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4.2 Haber estado disjuntos

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Pudiera suceder, no obstante, que al término de ese recorrido, se deje vislumbrar una especie de reconciliación entre lo posible (lógicamente deducible de una axiomática, como la que nos guía desde el comienzo) y lo aceptable (definido a partir de una ética de las relaciones entre sujetos). De hecho, si la distancia crítica se imponía frente a las tres configuraciones anteriormente analizadas, ahora es grande la tentación de adherirse sin restricción a una posición cuyo examen nos va a permitir agotar las últimas virtualidades del modelo aplicado y plantear al mismo tiempo, finalmente, la gran cuestión del orden del día: ¿cómo pensar hoy una identidad común (por ejemplo, europea)? ¿Cómo vivirla mañana?

A ese “posible” cuarto tipo de configuración (en nuestro cálculo semiológico) le hemos dado ya nombre —admisión—, pero no contenido. Falta definirlo: para hacerlo, en el estadio en que nos encontramos, basta apenas operar por deducción, a partir de lo que precede. Y así, de la misma manera que la segregación, participando de la no-conjunción, suponía, sin embargo, la reminiscencia de una “mismidad” (de orden conjuntivo), la única dispuesta, en el contexto entonces considerado, a poner freno a fuertes tendencias (de orden disjuntivo) a la “exclusión”, la admisión, por su lado, en cuanto forma general, participará de la no-disjunción, y solo podrá ser viable como régimen de relaciones intersubjetivas entre individuos o entre comunidades sobre la base de la reminiscencia contraria: la de haber estado disjuntos, la de haber sido capaces —o al menos la de creer, con razón o sin ella, que hemos sido capaces— de vivir “cada uno para sí”, como “extraños” los unos para los otros, único garante susceptible de contrapesar, esta vez, la tendencia a reducir pura y simplemente los “unos” a los “otros”, dicho de otro modo, la tendencia a la “asimilación” recíproca.13 Mientras que la fórmula anterior se presentaba como un medio de evitar lo peor, en la medida en que, por duramente segregativa que fuera en la práctica, implicaba a pesar de todo un principio de resistencia que se oponía a la dominación total de las pulsiones sociales centrífugas, la que abordamos ahora puede conducir, si no al mejor de los mundos, al menos a cierta forma de coexistencia pacífica en la medida en que, favoreciendo en principio el acercamiento entre identidades distintas, es decir, orientándose globalmente hacia un movimiento centrípeto, contiene también el principio contrario: el de una resistencia a los efectos últimos de ese movimiento, al adelgazamiento de las diferencias y a la reducción de lo múltiple y de lo diverso a lo uno y a lo uniforme.

Es Claude Lévi-Strauss quien nos lo recuerda: “Cada cultura se desarrolla gracias a sus intercambios con otras culturas. Pero es necesario que cada una de ellas introduzca en ese proceso alguna resistencia”. Porque, si “es la diferencia de las culturas la que hace fecundo su encuentro (...), ese juego común entraña su uniformación progresiva”.14 De nuevo nos encontramos aquí en presencia de un equilibrio inestable, tanto más que las fuerzas antagónicas, cuya resultante es ese mismo equilibrio, no son de la misma naturaleza: ante un proceso que tiende a imponer sus efectos bajo el modo de la necesidad —porque, quiérase o no, la multiplicación de los intercambios por sí sola, por deseable que sea, entraña, escribe nuestro autor, la uniformación— “hace falta”, para encauzarla, una voluntad que por definición no depende de la “fuerza de las cosas” sino que tiene que emanar de alguna instancia que cumpla la función de sujeto: cada una de las culturas puestas en contacto (y por lo mismo, salvadas todas las proporciones, en peligro) tiene que saber y, ante todo, querer “resistir”.

Dando por supuesto que esta exigencia apunta al conjunto de los participantes, que se ponen así en relación, y que les impone a todos ellos una suerte de deber de vigilancia, sin el cual cada uno de ellos perdería poco a poco aquello que constituye su especificidad y, probablemente, su calidad misma de sujeto, queda por saber más precisamente de dónde provendrá, para cada uno en particular, el peligro principal: resistir sí, pero ¿a qué?, ¿a quién exactamente? Y ¿de qué manera? En el tipo de situaciones que nos han interesado hasta ahora, en las que el encuentro adopta la forma de una confrontación cotidiana —cuerpo a cuerpo o codo a codo— entre, por un lado, los miembros de un grupo mayoritario que ocupa la posición del anfitrión, y de otro lado una población heteróclita, esparcida en un número indefinido de grupos minoritarios si no de individuos dispersos venidos de afuera y considerados como otros tantos pedigüeños, es claro que la disimetría de las posiciones y de los roles que implica semejante estructura hace totalmente desiguales las respectivas oportunidades de sobrevivir que tienen las especificidades culturales propias de cada una de las identidades colectivas en presencia.

Para los grupos minoritarios “acogidos”, el peligro es evidente: o bien se trata de la expulsión, aún tal vez evitable, o se trata de una absorción efectiva por la masa, esto es, de una progresiva desaparición por supresión de las diferencias (peligro este más difícil de evitar puesto que es inherente a la disimetría misma que existe entre las partes involucradas en la confrontación). Evolución tanto más ineluctable cuanto que para muchos de los miembros de los grupos concernidos, el consentimiento, más o menos forzado, de un verdadero cambio de identidad cultural se presentará como la mejor oportunidad, y tal vez como la única forma de asegurar, al menos a título personal, su sobrevivencia en el medio de acogida. Si aún puede aplicarse hoy adecuadamente la trillada expresión “crisis de identidad”, es justamente aquí.

Pero, dirán algunos, el mismo problema de orden existencial se plantea igualmente, y a veces de manera casi tan dramática, para el otro participante de la relación, es decir, para los miembros del grupo mayoritario entre los cuales viene a instalarse el “Otro”. De hecho, según un punto de vista bastante difundido, pero en el que no nos detendremos más que un momento (ya que nuestro objetivo es el de superarlo), la parte más molesta no es precisamente la que sostienen por principio las buenas gentes... De ahí el insistente retorno de las reacciones de defensa ya inventariadas: unas, que se encuentran en la base del sueño de la exclusión, son reconocibles como la expresión directa de un cierto miedo, el miedo al mestizaje, cualquiera que sea el plano en el que se lo considere (pues, se nos explicará, no es aceptable en grado alguno que el cuerpo social se deje desnaturalizar o contaminar); otras, menos brutales por mejor racionalizadas, que tienen que ver con la confianza del grupo en su propia capacidad de asimilación manifestada a lo largo de la historia, sin que eso disminuya hoy la necesidad de una política de salvaguarda en la materia, toman en cuenta la intensificación y la diversidad de los flujos migratorios...

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