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4.1 Haber estado juntos, y separarse

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Desde este ángulo, merecería ser analizada una gran cantidad de casos concretos, desde las prácticas sociales de marginalización de carácter “suave” hasta las opciones más extremas —como las del apartheid—, pasando por todas las formas históricas del ghetto. Sin negar que se trata de realidades muy diferentes y que, sobre todo en el plano ético, cada una de ellas plantea problemas específicos, podemos, sin embargo, sostener que, en un nivel muy elemental, lo que las separa se debe menos a una diferencia de naturaleza que a una cuestión de grados.

A diferencia, en efecto, de las políticas de asimilación y de exclusión, que, por construcción, tienen por fin último operar ya sea una perfecta conjunción de las identidades en el caso de la primera, ya sea su completa disjunción en el caso de la segunda, los dispositivos segregativos jamás persiguen objetivos tan unívocos y, después de todo, tan simples, al menos en su principio. Participan más bien de una lógica mucho más inestable: la de la no-conjunción. Esa posición se puede definir como situándose a medio camino entre las fórmulas del tipo conjunción-asimilación, consideradas en este caso como inaplicables o inapropiadas (porque el Otro es considerado ahora como decididamente demasiado diferente para que su integración propiamente dicha al grupo sea siquiera imaginable) y las del tipo disjunción-exclusión, vistas igualmente, aunque por otras razones, como inaceptables (por tentadoras que pudieran parecer en algunos aspectos). De ahí el estado de tensión, las ambivalencias y, en último término, los desgarramientos característicos de esa configuración en equilibrio precario entre dos polos contrarios; algo así como lo que sucede en el caso de esos arreglos matrimoniales llamados “separación de cuerpos”, donde la interrupción de la mayor parte de las relaciones maritales entre los esposos no conduce sin embargo a la suspensión total de los lazos conjuntivos del matrimonio, mientras que el procedimiento disjuntivo del divorcio ofrece legalmente esa posibilidad.

Basándose en el horror a las mezclas entre unidades planteadas como distintas, las actitudes segregativas tienen por principio permanecer, si se puede decir así, menos disjuntivas de lo que sería posible en teoría, y también en la práctica. Aquí no se plantea la “solución final”, nada de exclusión absoluta, a no ser, tal vez, como horizonte lejano, como virtualidad rechazada (¿o como deseo reprimido?), cuya aplicación ni siquiera se considera seriamente. Así como antaño cada ciudad tenía su “idiota”, las familias tienen hoy sus “viejos”, y la sociedad sus grandes enfermos: claro que se les tiene un poco aparte; pero de ahí a relegar a unos al asilo, a otros al hospicio o a un sidatorium hay un gran trecho que salvar y que es impensable para muchos. Aunque hay seguramente maneras y maneras de separar y de segregar, y aunque unas puedan parecernos más inofensivas y otras francamente bárbaras (pues todos los grados son posibles entre, por ejemplo, el hecho “anodino” de mirar por encima del hombro al vecino haciéndole sentir que no podría formar parte del círculo de sus íntimos, y el hecho, considerado “inhumano”, de delimitar por ley o por costumbre zonas geográficas, profesionales u otras, reservadas a tal o cual clase de parias), todas ellas ponen de manifiesto, en profundidad, esa misma ambivalencia que intentamos circunscribir entre imposibilidad de asimilar —y por tanto, de tratar verdaderamente al Otro “como a todo el mundo”— e incapacidad de excluir (en sentido estricto).

Pero entonces, ¿cómo dar cuenta de esa moderación que hace que el grupo dominante, en lugar de actuar cínicamente eliminando, como podría hacerlo, a ese Otro que le “fastidia”, le reserve a pesar de todo, en su tierra, un lugar, por inviable que sea? Creemos que se debe, tal como lo sugiere la comparación con el caso de la “pareja separada”, a que la problemática de las relaciones entre el Sí-mismo y el Otro se nutre esencialmente, en la presente configuración, de la referencia a lo que ha sido antes: hubo un tiempo (histórico o mítico, poco importa) en el que los dos elementos de la relación se encontraban conjuntos, y lo que ponen de manifiesto los discursos y las prácticas de segregación es, precisamente, esa conjunción en vías de deshacerse. Más que de un estado, se trata de un proceso: proceso de desintegración o de fisión que tiende a hacer estallar una unidad original, real o supuesta, sin que las fuerzas centrífugas que lo movilizan hayan podido llegar a su término. Porque otras fuerzas se les oponen. Todo ocurre, en efecto, como si, al modo de las dos semiesferas constitutivas de la “pareja” platónica, las partes en vías de separación “se acordasen” de su estado de fusión anterior y experimentaran una suerte de nostalgia.9 Además, ese “otro” cuya alteridad “yo”, sujeto de referencia, creo descubrir de pronto y del que trato de separarme por esa razón, ¿no formaba parte hasta ahora, si no de mí mismo, propiamente hablando, al menos de “mi mundo” y de “mi vida”? Aunque se haya convertido en irreconocible —extraño por ser extranjero—, sigue sin embargo representando, desde cierto punto de vista, una parte inalienable de mi propia identidad?10

La reminiscencia de lo Mismo, reconociéndose a través de la figura del Otro —por muy poco que se le quiera, o por execrable que sea— tiene por efecto, si no “excluir la exclusión” en sus formas más radicales, al menos retardar, y a veces por largo tiempo, su actualización: aquí lo peor no es —o al menos, no lo parece— lo más se gu ro.11 El análisis de sistemas discriminatorios concretos muestra a la vez la diversidad de las formas posibles de semejante reminiscencia, y los límites de su alcance en el plano práctico. En un sistema de castas como el de la sociedad hindú, si se nos permite evocar de modo tan ligero una realidad antropológica tan compleja, nadie puede “olvidar” —aunque pertenezca a las más encumbradas castas— que las castas más bajas forman también parte integrante del “sistema”. En otras partes será tal vez cierta “semejanza de familia”, ligada a un lejano origen común o al recuerdo de algunas pruebas pasadas, vividas solidariamente, la que venga a matizar la percepción de la alteridad del Otro y, en buena lógica, a temperar, en alguna proporción, la severidad de las discriminaciones de las que es objeto. Y claro está, lo más frecuente es que esos elementos de orden subjetivo vengan a superponer la conciencia de las ventajas objetivas, de orden funcional, que el grupo dominante sepa sacar, aunque solo sea en términos de reparto del trabajo y de intercambios, de la presencia a su lado de un pueblo de ilotas a su merced, a condición de saber usar de él con un mínimo de consideración (como de cualquier otro bien patrimonial): como se dice, “como buen padre de familia”.12

Sobre tales bases, el statu quo desigual puede adquirir incluso una suerte de legitimidad, no solamente desde el punto de vista del grupo que lo impone, sino también desde el de las víctimas que lo padecen, las cuales se transforman entonces, de buen o mal grado, casi en cómplices. Y en último término, a falta de todo eso, tal vez el grupo dominante sabrá reconocer al menos, hasta en los más irrecuperables de sus parias, las marcas de su irreductible pertenencia al género humano. En cambio, si este último lazo llega a desaparecer de las memorias, ya no habrá más tiempo para preguntarse si el modus vivendi, con los ambiguos encantos que de él dependían, no anunciaba ya en realidad, y desde el comienzo, el día del horror en el que el más fuerte, harto de tener que reconocerse en la imagen detestada del más débil, terminaría ineluctablemente por descargar sobre él su furor destructor.

El hecho de tratar de describir —como lo venimos haciendo— en términos positivos (en sentido metodológico del término) la lógica subyacente a los regímenes de tipo segregativo no quiere decir que “aceptemos” las prácticas, espontáneas o institucionales, que representan sus traducciones sociales concretas. Sea en el plano político, sea en el plano moral, es evidente que son por naturaleza radicalmente inaceptables no solamente todas las formas de ghetto (sin hablar del campo, que tiene que ver con la categoría de la exclusión), sino también las pequeñas cuarentenas cotidianas por medio de las cuales un grupo social margina y, dado el caso, persigue a otro so pretexto, por ejemplo, de “inadaptación” al modo de vida reinante, de “desviaciones” (sobre todo en el plano del comportamiento sexual) o de “peligrosidad” medida en términos de seguridad y de policía (o como suele suceder hoy día, de higiene y de salud públicas —desde el tabaco hasta el sida—, traduciéndose en este caso el régimen segregativo en la forma benigna y discreta del cordón sanitario y del preservativo omnipresente). Pero ni la indignación ni la revuelta contra tales discriminaciones pueden reemplazar el análisis crítico, pues no son suficientes por sí solas.

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