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Entre semiótica, antropología y filosofía
Al pretender dar cuenta de las condiciones de emergencia del sentido en los discursos y en las prácticas significantes más diversas, la semiótica se presenta como una disciplina con miras empíricas y descriptivas, una entre otras, en el marco de las ciencias humanas. Cercana a la vez a la lingüística y a la antropología, se ha dotado de un metalenguaje y de modelos que le permiten describir no las cosas mismas, sino la manera como las convertimos en significantes proyectando sobre ellas una mirada que organiza sus relaciones. Ese desplazamiento, que constituye la especificidad de la disciplina, fija también sus límites: al prohibirnos estatuir sobre el ser, nos tenemos que limitar a analizar, a comparar, a interpretar los dispositivos simbólicos a través de los cuales la realidad llega a hacer sentido para los sujetos. Observadores distanciados por exigencias de método, y relativistas por profesión, nos mantendremos, por lo mismo, desligados y seremos escépticos por hábito.
Pero todo eso no es tal vez más que apariencia. Porque, a pesar de todas nuestras precauciones epistemológicas y de los centinelas metodológicos de los que nos rodeamos, sigue al mismo tiempo en pie, en el fondo de nuestra interrogación sobre el sentido, una cuestión originaria, absolutamente ingenua por comparación: se trata de la cuestión del “sentido de la vida” –de la vida misma, ni más ni menos–. Esa expresión, frecuente en boca de Greimas, encuentra diversos equivalentes en sus escritos. Por ejemplo, en las primeras páginas de Semántica estructural, donde se trata de nuestra manera de ser-en-el-mundo en cuanto mundo significante. “El mundo humano se define esencialmente como el mundo de la significación”: justamente, el autor se “pone a reflexionar” sobre las especificidades de esa realidad “a la vez omnipresente y multiforme” que es la significación en cuanto dimensión existencial de nuestra condición.1
Mas en ese caso, si la interrogación fundamental que sostiene nuestras investigaciones, incluso las más empíricas, se refiere verdaderamente al “sentido de la vida”, si lo que las justifica, o en todo caso, lo que las motiva en lo más profundo, pertenece realmente a ese orden, ¿en qué consiste exactamente el género de semiótica que hacemos, o al cual aspiramos? ¿En una simple analítica de los discursos y de las prácticas significantes? ¿O no sucederá en realidad que nuestras miras últimas sobrepasan en parte ese marco, por así decirlo, demasiado modesto? De hecho, elegir como objeto de reflexión última una cuestión tan global como la de la “situación del hombre” –“literalmente asediado por significaciones que lo solicitan por todas partes”, “desde la mañana hasta la noche y desde la edad prenatal hasta la muerte”–2 ¿no supone optar por un trabajo de tipo casi filosófico, cercano a la fenomenología?
Cada una de esas opciones tiene sus partidarios, y sería fácil radicalizar las diferencias de actitudes epistemológicas, que oponen una ciencia del texto, de rigor extremo, a una reflexión más libre sobre la experiencia del sentido. Sin embargo, ese desnivel puede y debe incluso ser superado porque también es ilusorio. No existe por un lado una semiótica pura y dura, digna del nombre de ciencia, y por otro, una orientación puramente impresionista por estar anclada en la vivencia. Una reflexión abierta a las inspiraciones o a las interrogaciones filosóficas y orientada a lo existencial, no es necesariamente menos rigurosa en términos de conceptualización y de procedimientos de análisis –menos “dura”– que una orientación exclusivamente centrada en la descripción de los textosobjetos. E inversamente, incluso la orientación analítica más apegada a las condiciones de su propia cientificidad (la más vigilante en materia de metalenguaje, la más exigente en cuanto a formalización y a modelizaciones, la más intransigente frente a los demonios de la intuición y de las vivencias) no puede en realidad ser más “pura” que la del semiótico sospechoso de laxismo, que confiesa estar implicado en lo que se halla detrás de su objeto, es decir, en la cuestión del sentido o del valor de la “vida”. Porque, incluso si opta por la primera actitud, los modelos que uno se esfuerza por construir para ponerla en marcha no son jamás, y, en nuestro dominio, no pueden ser puros instrumentos descriptivos, neutros y vacíos de contenido. Aun los más generales, los más abstractos y los mejor formalizados son en sí mismos portadores de sentido, y, con frecuencia, de valores. Así, solo por el hecho de utilizarlos, creyendo limitarse a construir el sentido de los textos o de las prácticas tomadas por objetos, en realidad ya se toma posición, implícitamente, sobre el estatuto de las cosas mismas.
Eso es lo que sucede, por ejemplo, con el “esquema narrativo”, aunque sea uno de los instrumentos de análisis menos cuestionado de la semiótica en cuanto ciencia del texto y, por extensión, en cuanto teoría de la acción. Derivado del análisis del cuento popular, al colocar el orden como un dato inicial, y su restablecimiento final como meta en sí, se constituye en portador de una visión del mundo que conlleva en sí misma toda una “filosofía”. Caracterizándolo como un “marco formal en el que viene a inscribirse el sentido de la vida”, ¿el propio Greimas no fue acaso el primero en atribuirle el valor de un modelo “ideológico”?3¡Ciertamente, esa no es razón suficiente para rechazarlo! En cambio, semejante reconocimiento inevitablemente mitiga un poco la idea que podríamos querer hacernos de una ciencia semiótica pura, totalmente deductiva y sin compromiso alguno. De hecho, no hay semiótica (ni ninguna otra ciencia humana o social) libre de todo compromiso con el sentido, y ninguno de nuestros instrumentos de análisis deja de estar contaminado, en mayor o menor grado, por su objeto. Si eso salta a la vista en el caso del esquema narrativo, es casi igualmente evidente en lo que se refiere al “esquema actancial”, el cual procede de una concepción moral, psicológica, social, política y hasta jurídica muy precisa, relativa al estatuto del sujeto en relación con su “destinador”. Y lo mismo ocurre con configuraciones más particulares, como la “manipulación” y la “programación”, de las cuales, entre otras, nos ocuparemos pronto.
En efecto, en las páginas que siguen se tratará de confrontar entre sí diversos regímenes de construcción del sentido, a propósito de los cuales se observará que están ligados, en el plano empírico, a distintos tipos de prácticas interaccionales y, desde el punto de vista teórico, a otras tantas problemáticas posibles de la interacción. Analizando tanto esas prácticas como las modalidades de su teorización en semiótica, nuestro objetivo será de dos órdenes. Primero, de orden técnico: partiendo del examen de las esquematizaciones gramaticales (o narrativas) existentes, trataremos de completarlas, añadiendo algunos instrumentos nuevos de descripción. Pero al mismo tiempo, tomando en cuenta las observaciones que anteceden, nos preguntaremos, más en profundidad, por la significación y por el alcance antropológico de dichos modelos. En su diversidad, así como las prácticas de las que dan cuenta, remiten a ontologías distintas, y cada uno de ellos supone un régimen específico de relaciones con el mundo: ¿cuáles son, pues, caso por caso, sus implicaciones en términos existenciales? Esta reflexión desembocará en la construcción de un metamodelo de orden más general, que apunta a explicitar el estilo de respuesta que aporta finalmente cada una de las configuraciones así puestas en relación, a la cuestión del “sentido de la vida”.
En general, como semióticos, tratamos de no tomarnos a nosotros mismos por “filósofos”. No obstante, la naturaleza misma de nuestro proyecto, que consiste en dar cuenta de las maneras socialmente atestiguadas de construir el sentido, nos lleva en realidad a filosofar (o a metafilosofar) permanentemente, esquematizando los principios de construcción del sentido que se utilizan allí donde se crea sentido. He ahí, precisamente, lo que quisiéramos poner de manifiesto: el contenido filosófico latente de los modelos que elaboramos, su alcance existencial –dimensiones generalmente enmascaradas por la tecnicidad de nuestros instrumentos y de nuestros objetivos inmediatos.