó a un estado de relajación extraordinario. Anduvimos despacio y charlamos acerca de la felicidad: yo le confesé que en vida el momento más feliz fue el del nacimiento de mi primer hijo, y que recordaba con pasión cuándo conocí a la Muerte y me besó por primera y última vez. Él, sin embargo, me aseguró que no existía nada comparable al perdón de Dios. Agarrado del bastón con el que había recorrido medio mundo predicando, san Judas me regaló su compañía. Al despedirnos, insistió:

—Esfuérzate: si consigues aplacar a Benedetto, dejarás de estar siempre solo, Gabriel. La soledad no es para nadie y mucho menos para un ángel. Dios ha depositado sus esperanzas en ti. No le defraudes: yo lo hice una vez, él confió en mí y le traicioné. A pesar de su perdón, nunca me arrepentiré lo suficiente.

Agradecí su consejo: estaba seguro de que el patrono de los imposibles intercedería por mí. Arrodillándome, le besé la mano.

—Gracias, trataré de recordarlo… Hasta siempre.

Un ángel y un nazi

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