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1. DOS FORMAS DE REGULARIDAD
ОглавлениеRetomemos primero la problemática de la acción considerada como operación, es decir, en cuanto “hacer ser”: ¿cómo dar cuenta de la posibilidad de actuar sobre las cosas? Es preciso proceder aquí por reducciones sucesivas.
Semióticamente hablando, para que un sujeto pueda operar sobre un objeto cualquiera es necesario que dicho objeto esté “programado”; pero la noción de programación misma remite a la idea de “algoritmo de comportamiento”; y finalmente, esa idea se traduce, en términos de gramática narrativa, en la noción precisa de rol temático. Por ejemplo, un aparato electrónico dispone de un “programa”, un animal de sus instintos, un artesano de su “oficio”, y así sucesivamente: roles temáticos que no solo delimitan semánticamente esferas de acción particulares, sino que, en ciertos contextos, serán además considerados capaces de prefigurar hasta el detalle la totalidad de los comportamientos que se pueden esperar de los actores (humanos o no) que se encuentran investidos de ellos. Así ocurre en particular en el universo del cuento popular, donde la identidad de todo actor, concebida de manera radicalmente sustancialista, se reduce a la definición de un rol temático-funcional del cual, por construcción, ya se trate de una cosa o de una persona, no podrá escapar de modo alguno. Si un personaje es definido como “pescador”, solo pescará; si otro es “rey”, actuará siempre como rey: cada cual se limita, en suma, a “recitar su lección”.
Con frecuencia se ha reprochado a ese modelo su carácter (deliberadamente) mecanicista –y, de hecho, solo en los cuentos o en su modelo más primitivo, los reyes, con el pretexto de que son reyes, no hacen más que gobernar–. Pero, en contrapartida, podemos advertir la gran seguridad que dicho modelo ofrece. Si, por hipótesis, el coparticipante o el adversario con el que tengo que ver, o el objeto sobre el cual o con el cual quiero operar, actúa conforme a un programa de comportamiento determinado del cual no podrá desviarse (y no, por ejemplo, en función de una subjetividad cambiante cuya característica consistiría en escapar a todo conocimiento seguro); si puedo, por consiguiente, anticipar la manera como actuará o reaccionará a mis iniciativas, puedo entonces interactuar con él con cierta tranquilidad. En todo caso, puedo calcular con bastante exactitud los riesgos que asumo al confrontarme con él.
Sin embargo, tales condiciones no conciernen solamente al imaginario etno-literario. Por el contrario, nunca se encuentran tan bien reunidas como cuando tratamos con coparticipantes cuyos comportamientos obedecen a leyes de causalidad como aquellas que las ciencias de la naturaleza se ocupan en delimitar, leyes que de algún modo explicitan los roles temáticos inmutables de las cosas en sus mutuas relaciones y cuyo conocimiento nos permite actuar sobre el mundo físico. De la fábrica o del laboratorio a la cocina, así es como, programando operaciones que consisten en sacar partido de las regularidades de comportamiento –dicho de otro modo, de los programas virtuales– propias de objetos tomados como materia prima, construimos cada día nuevos objetos de todo tipo, comenzando por modestas sopas.3
Pero la vida está hecha, en la misma medida, de relaciones con y entre las personas. Ahora bien, si sabemos a ciencia cierta a qué temperatura hay que elevar el agua para provocar su ebullición, es más difícil decir con anticipación, por ejemplo, a qué grado exacto de provocación habrá que someter al interlocutor con el cual discutimos para hacerle perder la sangre fría y verlo hervir de cólera. Solo lo que ya está programado es programable: y eso es lo que (en principio) hace la diferencia entre los estados de la materia y los “estados del alma”. A menos que regresemos al universo del cuento popular, donde esas distinciones no están en juego. O que pasemos al ámbito del teatro guiñol. Ahí, el policía (en términos de roles temáticos, el colérico por definición) no podrá dejar de montar en cólera apenas Polichinela le lance la palabra-estímulo apropiada. O, incluso, a menos que imaginemos una escena social en la que rijan principios equivalentes: en la que cada uno se defina por un carácter nosológicamente repertoriado, por un estatuto socioprofesional evidente y perfectamente asumido, por la fidelidad indefectible a ciertos ideales, por gustos, hábitos y un empleo del tiempo inmutables, por una apariencia exterior, una manera de vestir, de presentarse, siempre idénticos, por el respeto inveterado de ciertas reglas, maneras, ritos o ceremoniales, por un modo estereotipado de hablar, e incluso de pensar; en suma, por una serie de “programas” fijos de una vez por todas, relativos a todos los aspectos de la vida en sociedad.
A condición de añadir algunos matices, semejante escena no tiene, a decir verdad, nada de utópico. Incluso nos parece tan familiar que nos obliga a reconocer, al lado de las formas de regularidad basadas en el principio de la causalidad física, un segundo tipo de regularidades de naturaleza diferente, pero casi tan rígidas por sus efectos. Por proceder de condicionamientos socioculturales, por ser objeto de aprendizajes y expresarse en prácticas rutinarias, se trata de regularidades cuyo principio deriva de la coerción social o incluso se confunde con ella. Ahora bien, desde el momento en que regularidades de este género se vuelven identificables y, en consecuencia, hacen globalmente previsibles los comportamientos del prójimo, nada impide aplicar al comercio entre los “humanos” el mismo modo de gestión programática que el que, por otro lado, se considera como el más apropiado cuando se trata de la gestión de nuestras relaciones con los objetos “inanimados”. Eso es precisamente lo que autoriza por principio y sin reserva la gramática del hacer ser al extender la idea de regularidades estrictas de comportamiento (o sea, de rol temático) a todos los tipos de actores posibles.
No es necesario subrayar que la lógica de la acción así concebida diverge de todas las teorías clásicas propuestas en este dominio, teorías que –retomando los términos de Paul Ricœur– se basan precisamente en el postulado de que los juegos de lenguaje referentes a las “acciones de los hombres” no son reductibles a aquellos de los que disponemos para tratar de los “acontecimientos que se producen en la naturaleza”.4 Suspendiendo o neutralizando la oposición entre las regularidades que dependen de la causalidad física y las que están vinculadas a invariantes de carácter social, la sintaxis narrativa de la operación programada hace, pues, mucho más que describir un régimen de interacción entre otros. Traduce al mismo tiempo un modo de aprehensión del mundo radicalmente determinista: visión filosóficamente rudimentaria, sin duda, pero tanto más pregnante cuanto que permanece generalmente implícita.
Estas observaciones no pretenden, evidentemente, invalidar las nociones semióticas de operación y de programación con el pretexto de que hoy en día generalmente se considera inadecuada la perspectiva determinista que presuponen. En efecto, nuestro rol no consiste en estatuir acerca de la validez de las modelizaciones narrativas en nombre de una o de otra filosofía. En cambio, lo que nos compete es extraer las implicancias ideológicas inherentes a los discursos y a las prácticas tomados como objetos de descripciones semióticas, implicancias que los modelos elaborados para esas descripciones terminan asumiendo por cuenta propia, confiriéndoles la apariencia de una necesidad dogmática cuando no son sometidos a una reflexión crítica.