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4.3 Reunirse: Reminiscencia y resistencia

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Por supuesto, ninguna de esas opciones, ni el exceso de miedo ni el arsenal de precauciones frente a un “No-sí”, planteado en ambos casos como una amenaza, puede satisfacer a los partidarios de la “admisión”, si se acepta designar así la actitud de los que, partiendo, al contrario, del postulado de que la relación entre “Nosotros” y el “Otro” no es ni puede ser de pura exterioridad, consideran de entrada la alteridad del Otro como uno de los elementos constitutivos de la identidad del Nosotros, de un Nosotros considerado ahora como un sujeto colectivo indefinidamente en construcción. Pero en ese caso, ¿en qué consiste exactamente “admitir”?

Semejante actitud implica, ante todo, un gesto de apertura, de aceptación, de curiosidad, dado el caso, de admiración, y tal vez incluso de “amor” por la diferencia que hace que el Otro, justamente, sea otro. Objeto de desconfianza, si no de repulsión, el Otro se convierte aquí, por primera vez desde el comienzo de nuestro recorrido, en un polo de atracción hacia el cual uno se orienta justamente en razón de su alteridad. Sin embargo, como muchos otros fenómenos de atracción, semejante movimiento comporta en germen su propio fin en la medida en que, a fuerza de aproximarse como los urge a hacerlo su “simpatía” recíproca, de conocerse mejor y de ponerse más fácilmente de acuerdo, de descubrir que aquello que los diferencia y que, a primera vista, los opone, los hace al mismo tiempo complementarios y les abre nuevas posibilidades de acción, llegará casi inevitablemente un momento en que las unidades, primero distintas y separadas, que se ponen de ese modo en relación y pronto en contacto, aspirarán a fusionarse y tenderán a confundirse en una nueva totalidad. Que ese momento sea la meta misma de la relación –de ahí su aspecto eufórico–, no obsta para que al mismo tiempo –y ese será su aspecto disfórico– le ponga prácticamente término. La prueba es que si, por una u otra razón, las unidades que una vez han estado conjuntas y por decirlo así, indistintas, se disjuntan, ya no serán nunca las mismas relaciones de “antes” las que, quizás, las reunirán un día nuevamente. La historia nos ofrece a veces reencuentros semejantes, pero no se repite jamás en absoluto.

En esas condiciones, se puede comprender que cuando las unidades en presencia tienen el estatuto de sujetos autónomos y se atienen a su identidad respectiva, conservando asimismo la mutua estima por lo que ellas son, puede surgir el deseo, y a veces el interés, de retrasar el momento de esa pequeña o de esa gran catástrofe (en el sentido matemático del término) que su fusión supondría. Para eso no bastará con que los participantes sepan resistir mutuamente uno a otro, manteniendo entre sí el mínimo de distancia necesario para la preservación de su “en-cuanto-a-sí” respectivo. En realidad, es sobre todo frente a sí-mismo cuando cada uno de ellos habrá de sacar la fuerza para “aguantar”. Porque si se trata de mantener viva, entre Sí y el Otro, una relación efectiva de Sujeto a Sujeto, no podrán ceder ni al deseo de un total abandono de sí-mismo al otro —eso equivaldría a renunciar a su propia identidad con riesgo de no ser ya, para el Otro, más que un simple objeto—, ni al deseo de una total posesión del Otro, que no podría conducir sino a cosificarlo, despojándolo de aquello que lo hace verdaderamente otro —autónomo y diferente al mismo tiempo—, es decir, de aquello que lo hace precisamente “atrayente”.

En otras palabras, lo que el frágil equilibrio de esa configuración impide tolerar, tanto psicológicamente como moralmente, es dejarse llevar. Pero, ¿qué es en el fondo dejarse llevar sino olvidar? Olvidarse de sí-mismo en cuanto Sujeto; olvidar que el Otro participa de la misma cualidad; olvidar que uno es dos.15 He ahí la manera como “resistencia” y “reminiscencia” vienen a conjugarse, la primera presuponiendo la segunda como condición de posibilidad y su más seguro resorte: “contenerse” frente al Otro, como “aguantar” frente a sí-mismo, equivale a recordar que ambas partes han sido, son aún y seguirán siendo Sujetos irreductiblemente distintos y autónomos, por poderoso que sea el movimiento que empuja a levantar todas las reservas, a abolir todas las fronteras que separan aún las identidades.16 En el plano de los comportamientos frente a frente, las marcas explícitas que cada uno de los participantes deja de su “respeto”, tanto frente a sí-mismo como frente al Otro, no son en ese contexto más que una manera de reafirmar, si fuera necesario, la adhesión común al principio de la no confusión de las identidades, como condición (y como finalidad al mismo tiempo) del contrato de “admisión”. Sobre esa base, las disimetrías estructurales de las que hablábamos anteriormente no desaparecen, ciertamente ¡no se dan milagros! Lo que desaparece, en cambio, es la aparente fatalidad de sus efectos de sentido. En un mundo de Sujetos, todo el mundo, por definición, es Sujeto con el mismo título y en el mismo grado, cualquiera que sea la naturaleza de las diferencias que singularizan a unos con respecto a otros.

Admitiendo que semejante esbozo de sintaxis puede parecer, por algunos de sus ángulos, que remite más al universo interpersonal de Nous deux [Nosotros dos], publicación mensual de asuntos del corazón, conocida por su idealismo, que a una visión de las relaciones entre sujetos colectivos, creemos no obstante que es susceptible, mutatis mutandis, de aportar un esclarecimiento útil a una problemática de las relaciones —pasionales también en gran medida— que se urden en la confrontación entre culturas o, más concretamente, entre grupos sociales que difieren por la lengua o por las creencias, por las costumbres o simplemente por los gustos, o por todo eso juntamente. También entre las colectividades, lo mejor, como suele decirse, es enemigo de lo bueno, y las relaciones más aptas para promover la libertad, la paz y el desarrollo no son necesariamente las más estrechas. Al contrario, existen buenas razones para estimar que también entre las culturas la no-disjunción (base del régimen de “admisión”) es preferible a la conjunción (y, por tanto, a la asimilación recíproca); o, lo que es equivalente, que el proceso mismo de su acercamiento será probablemente más gratificante para ellas, en muchos planos, que el estado fusional al que podrían llegar; o incluso —en términos políticos, ya que el debate está en el orden del día— que entre las naciones en las que se encarna la singularidad de las susodichas culturas, la confederación resulta mejor que la (con)fusión (o federación).

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