Читать книгу La vida es una nube azul - Elicura Chihuailaf - Страница 12
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ОглавлениеLa Casa Azul en que nací está situada en una colina, rodeada de hualles, un sauce, nogales, castaños, un aromo primaveral en invierno, un sol con dulzor a miel de ulmos, chilcos rodeados a su vez de picaflores que no sabíamos si eran realidad o visión: ¡tan efímeros! En invierno sentimos caer los robles partidos por los rayos. En los atardeceres salimos bajo la lluvia o los arreboles a buscar las ovejas (a veces tuvimos que llorar la muerte de algunas de ellas navegando sobre las aguas)
Con el consentimiento de mis abuelos, nos contó mi padre, pidió ayuda a los vecinos de la comunidad y pidió permiso al bosque para cortar algunos de sus robles apellinados que después llevaron en carretas troceras al aserradero de Cunco. Mi viejo querido, entonces un joven de veintitantos años, hijo del Lonko de Kechurewe, Juan Chihuailaf y de Rosinda Reumay, había acordado casarse con la que sería nuestra ñuke madre, Laura Nahuelpán, hija de Toribio Nahuelpán –Lonko de Liumalla (zona de Villarrica)– y de Pascuala Nahuelpán. El mafvn casamiento se celebró en la comunidad de Liumalla
Mis padres se conocieron en Temuco, en los años treinta, participando en la lucha organizacional de los estudiantes mapuche que tras varios encuentros y discusiones habían logrado conformar el Centro de Estudiantes Mapuche «Newentuaiñ» (Hagamos Fuerza Unidos), en el que mi padre fue elegido presidente y mi madre secretaria. Ambos, como todos los jóvenes y las jóvenes mapuche de esa época, habían salido al exilio de la ciudad siendo excepcionalmente bilingües algunos, como en el caso de mi madre (una de las esposas de mi cheche abuelo materno era española), o sin saber nada de castellano, como en el caso de mi padre, con todo el inimaginable sufrimiento que tuvieron que soportar –a pocos kilómetros de sus comunidades– en un otro país, clasista y excluyente (para no decir racista), como fue y sigue siendo este país aún llamado Chile
Ñi chaw mi padre –que había vuelto a Quechurehue convertido en profesor normalista, para trabajar en la escuela de la comunidad y quedarse a vivir con sus padres– había decidido construir una gran casa de madera, de piso y medio, contigua a la ruka de mis abuelos, la que unos cuantos años después se transformaría en una casa azul. Nuestra Casa Azul. No hubo rukatun trabajo comunitario en la construcción de una ruka, porque la técnica para erigir estas «modernas» edificaciones aún pocas personas mapuche la habían aprendido. Para esa hermosa tarea –nos dijo– contrató a un maestro chileno y a dos peñi (hermano mapuche) aprendices de maestros; y tuvo la ayuda de cuatro jóvenes de nuestra comunidad que deseaban conocer y aprender este oficio. Los gruesos y largos postes de la base (cada piso de la casa tiene ochenta metros cuadrados) fueron hechos a filo de hacha…, solía decir mi padre aún admirado de la destreza de los hombres que dieron forma a esos durmientes
Aparte de su amplitud, la casa era sencilla y austera, y se conserva casi igual en la actualidad. Tenía un gran comedor y tres dormitorios: el de mis abuelos, el de mis padres (que después cedieron a mi hermano Arauco, instalándose ellos en una pieza ubicada en el lado norte del segundo piso) y el que ocupaba nuestra tía María, hija de una de las esposas de mi abuelo. Por el lado sur había un corredor semicerrado –o semiabierto– en el que guardaban las monturas y aperos de las cabalgaduras, entre otras cosas. En el segundo piso había tres dormitorios y una sala de estar que nosotros llamábamos kintunentunwe mirador, porque tenía una ventana grande que llegaba hasta el piso, dividida en pequeños cuadrados con sus respectivos pequeños vidrios. Una vitrina maravillosa para ver la llegada o retirada del viento sobre la arboleda, y de la neblina, de la lluvia o del sol; o los días de tormenta eléctrica y las noches con luna y estrellas. Tenía también una ventana de similares características, aunque más pequeña, mirando hacia el sur; y estantes con libros y diarios amontonados en el piso. Era la sala que comunicaba con la escalera
En el lado sur poniente estaba el cuarto que ocupábamos con mi hermano Carlitos. Tenía una ventana que daba hacia la quinta (que está en un declive de nuestra colina) desde la que solíamos ver las primeras flores del guindo, de los cerezos, manzanos y membrillares más cercanos a la casa, teniendo como fondo el verdor de la pampa con sus bosquecillos y en el horizonte el cerro Rukapillan la Casa del Espíritu Superior, que es un volcán apagado –dicen. A veces se escuchan sus ruidos subterráneos y sus truenos que retumban en el trumao de nuestra colina que está en su cordón volcánico
La altura de las paredes era bastante reducida y mi catre de madera se ubicaba en el lado más bajo del cielorraso, así los días de lluvia –que eran frecuentes también en verano– me dormía con su música en mis oídos (dulce y cósmico auricular). Desde la medianía del otoño, y casi todo el invierno, el agua era como una cascada sobre el techo de zinc, como un río que resonaba a su vez sobre el techo del corredor del primer piso… Qué maravillosa sensación de cobijo y ensoñación. Un recuerdo que me emociona profundamente, porque en la medida que crecí y fui conociendo otras realidades me di cuenta de que no en todas partes era como aquí
No obstante, lo que recuerdo aún con más intensidad son los preparativos para las nevazones de cada año. Era como un sueño o como una visión. Dos señales que nos anunciaban la nieve: el cielo demasiado blanquecino cuando el día estaba nublado, o cuando las laderas de los cerros de Huerere tenían extensas muestras de nieve. Entonces comenzábamos a avizorar que lo más probable sería que también nevara sobre nuestros campos ese mismo día o por la noche (que era siempre el momento que esperábamos). Si cuando pasábamos desde la ruka a la Casa Azul estaba cayendo agua nieve, dejábamos a la vista los calcetines de lana que nos tejía nuestra mamá; las chalinas y gorros; nuestras mantas de lana y las botas. Y nos dormíamos... vigilantes
De pronto algunas ráfagas de viento golpeaban la casa, desde ellas se abría y comenzaba a crecer el silencio más hondo; a veces alumbraba la luna y su pálida luz nos guiñaba desde la ventana. Dormitábamos hasta que sentíamos el sonido del hielo que se deslizaba sobre las latas del techo. ¡Petu pirey! / ¡Está nevando!, nos decíamos mutuamente con mi hermano Carlitos, y nos sentábamos en el borde de nuestras camas; luego nos acercábamos a la ventana… Y ahí, brillando como hilos de luna, la nieve sonriente, mirándonos desde todas partes. Y los treiles cantando a diestra y siniestra, pájaros guardianes advirtiendo la luz de la nieve y sospechando de las sombras
Encendíamos la vela y comenzábamos a vestirnos. No demoraba el movimiento en las piezas vecinas; todos advertidos: ¡Pireley! / ¡Está nevando! Nuestras hermanas –que ocupaban el dormitorio del centro– casi siempre preferían seguir durmiendo. Nuestra mamá prendía los dos lamparines y un farolito del mirador. Nosotros ya bien arropados bajábamos sigilosamente por la escalera, pues junto a ella –en el primer piso– estaba el cuarto de nuestros abuelos. Transcurrido no sé cuánto tiempo desde nuestros preparativos, a la hora en que cruzábamos hacia la ruka se había acumulado bastante nieve. Esa nieve que caía en remolinos que a ratos parecían cascadas alumbradas por el reflejo de su propia blancura. Animábamos el fogón y pronto las teteras estaban otra vez hirviendo. Preparábamos el mate para tomar unos «amargos» y nuestra mamá nos daba chocolate caliente. A mí me gustaba calentar también unos mvltrvn (como conté, panes tradicionales de trigo molido en piedra, llamados «catutos» en castellano) y unos pocos millokiñ bolitos de arvejas o porotos
Nos poníamos los guantes de lana y nos echábamos en los bolsillos unas piedras que habían sido calentadas en el rescoldo del fogón. Mi mamá me dice que aun así –al finalizar la faena– nos entrábamos a la casa llorando de frío, pero yo creo que debe haber sido más bien una táctica nuestra para obtener una ración extra de chocolate caliente. En el sitio de cada invierno, delante del jardín, dábamos inicio a la tarea de juntar la nieve con una especie de rastrillo que consistía en una tabla de regular tamaño a la que en un extremo se le había hecho un agujero para allí pasar una vara que oficiaba de mango
La nieve que amontonábamos la íbamos golpeando con pequeñas paletas de madera, hasta que nuestro padre se sumaba a la tarea, golpeando entusiastamente con una gran pala. Hacíamos tres rodados, de distintos tamaños: uno para la base, otro para la parte intermedia –la panza– y otro más pequeño para la cabeza. Casi siempre eran dos «monos», un niño y un adulto, que decorábamos con carbón (los ojos), madera (la nariz) y piedras (boca, orejas y ombligo); también una tira de género en la cabeza, a modo de trarilonko cintillo de lana o de plata en el atuendo tradicional, y bufanda. Coronado, no siempre, con un sombrero o chupalla
Dependiendo del hielo, de nuevas nevazones y de la lluvia, nuestras esculturas duraban diez a quince días. Para nuestros familiares y vecinos en la comunidad esos «monos» se transformaron en una especie de visión, a la que venían a tocar y a sonreír. Cuando empezaban a derretirse los volvíamos a apretar con las manos hasta que al fin se tornaban transparentes y –como todo en el círculo de la vida– finalmente se hacían parte de la tierra, escurriéndose entre el pasto desde donde los habíamos tomado para darles forma. Y nos dejaban algo de tristeza y mucho de esperanza, pues –con la ayuda de nuestros padres– esperábamos despertar a sus espíritus el invierno siguiente