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Presentación
ОглавлениеEl discurso de investigación está atrapado en su propia contradicción. Para poder decir qué es lo que busca, tendría que haberlo encontrado ya. Pero si ese fuera el caso, lo único que le quedaría sería callarse, a no ser que se convirtiera en otro discurso, en discurso didáctico por ejemplo, o, por qué no, en discurso promocional. Inversamente, si habla, e incluso si no deja de hablar, es porque su propia finalidad sigue escapándosele en parte. Y claro está, al buscarla, se busca a sí mismo. Se trata, pues, de una doble ausencia (relativa), la ausencia del objeto, siempre en construcción o en reconstrucción, y la ausencia que experimenta en relación consigo mismo, que lo funda y motiva.
Sin embargo, por la ley del género, llega un momento en que tiene que “presentarse”: nombrarse mostrándose, situarse diciendo de qué se ocupa, en pocas palabras, hacer saber lo que es, como si conociera su propia identidad y como si supiera exactamente lo que hace al enunciarse: como si fuera transparente a su propia mirada y como si estuviera ya totalmente presente a sí mismo. Y por si fuera poco, escoge un título: ¿de qué vas a hablar? —De la presencia, justamente. ¿Y en qué lengua? —En semiótica.
“Presencia”, sí, pero ¿de qué?, o ¿de quién?, y ¿por qué una “semiótica” de esa presencia? Porque la única cosa que, de una manera u otra, puede sernos verdaderamente presente es el sentido. Jamás somos presentes a la insignificancia.
Eso es lo que sucede con el tiempo, que “pasa”, y que no lo veríamos fluir si la tensión de una espera o, de cuando en cuando, la irrupción de lo inesperado no viniera a romper su curso creando “acontecimiento”: y entonces, de pronto, el “presente” se hace efectivamente presente, porque una diferencia lo hace significar.
Y lo que es cierto del ahora, lo es igualmente del aquí. Por supuesto que “ser” es estar necesariamente en “alguna parte”. Yo estoy localizado, y saben dónde encontrarme. ¿Pero estoy ahí realmente? La respuesta no está dada. Porque bien pudiera suceder que ese “aquí” fuera para mí “ninguna parte”, un no-espacio, algo así como esos lugares vacíos que los antropólogos encuentran en el corazón mismo de la modernidad. Después de todo, mi localidad, igualmente, no es, a priori, más que un lugar de paso, que no podría hacer sentido por sí misma. A menos que, semiótico sin saberlo (como M. Jourdain era prosista), yo haya instalado ya allí mis marcas o reconocido mis pistas —una luz matinal, un perfume, una disposición de las cosas—, toda una figuratividad cargada de sentido y por ese mismo hecho convertida en algo familiar, pero que tendré que reinventar si, al viajar, quiero encontrarme presente a mí mismo, por poco que sea, donde quiera que me halle.
Y lo mismo sucede con las relaciones entre los sujetos. La rutina de la comunicación, que organiza la no-presencia ante el otro, igual que ante sí mismo: —¿Cómo te va? —Así, así; ¿y tú?, solo puede ser sustituida por una forma de presencia del Otro (en general) ante sí, de sí ante el otro (este o aquella en particular), y finalmente, de sí ante sí, por medio de una praxis enunciativa capaz de resemantizar la expresión de las relaciones “inter” y hasta “intrasubjetivas”.
Por lo demás, si nos interesa el “discurso” (verbal por supuesto, pero también el de la mirada, el del gesto, el de la distancia sostenida), es porque no solamente cumple una función de signo en una perspectiva comunicacional, sino porque tiene al mismo tiempo valor de acto: acto de generación de sentido, y por eso mismo, acto de presentificación. De ahí esa ambición tal vez desmesurada: la semiótica del discurso que pretendemos emprender —la del discurso como acto—, debería ser en el fondo algo así como una poética de la presencia.
Eso, por lo que se refiere al título. Pero ¿y detrás? Detrás del título, un texto que se apoya en otros textos, en los textos de nuestra cotidianidad, o sea, en una infinidad de discursos sociales y de imágenes, de usos fijados y de prácticas singulares, en cuyo entrelazamiento el sentido se hace y se deshace.
Tomado de registros muy diversos —rumores, lugares comunes, declaraciones oficiales, escenas callejeras, cartas de amor o de negocios, relatos de viajes y fotografías de moda, artículos de prensa o fragmentos literarios—, el “corpus” aquí explorado, que incluye también la consideración de los espacios de nuestros encuentros ordinarios (la plaza pública, el café, el teatro, el salón, por ejemplo) no es ciertamente homogéneo, y no trata de serlo, como tampoco lo son los caminos que conducen a la presencia.
Sin embargo, si nos atenemos a lo esencial, existen finalmente a ese respecto tres caminos principales, complementarios entre sí: ¿peirceano sin saberlo? Tales pistas, en todo caso, no serán exploradas en el orden exacto que probablemente hubiera exigido el filósofo. Siguiendo de preferencia (por preferencia metodológica) a los antropólogos y a los lingüistas —de Lévi-Strauss a Simmel, de Benveniste a Greimas—,1 comenzaremos de hecho por aquello que uno esperaría ver aparecer en segundo lugar: partiendo a la búsqueda del Otro (el segundo, el alter ego, el “tú”) antes de preocuparnos del Uno (ego).
Creemos que hace falta, en efecto, colocar en primer lugar el régimen de alteridad del no-sí(mismo), según el cual los sujetos se identifican recíprocamente (Primera parte. “Identificaciones”), para poder alcanzar después solamente al sí(mismo) (aquel que dice, y que se dice “yo”), y hablar de su presencia eventual a él-mismo (Segunda parte. “Presentificaciones”); a partir de ahí, podrá aparecer finalmente la figura del Tercero, no sin embargo la de un simple “Él” situado a distancia, sino más bien esa forma específica del Otro que tiene por función devolver al sujeto su propia imagen “representándolo” (Tercera parte. “Representaciones”).
Para efectuar ese recorrido teórico de una manera tal que nos mantenga lo más cerca posible de nuestro objeto, el Otro, y su presencia, nos esforzaremos por no perder jamás el contacto con la dimensión vivida de las relaciones y de los procesos analizados, tal como se articula a través de la producción o de la lectura de los discursos y de las prácticas en situación. Porque sería vano pretender captar las modalidades de la presencia, cualquiera que sea el objetivo, sin contar con la experiencia inmediata de lo sensible, de lo figurativo y de lo pasional ligados al aquí-ahora.
Sin embargo, a pesar de su inmediatez, la experiencia así considerada no se refugia simplemente en lo inefable. Su actualización está ligada a la articulación de formas semióticas analizables, que se diversifican en función de la especificidad de cada uno de los niveles en que podemos colocarnos para tratar de aprehenderla. Según que se consideren los procedimientos de Identificación, Presentificación o Representación, no son las mismas formas las que regulan la relación con el Otro y las que dan sentido a su presencia; y tampoco es, en superficie, el mismo otro, cuyo modo de presencia enfrentamos en cada ocasión.
En el primer caso, la figura del Otro es ante todo la del extraño, definido por su desemejanza. El otro está presente; pero lo está demasiado, y ese es precisamente el problema: problema de sociabilidad, puesto que si la presencia empírica de la alteridad se manifiesta inmediatamente en la cohabitación diaria de las lenguas, de las religiones o de las costumbres —de las culturas—, no produce necesariamente sentido, ni menos el mismo sentido, para todos. ¿Cómo vivir entonces la presencia de esa extrañeza que se alza ante nosotros, al lado de nosotros, o tal vez en nosotros mismos? (Capítulo I). Y en contraparte, ¿a qué tipos de prácticas identitarias puede recurrir el otro —aquel que el grupo de referencia define como tal— para dar sentido a su propia “alteridad” y, a partir de ahí, organizar su presencia “entre nosotros”? (Capítulo II). A menos que, una vez más, todas esas relaciones se inviertan, como sucede cuando, con motivo de un viaje, la experiencia de la relación con el Otro adopta la forma del encuentro repentino con lo lejano y lo diverso: ¿cómo, entonces, estar allí, y cómo seguir siendo allí “sí-mismo”, aunque solo sea de paso? (Capítulo III).
Pero el Otro no es solamente el desemejante —el extraño, el marginal, el excluido— cuya presencia (¿por definición?) se considera más o menos fastidiosa. Es también el término faltante. El complementario indispensable e inaccesible, aquel, imaginario o real, cuya evocación crea en nosotros el sentimiento de algo inacabado o el impulso de un deseo, porque su no-presencia actual nos mantiene en suspenso y como incompletos, en espera de nosotros-mismos. ¿Cómo, en ese caso, hacérsele presente? ¿Cómo sustituir, uniéndose al otro, el vacío abierto con su ausencia por la plenitud de una inmediata y total presencia a sí?
A las estrategias identitarias de orden social consideradas anteriormente se superpone ahora una nueva dimensión de la búsqueda de sí, que toca más de cerca la intimidad del sujeto. Esta vez, en lugar de mirar al otro desde fuera, colocándose ante él en una relación de frente a frente —identidad contra identidad—, el sujeto se descubre al contrario a sí mismo, a condición de hacerse interiormente presente al otro, o al menos, de esforzarse en hacerlo. Un devenir, un querer ser —ser conforme con el otro— sustituye a la certeza adquirida, estática y solipsista de ser sí-mismo.
Tres tipos de prácticas nos servirán aquí de ejemplos. Las prácticas de la moda, en primer lugar, donde vemos al sujeto hacerse presente a sí-mismo por su adhesión a un “tempo” exterior, que él hace suyo (Capítulo IV); luego, ciertas prácticas de lectura de la imagen (publicitaria en este caso), donde la relación con el Otro adopta la forma de la relación imaginaria a un puro simulacro, y donde el horizonte de la presencia se confunde con el de una satisfacción constantemente acariciada pero jamás alcanzada (Capítulo V); finalmente, una cierta práctica de la escritura, que confina con lo poético y que apunta, por el acto mismo de creación de formas significantes, a eso que podríamos llamar la presentificación en estado puro (Capítulo VI). Presencia del otro y presencia ante sí-mismo se confunden entonces con el advenimiento del sentido, jamás adquirido de antemano.
Existe, sin embargo, otro modo de presencia ante nosotros mismos por intermedio de la relación con el Otro, que tratamos de circunscribir en la última parte, centrada en el juego de la representación política. El sujeto de referencia es ahora el Nosotros, actualizado en el cuerpo social en cuanto tal, frente al cual la figura del Otro se encarna típicamente en la forma del pronombre Él, en plural por lo general, que en el discurso de la cotidianidad designa comúnmente el lugar del poder: “Ellos han decidido que...”; “Ellos vuelven a...”; “Ellos nos toman por...”. ¿En qué medida la sociedad política se ha reconocido verdaderamente alguna vez en esa tercera persona, figura del gran Otro que nos gobierna? Y hoy en día, ¿qué tipo de arreglo, capaz de conciliar distancia y adhesión, sería susceptible de dar sentido al espectáculo que nos ofrecen esos que pretenden “representarnos”?
A pesar del escepticismo de rigor ante tales preguntas, el juego político —como la vida pública en su conjunto— no deja de inducir determinados efectos de presencia que dependen de las modalidades de su puesta en escena. Lo que está en juego en ese plano es eso que podríamos llamar la modalidad teatral de la presencia. Entre lo impersonal del estereotipo y la personalización mediática de algunas figuras conocidas (¿y amadas?) de la mayor parte de la gente, ¿cuál es el lugar y cuál el estatuto —el régimen de presencia— de los políticos y de la política en nuestro imaginario? En esa óptica, comparamos entre sí algunos dispositivos escenográficos, encargados si no de conducirnos a reconocernos en lo que se representa ante nosotros en la escena del poder, de garantizar por lo menos un mínimo de presencia de nuestra parte frente a ese espectáculo (Capítulo VII).
¿Y la semiótica a todo esto? Siempre la misma, dirán aquellos que no quieren ver detrás de esa etiqueta más que una figura entre otras (más invasoras sin duda) del Otro. Pues es propio del Otro no cambiar jamás (eso forma parte de su estatuto mismo en el discurso ordinario del “yo”). Pero ¿para los otros, los simpatizantes y los íntimos? Bien pudiera suceder que, a la inversa, los más ortodoxos apenas puedan encontrar en este libro su disciplina: “no muy presente”, dirán algunos, o tal vez, “ya no es en absoluto la misma”.
De hecho, la semiótica no es para nosotros una doctrina sino una práctica, y aquí tratamos de practicarla: de hablarla (el aprendizaje de segundas lenguas está en boga) más que de hablar de ella. Y como todos los demás lenguajes, no solamente está por naturaleza en permanente devenir, sino que, sobre todo, debe permitir hablar de cosas distintas de ella misma: de los textos-objeto por supuesto, y de su contexto evidentemente, pero también de las prácticas reales en las que nos hallamos diariamente comprometidos. Por ejemplo, de esa práctica semiótica en situación que consiste precisamente en la producción de la presencia del Otro, en cuanto que hace sentido.
De nuevo el señor Jourdain: ¡Hay que hacer tal vez (un poco) de semiótica para vivir, pero, en todo caso, no vivir para hacer semiótica! O si se prefiere —otra autoridad en la materia— Roland Barthes, quien a la “lingüística tradicional” oponía una filología activa.2 Como puede adivinarse, nos gustaría que “nuestra” semiótica se enrumbara en esa dirección. En todo caso, más que pretender decir el sentido (tarea imposible), trataremos aquí de rastrear las condiciones de su presencia en una serie de contextos intersubjetivos, por tanto interactivos, precisos. Como en cualquier otra parte, el sentido no está dado ahí. Ya se sabe que siempre tiene que ser construido. Mejor dicho, conquistado: ¿a qué figuras, a qué dispositivos, a qué lenguajes tenemos que recurrir para que, por la mediación del Otro, un poco de sentido, de cuando en cuando, nos haga instantáneamente presentes a nosotros-mismos?