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Búsqueda de identidad, crisis de alteridad
1. SENTIDO Y DIFERENCIA

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En la lengua, lo sabemos a partir de Saussure, solo se pueden identificar unidades, en el plano fonológico o semántico, a través de las diferencias que las interdefinen: fonemas y semas son únicamente los resultados de relaciones subyacentes que forman sistema, y no los términos primeros, definibles en sí mismos, sustancialmente. Del mismo modo, el principio de la primacía epistemológica de la relación sobre los términos está en la base de la problemática semiótica, tanto en cuanto proyecto de construcción de una teoría general de la significación como en cuanto método de análisis de los discursos y de las prácticas significantes. Pues para que el mundo produzca sentido y sea analizable en cuanto tal, es preciso que se nos muestre como un universo articulado, como un sistema de relaciones, en el que, por ejemplo, el “día” es distinto de la “noche”, la “vida” se opone a la “muerte”, la “cultura” se desmarca de la “naturaleza”, “aquí” contrasta con “en otra parte”, etcétera. Aunque la manera en que esos elementos difieren entre sí varía de un caso a otro, es siempre el reconocimiento de una diferencia, de cualquier orden que sea, lo que se impone en primer lugar en todos los casos. Únicamente ella permite constituir, en unidades discretas y significantes, los elementos considerados y asociar a ellos, no menos diferencialmente, ciertos valores de orden existencial, tímico o estético.

Lo mismo sucede con el “sujeto” —yo o nosotros— cuando se lo considera como una unidad sui géneris, cuya “identidad” tiene que constituir. Condenado aparentemente a no poder definirse más que por diferencia, el sujeto necesita de un él —de los “otros”— para llegar a la existencia semiótica. En efecto, lo que da forma a mi propia identidad no es solamente la manera como, reflexivamente, yo me defino (o trato de definirme) en relación con la imagen que otro me envía de mí mismo, sino también el modo como, transitivamente, yo objetivo la alteridad del otro, asignando un contenido específico a la diferencia que me separa de él. Y así, ya se la considere en el plano de la vivecia individual o —como será aquí el caso— en el de la conciencia colectiva, la emergencia del sentimiento de “identidad” pasa necesariamente por el relevo de una “alteridad” que hay que construir.

Pero todo indica que ese Otro que presupone la autoidentificación de Sí-mismo está hoy en día, socialmente hablando, cambiando de estatuto. No hace mucho, al Otro lo sentíamos aún lejano; ahora campea entre nosotros. Ya no basta con comprender, o con mitificar la cultura —el exotismo— del Otro, figurado a distancia con los rasgos del “extranjero”; es preciso ahora vivir, en la inmediatez de lo cotidiano, la coexistencia de los modos de vida venidos de otras partes, y cada vez más heteróclitos. Los “salvajes” de antaño se han transformado en “inmigrantes”, McDonald’s ha venido a instalarse en la esquina de la calle, y Walt Disney remodela hasta en Europa el arte de vivir en el campo. En ese contexto, se desarrolla ahora, aquí y allá, un discurso social de la conquista o de la reconquista de una identidad “amenazada”, y resucitan prácticas de enfrentamiento sociocultural con carácter a veces dramático, como si se tratara de conducir una vez más lo desemejante, lo extranjero —lo “meteco”—, así como lo “marginal”, lo “excluido”, lo “desviante”, etcétera, a una posición de pura exterioridad. A una de las cuestiones más ambiciosas que nos ha planteado este fin de siglo en el plano político —el reconocimiento o la formación eventual de una “identidad europea común”— se superpone esta otra, menos cargada de ideal pero dictada por la urgencia: ¿qué lugar será capaz de otorgar, dentro de sí misma, cada una de las sociedades nacionales afectadas por ese vasto proyecto de unidad político-cultural, a lo que parece convertirse en su maldición: al Otro, cualquiera que sea el modo de encarnación crítica que adopte localmente?

Ante ese tipo de problemas, no tenemos la pretensión de emprender un análisis empírico detallado de toda la variedad de discursos y de prácticas identitarias que suscita por reacción esa crisis de alteridad, de la que somos testigos. Apoyándonos en la observación del caso francés, nuestro objetivo consistirá más bien en construir un modelo de carácter general que permita situar, unas con relación a otras, diferentes formas de articulación posibles de la relación entre el “Nosotros” y su “Otro”. La cuestión puede ser abordada desde dos perspectivas complementarias: ¿cuáles son, en primer lugar, los tipos de configuraciones intelectuales y afectivas que sustentan la diversidad de los modos de tratamiento de lo desemejante, sobre cuya base, dentro de un espacio social dado, un sujeto colectivo determinado puede organizar la construcción, la defensa o la renovación de su identidad en cuanto un “Nosotros” de referencia? ¿Cuáles son, luego, para el Otro, es decir, para aquellos a los que el grupo de referencia se empeña en aplicarles la etiqueta de “diferentes”, las opciones posibles en cuanto a los modos de gestión del Sí-mismo —a los “estilos de vida”— concebibles en vista de la asunción o de la transformación de su propia identidad cultural?

En el presente capítulo trataremos de explorar los caminos que utiliza el “Nosotros” para construir su mundo en torno a sí mismo. En el siguiente capítulo, al contrario, invertiremos la perspectiva, procurando adoptar el punto de vista del “Otro”.

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