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III ESTADOS UNIDOS
ОглавлениеExpulsiones de indios del North Country
El 23 de agosto de 1862 el gobernador de Minesota, Alexander Ramsey, envió un telegrama muy escueto al Departamento de Guerra, en Washington: “Los indios sioux se han alzado y están asesinando a hombres, mujeres y niños”.1 Los cables telegráficos aún no llegaban al resto de Minesota desde la capital del estado, Saint Paul. La información transmitida por Ramsey venía de unos mensajeros que habían logrado cruzar las líneas enemigas. Las palabras del gobernador, aunque escasas, revelaban la angustia y el miedo que cundían en los puestos de avanzada estadounidenses que había en el North Country. Ese mismo día, Ramsey escribió al secretario de Guerra, Edwin Stanton, una carta más larga en la que le comunicaba que había ordenado a un grupo de soldados comandados por el coronel Henry Hastings Sibley que se dirigieran lo antes posible a las zonas donde se estaban produciendo las matanzas “con el fin de proteger a los colonos y atajar los crueles actos de barbarie de los salvajes. […] Los chippewa también están causando problemas”.2 Ramsey pidió que el Ejército de Estados Unidos enviara refuerzos para socorrer a la población de Minesota, asediada por los indios.
En medio de la guerra civil, cuando el destino de la Unión estaba en juego (y en el verano y otoño de 1862, el Norte, que había sufrido una larga serie de derrotas, estaba en su momento más crítico), el Gobierno creía igual de importante asegurar la colonización blanca de la zona del North Country que bordeaba el nacimiento del río Misisipi. La magnitud de los combates que se estaban librando en la frontera de Minesota no era equiparable ni mucho menos con la del conflicto entre el Norte y el Sur; pero su significación política era evidente para todos los actores. El destino de la Unión como país colonizador de un continente entero estaba en juego en Antietam, Bull Run y Gettysburg, pero también en New Ulm, Fort Ridgely y Saint Paul (véase mapa de la p. 101).
El Departamento de Guerra ordenó el envío de un regimiento de infantería, los Third Minnesota Volunteers y, tras las oportunas deliberaciones, creó un departamento específico para el noroeste, señal de la honda preocupación de los funcionarios federales. Stanton nombró al general John Pope (que había fracasado como comandante del Ejército de la Unión en la segunda batalla de Bull Run) jefe del Departamento, otorgándole amplios poderes para reprimir la sublevación. El secretario de Guerra recalcó la trascendencia del cometido de Pope: “Es imposible exagerar la importancia de la tarea que se le ha encomendado”.3
En plena guerra de Secesión, un conflicto limitado a la zona fronteriza de Minesota no tardó en cobrar envergadura nacional. La insurrección de los sioux ponía en peligro la unión política estadounidense y el papel tan importante que Minesota en particular y Estados Unidos en general empezaban a desempeñar en la economía mundial. Hacia 1840 la zona que se convertiría en el Territorio de Minesota tenía unos 700 habitantes, entre blancos y mestizos. En 1849, sin embargo, 4.000 colonos blancos se asentaron en la región. En 1855 la población total había alcanzado los 40.000 habitantes, y en 1857 era de 150.000.4 Desde las primeras exploraciones europeas en la década de 1600, se habían transportado pieles de animales de la región que más tarde se convertiría en Territorio Noroeste, que incluía Minesota, al este del continente, y desde allí a Europa. El trigo de invierno (del que se obtenía esa harina rica en gluten tan preciada), el maíz, las semillas de soja, la madera y el mineral de hierro permitirían la rápida integración de Minesota en la economía estadounidense y en la mundial. El hierro de la región atravesaba la zona de los Grandes Lagos hasta llegar a Chicago, y luego iba a las acerías que abundaban en el Medio Oeste. La harina se transportaba a Europa y a otras zonas dispersas por todo el mundo. En el corto periodo comprendido entre 1870 y 1920, la enorme demanda de trigo, madera y papel llevaría a la destrucción de los espléndidos bosques de Minesota.
Si Grecia es un buen ejemplo de los avances y retrocesos en derechos humanos que acompañaron a la fundación de Estados nación creados en antiguos dominios imperiales en los siglos XIX y XX, la historia de los indios sioux del North Country estadounidense lo es de otro proceso global que se dio en esta era: europeos y estadounidenses extendieron su poder por todo el mundo, lo que llevó al desplazamiento forzado de pueblos indígenas y al choque entre dispares concepciones de los derechos (especialmente los de propiedad de las tierras). En Norteamérica, Sudamérica, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, las poblaciones nativas eran expulsadas de las zonas colonizadas por los blancos. Cada una de estas zonas tiene una historia singular, pero en todos los casos se observa el mismo esquema. Los colonos blancos libraban guerras prolongadas para controlar el territorio y a la población, defendiendo con sus acciones la idea de que el derecho a la propiedad individual es el fundamento de todos los demás. En cambio, los pueblos nativos tenían casi siempre una concepción comunitaria de la propiedad de la tierra. Al final, la superioridad tecnológica occidental fue el factor determinante. Los actos de violencia, las enfermedades transmisibles y la destrucción del entorno diezmaron a los indígenas.5 A veces era el Estado el que ordenaba el uso de la violencia. En otros casos, los colonos actuaban más o menos por su cuenta, reprimiendo con brutalidad a los pueblos nativos. Pero era frecuente que el Estado y los colonos colaboraran estrechamente.6
Minesota y las zonas de población india
En estos masivos desplazamientos de población observamos cómo los colonos europeos y estadounidenses adquirían el derecho a tener los derechos proclamados por las revoluciones de finales del siglo XVIII y principios del XIX, mientras que los pueblos indígenas sufrían la violencia y se veían privados de sus tierras y derechos. Los Estados nación y los derechos humanos se desarrollaron paralelamente.
Las expulsiones y las matanzas no resolvieron la cuestión de cómo vivir con los nativos que, por mucho que se hubiera reducido su número, seguían siendo un “problema”. ¿Qué destino les aguardaba en la nueva sociedad? Si no iban a ser ciudadanos con todos los derechos de los que gozaban los euroamericanos, ¿lo serían de segunda, tercera o cuarta clase? En el caso de que se les reconocieran derechos, ¿los tendrían como individuos o en cuanto que miembros de la nación india? ¿Serían los indios de Minesota (y otras partes de Estados Unidos) ciudadanos con derechos en un país que afirmaba ser una democracia de primer orden? Esta cuestión se reveló extraordinariamente compleja, y las respuestas han ido variando continuamente hasta nuestros días. Minesota había sido poblada principalmente por dos grupos de indios: los ojibwa y los dakotas (o chippewa o sioux, estos últimos también llamados santee sioux). En el siglo XIX, el Gobierno federal había asentado en la región a un pequeño número de winnebagos procedentes del este,7 confiando en que amortiguaran el conflicto entre dakotas y ojibwa; esta política fracasó, pero los winnebagos permanecieron en las reservas a las que habían sido desplazados. Vivían mayormente en el nordeste del estado, una zona boscosa donde practicaban la agricultura, la pesca y la caza, aprovechando así los ingentes recursos que ofrecía la región. Los dakotas, pueblo cuasi nómada, se desplazaban por los bosques, lagos y ríos del North Country y a veces por la vasta llanura que se extiende al oeste del río Misisipi hasta llegar a las Montañas Rocosas; al norte hasta Canadá y al sur hasta el golfo de México. Vivían de la agricultura, la pesca y la caza en la pródiga tierra de Minesota.8
En los primeros años del siglo XVII, unos cuantos cazadores y comerciantes franceses penetraron en la región. El explorador y sacerdote francés Louis Hennepin fue el primero en cartografiarla en la década de 1680. Ciento veinte años más tarde eran muy contados los blancos que se habían asentado en la tierra que se convirtió en Minesota. Los únicos europeos que había eran tramperos y comerciantes, casi todos franceses o canadienses. Al desplazarse al oeste y al sur en busca de pieles y otros recursos se encontraron con los ojibwa y los dakotas.9 Muchos de estos primeros europeos vivían varios meses con los indios y adoptaban sus costumbres. A veces aprendían su lengua. En no pocos casos tuvieron hijos con indias y fueron admitidos en redes de parentesco.10 En estos grupos, de enorme importancia para los dakotas, el deber moral de apoyo y protección se extendía de la familia inmediata al grupo entero. En el siglo XIX el aumento del número de colonos blancos y la demanda de tierras rompió la concordia que se había establecido entre los indios y los euroamericanos.
En 1803, y a raíz de la compra de Luisiana, Minesota se volvió estadounidense en vez de francesa. A partir de entonces, Estados Unidos se esforzó por cartografiar y dominar la región, pero tenía que hacer frente a los dakotas y ojibwa, que vagaban por la región y cultivaban la tierra. El 23 de septiembre de 1805 el joven país selló su primer acuerdo formal con aquel pueblo cerca de la confluencia de los ríos Misisipi y Minesota, en un lugar donde los dakotas sitúan el relato mítico de su creación y que aún hoy conserva un carácter sagrado para ellos pese a formar parte de la zona metropolitana de Mineápolis-Saint Paul. En virtud del acuerdo, los dakotas cedieron a Estados Unidos pequeñas extensiones cercanas a esos ríos y también a Saint Croix, y en las que establecerían enclaves militares. Se les pagó la suma de dos mil dólares y otorgó el derecho a atravesar las tierras y cazar en ellas.11 La progresiva consolidación de la autoridad estadounidense sobre el territorio condujo a otros tratados, suscritos en 1837, 1851 y 1858. Los indios solían ceder tierras a los estadounidenses, que a cambio les suministraban víveres y pagaban una renta anual. En virtud del Tratado de Traverse des Sioux, firmado en 1851, las tribus dakota les cedieron todas las tierras al este del Misisipi y también las que había al oeste, en el Territorio de Minesota, que incluía el fértil valle de Minesota. El Gobierno federal desplazó a los dakota sioux a unas reservas que había más al norte, a orillas del río Minesota.12
La firma de los tratados fue fruto de decisiones estratégicas por parte de los jefes dakota. En 1850 ya eran, sin duda, plenamente conscientes del poder militar estadounidense, pero no podían imaginar que, en el vasto territorio de Norteamérica, sus tierras se acabarían reduciendo a las reservas en las que se les había de confinar.13 Al mismo tiempo consiguieron armas, municiones, sábanas, comestibles y otros bienes que les ayudarían a sobrevivir los largos e inclementes inviernos del North Country. Conocían a los europeos desde hacía casi doscientos años, pero no sospechaban que la región se llenaría de emigrantes blancos a partir de la década de 1850. Tampoco previeron los fraudes que acompañarían a los tratados. Los comerciantes solían encargarse del pago de las rentas anuales a los indios en nombre del Gobierno, y era frecuente que, a pesar de la disposición federal que lo impedía, dedujeran el montante de las deudas de las tribus antes de desembolsar la suma acordada.14
El Gobierno federal envió agentes indios, como se los llamaba, y destacamentos a Minesota. Les siguieron misioneros presbiterianos, que a partir de 1829 tendrían representantes permanentes para tratar con los dakotas y los ojibwa; un pequeño ejemplo del importante papel que desempeñaron los misioneros protestantes en todo el mundo (veremos otros casos en los capítulos VI y VII, dedicados respectivamente a Namibia y Corea).15 Los misioneros, que lograron algunas cosas, como dar forma escrita a las lenguas indígenas, sufrían frecuentes ataques por parte de los indios, lo mismo que los colonos nacidos en Europa o de ascendencia europea que fueron poblando poco a poco la región, sobre todo después de que se convirtiera en el Territorio de Minesota en 1849 y en un estado en 1858. El tratado de 1851 favoreció la llegada de un buen número de colonos blancos, que en muchos casos reivindicaron tierras que no habían cedido los indios.16 La mayoría eran ingleses, escoceses, alemanes, escandinavos e irlandeses. Según escribiría uno de los primeros historiadores de Minesota, el territorio “se plagó” de pioneros “sin escrúpulos” que se apoderaban de las tierras.17 Los madereros enviaban a cuadrillas a los bosques con la misión de talar pinos: la madera de la región parecía un recurso inagotable.
El gobernador Ramsey convenció al Congreso de que otorgara con carácter retroactivo títulos de propiedad a quienes se habían adueñado arbitrariamente de tierras que según la ley pertenecían a los indios o al Gobierno federal. “Estos recios pioneros –escribió– forman el grueso de un gran ejército que ha traído la paz y el progreso y dado lustre a nuestro nombre. […] Llevan a esta tierra salvaje […] principios de libertad civil […] que tienen inscritos en el corazón […] como preceptos vivos y normas de conducta”. Además, prosiguió, no le cuestan ningún dinero al Estado y “forjan el país y su historia y le aportan gloria”.18 En 1854 estos primeros colonos vieron convalidados los títulos de propiedad de las tierras, que suponían, sin embargo, una flagrante violación de los tratados suscritos con los dakotas.
El barco de vapor y el ferrocarril hicieron más accesible el Territorio de Minesota. A partir de 1855 se produjo una “riada de inmigrantes” que no cesaría en varios decenios. La mayoría venían de los estados del Atlántico Medio, de Nueva Inglaterra y del Medio Oeste, y muy pocos del Sur. No empezaron a llegar colonos directamente desde Europa hasta mucho después, en la década de 1870. En 1865 el estado tenía 250.000 habitantes, el 45% más que en 1860. Apenas cinco años después, en 1870, tenía 439.706, casi el doble: 279.009 eran estadounidenses nativos y, de los 160.697 nacidos en el extranjero, el grupo más numeroso lo formaban los escandinavos, seguidos por los alemanes, británicos e irlandeses. De los nativos, menos de la mitad eran de Minesota.19
Ya en la década de 1850 se habían librado en la región escaramuzas entre indios y blancos. Los colonos vivían en aldeas aisladas o dispersos en cabañas. Esos enfrentamientos eran las típicas refriegas fronterizas que se producían en muchos lugares del mundo. Pequeños grupos de indios dakota, sesenta como máximo, pero normalmente muchos menos, atacaban a los colonos con enorme brutalidad. Solían matar a todos los hombres y a veces hacían prisioneras a unas cuantas mujeres. Las batallas eran pequeñas pero muy encarnizadas, y sembraban el terror entre los colonos. Los “actos bárbaros” (como entonces se llamaba a la arrancadura de cabelleras, las decapitaciones y amputaciones) eran frecuentes en los dos bandos, aunque los linchamientos eran una especialidad de los euroamericanos. Cundía el miedo en los dos lados.
“Los blancos siempre estaban intentando forzar a los indios a renunciar a su forma de vida y vivir como blancos: cultivar la tierra, trabajar duro y hacer lo mismo que ellos. […] Los indios querían vivir como [indios] […] ir adonde les apeteciera y cuando les apeteciera, cazar donde pudieran y vender pieles a los comerciantes”, recordaría Gran Águila, un jefe dakota, muchos años después.20
Los indios, sin embargo, ya no podían “ir adonde les apeteciera”. El origen del conflicto estaba en la tierra: el incansable afán de los blancos por apoderarse de tierras que se pudieran cultivar y cercar. Como la mayoría de los indios, los dakotas eran ajenos a la idea de propiedad individual, pero creían en un derecho colectivo sobre las zonas donde podían vagar, atrapar animales, pescar, recolectar frutos y cultivar la tierra. Por eso se disputaron el control de ciertos territorios con los ojibwa y batallaron con los colonos blancos y el Gobierno de Estados Unidos. Estas concepciones opuestas de los derechos de propiedad chocaron en la frontera de Minesota (y algo similar ocurrió, como veremos, en Namibia).21
No era este el único conflicto. “Los indios no llevaban libros de cuentas –dijo Gran Águila–, así que no podían negar las deudas y tenían que pagarlas. […] Los indios no podían acudir a la justicia para impugnar las deudas, pero siempre había disputas al respecto”.22 Y, lo que era quizá más importante, indios y blancos tenían normas culturales muy diferentes en cuanto a la relación entre deudor y acreedor. Los indios creían que el deudor debía pagar cuando tuviese los recursos suficientes, y no en una fecha establecida.23 La tradicional economía moral india, basada en la estrecha relación (familiar y tribal) entre acreedor y deudor, chocaba con el floreciente capitalismo estadounidense, que garantizaba ante todo los derechos del primero.
Para colmo de males, muchos comerciantes engañaban a los indios, y el Gobierno estadounidense deducía los costes de la “civilización” (la construcción de escuelas, talleres e iglesias, la delimitación de las parcelas) de las rentas que les debían, retrasándose a menudo en el pago de la cantidad restante. En 1860 y 1861 hubo largas demoras que, añadidas al endeudamiento y a las malas cosechas, agravaron aún más la situación de los dakotas. El invierno de 1862 fue muy duro. Sin las rentas, los indios no podían comprar harina ni otros productos de primera necesidad. En la primavera de 1862 muchos vivían en condiciones desesperadas. Sus familias estaban al borde de la muerte por inanición.24
Para los dakotas eran especialmente lacerantes los agravios infligidos por el tratado de 1858, que suponía un ataque frontal contra su forma de vida. El acuerdo prometía mayores recompensas para los indios que aceptaran las parcelas individuales adjudicadas por los estadounidenses y otras manifestaciones de la “civilización”, a saber, la indumentaria occidental, el pelo corto y el cristianismo. De las 7.000 familias que formaban el pueblo dakota, unas 125 habían rechazado la “sábana”, frase que se aplicaba a los indios que se aferraban a su forma de vida y sus costumbres. Quienes optaban por la civilización a menudo vivían aislados y eran objeto del escarnio de sus compatriotas, que también les robaban y agredían.25
La incomprensión estaba ligada al engaño. Por lo demás, los indios tenían dos motivos importantes para sentirse ofendidos. Según Gran Águila, los hombres blancos se creían superiores a los indios y a veces abusaban de las mujeres: “Los dakotas no creían que hubiese en el mundo nadie mejor que ellos. […] Todas estas cosas hacían que muchos indios tuviesen antipatía a los blancos”.26
En general, los tratados apenas beneficiaron a los indios y, por lo demás, los miembros de las tribus no entendían en muchos casos las disposiciones que habían aceptado sus jefes. En el pueblo dakota surgieron toda clase de conflictos: entre jóvenes y mayores, entre lo tradicional y lo civilizado y entre grupos familiares. A un buen número de hombres jóvenes les repugnaban las concesiones territoriales aprobadas por los jefes: su autoridad y la de los ancianos empezaron a debilitarse. En la situación crítica creada por las usurpaciones de los blancos, los indios tomaron decisiones diversas en aras de su supervivencia física y la de su cultura. Quienes optaron por cultivar parcelas individuales sabían que la otra alternativa era desplazarse hacia el oeste, a las Grandes Llanuras, donde pasarían frío y hambre y sufrirían la hostilidad de otras tribus.27
A pesar de los conflictos internos que existían en el pueblo dakota, casi todos sus miembros coincidían en quejarse de que los blancos habían conculcado los tratados en los que se les había prometido a los indios, por lo menos de palabra, todas las cosas que querían, entre ellas sábanas, municiones, café, té, tabaco, cerdo, harina y azúcar “en abundancia”. Los dakotas tenían muy presentes esas promesas, fueran reales o no, y las repetían una y otra vez. “No era extraño –escribió un notable ciudadano de Minesota y uno de los primeros historiadores del estado– que los sioux sospecharan que el taimado hombre blanco podía revocar en cualquier momento su título de propiedad [de la tierra, derivado de los tratados]”, en vista de la continua usurpación de tierras, incluso de las que se les habían concedido en virtud de esos acuerdos.28
“Si les atacáis os atacarán y os devorarán a vosotros y a vuestras mujeres y a vuestros hijos. […] Estáis locos. […] Moriréis como los conejos cuando les persiguen los lobos hambrientos en las noches de Luna Dura”.29 Así se dirigió el jefe dakota Pequeño Cuervo a un reducido grupo de seguidores suyos que habían asaltado establecimientos de comercio y almacenes (véanse ilustraciones de las pp. 110 y 111). Los indios, desesperados, habían robado harina, carne y otros artículos de primera necesidad. También habían matado a cuatro blancos y sembrado así el pánico en los dos lados. Pequeño Cuervo sabía que las autoridades harían a la tribu entera responsable de las acciones de unos pocos. A los dakotas se les privaría de las rentas anuales y forzaría a hacer otras concesiones; ante todo tendrían que entregarles a los verdaderos responsables, que serían encarcelados, juzgados y ahorcados, de esto último no cabía duda. El jefe indio también sabía que los blancos estaban preocupados por la guerra de Secesión, que estaba yendo mal para el Norte, y que muchos ciudadanos de Minesota, incluidos mestizos, habían sido reclutados por el Ejército de la Unión o se habían alistado. Para aquellos dakotas dispuestos a luchar en la guerra, aquel verano, el de 1862, era un momento propicio.30
Los temerarios seguidores de Pequeño Cuervo le acusaron de cobardía: el jefe se puso furioso, pero al final se sumó a los más belicosos e hizo de la escaramuza una guerra en toda regla.
Los rebeldes dakota batallaron con los colonos y el ejército y visitaron a otras tribus para convencerlas de que se les unieran. Algunas aceptaron; otras se mostraron tan cautas como lo había sido Pequeño Cuervo al principio. Los rebeldes nunca obtuvieron el apoyo de todos los dakotas, ni mucho menos el de otros indios del North Country: muchos temían perder aún más tierras en el caso de enfrentarse con el Gobierno de Estados Unidos en una guerra total. El principal motivo de discordia entre los indios estaba en los centenares de blancos y mestizos tomados como rehenes y forzados a desplazarse con los rebeldes. Los dakotas sabían lo útiles que les serían estos prisioneros en una negociación, pero al mismo tiempo, y dado el valor que su cultura atribuía a los lazos de parentesco, se sentían en el deber de proteger a aquellos blancos y mestizos con los que estaban emparentados, aunque fuese lejanamente.
Los dakotas partidarios de la guerra y los defensores de la paz (los “hostiles” y los “amistosos”, como se los llama en los documentos del siglo XIX), que sumaban unos mil hombres, así como los centenares de cautivos blancos y mestizos, se reunieron en la aldea de Pequeño Cuervo. Existía una tensión enorme: los rehenes temían que los mataran, y las dos facciones indias estaban dispuestas a combatir.31 Paul Mazakutemani, un converso al cristianismo, arriesgó su vida interponiéndose entre ellas, y suplicó a Pequeño Cuervo que se rindiera. “Los estadounidenses son un gran pueblo –dijo–. Tienen plomo, dinamita, armas y provisiones en abundancia. Dejad de luchar, reunid a todos los prisioneros y dádmelos. Quienes luchan contra los blancos nunca se hacen ricos ni permanecen en un sitio más de dos días; siempre están huyendo y pasando hambre”.32 En otra reunión, Mazakutemani volvió a reconvenir a Pequeño Cuervo y sus seguidores, preguntándose si estaban “dormidos o locos. Luchar contra los blancos es como luchar contra el trueno y el relámpago. Os matarán a todos. Es como tirarse al Misisipi”.33
Pequeño Cuervo (1810-1863) fue un jefe de los dakota sioux de Mdwakanton. Aquí aparece reprentado en la firma del Tratado de Traverse des Sioux
Pequeño Cuervo vivía entre dos mundos. En contraste con la ilustración de la página anterior, aquí lleva principalmente ropa occidental
Durante casi dos siglos había habido choques en la frontera y habían aumentado con rapidez el número de colonos euroamericanos y usurpaciones de tierras indias, de ahí que Mazakutemani se diera cuenta del poder de los blancos. Sabía que los colonos tenían de su parte al Ejército de Estados Unidos y a las milicias de Minesota; y por lo menos intuía que, pese a estar combatiendo al mismo tiempo la insurrección del Sur, que ponía en peligro la supervivencia del país, el Gobierno estadounidense no permitiría en ningún caso que los indios triunfaran por la fuerza. Pequeño Cuervo probablemente sabía que la suya era una causa perdida, pero aun así no se dejó convencer: “Tenemos que luchar y morir juntos. Es de locos y cobardes pensar lo contrario, y abandonar a la nación en un trance así. No caigáis en la deshonra de rendiros, porque os colgarán como a perros: morid, si es necesario, con el arma en la mano, como valerosos guerreros del pueblo dakota”.34
En todo el fértil valle de Minesota, los guerreros dakota atacaron a los colonos y los puestos de avanzada de la Indian Agency. Estas ofensivas, como tantas anteriores, llevaron a brutales matanzas de hombres y a veces de mujeres y niños, por más que Pequeño Cuervo hubiese ordenado que se les perdonara la vida. Era más frecuente, sin embargo, que los indios tomaran a las mujeres y los niños como prisioneros. A veces buscaban asesinar a una persona concreta, a cierto comerciante al que odiaban por haber dicho –o eso se rumoreaba– que si los indios pasaban tanta hambre podían comer hierba, le mataron a palos y le llenaron la boca de hierba.35 En otros casos, las matanzas eran indiscriminadas. Los indios también perdonaban la vida a muchos blancos, particularmente a los que tenían lazos de parentesco con ellos.36 A los colonos, por su parte, nada les indignaba más que ver cómo se sublevaban indios a los que creían conocer bien.
Henry Hastings Sibley en 1860. Sibley (1811-1891) llegó al Territorio del Noroeste como trampero. Vivió con los indios durante largos periodos y tuvo un hijo con una india. En 1858, cuando Minesota fue reconocida como estado, se convirtió en su primer gobernador. En 1862 se le puso al mando de la Milicia del Estado de Minesota, encargada de reprimir la rebelión de los sioux, y también en las campañas de 1863 y 1864. La prudencia de su estrategia militar y la relativa moderación de su postura política (se oponía al ajusticiamiento de aquellos indios que no habían matado a ningún blanco) suscitaron gran hostilidad entre los euroamericanos. Sigue siendo una figura venerada por muchos ciudadanos de Minesota
A pesar de la protección de que gozaba, la población blanca fue presa del pánico, un terror “universal e irreprimible”.37 Miles de colonos “despavoridos” se refugiaron en asentamientos mayores, como Mineápolis y Saint Paul, y fuertes del Ejército de Estados Unidos; y algunos no volvieron nunca a sus casas y granjas. En el valle de Minesota se podían recorrer unos trescientos kilómetros sin ver más que una región “destruida y despoblada”.38 Unos meses después, en una carta al presidente Abraham Lincoln, su secretario, John G. Nicolay, sostuvo que “no ha habido nunca un conflicto tan repentino ni tan feroz ni tan cruento como el que colmó de tristeza y amargura el estado de Minesota”.39
“La guerra, como una tormenta arrasadora, estalló de repente y se extendió con rapidez –escribiría una mujer dakota muchos años después–. Era difícil saber quiénes eran amigos y quiénes enemigos”.40 También describió el pánico que cundió entre los sioux.41 Las discordias internas ya mencionadas se agravaron en medio del conflicto armado. Algunos dakotas, enardecidos por los abusos de los blancos y una cultura que ensalzaba a los guerreros, clamaban venganza. Otros compartían los temores de Pequeño Cuervo; sabían que la guerra sería un desastre para su pueblo, pero acabaron aceptándola por solidaridad con los hombres de sus clanes y para demostrar su valía como combatientes.42
De los 7.000 dakotas, un total de 1.500 tomaron las armas.43 Se rumoreaba que la nación sioux entera, unas 25.000 personas que poblaban un territorio que se extendía hasta el río Misuri, iba a unirse a la lucha y ya estaban en marcha, y lo mismo se decía de los ojibwa y los winnebago, que vivían al norte.44 El rumor, pese a no ser cierto, exacerbó el pánico de los colonos blancos y las autoridades federales y de Minesota.
La simple división entre blancos e indios no nos da, sin embargo, una idea cabal de la compleja realidad de la frontera. Esta región era el escenario de un conflicto a veces violento, pero también una zona de interacción.45 Entre los indios y los blancos vivían cientos o acaso miles de francodakotas y anglodakotas: estos mestizos eran fruto de las relaciones sexuales que durante doscientos años habían tenido indios y europeos en la frontera. A veces era una persona “de sangre mixta” quien salvaba a su familia, según contó Samuel J. Brown, hijo de un famoso pionero y agente indio. Cuando se enteró de los ataques indios, la familia de Brown huyó de su casa, pero pronto se encontró con un grupo de indios manchados de sangre por una matanza que se había producido poco antes. La madre de Brown se puso a gritarles en la lengua de los dakotas, les dijo que era de origen sisseton (una de las tribus dakota) y pidió que la protegieran a ella, a su familia y a los otros blancos que huían con ellos. Uno de los indios se acordó entonces de que un invierno en el que se estaba muriendo de frío aquella mujer le había ofrecido albergue, permitiéndole calentarse delante del fuego y dándole de comer. Así que pidió a los otros indios que dejaran en paz al grupo de blancos y mestizos; pero sus compatriotas respondieron que habían jurado matar a todos los blancos y pensaban cumplir su palabra. El indio “amistoso” insistió en su ruego. Los indios, veinticinco en total, se reunieron dos veces para deliberar y al final permitieron al grupo desplazarse al asentamiento de Pequeño Cuervo, donde se les ofrecería protección. En el camino, sin embargo, temieron a menudo por su vida.46
“Ocúpese de los indios”, le dijo por telegrama el presidente Lincoln al gobernador Ramsey.47 Su exhortación concordaba con el parecer de Pope, el comandante estadounidense, que tomó plena conciencia de la gravedad de la insurrección nada más llegar a Minesota. Graduado de la academia militar de West Point, había participado en la guerra mexico-estadounidense y en otras campañas contra los indios. El gobernador Ramsey tenía ahora por consejero a un oficial de alto rango desacreditado en Washington, pero no en la frontera. A Pope, que tenía línea directa con el Departamento de Guerra, le sería más fácil obtener refuerzos y material bélico, así como evitar que Minesota destinara más soldados y recursos a la guerra civil. El propio Lincoln desoyó las objeciones del secretario de Guerra suspendiendo el reclutamiento de hombres en Minesota, otra señal más de que asegurar la frontera era tan importante para el Gobierno federal como reprimir la insurrección del Sur. Ramsey y Pope no tardaron en nacionalizar las milicias del estado, incorporándolas al Ejército de Estados Unidos.
Pope envió casi mil cuatrocientos hombres al valle de Minesota (véase mapa de la p. 101) para que socorrieran a la guarnición y los refugiados sitiados en Fort Ridgely, que los dakotas ya habían intentado tomar dos veces. Las fuerzas estadounidenses se dirigieron posteriormente a New Ulm, donde el ejército (apoyado por los colonos) y los dakotas estaban librando una batalla encarnizada. Esta próspera ciudad fronteriza vio arder muchos edificios, se produjeron cuantiosas pérdidas humanas y materiales, pero los colonos blancos lograron finalmente hacer retroceder a los atacantes.48
Mientras tanto, el coronel Sibley reunió un ejército numeroso para entablar batalla con los indios cerca del lugar donde se encontraba la Upper Indian Agency (véase ilustración de la p. 113). Era un grupo heterogéneo y desorganizado, compuesto por refugiados blancos y soldados sin apenas experiencia. Sibley y unos cuantos indios intentaron en vano negociar. El coronel estadounidense prometió proteger a los indios a condición de que no mataran a nadie; pero fue duramente criticado por la prensa y los ciudadanos blancos de la zona por no emprender un ataque total e inmediato. Como sucedía a menudo en muchos otros lugares del mundo, los colonos querían sangre, cobrarse su venganza, y se oponían a toda negociación.49 Sibley obtuvo el apoyo de misioneros aliados con aquellos indios que se habían convertido al cristianismo. Fue avanzando poco a poco e intentó de nuevo negociar con los indios, entre otras razones porque tenía la esperanza de lograr la liberación de los casi doscientos cincuenta prisioneros blancos y mestizos (o “híbridos”, como los llaman las fuentes de la época). Le escribió a su mujer diciendo que se impartiría justicia a los indios, pero no pensaba “asesinar a ningún hombre declarado inocente, aunque sea un salvaje”.50
Otros pidieron sin rebozo que se exterminara a los indios. Como en Grecia en la década de 1820, los nacionalistas aborrecían a quienes se interponían en su camino a la unificación nacional. “Tiene que ser una guerra de exterminio, como en el caso de los sioux”, le telegrafió el secretario de Lincoln, Nicolay, a Stanton.51 El gobernador Ramsey utilizó muchas veces la misma palabra.52 Tras la derrota de los dakotas, Pope escribió a Sibley lo siguiente:
Las atroces matanzas de mujeres y niños y los escandalosos abusos a las prisioneras siguen vivos [en nuestra memoria] y reclaman un castigo que excede el poder humano. Ningún tratado ni ninguna manifestación de buena voluntad por parte de los indios traerá la paz a esta región. Deseo el total exterminio de los sioux. […] Destruir todos sus bienes y forzarlos a marcharse a las llanuras. […] Se les debe tratar como dementes o bestias salvajes, y en ningún caso como personas con las que se puede llegar a acuerdos.53
Estas palabras son similares a la famosa “orden de exterminio” dictada en 1904 por el general alemán Lothar von Trotha en el caso de los herero y nama que vivían en el sudoeste de África, como veremos en el capítulo VI. Aún no existía un código de leyes de guerra internacional. El Código Lieber del Ejército estadounidense, en el que se basarían no pocos intentos de definir la conducta aceptable en los conflictos, se redactó un año más tarde; y la primera Convención de Ginebra se celebró en 1864. Había, sin embargo, ciertas normas consuetudinarias relativas a las guerras, pero ni a Pope ni a otros se les ocurrió que pudieran aplicarse al conflicto con los indios.
De haber tomado Fort Ridgely y New Ulm, los dakotas habrían podido atravesar libremente el valle de Minesota hasta llegar a la capital del estado, Saint Paul, y al río Misisipi. Sus triunfos habrían animado a otros indios a sublevarse. Pero no lo lograron, y en su fracaso estuvo el origen de una derrota aún mayor. Que el país estuviera en plena guerra civil no impediría a los estadounidenses utilizar todo su poderío militar contra los indios. Además de reprimir la sublevación y culparlos de los abusos cometidos por los blancos, Estados Unidos haría desaparecer a todos los dakotas de Minesota, allanando así el camino a los colonos para el pleno ejercicio de sus derechos.
El Ejército de Estados Unidos entró en la guerra contra los indios y contribuyó así decisivamente a asegurar los asentamientos blancos. En ella también participaron voluntarios, colonos armados con rifles y muy decididos que se incorporaron casi inmediatamente a la milicia estatal. Además de luchar contra los indios, contribuían a guardar los fuertes cuando las tropas regulares entraban en combate, sirviendo así al ejército durante días y a veces meses. Se daban a sí mismos nombres inmodestos como los Vengadores de la Frontera, los Tigres de Le Seur, la Caballería Alirroja y la Guardia Escandinava, y a veces formaban compañías mayores y más regulares (aunque provisionales). Los Gobiernos estatal y federal les daban una paga y compensaban por los daños que sufrían.54
Como voluntarios y milicianos representaban una importante tradición estadounidense: el ideal democrático del pueblo en armas (expresado en la Segunda Enmienda, que reconoce el derecho de los ciudadanos a portar armas) y la aversión a los ejércitos regulares. Pero esta tradición tomaba ahora un carácter racial, porque era el pueblo blanco en armas el que se movilizaba para reprimir la sublevación de los dakotas. Algunos soldados eran profesionales, pero muchos tenían casi tan poca experiencia como los granjeros y comerciantes que tomaron sus rifles, abandonaron sus propiedades y se unieron a los Vengadores de la Frontera u otros grupos.
El conflicto fronterizo era idéntico en este aspecto a los que surgieron en otras colonias como Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y la alemana del sudoeste de África.55 En todos estos casos, los pueblos indígenas aceptaban en los tratados ceder tierras a los Estados o a los colonos, que posteriormente usurpaban más. Los nativos eran por lo general ajenos a la idea del derecho a la propiedad privada de la tierra. Creían en derechos colectivos, en la propiedad tribal: una visión radicalmente incompatible con la de los colonos blancos, que pretendían establecer lindes, cercar las tierras de las que se apropiaban las familias de los pioneros, a veces por la fuerza y violando así los tratados. También era muy frecuente que los indígenas desaprobaran o incluso desconocieran los acuerdos a los que habían llegado sus jefes con los colonos, a menudo en beneficio propio, como veremos igualmente en el caso de Namibia. Las usurpaciones de tierras acababan por hacerse insoportables, y se producían rebeliones que terminaban con la derrota de los pueblos nativos y su idea de derechos colectivos.
Al contrario que Sibley, Pope se oponía a entablar negociaciones.56 Finalmente, el 18 de septiembre de 1862, un ejército compuesto por 1.500 hombres y comandado por Sibley avanzó hacia el norte por el valle de Minesota. Muchas rehenes blancas habían gozado de la protección de los indios “amistosos”; otras habían sido violadas y habían visto morir a parientes suyos a manos de los dakotas.57 El 23 de septiembre, Sibley y sus tropas se enfrentaron a Pequeño Cuervo y los guerreros dakota (cuyo número posiblemente alcanzara el millar) en la llamada batalla de Wood Lake (que en realidad se libró a orillas de otro lago cercano).58 “La pradera estaba plagada de indios”, escribiría más tarde un antiguo combatiente estadounidense.59 Algunos indios querían matar a todos los rehenes, otros eran partidarios de retenerlos como instrumento para negociar con el enemigo. Los dakotas decidieron esperar. Finalmente, más de setecientos arremetieron contra los hombres de Sibley, y los demás se quedaron vigilando a los prisioneros blancos y mestizos. Los guerreros atacaron por tres flancos, pero sufrieron cuantiosas bajas y acabaron retirándose. Acostumbrados a atacar a colonos aislados, se encontraron ahora con el Ejército de Estados Unidos: bien organizado, pertrechado y con experiencia. Los cañones estadounidenses resultaron tan decisivos como en batallas anteriores. Pequeño Cuervo y unos ciento cincuenta o doscientos guerreros huyeron al Territorio Dakota y a Canadá. Otros se quedaron, aun sabiendo que sufrirían represalias.
Se les castigó muy pronto, con dureza y, en general, indiscriminadamente. Unos treinta mil colonos blancos se habían convertido en refugiados y se encontraban hacinados en fuertes y ciudades. Entre quinientos y mil habían sido asesinados, a veces brutalmente, y sus cuerpos mutilados.60 Las atrocidades cometidas por los indios habían soliviantado a los colonos y las autoridades, que buscaban venganza. No pensaban tolerar ninguna rebelión más, estaban decididos a conjurar de una vez por todas la amenaza india y tomar las medidas necesarias para que el extremo norte del Medio Oeste fuese para siempre una región segura y libre para el asentamiento de los blancos.
Había que ajusticiar o encarcelar a quienes hubiesen participado en la rebelión. Hasta Sibley (recién ascendido a brigadier general y que, siendo comerciante de pieles, había vivido con los indios y engendrado un hijo con una nativa y estaba a favor de negociar con los dakotas) creía firmemente en la necesidad de ejecutar a quienes hubiesen matado a blancos. “Habiendo visto los cuerpos mutilados de sus víctimas –escribió el gobernador Ramsey–, no puedo ser magnánimo con ellos. […] Si no reprimimos ahora esta insurrección con total eficacia, el estado quedará sumido en la ruina, y esos desgraciados, que, de todos los demonios con forma humana, se cuentan entre los más crueles y feroces, volverán a adueñarse de algunas de las regiones más bellas y las conservarán durante años. […] Los barreré con la escoba de la muerte”.61 Son palabras aterradoras las escritas por el hombre que se había convertido en el primer gobernador de Minesota cuando el territorio fue reconocido como estado en 1858.
Sibley creó una comisión militar para juzgar a 16 indios. De hecho, ya se había ahorcado a 20. El brigadier general recibió órdenes de enviar a un grupo de prisioneros a Fort Snelling; a mediados de octubre de 1862, 101 indios con grilletes se vieron forzados a recorrer un largo camino a pie.62 Más tarde llegarían al fuerte 2.000 más. Varios centenares murieron allí en el invierno de 1862 y 1963.63
Se llamó a testigos y se escucharon sus declaraciones. Los procesos fueron muy rápidos; a veces se condenaba a cuarenta prisioneros al cabo de un solo día de juicio. Hubo quienes protestaron contra estas irregularidades, entre ellos algunos misioneros. En Minesota, sin embargo, la hostilidad contra los reos llegó al paroxismo. El público exigía que se ajusticiara a todos los prisioneros y se expulsara del estado a todos los demás indios.64 Le indignaba especialmente que un gran número de indios “civilizados” hubiesen participado en las masacres. El fiscal del distrito de Saint Paul, George A. Morsey, le expresó así este sentimiento al presidente Lincoln:
Mientras quede algún indio en los asentamientos fronterizos o sus inmediaciones, ni el más riguroso de los castigos nos pondrá totalmente a salvo. El indio es, por naturaleza, tan poco de fiar como el lobo. Por mucho que uno lo dome e intente civilizarlo y cristianizarlo, la visión de la sangre hará aflorar enseguida los instintos salvajes y lobunos de su raza. Es bien sabido que, entre los primeros sioux en perpetrar masacres, y los más sanguinarios, había muchos ‘indios civilizados’ […] a pesar de que llevaban el pelo corto, vestían como el hombre blanco y vivían en casas de ladrillo que les había construido el Estado.65
De los 393 indios sometidos a juicio, 75 fueron absueltos y 16 condenados a penas de cárcel, y el tribunal sobreseyó varios casos por falta de pruebas. Fueron condenados a muerte 309 indios.66 Se informó de los fallos al presidente Lincoln, que pidió todas las actas de los juicios; pero el gobernador Ramsey le escribió advirtiéndole de que había que ejecutar las sentencias, porque temía que de lo contrario se produjeran “venganzas privadas”: turbas furiosas que se tomarían la justicia por su mano.67 De hecho, ya se había oído a algunas amenazar a los prisioneros indios, y las autoridades temían no poder salvaguardar el imperio de la ley ni contener a una multitud decidida a asesinar a todo indio con el que se encontraran, y en particular a los que estaban presos.68 Sin embargo, Lincoln y unos cuantos consejeros suyos veían con escepticismo las palabras belicosas que llegaban de Minesota. El presidente creía ante todo en el imperio de la ley. Decidido a formarse su propia opinión sin dejarse influir por las histéricas filípicas de Pope, suspendió las ejecuciones y leyó con detenimiento las actas de los juicios y las sentencias. Los funcionarios y colonos de Minesota se indignaron, querían que se ajusticiara de inmediato a todos los condenados.
Finalmente, Lincoln redujo el número de ejecuciones a 39, salvando la vida a quienes se habían unido a la sublevación, pero de los que no se había probado que hubiesen participado en ninguna matanza. Dos días antes de la fecha fijada para las ejecuciones, el comandante militar de Mankato, que temía las acciones de multitudes incontroladas, impuso la ley marcial y prohibió la venta de alcohol en la región.
El 26 de diciembre de 1862 en Mankato, 38 indios (a uno de los condenados se le había conmutado la sentencia) fueron asesinados legalmente, todos al mismo tiempo (véase ilustración de la p. 123).69 El patíbulo era uno de los mayores jamás construidos. Nunca en la historia de Estados Unidos se ha ajusticiado a tantas personas de una vez. Había más de un millar de soldados vigilando que no se produjeran incidentes. El verdugo había perdido a tres hijos suyos en la rebelión, y los dos restantes y su mujer seguían en poder de Pequeño Cuervo.70 Al día siguiente, Sibley telegrafió a Lincoln informándole de que se había dado muerte a los reos. “Todo se desarrolló con normalidad –le dijo–, y los otros prisioneros están a salvo”.71 Era el propio Lincoln quien había firmado la orden de ejecución. El presidente había exigido al mismo tiempo que se protegiera a los otros prisioneros, evitando que sufrieran actos de “violencia ilegal”.72 Los soldados estadounidenses que escoltaron a los reos –tanto los que iban a ser ajusticiados como los condenados a penas de cárcel– tuvieron que contener en el camino a multitudes que amenazaban con masacrar a los indios. La prensa local enardeció los ánimos clamando “¡muerte a los bárbaros!”.73
No hubo masacres de indios. Los dakotas, al contrario que los indios de California, no sufrieron un genocidio.74 Se optó, en efecto, por una política de expulsión que afectó igualmente a los ojibwa y los winnebago, aunque estas tribus no habían librado más que unas cuantas escaramuzas.
Las decisiones importantes se adoptaron en el ámbito federal. El 16 de febrero de 1863, el Congreso revocó todos los tratados suscritos con los dakotas, rechazando el compromiso de pagarles rentas anuales, así como todas las reivindicaciones territoriales de los sioux de Minesota. Parte de los fondos que habrían recibido los indios se destinaron a compensar a los colonos blancos por las pérdidas que habían sufrido. Otra ley, aprobada el 3 de marzo, eximía de deportación a los dakotas que hubiesen auxiliado a los blancos y adjudicaba a “individuos de mérito” haciendas de ochenta acres en antiguas reservas indias.75
El 26 de diciembre de 1862 se ejecutó a 38 sioux, en lo que fue la mayor ejecución en masa de la historia de América
Sus nuevos hogares, sin embargo, se encontraban en el territorio que más tarde se convertiría en Dakota del Sur, y no en Minesota. Los indios se dispersaron por el Territorio Dakota, Iowa y Nebraska. Muchos fueron a parar a la reserva Crow Creek, en la actual Dakota del Sur, o Fort Totten (donde hoy se encuentra la reserva Spirit Lake), en la actual Dakota del Norte.76 Algunos dakotas permanecieron en el lado canadiense de la frontera; otros se desplazaron al oeste y acabaron uniéndose a sus hermanos lakota para abrir un nuevo capítulo en la historia de la resistencia india. Unas cuantas familias formaron comunidades dispersas en Saint Paul y Faribault, asentándose en extensiones de ochenta acres; pero su presencia suscitó enorme hostilidad entre sus vecinos blancos.77
Todos aquellos que vieron su sentencia de muerte conmutada por Lincoln fueron enviados a la cárcel de Davenport, en Iowa. Los misioneros ayudaron a no pocos prisioneros y perseveraron en su esfuerzo educativo. Los dakotas sufrieron condiciones atroces en la cárcel. Algunos murieron de hambre, y otros de frío en invierno. A todos les daba pena no poder ver ni cuidar a sus parientes. Gran parte de los centenares de presos perecieron, como ya había ocurrido en Fort Snelling.78
Muchos de los que se habían convertido al cristianismo –antes o después de ser condenados– escribieron al reverendo Stephen Return Riggs, un famoso misionero, suplicándole que averiguase cómo estaban sus parientes o intercediese por ellos para que se les liberara. Aseguraban creer en el “Gran Espíritu” y haber dejado la bebida y renunciado a las “costumbres indias”.79 También le pedían que rezase por ellos y sus familias. “No paran de morirse jóvenes que han aprendido a escribir –le escribió a Riggs un prisionero llamado Su Nido Sagrado–. Me da mucha pena. […] Desde que llegamos aquí han muerto por lo menos cuarenta y cinco, y morirán muchos más. […] Las mujeres están tristes y asustadas, y algunas pasan hambre y huyen. Hay varias que no se acuerdan del Espíritu Santo. Se las está dispersando y separando”.80 Otro prisionero, Robert Hopkins, al que Riggs había escrito preguntando por las condiciones de vida en la cárcel, le contó que muchos compañeros suyos estaban enfermos y algunos morirían, en su mayoría de frío cuando llegara el invierno. “Si saca usted a alguno [de mis parientes] de la cárcel –le escribió–, me alegraré mucho”.81
Pequeño Cuervo había huido, como ya hemos dicho, y con un grupo de seguidores cada vez más reducido había vagado por Minesota y, posteriormente, por las dos Dakotas y Canadá. El 3 de julio de 1863, aproximadamente un año después de la batalla de Wood Lake, el jefe indio y su hijo se encontraron con dos colonos y hubo un tiroteo. Pequeño Cuervo murió de un disparo de bala y su cadáver fue mutilado. El 4 de julio, en los festejos del Día de la Independencia de Estados Unidos, su cabellera y otras partes del cuerpo fueron exhibidas y más tarde vendidas como recuerdo.
Estas expulsiones tuvieron consecuencias terribles para los supervivientes, que vivirían en la pobreza y serían perseguidos con frecuencia. Además, estaban separados de Minesota y las tierras que les habían alimentado y revestían un profundo significado espiritual y cultural para los indios.82
A finales de 1863, la mayoría de los dakotas de Minesota estaban muertos o habían sido deportados. Se seguían produciendo pequeñas incursiones indias, que siempre daban pie al rumor de que había grupos más numerosos dispuestos a atacar a los blancos. El Gobierno del estado de Minesota y el Departamento de Guerra autorizaron la formación de fuerzas irregulares encargadas de matar a las partidas de asaltantes indias, ofreciéndoles una recompensa de veinticinco dólares por cabellera; más tarde, la suma aumentaría a doscientos. Era evidente que el Gobierno aceptaba que se castigase a los indios al margen de la ley. Al final se encontraron muy pocos, esas cuadrillas de justicieros obtuvieron apenas cuatro cabelleras.83
No bastó con estas acciones; los escasos ataques contra los blancos y, lo que era más importante, el temor generalizado a que se produjeran otros más graves hicieron a las autoridades estatales y federales tomar la decisión de extender la guerra al Territorio Dakota. En 1863 (y en los dos años siguientes), y a pesar de la expresa prohibición de Lincoln, los destacamentos encargados de perseguir a los dakotas penetraron varias veces en Canadá.
En estas expediciones, el ejército masacraba a hombres, mujeres y niños. Cuando encontraban un campamento indio, los soldados destruían todos aquellos víveres que no pudieran consumir o llevarse. En el North Country, los inviernos eran inclementes. Del Ártico llegaban vientos muy fuertes que atravesaban Canadá y Estados Unidos, y la nieve formaba capas de hasta un metro. En estas condiciones casi no se podía encontrar comida mas que pescando en el hielo. Los indios solamente podían sobrevivir matando y desecando búfalos u otras presas, que engrasaban y mezclaban con bayas secas para hacer el famoso pemmican, del que también se habían alimentado tramperos y exploradores desde la llegada de los europeos a la región. Una vez se encontraron con soldados estadounidenses cerca de lo que hoy es Ellendale, en Dakota del Norte; a pesar de los desesperados ruegos de los dakotas, el general Sully se negó a parlamentar con ellos, ordenó matarlos a todos y luego hizo a sus hombres quemar unos doscientos mil kilos de carne de búfalo, así como los caballos, los perros, las tiendas de campaña y demás cosas de valor, incluidas bayas secas, pieles de animales, utensilios, sillas de montar y mástiles.84
Seguiría ocurriendo lo mismo una y otra vez: los indios se veían aplastados por la potencia de fuego del Ejército de Estados Unidos, que luego destruía deliberadamente los recursos de los que dependía su supervivencia. Como los rebeldes griegos que habían quemado aldeas y granjas de musulmanes, los soldados estadounidenses hicieron imposible vivir a sus enemigos. Apenas unas cuantas personas, en su mayoría misioneros, reprobaron los desafueros que los Gobiernos federal y estatal y los colonos cometieron contra los dakotas.85
Los dakotas habían sido expulsados de las fértiles y sagradas tierras del valle de Minesota. Quienes se habían unido a sus hermanos lakota también se verían forzados a abandonar las Montañas Negras del Territorio Dakota en 1874, cuando se descubrieron yacimientos de oro en la región. La derrota de los dakotas, las matanzas, las deportaciones a reservas y la destrucción de sus recursos vitales son apenas un capítulo en la historia de la incesante colonización europea del continente norteamericano.
Tras esta derrota y la incorporación de Minesota y las dos Dakotas como estados federales en Estados Unidos, ¿cuáles serían las condiciones legales y políticas de los indios?, ¿les sería aplicable la cláusula de igual protección que se había aprobado incluir en la Decimocuarta Enmienda de la Constitución después de la guerra de Secesión, y que establecía que ningún estado podía negar a persona alguna en su jurisdicción la protección de las leyes? En caso afirmativo, ¿gozarían de una protección real, y no solo teórica? ¿Eran los indios ciudadanos, individuos con el “derecho a tener derechos”, o miembros de naciones separadas dentro de Estados Unidos, esto es, naciones soberanas como aparecían definidas en los tratados entre Estados Unidos y diversas tribus indias? Quizá fueran las dos cosas. En esta cuestión tan compleja está el meollo del problema planteado por la formación del Estado nación y los derechos humanos.
Casi todas las batallas que se libraron en las guerras dakota fueron relativamente pequeñas para la época, no pueden compararse con las de otras guerras de mediados del siglo XIX, como la guerra de Secesión estadounidense, la guerra franco-prusiana y la Rebelión Taiping china, ni mucho menos con las guerras totales del siglo XX. Su significación histórica y mundial radica en su pertinacia y la implacable ferocidad de los combatientes. Se producían continuas escaramuzas en las que morían centenares de indios. Las tribus iban retrocediendo más y más y allanando así el camino para la agricultura comercial y el desarrollo industrial, que conectarían la región con los mercados internacionales, permitiéndole vender sus productos a una escala nunca vista. Pronto se empezaría a transportar trigo, maíz, madera y hierro de Minesota a Chicago, Saint Louis, Nueva Orleans, Nueva York y, una vez construida la red ferroviaria transcontinental, al oeste, a California; y de estos puertos y centros de distribución a Europa y Asia.
Los hombres que combatieron contra los indios eran de origen europeo, y ejemplificaban así los extraordinarios desplazamientos de población descritos en el capítulo I. Las mujeres trabajaban en las granjas y se ocupaban de las labores de la casa. Si los hombres cultivaban la tierra, ponían trampas a los animales, explotaban yacimientos, fabricaban productos y cortaban leña, ellas extraían, cosían y forjaban las mercancías que llenaban los mercados estadounidense y mundial y que necesitaba la creciente población de Estados Unidos. Además de hacer desaparecer a los indios matándolos y deportándolos, los estadounidenses arrasaron los espléndidos bosques de Minesota.86
La mayor parte de los colonos eran inmigrantes de primera o segunda generación. Muchos habían llegado a Minesota desde el este del país, no empezarían a emigrar a la región directamente desde Europa hasta 1870 (como ya hemos observado). Llegaron entonces de Inglaterra, Escocia, Alemania, los países escandinavos e Irlanda,87 abandonando sus países de origen por las mismas razones que todos los blancos que emigraban a Estados Unidos: la necesidad de huir de la persecución religiosa o política o de la miseria, y el deseo de buscar nuevas oportunidades, una vida mejor. Algunos ensalzaban la “nueva Escandinavia”, el “glorioso” país y su productividad. “La leche y la crema” eran “más abundantes que en Noruega”.88
Como colonos blancos disfrutaban de los derechos proclamados en la Constitución de Estados Unidos, en particular de los de propiedad, que los Gobiernos federal y estatal ponían mucho empeño en proteger. Temían los ataques indios, por lo que siempre llevaban armas cargadas. Esa amenaza se hizo real e inmediata con la rebelión de los dakotas.89 Hacía falta el poder del Estado para destruir el de los indios y hacer de Minesota una región segura para el asentamiento blanco y para los euroamericanos en cuanto ciudadanos con derechos. El desplazamiento de población de Europa a Estados Unidos condujo a otro: el desplazamiento forzado de los indios por parte de los euroamericanos del North Country.
En este extraordinario drama histórico –la expulsión de los pueblos indígenas por parte de los euroamericanos y la creación de Estados Unidos como un Estado soberano que se extendía del Atlántico al Pacífico–, la condición legal de los indios como estadounidenses sería definida por un enorme número de actores, entre ellos la Constitución (si se le puede llamar “actor” a ese pergamino), el Tribunal Supremo, el Congreso, el Departamento de Asuntos Indios del Gobierno estadounidense, los tribunales federales de rango inferior, las asambleas legislativas y los Gobiernos y tribunales estatales, los colonos… y, por supuesto, los indios que resistieron la fuerza avasalladora que se desplegó contra ellos. El Gobierno federal era en teoría, según la Constitución, el competente para decidir la política india; pero los estados se arrogaron una autoridad que el ejecutivo central casi nunca impugnó.90
Para complicar aún más las cosas, esa política fue variando con los años, a veces radicalmente.91 Quizá la única observación general que cabe hacer sobre la cuestión de los indios y los derechos humanos sea que las autoridades estadounidenses oscilaron entre reconocer derechos a los indígenas supervivientes como comunidades o naciones que se encontraban en Estados Unidos y reconocérselos como individuos, a condición de que adoptaran las costumbres y los valores “estadounidenses”. Las dos opciones presuponían la desaparición de los indios, o al menos reducirlos en número, ya fuera asesinándolos o expulsando a los supervivientes y confinándolos en reservas. Se trataba de destruir a estos pueblos nativos como naciones poderosas que se habían rebelado contra la transformación de Estados Unidos en un Estado nación unificado que dominaba el continente de costa a costa.92
Pese a los múltiples cambios de política, y aunque el papel decisivo lo desempeñaron alternativamente diversas instituciones gubernamentales y otros actores, como misioneros y reformadores, hubo en la represión de los indios y la consolidación del dominio estadounidense sobre Norteamérica ciertas constantes, que se expresaron con palabras como civilización, descubrimiento, soberanía y derechos, utilizadas por los colonos y las autoridades de Minesota, así como por instituciones nacionales, entre ellas el Tribunal Supremo.
Civilización definía la ideología predominante entre los blancos, incluidos misioneros, funcionarios, oficiales del Ejército, granjeros y comerciantes, y que podía llevar a esfuerzos humanitarios, pero también al exterminio de los indígenas. Por lo demás, ofrecía a los indios la posibilidad de integrarse en la sociedad estadounidense y acceder a la ciudadanía a cambio de que renunciaran a su filiación tribal, se cristianizaran y, lo que era igual de importante, se convirtieran en propietarios de tierras individuales, haciéndose así sedentarios. Vivir de la caza, de perseguir animales, era la antítesis de la civilización. Para las mujeres indias, el sedentarismo significaba coser e hilar mientras los hombres desempeñaban la tarea “masculina” de cultivar la tierra: la inversión de los papeles que la tradicional cultura agrícola india asignaba a los dos sexos. Además de la Biblia, “los misioneros protestantes llevan consigo el arado y el telar”, según escribió el misionero Riggs.93 De rechazar los indios las oportunidades que les ofrecían los ciudadanos blancos, no quedarían otros recursos que las matanzas y las expulsiones.
“La raza inferior –escribió Charles S. Bryant, autor de una de las primeras historias de la guerra entre Estados Unidos y los dakotas– tiene la alternativa de retroceder ante el avance de la superior o disolverse en la masa y, como las gotas de lluvia que caen en el océano, perder todos sus rasgos distintivos”. A continuación, relacionaba así lo ocurrido en Minesota con un fenómeno global:
Esta guerra se libra en todo el mundo, y tiene su origen en un principio de progreso intelectual y material. […] Antes o después, el superior aplasta al inferior. […] En este continente virgen, la raza blanca estaba dispuesta a cumplir el mandato divino de henchir la tierra y someterla. […] El resultado no se podía evitar por ningún medio humano. […] Las razas indias eran las ilegítimas dueñas de un continente que el hombre blanco tenía que poseer en razón de un derecho superior.94
Bryant llegó a la amarga conclusión de que “el intento de civilizar a estos indios dakota, los cuarenta años […] de labor misionera y otros esfuerzos han sido claramente inútiles, y el dinero destinado a ellos se ha desperdiciado, por desgracia”.95
La civilización, ya fuera en su forma pacífica o violenta, supondría la desaparición del modo de vida y de la cultura indios. Casi ninguno de los llegados a Minesota a mediados del siglo XIX puso en duda este principio, para ellos, el destino de los indios estaba escrito. En 1880, en uno de los primeros volúmenes que dedicó a la historia del estado, la Minnesota Historical Society expresó elocuentemente esta conciencia histórica y la idea del destino de los pueblos nativos. A propósito del “periodo indio” de la historia de Minesota, los autores describían a los indios como una “raza que está desapareciendo con rapidez”, como si fuera este un proceso natural. “Se extinguirán prácticamente –decían–, o cambiarán sus costumbres y su religión de tal modo que el indio primitivo […] se convertirá en una mera curiosidad histórica”. Una vez que hubieran desaparecido, una vez que hubieran dejado de ser una amenaza, los indios serían mitologizados e idealizados. La Minnesota Historical Society tenía por misión “recopilar y registrar todos los datos valiosos e interesantes sobre los indios. […] El periodo indio de nuestra historia, la del noroeste, será el capítulo más conmovedor y apasionante de los anales del descubrimiento y de la colonización [de la región], y la historia de la raza roja está tan ligada a la de nuestro estado que no cabe omitirla”.96 La estrecha relación entre civilización y exterminio no se podía expresar con mayor claridad.97
La idea de civilización determinó la política federal, así como las acciones de los misioneros y las autoridades del estado de Minesota. En 1819, el Congreso aprobó una ley que llamaba al Gobierno a fomentar “las costumbres y las técnicas de la civilización” entre los indios, enseñándoles, entre otras cosas, “la forma de agricultura indicada para su situación”.98 Lo mejor que puede decirse del Congreso es que no autorizó una política de exterminio, aunque se propuso acabar con la forma de vida india.99 El coste de este esfuerzo civilizador se vio compensado una vez más por las rentas anuales acordadas en los tratados: los indios sufragaban así la campaña de abolición de su cultura.100
Nunca fue sencillo, sin embargo, distinguir entre civilizados y bárbaros, entre estadounidenses e indios; algunos dakotas sioux habían adoptado ciertas costumbres foráneas. Hasta Pequeño Cuervo se había acomodado a la vida de pueblo. Estaba rodeado de granjas, aunque no era granjero. Iba a la iglesia, aunque no estaba bautizado. A veces llevaba ropa euroamericana, y había viajado dos veces a Washington para negociar los tratados entre el Gobierno federal y los dakotas. Se casó con indias, pero entre sus vecinos había no pocos mestizos. Los misioneros solían desaprobar los matrimonios mixtos, pero no llegaban a pedir su abolición.101 El reverendo Riggs reconocía que quienes formaban estas uniones aprendían la forma de vida y la lengua dakotas aún mejor que los misioneros, lo que suponía una gran ventaja para estos en su trabajo. El propio Riggs dominaba la lengua y le había dado forma escrita.
Todas las instituciones del Estado, en especial el Tribunal Supremo, utilizaron la ideología de la civilización. Treinta y cuatro años antes de la represión de los dakota sioux, el tribunal dictó tres sentencias decisivas que se conocen como la “Trilogía Marshall”. Se las llama así por John Marshall, el entonces presidente del tribunal; las sentencias que redactó en nombre de la mayoría de los jueces, y en las que desplegaba un lenguaje grandilocuente y una amplia visión histórica, determinarían la política india de Estados Unidos en el siglo y medio siguiente.
El tribunal presidido por Marshall fundamentó sus sentencias en la Constitución, que nombra dos veces a los indios.102 La primera mención tiene una importancia enorme. La Constitución atribuye al Congreso la facultad de “regular el comercio con países extranjeros y entre los estados, así como con las tribus indias”; esta disposición, en la que se basaron todas las decisiones legislativas, administrativas y judiciales relativas a la vida de los indios,103 da a entender que las tribus eran naciones soberanas preexistentes a la fundación de Estados Unidos.104 Los indios podían, por tanto, negociar y firmar tratados con Estados extranjeros, lo que preocupaba a las autoridades estadounidenses, interesadas en asegurar la continuidad del país y la realización de sus ambiciones expansionistas en un continente donde los franceses, los ingleses y los españoles también reivindicaban territorios.
Las sentencias de Marshall, basadas en esos principios fundamentales, apoyaban el autogobierno y la independencia de los indios y la propiedad colectiva de las tierras; pero también aprobaban que se les desposeyera de ellas, siempre y cuando fuese por medios legales, es decir, en virtud de tratados o comprándolas. Y lo que era más importante, el tribunal de Marshall afirmaba la autoridad suprema del Gobierno federal para decidir la política india. En la práctica, sin embargo, los poderes ejecutivo y legislativo, los colonos y los Gobiernos estatales podían ignorar las sentencias del Tribunal Supremo en su afán por usurpar tierras a los indios y hacerlos desaparecer.
En la sentencia Johnson’s Lessee v. M’Intosh (1823), el tribunal atribuía al Gobierno federal, y no a los estados ni a los individuos, la competencia exclusiva para negociar con los indios y comprar sus tierras.105 El texto lo dice categóricamente: Estados Unidos tiene la “autoridad exclusiva […] para suprimir el derecho [de propiedad de los indios] y ceder la tierra”.106 La sentencia también expresaba una idea que el tribunal desarrollaría en casos ulteriores: la del derecho de los “descubridores”, los “habitantes civilizados que hoy dominan este país”, a “separar” a los indios de sus tierras, aunque solo por medios lícitos, esto es, en virtud de negociaciones y tratados, puesto que se reconocía a esos pueblos nativos como naciones soberanas.107 “La conquista otorga un derecho que los tribunales del conquistador no pueden negar”, decía la sentencia;108 pero, por otro lado, el “conquistado no debe ser oprimido […] ni sus derechos de propiedad dañados”.109
La sentencia del Tribunal Supremo dejaba claro que los indios eran sujeto de derechos; los derechos que como naciones tenían sobre las tierras que sus tribus poseían. No se les otorgó, sin embargo, una carta de derechos como la que tenían los ciudadanos estadounidenses; el tribunal no concebía ni mucho menos que pudieran disfrutar de derechos individuales. Por lo demás, y en una decisión de enorme significación histórica, el tribunal limitaba sus derechos de propiedad. Los indios tenían un mero derecho de ocupación de las tierras:110 las poseerían mientras cazaran, pescaran y cultivaran la tierra en las zonas claramente definidas como suyas y no las cedieran a los blancos en virtud de tratados. Pero el “derecho absoluto y último” lo tenían los “descubridores”, es decir, los europeos que habían llegado a esas tierras remotas y sus descendientes.111 El tribunal invocaba la idea de civilización arguyendo que los indios eran “salvajes” que vivían de lo que encontraran en el bosque. “Dejarles en posesión del campo era dejarlo agreste” o, lo que era lo mismo, sin civilizar.112
Pese a la protección parcial que les ofrecía la sentencia del Supremo en el caso Johnson’s Lessee v. M’Intosh, los indios siguieron viéndose desposeídos de sus tierras por individuos y estados. Georgia adoptó una política especialmente escandalosa. El Gobierno federal había prometido ayudar al estado a adquirir territorios indios, pero apenas había hecho nada, así que Georgia no esperó más y empezó a usurpar tierras, retando al Gobierno federal a que se lo impidiera. Los cheroquis demandaron entonces al estado de Georgia en un tribunal federal; era una de las primeras veces que los indios acudían a la justicia para defender sus tierras y su forma de vida. También se enfrentaban al Congreso y al presidente Andrew Jackson, partidarios de la Indian Removal Act (ley de deportación de los indios), aprobada en 1830, y que conduciría al Sendero de Lágrimas, como se conoce al desplazamiento forzado de los cheroquis y otras tribus de sus tierras en Georgia, Carolina del Norte y del Sur y Florida a territorios al oeste del río Misisipi, principalmente Oklahoma.
En la sentencia Cherokee Nation v. State of Georgia (1831), el Tribunal Supremo reafirmó el poder exclusivo de Estados Unidos sobre las tierras indias y sostuvo que los cheroquis constituían un Estado, así los habían considerado los primeros colonos y Estados Unidos, y por eso habían establecido tratados con ellos.113
Nada más afirmar este principio tan trascendental, el tribunal lo matizó. ¿Eran los cheroquis un “Estado extranjero”?, se preguntó Marshall. “La relación de los indios con Estados Unidos es quizá incomparable con la que tiene ningún otro par de pueblos existente”, sostuvo.114 En la sentencia, el presidente del tribunal acuñó una frase cuyas consecuencias se harían sentir durante decenios: los indios constituían “naciones internas independientes”, cuya relación con Estados Unidos era “análoga a la que tiene un pupilo con su tutor”.115 Dicho de otro modo: esas naciones no tenían plena soberanía, y eran extranjeras, aunque no un Estado extranjero. Vivían dentro de los límites jurisdiccionales de Estados Unidos, cuya autoridad era absoluta.116
El juez Smith Thompson, que disentía de la decisión mayoritaria del tribunal, defendió sin reservas los derechos de los indios. Según él, los cheroquis reunían todas las condiciones para que se los considerara un Estado soberano. Se gobernaban a sí mismos conforme a sus propias leyes y costumbres y ejercían el “dominio exclusivo” sobre sus tierras. Pese a haber cedido algunas a los blancos en virtud de tratados, no habían perdido su soberanía. Era frecuente, en efecto, que un Estado se aliara con otro más poderoso para que lo protegiera, pero eso no significaba que renunciase a su soberanía.117 El juez Thompson condenó con gran elocuencia y profunda indignación moral las violaciones de la soberanía india por parte del estado de Georgia. Estas acciones, que calificó de “repugnantes”, constituían una “vulneración directa y evidente de los derechos de propiedad”.118 Los “daños” causados a los demandantes (la nación cheroqui) “suponen la total destrucción del derecho de los cheroquis. Los perjuicios son graves e irreparables”.119 En la historia de Estados Unidos han sido muy contadas las personas de alto rango que hayan hecho una apología tan rigurosa de los derechos de los indios como la del juez Thompson y su “hermano”, como llamaba al juez Joseph Story, que también emitió un voto particular discrepante.
En Worcester v. Georgia (1832), la última sentencia de la Trilogía Marshall, el Tribunal Supremo reiteró que la nación cheroqui formaba una “comunidad clara y definida” en su propio territorio, por lo que no estaba sujeta a las leyes del estado de Georgia. Estados Unidos tenía la facultad exclusiva de negociar con ella.120 Esta vez, Marshall ofreció una larga y elocuente exposición histórica para justificar la decisión del tribunal y, en particular, la idea de que los indios eran soberanos y a la vez dependientes de Estados Unidos. “Tras ocultarse durante siglos –escribió–, la empresa europea, guiada por la ciencia náutica, envió a algunos de sus hijos más audaces a este mundo occidental. Lo encontraron en manos de un pueblo que apenas había hecho ningún progreso en agricultura ni en industria y se dedicaba por lo general a guerrear, cazar y pescar”.121 ¿Por qué tenían esos pioneros derechos superiores a los de los habitantes nativos?, se preguntó Marshall. La respuesta era sencilla: “El poder, la guerra y la conquista otorgan derechos”. En Norteamérica, las tres cosas eran consecuencia del descubrimiento de las tierras: “El derecho procedía del descubrimiento”.122¿Qué ocurría con los pueblos nativos que ya estaban allí? El descubridor tenía el derecho exclusivo de comprar “cuantas tierras estuviesen dispuestos a vender los nativos”.123
Los indios constituían naciones soberanas, y como tales habían firmado tratados con Gran Bretaña y posteriormente con Estados Unidos. Los cheroquis habían reconocido así que gozaban de la protección de este país. “Protección –escribió elocuentemente Marshall– no implica destrucción del protegido” ni que los indios “renunciaran al derecho a gobernarse a sí mismos”.124 La usurpación de las tierras y la vulneración del derecho de autogobierno de la nación cheroqui por parte del estado de Georgia eran “totalmente contrarias a la constitución y las leyes de Estados Unidos y los tratados que ha firmado”.125
En las sentencias del tribunal, el juez Marshall adoptaba una “incierta posición intermedia”, que reconocía y limitaba la soberanía de los indios y definía la peculiar condición legal que tenían en Estados Unidos, pero al mismo tiempo permitía que se les siguiera desposeyendo de sus tierras, siempre y cuando fuera por medios lícitos.126
La Trilogía Marshall pone de manifiesto la complejidad de la soberanía y los derechos, que nunca son absolutos. Hasta una gran potencia como Estados Unidos vio su soberanía restringida en las tierras indias. Las sentencias también se distinguían por hacer mucho hincapié en la posesión de tierras como fundamento de todas las reivindicaciones de derechos. La soberanía y los derechos derivaban de la propiedad, sin ella, los indios se verían casi tan inermes como los pueblos sin Estado de los siglos XX y XXI.
La posición adoptada por el Tribunal Supremo en la época de Marshall, y que afirmaba los derechos de los nativos y limitaba la capacidad de los blancos para apoderarse de sus tierras, se vería menoscabada ese mismo siglo por el mismo tribunal. Por su parte, el Gobierno federal y los estatales ignoraron las admoniciones de Marshall. Las acciones del estado de Georgia y del Gobierno federal presidido por Andrew Jackson no fueron las únicas violaciones de las sentencias del tribunal, pero sí las más flagrantes. Más tarde, en 1871, el Congreso decretó que no habría más tratados con los indios. El Tribunal Supremo reconoció a Estados Unidos la facultad para revocar unilateralmente los ya existentes, y al Congreso “plenos poderes” respecto a los indios, es decir, la potestad para aprobar leyes que les afectaran directamente. Los tribunales han confirmado repetidamente este principio.127
Los pueblos indios ya no eran naciones soberanas que ejercían derechos colectivos en nombre de sus miembros, sino “fideicomisarios” del Gobierno federal: este fue el término utilizado en resoluciones judiciales, leyes y panfletos reformistas a partir de la década de 1840. Nunca se llegaron a precisar obligaciones legales del “fideicomitente”.128
A partir de la guerra de Secesión, sin embargo, los misioneros protestantes y otros reformadores progresistas ejercieron una influencia profunda en la política india del Gobierno federal. Los “amigos de los indios”, como se los llamaba, se compadecían de los pueblos nativos y creían firmemente en el imperio de la ley, pero también en la doctrina del destino manifiesto, según la cual los estadounidenses estaban destinados a expandirse por todo el continente, y el ideal de la civilización, que implicaba que los indios se harían merecedores de la ciudadanía una vez que hubiesen abandonado su nomadismo y adoptado las creencias y costumbres de los blancos, entre ellas el cristianismo, la monogamia y, lo que era igual de importante, la propiedad individual.129 Esta visión condujo directamente a la “época de la parcelación”, que se basó en la ley Dawes, aprobada en 1887 y llamada así por Henry L. Dawes, senador del estado de Massachusetts. Según él, la propiedad comunitaria característica de las tribus indias era una forma de comunismo, por lo que hacía imposible el “espíritu emprendedor” que le impulsa a uno a “hacer su propiedad mejor que la del vecino. No existe el egoísmo en el que se funda la civilización. Mientras no acepte renunciar a sus tierras y dividirlas en beneficio de sus ciudadanos, de manera que cada uno posea la parcela que cultiva, este pueblo no progresará apenas”.130 En 1900, otro reformista, Merrill E. Gates, describió la ley Dawes como “una formidable máquina pulverizadora de la masa tribal”.131
Tenía razón. La ley promovía la individualización de la propiedad de las tierras como camino a la ciudadanía de los indios. Quienes adoptaran el nuevo régimen de propiedad y otras costumbres “americanas” accederían a la condición ciudadana. La ley, que estuvo en vigor hasta 1934, fue extraordinariamente nociva para la forma de vida y la cultura indias y llevó a una masiva pérdida de tierras. En 1887, los indios tenían unos 554.000 kilómetros cuadrados de tierras en todo el país; en 1934, apenas 190.000.132
Por lo demás, la promesa de reconocer a los indios como ciudadanos a condición de que aceptaran la propiedad individual casi nunca se cumplió. Volvamos al caso de Minesota: antes de que la región se convirtiera en estado en 1858, sus ciudadanos habían discutido sobre si se les debía conceder el derecho al voto a los indios. Al final, la convención constitucional del estado y las posteriores asambleas legislativas se lo reconocieron a los indios “de sangre mixta” que hubiesen adoptado las “costumbres de la civilización”; a los de “sangre pura” se les exigía además un certificado de un tribunal local que diese fe de que las habían adoptado. Los extranjeros blancos podían votar siempre y cuando manifestaran su intención de convertirse en ciudadanos. A los negros casi nunca se les mencionaba en estos debates, en su caso, como en el de las mujeres, estaba descartado de antemano el sufragio.133
Sin embargo, el recuerdo de las guerras entre Estados Unidos y los dakotas seguía demasiado vivo, por lo que las autoridades de Minesota pusieron mucho empeño en negar a los indios el derecho al voto. En 1917, una sentencia del tribunal supremo del estado afirmó que quienes continuaban ligados a su tribu eran bárbaros aun cuando vivieran en casas, vistieran como los blancos y fueran a la iglesia. Como miembros de una tribu eran “pupilos” del Gobierno federal, y por tanto incapaces de ejercer la independencia plena que se esperaba de un ciudadano.134 En 1924, el Gobierno federal otorgó la ciudadanía a todos los indios, quizá el intento más importante de integrarlos en la sociedad estadounidense; pero Minesota y muchos otros estados conservaron numerosas disposiciones discriminatorias que les privaban del derecho democrático fundamental: el de elegir a sus representantes.135
En las décadas de 1920 y 1930, las autoridades y los reformadores reconocieron finalmente lo dañina que había sido la ley Dawes. Como parte del New Deal, el Gobierno federal se propuso paliar la pobreza y mejorar las condiciones sanitarias y el nivel educativo de los indios potenciando las tribus. Esta política, impulsada por el nuevo comisario para asuntos indios, John Collier, se reflejó en la Ley de Reorganización India, aprobada en 1934, y, pese a sus múltiples defectos, llevó al “rejuvenecimiento” del Gobierno tribal “después de un siglo de opresión”, así como a un aumento del número de propiedades tribales.136
Esta nueva política duró poco. Entre 1953 y 1968, el Gobierno federal optó por romper su relación fiduciaria con las tribus, adoptando de nuevo como objetivos prioritarios el fomento de la integración y la rescisión de los compromisos adquiridos con ellas (incluidos los económicos): las tribus dejarían de recibir ayudas para la sanidad y muchas otras formas de asistencia social.137 El Gobierno abolió más de un centenar de tribus, repartió sus tierras entre miembros individuales y suspendió las subvenciones federales. A algunos estados se les otorgó autoridad sobre las tribus, conculcando así la disposición constitucional relativa a la soberanía india. La política del Gobierno animaba a los nativos a emigrar a las zonas urbanas prometiéndoles empleo y vivienda. Pero estas promesas casi nunca se cumplieron.
La etapa final comenzó en 1968, cuando las profundas transformaciones de la política y la sociedad estadounidenses afectaron a la postura del Gobierno federal respecto a los indios. La ruptura de la relación con las tribus se había revelado tan nociva como muchas otras medidas federales. “Debemos afirmar el derecho de los primeros americanos a seguir siendo indios sin perjuicio de los derechos que tienen como estadounidenses –declaró ese año el presidente Lyndon Johnson–. Debemos afirmar su libertad de elección y su derecho a la autodeterminación”.138 Los presidentes Richard Nixon y Ronald Reagan eran republicanos, a diferencia de Johnson, pero expresaron la misma idea.
Una nueva oleada de activismo indio, influida por el movimiento a favor de los derechos civiles de la población negra, impulsó estos cambios. Los indios se manifestaron en la calle, acudieron a los tribunales y organizaron grupos como el Movimiento Indígena Estadounidense, fundado en Mineápolis en 1968. También ocuparon tierras sagradas, como Alcatraz, en la bahía de San Francisco, y Wounded Knee, en Dakota del Sur. En las manifestaciones y ocupaciones a veces había tiroteos con los agentes del orden y moría gente. Los activistas exigían que se cumplieran los tratados vigentes, se compensara económicamente a los indios por los desafueros que habían sufrido en el pasado y se pusiera fin a la discriminación. El Programa de Estudios Indios creado en 1969 en la Universidad de Minesota fue uno de los muchos que aparecieron en esa época.
En 1968, el Congreso otorgó estatus federal a casi todas las tribus con las que el Gobierno federal había roto las relaciones, decisión que suponía un cambio radical de política. Las reservas indias volvieron a recibir ayudas federales. La Carta de Derechos de los Indios (1968) y la Ley de Autodeterminación y Ayuda Educativa a los Indios (1975) fueron la culminación de esta política. La primera ley reconocía a los indios la mayoría de los derechos constitucionales de los que disfrutaban los demás estadounidenses, y la segunda otorgaba a las tribus el derecho a administrar diversos programas federales en sus tierras. También se aprobaron leyes que protegían los derechos de los indios de abusos por parte de autoridades locales, estatales y federales. Por lo demás, el Estado resolvió numerosas demandas de indemnización que llevaban más de cuarenta años estancadas en los tribunales.
Parecía haber empezado una nueva era para los indios, que durante tanto tiempo habían sufrido derrotas, expulsiones y desastrosas medidas federales, como la parcelación de las tierras. El número de indios se había reducido considerablemente, pero seguía habiéndolos en todo Estados Unidos. En Minesota vivían (y viven) dakotas, ojibwas y winnebagos: indios que habían conseguido librarse de la deportación o acabado volviendo al estado. De las 570 tribus reconocidas que hay en Estados Unidos, 11 están en Minesota, y muchas de ellas viven en las cuatro reservas existentes en el estado.139
Sin embargo, la cuestión de cómo poseían derechos los indios y cuáles eran esos derechos seguía siendo tan compleja como siempre.