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I IMPERIOS Y SOBERANOS

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El siglo XIX y su continuación

La bella ciudad vietnamita de Hôi An sobrevivió casi intacta a las guerras que arrasaron el país en el siglo XX. Hoy en día atrae a multitud de turistas por las vistas que ofrece del río, los barcos encantadoramente antiguos y las sastrerías modernas, capaces de cortar con pericia y en apenas veinticuatro horas vestidos o trajes hechos con telas de excelente calidad. En los días calurosos –y en Vietnam siempre hace calor–, el visitante se sienta en las terrazas de los restaurantes para ver pasar a la gente –jóvenes y viejos, vietnamitas y extranjeros– hasta altas horas de la noche; los vecinos de la ciudad se escapan de sus modestas casas y de sus pisos mal ventilados, y todos disfrutan del paisaje físico y humano.

Apenas quedan vestigios de la prosperidad de la que gozó Hôi An en otro tiempo. En el siglo XVIII era un puerto floreciente y cosmopolita: mercaderes holandeses, portugueses, chinos, japoneses, hindúes y de muchos otros países llegaban a la ciudad y permanecían allí, a veces varios meses, hasta que los vientos del comercio les permitían volver a sus lugares de origen. Compraban seda, jade, porcelana, laca, cuernos de búfalo, pescado seco y especias, y vendían textiles, pistolas, herramientas, plomo y azufre.

Hôi An ilustra muy bien lo globalizado que ya estaba el mundo a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Los lazos que unían ciudades, regiones y países eran principalmente comerciales. El tráfico de bienes, mercaderes y marineros vinculaba Hôi An con Ámsterdam, el gran centro comercial holandés, e impulsaba así el florecimiento de las dos ciudades.

Existían otros vínculos más duraderos. A partir de las travesías colombinas de la década de 1490, los europeos fundaron imperios transoceánicos en América y Sudáfrica y fueron lentamente conquistando Australasia y la India con mayor rapidez. Se produjeron desplazamientos de población sin precedentes en la historia: los europeos viajaron por todo el mundo, crearon colonias y esclavizaron a africanos en el Nuevo Mundo y a trabajadores y mercaderes chinos en el Sudeste Asiático y América. En casi todas las regiones del mundo, las poblaciones ya eran diversas y pasaron a serlo mucho más, fenómeno contra el que se rebelaban los nacionalistas, que sostenían que cada Estado debía representar a una población única y homogénea.

Las redes comerciales, los imperios y los movimientos migratorios (espontáneos y forzados) favorecieron el intercambio de ideas y la difusión de modelos políticos. El encuentro con pueblos, especies y entornos diferentes obligaron a los científicos, intelectuales y políticos europeos a repensar su idea de los mundos humano y natural. Ese conocimiento a veces era directo y personal, y lo adquirían viajando en buques mercantes y participando en expediciones financiadas por el Estado; tal fue el caso de los célebres naturalistas Alexander von Humboldt y Charles Darwin. Otros estudiosos, como el filósofo francés Montesquieu, casi nunca abandonaban sus fincas o casas de campo, se sentaban en sus bibliotecas, leían libros de viajes y relatos de expediciones científicas, géneros ambos muy populares en los siglos XVIII y XIX, y reflexionaban sobre las consecuencias para los europeos y la humanidad en general de la expansión del mundo conocido.1 Con los africanos, los asiáticos y los habitantes de Oriente Medio vino a ocurrir lo mismo: el poderío, los productos y las ideas europeos les llevaron a revisar algunas de sus creencias religiosas, políticas y científicas. No se limitaron a asimilar las ideas occidentales, también crearon movimientos reformistas que las combinaban con las tradiciones indígenas. Fath Alí Sah, que reinó en Persia entre 1797 y 1834; Mehmet Alí, gobernador de Egipto entre 1805 y 1849, y una serie de sultanes otomanos empezando en 1789 por Selim II comprendieron la necesidad de acometer reformas.2

En el siglo XIX se estrecharon aún más las relaciones creadas por el comercio, el poder imperial y los movimientos migratorios. A principios de ese siglo y finales del anterior, sin embargo, nadie habría predicho que otro resultado de esa interconexión creciente sería un mundo dividido en 193 Estados soberanos, que en casi todos los casos se proclamaban defensores de la idea de derechos humanos. Estos derechos apenas se vislumbraban en unas cuantas zonas, particularmente en las colonias británicas de Norteamérica. Luego sobrevinieron la Revolución francesa, la expansión francesa en Europa y las múltiples revoluciones latinoamericanas. En 1815, sin embargo, la ola revolucionaria ya había sido derrotada en Europa y se había enfrentado a graves escollos en América Latina. Ese año, en el Congreso de Viena, las grandes potencias restauraron la legitimidad dinástica y combatieron todo conato de independencia nacional y declaración de derechos. Entonces se observaban enormes desigualdades de riqueza y escandalosas jerarquías de poder en todo el mundo. Los menos pudientes vivían en un penoso estado de sumisión a los poderosos, sin apenas derechos ni los recursos necesarios para llevar una vida plena. La esclavitud seguía estando aceptada en casi todas partes, incluido Estados Unidos, por supuesto.

Estas condiciones no podían ser más adversas para la creación de los Estados nación y el reconocimiento de los derechos humanos. Es verdad que estos no requieren una igualdad social absoluta (que tal vez sea imposible, en cualquier caso): en las sociedades liberales, supuestas defensoras de los derechos humanos, se dan diferencias económicas y de poder extremas. Según el pensador de la Ilustración Johann Gottlieb Fichte (mencionado en el prólogo) y el filósofo al que inspiró en el siglo XX, Emmanuel Lévinas, los derechos humanos presuponen el reconocimiento del otro como ser humano, cuya sola existencia le da derecho a tener derechos. Si bien los Estados nación limitaban el reconocimiento a los nacionales o a las personas de cierta raza (como veremos en capítulos ulteriores), esta forma de ciudadanía suponía un progreso respecto a la situación anterior, en la que las jerarquías de poder reducían a la mayoría de la gente a la condición de súbditos sin apenas derechos.

Muchos ven en el mundo contemporáneo, definido por los Estados nación y los derechos humanos, un momento natural e inevitable en la evolución de la humanidad; pero hay que explicar por qué lo es. A pesar de las rígidas jerarquías de poder y las enormes desigualdades mencionadas antes, se observan, por lo menos retrospectivamente, indicios de un nuevo paradigma político. Primero es necesario examinar hasta qué punto el mundo actual representa una ruptura radical con el de los milenios anteriores, en que predominaban los imperios, formas de gobierno regionales, tribus y clanes, sistemas todos basados en la desigualdad y el no reconocimiento (al menos desde el punto de vista de los derechos) de otros individuos. Estudiaremos el mundo de finales de finales del siglo XVIII y de principios del XIX con la ayuda de ciertos exploradores. Veremos las impresiones de estos viajeros sobre las sociedades y los paisajes que observaron y las gentes que conocieron (véase mapa de la p. 23). En sus travesías establecieron relaciones profundas con estas regiones y culturas hasta entonces desconocidas, y revelaron, a menudo sin saberlo, las fisuras existentes en el Viejo Mundo. De este modo hicieron posible la difusión global de un modelo político desarrollado por primera vez en el litoral atlántico.

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