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Capitulo 4

La locura del sujeto normal

Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales.

Haruki Murakami

Según una de las versiones del mito, Prometeo descendía de una antigua generación de Dioses que habían sido destronados por Zeus. Era hijo de Titán y de Asia, él sabia que en la tierra reposaba la simiente de los cielos, por eso recogió arcilla, la mojó con sus lágrimas y las amasó, formando con ella varias imágenes semejantes a los dioses, los Humanos. Fue así que surgieron, según la leyenda, los primeros seres humanos, que poblaron la tierra. Prometeo entonces se aproximó a sus criaturas y les enseñó a subyugar a los animales y usarlos como auxiliares en el trabajo. Les mostró como construir barcos y velas para la navegación, les enseñó a observar las estrellas, a dominar el arte de contar y escribir y hasta como preparar los alimentos nutritivos, ungüento para los dolores y remedios para curar las dolencias.

Pero Zeus, sospechaba de los humanos, ya que no fue él quien los creo. Por consiguiente, cuando Prometeo reivindicó para ellos el fuego, que les era imprescindible para la preparación de los alimentos, para el trabajo y principalmente para el progreso material y el desenvolvimiento emocional, el Dios griego decidió negárselo, temiendo que las nuevas criaturas se volviesen más poderosas que él. Prometeo resolvió frustrarle sus planes, con la intención de conseguir para los humanos ese precioso instrumento. Con un palo hecho de un pedazo de vegetal seco, se dirigió al carro del Sol donde a escondidas tomo un poco de fuego, trayéndolo para los seres humanos, entregándoles así el secreto del fuego.

Solo cuando por toda la tierra se encendieron las fogatas, es que Zeus tomó conocimiento del robo de Prometeo, pero ya era tarde. Puesto que ya no podía confiscar el fuego a los hombres, concibió ahí para ellos un nuevo maleficio: les envió a Pandora, de una gran belleza, con una caja portadora de muchos males. Prometeo le advirtió a su hermano Epimeteo de no aceptar ningún presente de Zeus, pero Epimeteo no lo recordó y recibió con alegría a la linda doncella, abriendo la caja de los males los cuales se esparcieron rápidamente sobre la tierra. Junto a ellos se encontraba el más precioso de los tesoros, La Esperanza; pero Zeus le había encomendado a Pandora no dejarla salir y así fue hecho. Los hombres que hasta aquel momento habían vivido sin sufrimientos, sin dolencias, sin torturas y sin vicios, comenzaron a partir de entonces a corromperse sin la Esperanza.

Después de esto, vengándose de Prometeo, le envió al desierto donde fue puesto preso con cadenas a una pared de un terrible abismo, sin reposo alguno, durante 30 siglos. Sufrió la amargura de que su hígado sea devorado por un Águila que venia cada día a la región para dicho fin, después de que el órgano se volvía a reconstituir, ya que Prometeo era inmortal. Por fin llegó el día de su redención. Hércules al ver al águila devorando el hígado de Prometeo, tomó su flecha lanzándola sobre la misma. Enseguida soltó las cadenas y llevo a Prometeo consigo.

El mito de Prometeo simboliza esa luz, que bajando a la tierra intenta iluminar a los hombres, apartándolos de la oscuridad, intentando con ello devolverles al camino de la solidaridad, es así que el sufrimiento de 30 siglos representa ese sacrificio del iniciado a lo largo de la historia en el ejercicio difícil de liberar a los hombres de la ilusión. El mito esclarece la oposición entre las tinieblas y la luz, entre la conciencia y lo inconsciente del ser. Ser conscientes, significa ser dueño de sí mismo, de los propios pensamientos, de los propios actos, fallas y actitudes. Conocer el propio pasado, proyectar el futuro y estar en el presente con los otros humanos que nos constituyen.1

La enfermedad de la norma

Como venimos sosteniendo, la normalidad no es algo obvio. En toda sociedad encontramos muchas formas de vida. Cada una de ellas tiene sus normas donde vamos a encontrar las propias de la cultura dominante y otras normas minoritarias. Para las primeras, el poder produce recompensas, para las segundas sanciones. Esta situación se instala desde la niñez, por lo cual el sometimiento no puede funcionar, sino se instituye un deseo de sometimiento el cual aparece como una imposición interna. Cuando voy a un shopping creo elegir algo cuando en realidad elijo desde la norma hegemónica. Como dice Guillaume Le Blanc,2 no puede haber subjetividad por fuera de la norma, aún más, la subjetividad se constituye en la norma hegemónica. Es así como la enfermedad no es someterse a la norma ya que no hay subjetividad por fuera de la norma. La enfermedad es quedar atrapados en la norma sin dar cuenta de la creatividad -en el sentido de pulsión de vida- que permite expresar la anormalidad que nos constituye como sujetos. Los criterios de normalidad tienen su origen en la relación de dependencia del niño con sus padres. Esta dependencia continúa con las relaciones afectivas y sociales. De esta manera se establecen modelos en los que se distinguen valores morales acordes con la cultura dominante. Por ello se afirma una división entre lo “correcto” y lo más primario del sujeto desde el cual encontramos un deseo hacia lo que corresponde, lo que está establecido y un deseo que sigue los caminos de la anormalidad. Esta lucha entre el deseo de norma y el deseo “salvaje” comienza en la niñez y continúa a lo largo de la vida donde el superyó como instancia psíquica lo llevará a la insistencia de aceptar las normas enfrentándolo con sus deseos más primarios. De allí que la corposubjetividad se construye en un doble movimiento de regulación entre estos dos deseos y de creación con respecto a uno mismo y al mundo exterior. Su resultado es un sujeto normal sostenido en la normalización que lo enferma o un sujeto que aceptando las normas que lo constituyen, las enfrenta creativamente desde su deseo primario que da cuenta de la anormalidad que hace a la singularidad de su imperfección en tanto sujeto finito. Es decir, un sujeto que interiorizando las normas, las afirma como normas de vida al mismo tiempo que las rechaza en un proceso de resistencia para afirmar su potencia de ser. Dicho de otra manera, un sujeto que sostiene el equilibrio inestable propio de la vida sin caer en un equilibrio estable de la normalización o el desequilibrio inestable de la patología. Por ello el sujeto normal no es solo producto de la norma, sino del uso que hace sobre sí mismo a costa de escindir la anormalidad que lo constituye. En este sentido afirma Guillaume Le Blanc: “El sufrimiento psíquico es el efecto de una actividad de incorporación de la norma por el propio hecho de que al volverse contra sí para llegar a ser hombre normal, el sujeto se expone a todo lo que en el sí escapa a las normas, a los deseos de oponerse a la norma, que son una parte esencial de la propia vida. El hombre normal resulta así doblemente escindido. No solo el deseo de la normalidad lo expone a un remanente que los obsede, a un deseo de anormalidad, sino que la repetición de normas de normalidad también implica una dependencia del sujeto con respecto a esas normas, lo que no deja ningún lugar al deseo de aire fresco y a partir de entonces hace jugar al hombre normal contra sí mismo: solo entonces hay hombre normal sobre el trasfondo de una violencia ejercida por el <Yo> fabricado en el apasionado apego a las normas contra el <Yo> sustraído a ese apego…En ese plano existe, pues una verdadera enfermedad del hombre normal, mental y social. El hombre normal es el hombre que se vuelve contra sí mismo para ser el sujeto de las normas que lo producen.”3

El narcisismo es el que ata al sujeto a la norma en la normalidad ideal de la cultura hegemónica. Para ello, el yo encuentra el camino de la escisión en la cual se atrinchera para que el hombre normal siga reinando en su narcisismo. Sin embargo, algo puede fallar.

Ricardo consulta por una angustia y ansiedad permanente que no puede controlar. Duerme mal y últimamente se manifiesta intolerante. Un médico clínico le recetó ansiolíticos que lograron disminuir la intensidad de sus síntomas. No puede explicar lo que le está ocurriendo, ya que tiene una buena vida. Luego de varios años trabajando en una empresa importante logró llegar a un puesto de gerente. Gana mucho dinero, al igual que su esposa que es una reconocida profesional. Es cierto, tiene que trabajar muchas horas y tomar decisiones en circunstancias de una gran presión. Pero se siente satisfecho del nivel de vida que ha logrado: compró un piso en el barrio de Palermo, comparte los fines de semana actividades en un club con amigos de su mismo nivel social, sus hijos van a muy buenos colegios privados, durante el año viaja con su familia y se hospeda en hoteles 5 estrellas y suele ir de vacaciones a playas del exterior. Aún más, la relación con su esposa y sus hijos es considerada por aquellos que los conocen como la familia ideal. No tardó muchas sesiones para empezar a darse cuenta de la frustración de su vida íntima. Hace años que su vida sexual es insatisfactoria. Intentó solucionarla teniendo una amante, hasta que se dio cuenta que esa relación le producía más angustia. Las ocupaciones de su trabajo lo llevaron a tener una distancia con sus hijos y se culpa por no participar más de su crianza. Logró un éxito social que muchos le envidian y lo gratificó en su narcisismo, pero en su intimidad reconoce una profunda insatisfacción. Son muchos los Ricardos que produce la actualidad de nuestra cultura a costa de una escisión que compra la ilusión de la felicidad privada. Sin embargo, la angustia enciende una alarma para señalar que no quiere seguir pagando con su frustración el costo de una satisfacción narcisista que limita su vida emocional. La escisión del Yo es un fenómeno propio del aparato psíquico. Allí encontramos la coexistencia dentro del Yo de dos actitudes psíquicas respecto de la realidad exterior: una de ellas tiene en cuenta la realidad exterior, la otra niega la realidad presente y la sustituye por una producción de deseo. Estas dos actitudes coexisten sin influirse recíprocamente. Lo que encontramos es un renegación de la realidad. Esto es lo que predomina en las psicosis y las perversiones. En esta última -como vamos a desarrollar en los próximos capítulos- el sujeto queda atrapado por la fuerza silenciosa de la muerte-como-pulsión tratando al otro y a sí mismo como un objeto. El otro desaparece en su subjetividad y es cosificado al servicio de sus pulsiones destructivas. El pedófilo, el violador son los ejemplos paradigmáticos del síntoma-cosa de la perversión. No es el juego sexual lo que le interesa, sino que en su encierro narcisista cosifica al otro y el erotismo deja lugar a lo más siniestro de la violencia destructiva y autodestructiva. De allí que estos sujetos en su escisión, sostienen su vida en un como si aceptaran las normas de la cultura.

Ahora bien, también podemos extender esta escisión del Yo al sujeto normal. Desde ella genera una muralla con su propio narcisismo que niega la realidad donde debe con-vivir con el otro diferente. Pero en el interior de este muro aparece la angustia que trata de evitar encontrando un objeto que genera miedo. Aquí el sujeto se afirma en su normalidad en el miedo al otro. Estos adquieren identidades negativas de las cuales hay que alejarse, hay que poner distancia a través de muros invisibles. Allí vamos a encontrar el miedo hacia el otro donde se lo descalifica por “negro”, homosexual, boliviano, peruano o paraguayo.

De esta forma el sujeto normal, al normalizar su corposubjetividad puede caer en patologías individuales y sociales que tienen su origen en la fragilidad que lo llevan a la impotencia de ser. Pero también un sujeto cuya subjetividad no se puede construir en la norma va a padecer un proceso de desestructuración psíquica que lo conduce a síntomas patológicos.

Hace varios años que atiendo a Roberto en su casa. Sus síntomas paranoicos le impiden salir. Solo lo hace esporádicamente a la madrugada o con alguien que lo acompañe. La casa se ha transformado en un muro infranqueable para sus perseguidores imaginarios. Aunque puede reconocer que sus fantasmas provienen de su pensamiento cada noticia que lee en el diario o mira por televisión le refuerza que el afuera es peligroso. Lo que manifiesta es que en su casa está tranquilo ya que no tiene emociones. No siente nada. Un día me sorprende con una pregunta: “¿Qué es la llama inicial?”. Mi primer pensamiento fue que me estaba preguntando por el mito de Prometeo. Ante mi silencio, continua: “La llama inicial, esa que hace que funcionen los afectos y las emociones. Esa que nos convierte en hombres. A mi se me apago hace mucho tiempo”.

Con una gran lucidez Roberto describe la locura de su enfermedad. Remite a su historia personal, pero también al mito de Prometeo que construyó a los hombres en la emoción y la solidaridad robándoles el fuego a los dioses. El sujeto normalizado encerrado en el muro de su narcisismo esta muy lejos de Prometeo, en su muro interior su llama inicial la usa para someterse a la locura de una norma que lo enferma.

1. Graves, Robert, Los mitos griegos, editorial Hyspamérica, Buenos Aires, 1985.

2. Le Blanc, Guillaume, Las enfermedades del hombre normal, editorial nueva Visión, Buenos Aires, 2010.

3. Graves, op. cit. 1.

El erotismo y su sombra

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