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2. CONDICIONES DE LA INTERACCIÓN ESTRATÉGICA
ОглавлениеUna configuración muy distinta se presenta cuando nos volvemos hacia discursos y prácticas que ponen en relación lo que se puede llamar, propiamente hablando, en términos de gramática narrativa, sujetos. Por trascender tanto las relaciones de causa a efecto en el plano físico como las regularidades comportamentales programadas por lo social, las conductas de un “sujeto” deben por definición provenir de la motivación y de las razones. Las certezas fundadas en la necesidad –“el agua hierve a los cien grados”, “el policía se irrita con la aparición del ladrón”– ceden el paso a una relativa incertidumbre: ¿cómo saber lo que mueve a actuar al otro, si él no es ni una cosa entre las cosas ni una marioneta? Del registro de las interacciones basadas en uno u otro de los principios de regularidad–causal o social– que presupone toda programación, pasamos ahora a otro régimen, de tipo manipulatorio (o estratégico), basado en un principio de intencionalidad. La literatura disponible en semiótica sobre este punto es más abundante y mejor conocida que la que se refiere a la modelización de la programación, lo cual nos dispensará de entrar en demasiados detalles en este estadio de presentación general.5
El núcleo de la problemática concierne a las diferentes formas del “hacer hacer”. Una primera serie de procedimientos, del tipo de la tentación (o de la promesa) y de la amenaza, obtienen su eficacia, respectivamente persuasiva o disuasiva, del valor, positivo o negativo, de los objetos con los cuales el manipulador se compromete a retribuir –a recompensar o a castigar– al sujeto manipulado, según que acepte o rechace actuar conforme a la voluntad de su coparticipante. De ese modo, el proceso apela a la capacidad de las partes para comparar entre sí el valor de los diferentes valores en juego; dicho de otro modo, para evaluar las ventajas y los costos de la transacción considerada. En tales casos, pues, a partir de razones que pueden ser consideradas en última instancia como de orden económico, se establece (o no) el acuerdo entre los proyectos respectivos del manipulador y del manipulado. Antropológicamente hablando, la manipulación así entendida depende de una problemática más general del intercambio y del contrato.
Junto a eso, fórmulas más complejas, del tipo de la adulación o del desafío, juegan con las connotaciones, positivas o desvalorizadoras, de la imagen que el manipulador se hace o pretende hacerse de aquel al que trata de manipular. En ese caso, la idea consiste en que el segundo cumplirá el programa deseado por el primero para demostrarle (y quizá también para demostrarse) que está “a la altura” del simulacro positivo que se le presenta o, por el contrario, que no es tan incapaz ni tan inútil como el otro cree o finge creer. Aquí, la manipulación halla su fundamento en la motivación propiamente subjetiva: al sujeto le importa tanto ser reconocido como tal, con todas las cualidades y competencias que eso conlleva, que se siente obligado a actuar conforme a lo que implica la imagen que desea ofrecer (y ofrecerse) de sí mismo. En esta segunda forma, la interacción estratégica ya no se desarrolla en un plano “horizontal” en el que los coparticipantes pueden intercambiar valores objetivos, sino en un eje “vertical”, es decir, jerárquico, donde su confrontación pone en juego el reconocimiento de uno de los agentes por el otro. Y si en el primer caso las razones para someterse a la voluntad del manipulador eran fundamentalmente de orden económico, en este segundo caso las motivaciones para plegarse a ella son, en cambio, esencialmente de orden identitario.
Sea lo que fuere, el manipulador propone siempre al otro una forma u otra de intercambio –regateo económico o chantaje al honor, o por lo menos, al amor propio–, ya sea que, para lograr sus fines, trate de mostrarse tentador: “Si quieres hacer tal o cual cosa para mí, puedes estar seguro de que te lo recompensaré con creces”, ya sea que juzgue más eficaz parecer autoritario y amenazador: “Ten en cuenta que si te atreves a hacer eso contra mi voluntad, te daré tu merecido”, o también como adulador o seductor: “Tú sabes que te tengo por un genio, por un héroe, por una mujer liberada: haz esto si no quieres que empiece a dudar de ti”, o finalmente como provocador: “Es claro que no eres capaz de hacer eso. Pruébame lo contrario si no quieres que te tome por un imbécil, por una damisela, por un cobarde, por un crápula, etcétera.”
Lo que nos parece que hay que retener en este estadio, porque es lo que ofrece el mejor criterio de demarcación en relación con el régimen de la programación, es el hecho de que, en el marco de la manipulación, por lo menos uno de los actores, el manipulador en potencia, atribuye a su coparticipante, cualquiera que este sea (en el caso de Don Quijote, los molinos), un estatuto semiótico idéntico al que reconoce para sí mismo: el de un sujeto. Eso implica que, desde su punto de vista, el otro, dado que es considerado también un sujeto, será igualmente capaz de reconocer o de atribuir a su interlocutor el estatuto y las competencias de un sujeto.
Pero, sobre todo, además de esa capacidad de reconocimiento mutuo, como en espejo, lo que hace de cada uno de esos actores auténticos actantes sujetos, es un tipo de competencia específica, de orden sintáctico y modal. Sin duda, las cosas mismas, y de una manera general, los nosujetos, tienen también ciertas aptitudes, una “competencia”, en el sentido de facultad de hacer. Pero se trata entonces de una competencia semánticamente determinada, que se reduce a los “roles temáticos” de los que hemos hablado antes –roles cuya definición se opone a la de la “competencia modal”, del mismo modo que la noción de regularidad se opone a la de intencionalidad y, finalmente, la de programación se opone a la de manipulación. Mientras que el rol temático delimita praxeológicamente el hacer de un actor y hace de él un agente funcional, la competencia modal le confiere, esencialmente, el querer que hará de él un “sujeto”. A estas distinciones corresponden modos de relación entre actantes profundamente diferentes.
Por un lado, sean de orden causal o de orden social, las regularidades de las que depende el carácter programado de los comportamientos de un actor tienen por efecto producir a la vez identidades impermeables entre sí y esferas de acción herméticamente compartimentadas: uno solamente puede (y no puede más que) o sabe (y no sabe más que) hacer tal cosa–pescar–, el otro, tal otra: gobernar. Cada uno desempeña su rol, sigue su programa o ejecuta su plan de actividad por su propia cuenta y en su lugar, independientemente de lo que puedan estar haciendo los otros agentes que lo rodean. Algo así como lo que ocurre en el sistema de kolkhozes de la belle époque, o en el de la división del trabajo en una empresa con organigrama rígido. Cada uno está entera y exclusivamente dedicado a su tarea. Los roles temáticos circunscriben así funciones especializadas cuya característica consiste en no comunicarse directamente entre sí.
Por el contrario, al no estar ligada a contenido predeterminado alguno, al no programar pragmáticamente nada específico, la competencia modal, atributo de los sujetos (respecto a los cuales no hace más que articular en términos precisos la intencionalidad que los constituye como tales) tiene por efecto acercar a los actantes que la poseen, en lugar de separarlos. Todo sujeto puede, en efecto, (y eso es lo que lo convierte en sujeto “motivado” y de “razón”) querer, o creer, o saber, o poder, y, en consecuencia, también querer que el otro quiera (o no quiera), creer que cree, saber que sabe, etcétera, y hacérselo saber. Compartida por los sujetos, esa competencia propiamente semiótica los habilita para “comunicarse” entre sí, y, al mismo tiempo, los hace manipulables a unos por otros, tanto sobre la base de sus motivaciones y razones respectivas, como a partir de los cálculos que efectúan en lo que concierne a la competencia modal de sus interlocutores.
Pero, una vez más, a diferencia del rol temático, nada de eso tiene por efecto encerrar a los actores en esquemas comportamentales predefinidos. De suerte que, aun si la competencia así constituida da motivo a la interpretación (más bien que al conocimiento propiamente dicho) y a las influencias (sobre todo al “hacer persuasivo”), no puede ser el garante, para ninguno de los “interactantes”, de ninguna certeza frente al otro.