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Por las noches oímos los cantos, cuentos y adivinanzas a orillas del fogón, respirando el aroma del pan horneado por mi abuela, mi madre o la tía María, mientras mi padre y mi abuelo –Lonko / Jefe de la comunidad–observaban con atención y respeto. Hablo de la memoria de mi niñez y no de una sociedad idílica. Allí, me parece, aprendí lo que era la poesía. Las grandezas de la vida cotidiana, pero sobre todo sus detalles, el destello del fuego, de los ojos, de las manos

Sentado en las rodillas de mi abuela oí las primeras historias de árboles y piedras que dialogan entre sí con los animales y con la gente. Nada más, me decía, hay que aprender a interpretar sus signos y a percibir sus sonidos, que suelen esconderse en el viento… Así me digo y les estoy diciendo en mi poema Kallfv Pewma mew Sueño Azul

Las voces, los sonidos, las imágenes de mi infancia son las que –me parece– permanecen con mayor nitidez en mi memoria. Me emociona con frecuencia la clara sensación de libertad y ternura de esos días, rodeados por las y los integrantes de nuestra numerosa familia, incluidos tías, tíos, primas, primos (algunos aparecían y desaparecían en diferentes lapsos de tiempo) y también por otras personas –familiares o no– que llegaban de visita o, simplemente, porque debido a los más diversos motivos habían sido acogidas por mis padres y mis abuelos. Entre ellos recuerdo a Hipólito, azadón al hombro, cantando: «Las campanas del rosario, por qué no repicarán…». El fuego de nuestra ruka estaba siempre encendido. Por las noches se cubría con una delgada capa de ceniza (de la Luna, decían). Las llamas del fogón representan las llamas del Sol que nunca deben apagarse para que continúe la vida en la Tierra

Con cierta frecuencia –sobre todo por las tardes– nos gustaba columpiarnos sentados en el extremo de una rama de coigüe o sobre una tabla amarrada a un cordel que pendía del castaño. Pvllchvwkantun se dice columpiarse. A veces mi hermano y hermanas mayores organizaban juegos a los que nos «invitaban» a participar, a mi hermano Carlitos y a mí. Jugábamos al awarkuzen el juego de las habas, a las visitas, a las escondidas, al pillarse, al lefkantun carreras a pie desnudo, a las carreras en zancos de coligües, a buscar objetos escondidos entre el pasto o en los huecos de los árboles o entre las raíces de los árboles que habían sido destroncados y se ocupaban como cercos (para nosotros casi todos los lugares eran un awkantuwe espacio de juegos para los niños y niñas)

Pero lo más memorable para mí eran las «tardes culturales» dirigidas por mis hermanos Arauco y América. Hacíamos representaciones de escenas cotidianas o de escenas rituales, especialmente del choykepurun o tregvlpurun baile del avestruz o del treile, que requería de indumentaria y plumaje; y vl cantos, konew y epew, adivinanzas y relatos de la tradición protagonizados por zorros, perdices, garzas, pumas y otros animales y aves, o diversos textos aprendidos por nuestro hermano y hermanas en la escuela de la comunidad

A Carlitos y a mí nos agradaba mucho salir a caminar por los bosques próximos a nuestra casa y, sobre todo, cabalgar en pelo y saltar sobre los troncos de los árboles que habían sido derribados por el viento (más de una vez nos caímos, aunque los golpes eran atenuados –pensábamos– por el colchón de hojas del bosque); mi hermanito montado en la Kurv / Kurü Negra y yo en la Zomo Dama, siempre acompañados por nuestros perros. Con frecuencia cumplíamos también con la recomendación de ver si los vacunos andaban juntos y lo mismo las ovejas, a las que detectábamos rápidamente porque a la oveja-guía le colgaban un cencerro en su cogote. A veces teníamos que arrearlas hasta el corral aledaño a la casa

Cuánto recuerdo esas travesías en las distintas Lunas del año: la diversidad de hojas, de pájaros, de insectos, de animalitos. Las ramas movidas por el viento que revela las distintas cadencias de la arboleda; cada árbol posee su ritmo, su pausa propia, como las personas o los animales al andar. Y a veces la neblina o el aire tibio, la nieve, la llovizna o la lluvia maravillosa. El sonido de los esteros, la intensidad de sus aromas, la luz. ¡La luz!, la humedad, las texturas de las hojas y los troncos de los árboles: canelos, coigües, hualles, robles, ulmos, laureles, radales, lingues, avellanos, olivillos, mañíos, tepas, lumas, arrayanes, temu, maitenes. El colorido de las bayas –azules y blancas– de los espinos y de las flores silvestres, de las enredaderas y de los diversos hongos. El misterio de la negatividad y positividad esplendorosa

En mi pensamiento está también la blanquecina aparición de los digüeñes que cuelgan resplandecientes –o se aferran a los nudillos– en los hualles de la primavera. Hongos que bajábamos sacudiendo las ramas con largos coligües, y que comíamos hasta hartarnos, mientras también los acumulábamos en una bolsa para en casa cortarlos en delgadas rodajas para preparar una ensalada, agregándole trocitos de ajo, cilantro picado, una pizca de merken / ají rojo, seco y ahumado, sal y vinagre de manzana (mi aderezo predilecto). Un platillo con un fresco y sabroso color anaranjado que la familia compartía y disfrutaba acompañándolo con papas cocidas

La vida es una nube azul

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