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2.2 Razones y pasiones
ОглавлениеDe la descripción sucinta que acabamos de hacer, se desprende un pequeño número de rasgos estructurales que remiten a principios de organización de carácter más general. Ellos son los que nos permitirán dar cuenta también de configuraciones aparentemente muy diferentes, pero que dependen igualmente de la misma “gramática”. Y es así como, a partir del dispositivo “asimilador”, utilizado como esquema de referencia, veremos que se abre progresivamente un abanico de figuras que pueden ser teóricamente consideradas en los límites de nuestra propuesta.
¿Cuáles son entonces los principios elementales de organización que estructuran los discursos y las prácticas de la asimilación, en el sentido que le hemos atribuido más arriba? Una de las características más saltantes a ese respecto reside en el tipo de relación que se establece entre dos órdenes de motivaciones posibles: tenemos que ver en este asunto con un conjunto de proposiciones y de comportamientos que pretenden fundarse enteramente en la “razón”, con exclusión de toda consideración de orden pasional. El señor “Todo-el-mundo” es, en efecto, —o al menos cree serlo— un hombre sin odio ni prejuicios. No se tiene, ni quiere que lo tengan, por uno de esos xenófobos exaltados que pretenden que los únicos criterios válidos para determinar la naturaleza de las relaciones deseables, o incluso posibles, entre nosotros y “los otros” son los criterios de sangre o de color de piel; incluso, no le gusta mucho oír decir que más allá de un cierto “umbral de tolerancia”, las incompatibilidades de costumbres o de humores hacen fatalmente indeseables tales o cuales categorías de extranjeros. En el plano práctico, él preferiría que en lo posible nadie hablase de las formas de “ayuda para retornar” previstas para atenderlos, ni de los “charters” que la administración fleta para su transporte. Enemigo de toda suerte de dramatización, se limita en suma a constatar que las diferencias de comportamiento de las que es testigo —en relación con una normalidad que él mismo encarna por construcción— no tienen valor ni fundamento, y que, por ello, se impone su erradicación. No cabe duda de que la búsqueda de semejante objetivo pasa inevitablemente por la inflicción de rudos golpes a la personalidad de los individuos o de los grupos afectados; pero ese es, a sus ojos, un mal necesario y tanto más justificado que lejos de ceder a cualquier animosidad dirigida contra el Otro porque es otro (lo que formaría ya parte de una configuración diferente), se trata, por el contrario, de ayudar al extranjero a librarse, por medio de un trabajo metódico y razonado, de aquello que lo convierte en otro, en pocas palabras, de reducir lo Otro a lo Mismo a fin de que pueda un día integrarse plenamente a su nuevo medio de acogida.
Que “razones” de ese tipo sean o no seudorrazones dan testimonio al menos, por parte de aquellos que las proponen, de un escrúpulo que muchos, de hecho, están lejos de compartir. En lugar de todas esas tergiversaciones, ¿por qué no dar el paso? ¿Por qué no admitir que el extranjero, en realidad, no será jamás de los nuestros, que jamás podrá serlo, que no debe llegar a serlo? ¿Que su “olor”, odioso por definición, es propio de su raza y no se puede quitar? En una palabra, que es urgente detener, probablemente ya incluso rechazar —excluir— al extranjero, ese eterno “invasor”. Estribillos, por lo demás, bien conocidos, demasiado conocidos para insistir ahora en ellos. Por otro lado, y en relación con lo que nos interesa de inmediato, poco importa cuál es la colectividad precisa, definida con criterios lingüísticos, religiosos, “raciales” u otros, la que se encuentra preferentemente señalada como intrusa e indeseable, en función del lugar y de las circunstancias. Destaquemos solamente el hecho de que de un discurso con pretensiones racionales y argumentativas se pasa insensiblemente a un discurso del afecto puro y simple, y en el plano del contenido, del tema de la conjunción posible de identidades diferentes al de su indispensable disjunción. En base a esos dos criterios, se esboza ahora una nueva configuración, muy distinta de la que nos ha servido de referencia inicial: a diferencia del discurso de asimilación, que se desarrollaba a partir de un desconocimiento, aunque “razonado” de lo que funda la alteridad del desemejante, el discurso de exclusión procede de un gesto explícitamente pasional que tiende a la negación del Otro en cuanto tal. Y una vez encendida, ya sabemos a qué extremos puede conducir la rabia colectiva de ser Sí-mismo. Si nada viene a contenerla, y con mayor razón si la autoridad política la convierte en principio de su acción, entonces basta con muy poco —y los ejemplos de hoy como de ayer no faltarían si hubiera necesidad de aportarlos— para que cobre actualidad en un instante, con una forma o con otra, la idea de “solución final”.
Tenemos ahí por consiguiente dos actitudes —asimilar, excluir— que, en un sentido, se oponen entre sí como el día y la noche. Y sin embargo, desde otro punto de vista, incluso si las estrategias de exclusión, al menos cuando se desarrollan en sus formas más exacerbadas, parece que se sitúan, en muchos aspectos, en posiciones diametralmente opuestas a las de los ideales exhibidos (o asumidos) por los partidarios de la asimilación, se percibe entre unas y otras una suerte de afinidad tácita. De hecho, no es difícil desprender el núcleo de presupuestos —o más bien de prejuicios— idénticos que se encuentran en los dos casos. Porque antes que un conjunto de ideas articuladas que pudieran constituir su zócalo común, se trata esencialmente de una imagen que une en profundidad esos dos tipos de configuración: la imagen de un Nosotros hipostasiado, que hay que preservar, cueste lo que cueste, en su integridad —mejor aún, en su pureza original. La determinación de asimilar, con apariencia serena, como la pasión de excluir, proceden una y otra del mismo y único resorte. Con movimientos orientados en sentidos opuestos, centrípeto en la orientación asimiladora, centrífugo por lo que se refiere a la rabia de la exclusión, las dos actitudes corresponden, en profundidad, a dos aspectos complementarios de una sola y misma operación: estandarización o ingestión de lo “mismo” por un lado, selección y eliminación de lo “otro”, por otro lado. Porque si de una parte ninguno de los elementos surgidos del exterior y considerados no obstante, con toda reserva, como posiblemente asimilables, puede escapar a los procesos de remodelación y más precisamente de normalización previstos para asegurar su completa fusión en la masa, es necesario también que existan mecanismos de demarcación y de expulsión propios para garantizar que todo elemento que se revele decididamente inasimilable, quede por el contrario, ipso facto, dejado de lado.4 En ambos casos (ingestión de lo Mismo o excreción de lo Otro), lo que justifica la instalación de ese dispositivo es la necesidad vital de controlar el con junto de los flujos provenientes del exterior que podrían perturbar el equilibrio interno, el orden, la composición orgánica que se trata precisamente de mantener, por todos los medios disponibles, en un estado lo más estable posible.
En otros términos, y para atenernos a lo esencial por lo que concierne a esas dos primeras configuraciones, frente a una identidad de referencia concebida como perfectamente homogénea y considerada como inmutable, la alteridad no puede ser pensada aquí más que como una diferencia venida de afuera, que reviste por naturaleza la forma de una amenaza. Asimilación y exclusión no son, en definitiva, más que las dos caras de una sola y misma respuesta a la demanda de reconocimiento del desemejante: “Tal como eres, no tienes lugar entre nosotros”.