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CONCLUSIÓN

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Townsend Harris, que se dirigía a Siam y Japón, viajó de Nueva York a Penang (en la actual Malasia). La travesía duró tres meses. En cada parada (y hubo muchas) Harris aguardaba expectante el correo. En Calcuta, donde se quedó unos días, se alegró mucho cuando llegó desde China un vapor cargado de periódicos y cartas. Otro viajero, J. W. Spalding, que iba a bordo del barco del comodoro Perry, se puso exultante cuando atracaron en Singapur al cabo de ocho días y vieron que les aguardaba una saca de correos: “Eran las primeras noticias que nos llegaban directamente de Estados Unidos desde nuestra partida […]. El gozo que da recibir una carta en un momento así no lo entenderán de veras más que quienes lo hayan vivido”.99

En Ceilán, Harris visitó a un “sumo sacerdote” que “me enseñó una serie de cartas del primer rey de Siam escritas en inglés por el propio monarca”.100 A Harris le asombró el excelente inglés del rey, Mirza Salih había sentido lo mismo al encontrarse con gente que hablaba urdu, persa e hindú en Gran Bretaña, y al descubrir en la Bodleian Library varias estanterías llenas de libros en esas lenguas. Cuando Harris llegó a Menan, en Siam, el séquito real hizo tocar el himno estadounidense, La bandera estrellada a modo de recibimiento.101

A mediados del siglo XIX, el mundo era un hervidero de comunicaciones, aceleradas desde 1815 por los barcos de vapor y los ferrocarriles, y en la década de 1860 por los cables telegráficos tendidos en tierra y en el fondo de los océanos. Las migraciones, el comercio, los viajes y la imprenta facilitaron las relaciones entre individuos y pueblos y de este modo hicieron posible lo que cabría llamar una esfera pública mundial.102 Las madrasas de Isfahán, los cafés de Boston, las tabernas portuarias de Río de Janeiro y Londres, los salones de té de Hôi An, todos estos lugares tenían sus peculiaridades, pero también una virtud común: la de favorecer la difusión de las ideas. En 1815, y sin duda en 1850, ninguno de ellos estaba aislado; cada uno había establecido cierta comunicación con el resto del mundo.

Por estas vías de comunicación empezaron a propagarse las ideas de Estado nación y derechos humanos. Todavía estaban en sus albores, ni siquiera habían cristalizado en su lugar de origen, en el litoral atlántico. El mundo seguía dominado por imperios y jerarquías de riqueza y poder que convertían a la mayoría de las personas en súbditos, y no en ciudadanos. La sumisión era la actitud más común. La esclavitud era el ejemplo más escandaloso de las injusticias que prevalecían.

En este mundo, sin embargo, había ciertas fisuras evidentes. El llamamiento a la abolición de la esclavitud había tenido gran resonancia en muchas partes del mundo. Los rebeldes de Sudamérica promovieron el modelo de Estado nación y derechos humanos. En Asia, los líderes de la Rebelión Taiping propugnaron la reforma agraria y la igualdad social. Marx y Engels formularon la idea comunista, que se propagaría por todo el mundo en el siglo XX. Las mujeres escribían, hablaban y se manifestaban en su empeño por ampliar el conjunto de ciudadanos con derechos. Los emperadores reformistas hicieron frente a las disidencias internas y los poderosos adversarios extranjeros adoptando por primera vez ciertos aspectos del nuevo modelo político surgido de las revoluciones atlánticas. Hasta el imperialismo fue siempre algo más que un sistema de opresión. El establecimiento (aunque imperfecto) de instituciones legales y principios de equidad por parte de una potencia imperial como Gran Bretaña contribuyó a difundir las ideas y prácticas que acabarían por desencadenar la caída del imperio.

Es de estas fisuras del viejo orden político y de los indicios y señales de uno nuevo de dimensión global de los que nos ocuparemos ahora, empezando por la rebelión de los griegos contra el Imperio otomano.

* N. del T.: Trabajadores no cualificados contratados por un periodo de tiempo determinado, generalmente de tres a siete años, y que prestaban sus servicios a cambio de transporte, alimentación, vestido y hospedaje, pero sin cobrar un salario. Al contrato se le denominaba indenture. Una vez cumplido, el trabajador quedaba libre.

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