Читать книгу La vida es una nube azul - Elicura Chihuailaf - Страница 15
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Оглавление«A veces pasan los días sin lluvia. De repente se asoman nubarrones y empieza a soplar viento cordillerano o corre norte. Entonces se forman las nubes sobre el mar, suben hacia el firmamento y llegan a tapar todo el cielo. Noches y días enteros sigue lloviendo a veces, así que se forman charcos y aguazales sobre la tierra
«A veces aparece el sol mientras que está lloviendo; «anchv mawvn lluvia con sol» se llama este fenómeno. Cuando pasa eso, hay relmu arco iris, que se extiende en forma arqueada por el firmamento. Algunas veces se halla acompañado de un segundo arco iris, llamado «lawv mollfvñ, sombra de sangre»; no tiene colores tan pronunciados ni sube tan alto en el cielo». Leo estos fragmentos en las Memorias del Lonko Pascual Koña, antes que se extinga la débil luz de la vela que se derrite finalmente sobre la palmatoria
Llueve. El resplandor de la Luna Llena acrecienta el misterio de la noche. En este otoño la lluvia es un recuerdo que abraza a nuestra casa. Abril: lluvias y recuerdos mil, escuché decir a alguien en el pueblo… Recuerda porque recordar es vivir dos veces, pero no añores porque añorar es entristecerse, escuché también decir. Pienso en este instante en las iwiñkofke, las sopaipillas dorándose en la olla de fierro, su sonido repartiendo alegría a toda la familia. Pienso en la trutruka, instrumento de música tradicional de nuestro pueblo que, junto con el lolkiñ (ambos de viento), sigue siendo mi predilecto. Las recuerdo afirmadas en las paredes de nuestra ruka. Eran lineales y medían entre dos y tres metros (las trutruka actuales son circulares y de plástico) y las fabricaban de un coligüe que era partido en todo su largo para ahuecarlo sacando desde su interior el material algodonoso; se forraba con intestino de animal y se amarraba con un cordón también de intestino o con un cordón vegetal que iba en espiral en toda la extensión del coligüe. En el extremo contrario al que se soplaba iba un cuerno de vacuno (antaño era un entramado vegetal, dicen)
Me agradaba mucho el ritual de humedecerlas cada vez que se iban a utilizar. Este consistía en llenar el cacho con agua y levantar muy lentamente la trutruka, evitando que el reservorio se girara obligando a un nuevo llenado. Después venía el gorgoreo del agua bajando hasta el boquete, que tapábamos con el dedo pulgar, levantando y bajando tres o cuatro veces el instrumento –con la misma agua– según la calidez o el frío del tiempo. Para un niño, como yo entonces, era todo un desafío que exigía cierta fuerza y equilibrio. El siguiente desafío era tocar, en lo posible, cada vez mejor, porque –considerando la potencia de su sonido– no sólo toda la familia escuchaba, sino también el vecindario. Hasta hoy día, cuando mi barba y bigote se han tornado casi blancos, frecuentemente al atardecer interpreto una breve melodía con mi trutruka, para comunicarme con mi familia y con la gente de mi comunidad; para comunicarme con la naturaleza y con el universo
Pienso por eso ahora en los días en que empezaba la agitación de los preparativos previos a la celebración del Gillatun, nuestra ceremonia principal de agradecimiento y petición a la energía universal, Genechen Espíritu Sostenedor de la Gente y Genmapun Espíritu Sostenedor de la Tierra. Mi abuelo, como Lonko –Cabeza, Jefe– de nuestra comunidad, era el encargado de dirigir el gran ceremonial acordado por todos –como parte de nuestra Az Mapu, la cultura / las Costumbres de la Tierra– y que se efectuaba en general cada cuatro años (cada dos era el Pvchigillatun pequeña celebración preparatoria de la principal). Aunque sabíamos que se aproximaba la realización de esta gran rogativa comunitaria, lo primero que nos llamaba la atención eran las banderas azul y blanca que se plantaban en el frontis –aunque algo distante– de la casa
Cada vez –y con bastante antelación– nuestro abuelo enviaba a su Werken Mensajero para invitar a otros Lonko y a sus respectivas comunidades a que vinieran a acompañarnos en el Gillatun; en algunos casos especiales él mismo preparaba su caballo y, después de conversar –a veces largamente– con nuestra abuela, salía a cumplir con tan significativa misión. A la espera de su regreso nosotros reanudábamos nuestros juegos o cumplíamos con pequeñas tareas que nos habían asignado, como ir a recoger ramitas de hualle que había botado el viento o traer un balde de agua desde el estero o recorrer la huerta para cerciorarnos de que ni los cerdos ni las ovejas hubieran decidido entrar allí a disfrutar de su verdor
En esos días de quehaceres cargados de espíritu de Gillatun empezaba a ser más frecuente el eco de las trutruka y de las cornetas en la brisa de la comunidad, sonidos lejanos que –poco a poco– llenaban de expectación nuestras mentes deseosas de vida. En las zarandas cerca del fogón, rodeadas de humo, el negror de las carnes charquedas daba cuenta de que ya estaban en su punto para el consumo. En el extremo más fresco de la ruka había dos zarandas con quesos que solíamos cortar en rebanadas o en cubos y ensartado en palillo de maqui lo acercábamos a las brasas. Una vez dorado y aún gorgoreando –me regocija recordarlo otra vez– lo comenzábamos a saborear en su mismo soporte o sobre un trozo de pan cocido en el rescoldo o sobre un mvltrvn. Y el mate, como de costumbre, de mano en mano girando en torno al fuego, animando el habla y su silencio: el arte de la Conversación
A unos cuantos días del Gillatun mi padre y mis tíos –con la ayuda de algunos vecinos– procedían al sacrificio de al menos dos animales que, con bastante anterioridad, habían elegido y apartado con tal fin. Recuerdo este hecho porque que mis hermanos y yo solíamos participar de esta tarea que no siempre resultaba fácil, pues los escogidos eran siempre vacunos o caballares jóvenes. Sobre un largo mesón dejaban extendidos los cúmulos de carne. Mis tías, mi mamá y algunas vecinas, observadas por las cabezas de los animales, se afanaban en trocear la carne que iban colgando sobre los coligües que habían sido instalados a la sombra de los maquis. Los corderos y aves era lo último que se sacrificaba
En la penumbra de nuestra ruka estaban listas las tinajas con muday, contenido también en varias damajuanas (envases de vidrio de cinco o diez litros cada una). Las barricas colmadas de harina cruda. Sobre una pequeña mesa se ordenaban los mates y las bolsas de yerba, y afirmadas contra sus patas las grandes bolsas de azúcar y de sal que mi padre había ido a buscar –en carreta viajera– al pueblo. Había además un inusual ajetreo de personas que iban y venían, para hablar con nuestro abuelo (que solía estar a veces secundado por su hijo Antonio) por asuntos relativos al ceremonial; con mi padre, a cargo de la coordinación de los medios para cumplir con las actividades asignadas a nuestra familia; o también con nuestra abuela o con nuestra madre. Era un ambiente de espiritualidad y de fiesta
Carlitos y yo solíamos sentarnos en el pasto, a poca distancia de las banderas que flameaban y a veces restallaban en el viento. Cuánta ensoñación de la niñez que aún me conmueve. En el círculo de la vida somos presente porque somos pasado (tenemos memoria) y sólo por eso somos futuro, nos dijeron, y nos sigue diciendo nuestra gente