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3. INCERTIDUMBRES DE LA MANIPULACIÓN

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Hay ahí una paradoja: para que el otro nos aparezca como manipulable (y no como programado), hay que suponer que sus acciones son intencionales, que su comportamiento es motivado–y, al mismo tiempo, es precisamente esto lo que vuelve al ejercicio de la manipulación tan delicado. Para prever con precisión la conducta del prójimo en una circunstancia determinada, en rigor haría falta poder conocer no solo su punto de vista en relación con la situación considerada, sino también el orden general de sus preferencias, su sistema de valores, y, más ampliamente aún, los principios rectores de sus juicios, el tipo de racionalidad que lo guía. Es todo esto en conjunto lo que hace de él un sujeto semióticamente “competente”, y por lo mismo un interlocutor tan difícilmente previsible.

Esto ocurre no tanto a causa del número como en razón de la naturaleza de los parámetros en juego. De hecho, para quien no quisiera interactuar con el prójimo más que con pleno conocimiento de causa –con toda seguridad– solamente habría dos soluciones. La primera sería reducirlo al estatuto de no-sujeto; dicho de otro modo, tendría que descubrir hipotéticas leyes, o al menos, regularidades objetivables, capaces de programar el encadenamiento de las acciones, y para ello, primero, los estados de alma o las pasiones de la gente. Eso es lo que observamos ejemplarmente en Maquiavelo, cuyo Príncipe conoce por experiencia el grado exacto de presión necesario para doblegar a cualquiera de sus vasallos por la avidez, la codicia o el miedo a la deshonra. O, una solución alternativa, cuando el otro debe seguir siendo una persona-sujeto; en ese caso, sería necesario poder identificarse con él y penetrar su conciencia (sin hablar de su “inconsciente”): proeza fuera de todo alcance, y cuyo fantasma, no obstante, nos guía cuando, en el intento de persuadirlo o de seducirlo, comenzamos por tratar de ponernos “en su lugar” por medio de una suerte de empatía. Felizmente, en ese dominio, la intuición resulta con frecuencia más eficaz que muchas prácticas de carácter científico.

Tanto más cuanto que enseguida, para escoger entre la panoplia de procedimientos manipulatorios disponibles el que pudiera ser estratégicamente más adecuado en cada caso particular, la teoría no nos presta gran ayuda. Supongamos que, cogido en falta, no encuentro argumentos para justificar objetivamente mi conducta. ¿Qué tipo de estrategia de persuasión adoptar en una situación de ese género para que el policía-encolerizado –helo aquí de nuevo, ahora encargado de aplicar el reglamento– “haga la vista gorda”? ¿Tratar de seducirlo? Demasiado arriesgado, ¡pues podría funcionar! ¿Intentar amenazarlo? Las posibilidades son nulas. ¿Adularlo? No sería difícil, pero ¡qué humillación! Entonces, a falta de mejor solución, ¿ver si hubiera modo de corromperlo con alguna tentación? Por qué no; pero habría que estar seguro de que ese género de regateo forma parte de los usos del lugar. Como podemos ver, toda elección estratégica expresa esencialmente la manera como el manipulador construye la competencia (volitiva, deóntica, cognitiva, epistémica, etcétera) del otro y el modo como localiza los puntos sensibles, las fallas o las zonas críticas, susceptibles, a sus ojos, de hacer manipulable a su interlocutor. A riesgo, evidentemente, de equivocarse por completo. Dejemos, pues, que nuestro policía ponga la infracción.

Interacciones arriesgadas

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