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II

De la programación a la estrategia

Al concentrarse en las condiciones de emergencia del sentido, con exclusión de las cuestiones de orden ontológico, la perspectiva semiótica autoriza, en principio, a contentarse con conceptos puramente “operativos”. Tales conceptos deben ofrecer un valor discriminatorio suficiente para permitir la descripción de los discursos, de los sistemas de pensamiento o de las prácticas significantes, sin que haya necesidad de interrogarse acerca de su grado de validez en relación con lo que podría definir el “ser” mismo de las cosas en términos filosóficos. Dicho esto, en semiótica, como en los demás campos, los conceptos no son eficazmente utilizados sino a condición de estar bien construidos –evidencia que implica, quiérase o no, un mínimo de reflexión sobre sus fundamentos.

En el presente caso, la oposición entre “operar” y “manipular” (y a partir de ahí, entre programación y estrategia) solamente se comprende por referencia a una serie de distinciones más elementales que la fundamentan, al menos intuitivamente. Si la noción misma de acción implica en todos los casos la idea de transformación del mundo, Greimas observa que podemos localizar los efectos transformadores del actuar en uno u otro de dos planos distintos.1 Podemos actuar directamente sobre el mundo material, por ejemplo desplazando las cosas, reuniendo o separando sus partes, es decir, realizando entre algunas unidades conjunciones o disjunciones que den por resultado hacer ser nuevas realidades (construir o destruir una casa, una ciudad, un país), o modificar los estados de ciertos objetos existentes (encender o apagar una lámpara, congelar o descongelar provisiones).2 Podemos, por el contrario, delegar a otro el cumplimiento de ese género de operaciones pragmáticas: en ese caso, nuestra acción se limita a actuar de tal suerte que otro agente las ejecute, y entonces el “hacer ser” cede el lugar al hacer hacer.

Mientras que en el primer caso la acción se analiza como un proceso articulado en términos de interobjetividad y de exterioridad, en el segundo, el hacer se define en términos de intersubjetividad y de interioridad: operar consiste en actuar desde fuera (típicamente, por medio de una fuerza) sobre la localización, la forma, la composición o el estado de algún objeto; por el contrario, manipular es siempre inmiscuirse en cierto grado en la “vida interior” de otro, es tratar de influir (típicamente, por medio de la persuasión) en los motivos que otro sujeto puede tener para actuar en un sentido determinado. En otros términos, mientras que, desde el punto de vista narrativo, la “operación” se confunde con la ejecución de una performancia que tiene como efecto directo la transformación de algún “estado de cosas”, la “manipulación” apunta a transformar el mundo pasando por el relevo de un modelaje estratégico previo que tiene en mira, si no en todos los casos los “estados de alma”, al menos la competencia de otro sujeto, el “querer hacer” que lo determinará a actuar, ya sea operando por sí mismo efectivamente sobre el mundo como tal, ya sea manipulando a su vez a otro sujeto, ya sea incluso –¿por qué no?– según otro procedimiento que aún queda por identificar y por definir.

Interacciones arriesgadas

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