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1. MARGINALIDAD DEL SENTIDO, PRECARIEDAD DEL SUJETO
ОглавлениеPara caracterizar nuestra condición, o por lo menos la del “escritor”, Barthes tomó de Merleau-Ponty una fórmula bastante extraña, que a Greimas también le gustaba repetir, generalizándola: seres semióticos por naturaleza, estaríamos por naturaleza “condenados al sentido”.4 ¿Pero lo verdadero no será más bien que, lejos de imponernos su presencia, el sentido debe ser conquistado sobre un fondo primitivo de sinsentido? Dos tipos de experiencias muy ordinarias parecen atestiguarlo. Primero, el hastío, ese estado de alma en el que el mundo, vacío de sentido, de interés, de valor, da la impresión de estar ausente y en el que, correlativamente, el sujeto permanece postrado en el sentimiento de su propia incapacidad de existir. Después, la experiencia del dolor, en la que el mundo parece, por el contrario, concentrarse entero en los límites del propio cuerpo bajo la forma de una presencia invasiva, la del mal que se ensaña en atormentarnos, y ello de manera tanto más difícil de soportar cuanto que nos parece privado de sentido.5
A partir de tales estados de encierro en la insignificancia o en el sinsentido, se concibe que la experiencia del sentido pueda ser vista como una posibilidad de salvación, una liberación, una “escapatoria”, decía Greimas.6 Sin embargo, si el sentido es lo que puede salvarnos, ¿cómo pretender, por otro lado, que estemos “condenados” a él? Paradoja puramente aparente, que radica solo en el hecho de que la fórmula extraída de Merleau-Ponty es elíptica. Para comprenderla, basta con completarla: aquello a lo que estamos condenados es a construir el sentido. Es solo al precio de este esfuerzo que podemos, por un lado, evitar que las cosas se inmovilicen en una continuidad sin relieve, donde todo permanecería “igual a lo mismo”, y escapar así al vacío del tedio, o, por otro lado, sobreponernos a la excesiva plenitud del dolor, tratando de sobrepasar el sentimiento de que “nada concuerda con nada”, mientras que el exceso de heterogeneidad entre los componentes de la experiencia tiende a impedirnos de ver en ella algo más que una pura discontinuidad. Condenados al trabajo de la semiosis, tal es en suma nuestra condición si queremos vivir en tanto sujetos y no simplemente sobrevivir como cuerpos, ya sea en un estado vegetativo de letargo, desmodalizados por la ausencia de toda relación con el valor, ya sea reducidos al estado convulsivo de bestias torturadas, prisioneras de esa presencia todopoderosa que es el dolor.
Pero esta experiencia salvadora solo es posible dentro de márgenes estrechos. Por cierto, esa zona intermedia que se extiende entre Caribdis y Escila –entre Dolor y Hastío– aparece ante nosotros, mientras logramos mantenernos en ella, como un mar de la Tranquilidad donde la presencia del sentido sería evidente. Entretanto, el Sinsentido, siempre próximo, nos acecha a cada instante. Esta visión un poco dramatizante no descansa en algún pesimismo de principio, sino que deriva de la precariedad de las condiciones mismas de la emergencia del sentido. Para que haya sentido es preciso, lo sabemos por lo menos desde Saussure, que se puedan aprehender diferencias pertinentes, lo cual supone la puesta en relación de elementos comparables entre sí. Ahora bien, dos elementos no pueden ser considerados como “diferentes”, y la distancia que los separa no es susceptible de hacer sentido, sino a condición de que, desde otro punto de vista, se les pueda considerar también como idénticos: si ambos difieren entre sí, ello no podría ocurrir más que bajo un cierto ángulo o desde un cierto punto de vista, participando al mismo tiempo de un orden de cosas que, por serles común, los hace, precisamente, comparables. Decir que el color del cielo, hoy, es diferente al de ayer a la misma hora, no tiene nada de fútil, ya que podemos efectivamente comparar el uno con el otro y comprender el efecto de sentido que resulta de su contraste. En cambio, decir de este mismo color que él difiere de la forma de las nubes que pasan, no tendría sentido alguno, a falta de una dimensión común que justifique tal puesta en relación. Presuponiendo un equilibrio precario entre identidad y diferencia (o, en el plano de la percepción, entre continuidad y discontinuidad), el sentido no puede en suma configurarse, él también –como el sujeto–, sino en el interior de un margen estrecho, en una zona intermedia donde las cosas no nos aparecen ni como fastidiosamente idénticas las unas a las otras, ni como insoportablemente privadas de relaciones entre sí.
Esto quiere decir que el hecho de que percibamos el mundo ora disfóricamente, como insignificante o sin sentido, ora eufóricamente, como cargado de sentido, no depende pura y simplemente de humores subjetivos, cambiantes e inexplicables: ni el hastío ni el dolor, ni su superación, carecen de fundamento. Van acompañados de la diversidad de los regímenes de presencia y de interacción en los que se inscriben nuestras relaciones con el mundo y con el otro, regímenes de los que procede también la captación del sentido al hilo de la experiencia de todos los días, lo mismo que su disolución en lo indiferenciado, o, al contrario, su estallido en lo incoherente. De ese modo, comparar entre sí diferentes regímenes de construcción del sentido subyacentes en nuestra manera de estar en el mundo y de interactuar con lo que nos rodea o con aquellos con los que convivimos, debería iluminarnos sobre nuestra condición en cuanto seres semióticos, y tal vez hasta permitirnos imaginar los principios de un saber vivir semióticamente fundado. Ni desprendimiento total, que terminaría por reducir toda alteridad a lo mismo, ni inmersión ciega en la vivencia, que impediría enlazar los elementos entre sí, el simple sentimiento de que hay sentido supone una relación interactiva equilibrada, por decirlo así, a partes iguales, entre el mundo y el sujeto: a distancia de sí mismo, pero no demasiado; en contacto con las cosas en general y con los otros, pero tampoco demasiado.
En De la imperfección, Greimas interpreta las transiciones y sobre todo las rupturas entre momentos de aparición del sentido y movimientos de reflujo hacia el sinsentido, en términos de una dialéctica de lo continuo y de lo discontinuo que interviene en el plano de la percepción y de la interacción con el mundo que nos rodea.7 Más aún, indica también lo que de ahí puede resultar desde el punto de vista de una ética y de una estética de la práctica del sentido, esbozando así, sobre la base de postulados estrictamente semióticos, una filosofía relativa, si no a la vida en general, por lo menos al valor existencial de diferentes “estilos de vida” posibles, en cuanto regímenes distintos de relaciones con el sentido. A un estilo catastrofista que oscila entre resignación ante la insignificancia y espera del deslumbramiento, Greimas opone una actitud voluntarista basada en el ejercicio de un “hacer estético” que apunta a la construcción controlada de un mundo significante. Nosotros prolongaremos aquí esa reflexión, enfatizando una noción raramente tomada en consideración por las problemáticas que buscan establecer el vínculo entre principios de construcción del sentido y modalidades de la interacción: la noción de riesgo.