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5. IDENTIDAD Y CAMBIO
ОглавлениеSi tratamos de adoptar una visión global del camino recorrido, la primera constatación que se impone a nuestra consideración es que el concepto de identidad que nos ha servido de punto de partida no es en absoluto el mismo que el que tenemos en el punto de llegada. Existen, efectivamente, dos maneras posibles de concebir en qué consiste ser “sí-mismo”.
Según la concepción a la que nos hemos referido al comenzar este análisis, y con la que es posible contentarse mientras nos limitemos a dar cuenta de las prácticas de “asimilación” y de “exclusión”, un sujeto solo puede captarse a sí mismo como “Yo” (o como “Nosotros”) negativamente, por oposición a un “Otro”, al que tiene que construir como figura antitética a fin de poder ponerse a sí mismo como su contrario: “Lo que yo soy es lo que tú no eres”. Y claro está, en semejante caso, el sujeto que dice “Yo”, o el que dice “Nosotros”, es un sujeto que “sabe”, o al menos que cree saber lo que es el Otro. Por lo demás, no necesita para ello saber mucho o buscar muy lejos: para fundar su propia certeza acerca de “Sí-mismo”, lo único que le importa, la única “verdad” de la que necesita estar seguro, es que el Otro es “otro”, y que lo es categóricamente: naturaleza versus cultura, bestialidad versus humanidad, Ellos versus Nosotros, todas esas parejas de contrarios sirven para expresar la misma relación de exclusión mutua. De ahí, en el plano de las estrategias discursivas características de ese tipo de configuraciones, el privilegio otorgado a la utilización del estereotipo, no propiamente para describir al Otro, sino como medio expeditivo de reafirmar una diferencia.17
De acuerdo con ese esquema simplista, el señor “Todo-el-Mundo” (o señora, political correctness obliga) coloca frente a sí la figura caricaturesca del “extraño”, suerte de espantajo construido con retazos, ensamblaje barroco de antivalores, como si se tratara simplemente de causarse miedo a sí mismo. Habría que comprender lo que hace posible, y tal vez hasta necesaria, la construcción de simulacros con rasgos tan groseramente exagerados. ¿No residirá la explicación en el hecho de que, al construir de esa manera su propia imagen en negativo, el grupo social encuentra simplemente un medio cómodo para resolver la cuestión de su propia identidad antes incluso de haberla planteado? Postular categóricamente la finitud del otro, suponer que es inmediatamente y de una vez por todas conocido íntegramente en su “esencia”, y contentarse, para caracterizarlo, con la yuxtaposición de una serie de clichés que resaltan sus “vicios” o sus “malformaciones”, todo eso no tiene sentido sino a condición de no ser nada exigente ante uno mismo. En otros términos, para hacerse una representación tan inconsistente del otro, es preciso que el “Nosotros” que se complace en reconocer en ella su propio reflejo invertido, no sea, a sus propios ojos, más que una suerte de fantoche apenas articulado, parangón de todas las virtudes, por supuesto, pero carente de carne y de vida real. Es poco, pero en tales circunstancias ¿qué más se puede pedir? Si ser “sí-mismo” no significa más que gozar la satisfacción de ser “Sí-y-no-el-Otro”, entonces bien vale la pena acentuar el contraste, aceptando por principio comparar meras identidades de pacotilla, imágenes prefabricadas, fijadas para siempre en su diferencia radical.
Sin embargo, desde otro lado, ser sí-mismo no se reduce solamente a ser, o a afirmarse, el “otro del Otro”. Es algo más que eso. Como mínimo, es también, dicho toscamente, “existir” (mejor que ser), es ser “alguien” o “algo” (mejor que nada) o, en todo caso, tener el sentimiento de serlo. Es “vivir”, dando, si es posible, un sentido a su propia vida, o en su defecto, tratando de comprender lo que la vida misma hace de nosotros. Es tratar de aprehender la porción de coherencia que da sentido y unidad al devenir que nos hace ser a cada uno de nosotros, individual o colectivamente, lo que somos. Por frágil, por vaga que sea, esa intuición, en la medida en que funda la posibilidad de otro modo de construcción de la identidad del sujeto, abre la vía tanto en el plano cognitivo como en el plano práctico, a otros tipos de actitudes y de relaciones frente al otro. Su poder liberador se debe a que proporciona un punto de apoyo a partir del cual cada uno, si quiere, puede tratar de pensar y de gestionar su propia identidad como positividad; dicho de otro modo, sin tener que pasar necesariamente, para fundarla, por la negación del Otro. Entonces, y solamente entonces, a partir de ese punto de ruptura (de orden “epistemológico”, como debe ser), desaparecen los síntomas de la crisis de alteridad y comienzan a plantearse los problemas de una auténtica búsqueda de identidad: “Yo soy lo que tú no eres, sin duda; pero no soy eso solamente; soy también algo más, que me es propio —o que tal vez nos es común”—. “Algo”, ¿pero qué? Esa es la cuestión a la que el grupo social se esfuerza por dar respuesta por medio de la organización problemática de las configuraciones que hemos analizado en último lugar: la “segregación” y la “admisión”.
Las certezas de un “Nosotros” pleno, inmóvil, transparente y satisfecho de sí mismo, han sido sustituidas por las interrogaciones de un sujeto inquieto, en construcción, en busca de sí-mismo en sus relaciones con el Otro. En lugar de hallarse determinadas de antemano, las relaciones intersubjetivas han comenzado a presentarse en trance de ser constantemente redefinidas, y el estatuto de los sujetos en perpetuo devenir. Si se recuerda bien, la segregación tendía hacia la exclusión, pero no llegaba a resolverse en ella; asimismo, la admisión tendía hacia la asimilación, oponiéndole constante resistencia. La presencia o la ausencia de ese tipo de tensiones constituye el punto de quiebre decisivo. A partir de ahí, una de dos: o bien el grupo de referencia se considera a sí mismo como una totalidad ya constituida, cuyo objetivo es permanecer tal como es en su ser, y en ese caso se esforzará por neutralizar, por medio de una serie de transformaciones estacionarias, las presiones, externas e internas, que pudieran tener por efecto alterar aquello que él cree que es por esencia,18 o bien, opuestamente, el grupo admite que su identidad solo se construye gracias a una serie de transformaciones dinámicas, que, cambiándolo a sí mismo, son las únicas que hacen posible el establecimiento, siempre provisional, de una justa relación con el Otro. Sea que tenga que reconocer, presente en el fondo de sí mismo, una porción de alteridad, sea que descubra que, en parte, su propia identidad le viene del Otro, el sujeto, en tal caso, no es jamás él mismo sino que deviene, a condición de aceptar cambiar.
La precariedad de esos dos regímenes de relaciones, sobre los que más hemos insistido, se debe precisamente a esa permeabilidad y a esas mediaciones entre los contrarios, lo que podríamos llamar su irresolución, por oposición a las soluciones categóricas que consisten en asimilar o en excluir. Y eso es lo que constituye su riqueza común, con la restricción de que mientras que uno de esos regímenes, activando las relaciones entre sujetos, abre a cada instante nuevas posibilidades, el otro, al fijar segregativamente las posiciones, cierra, por el contrario, poco a poco, todas las salidas. Las identidades en presencia se hallan ciertamente transformadas en ambos casos, pero en dos direcciones contrarias: o mutuamente empobrecidas por su separación, o mutuamente enriquecidas por la búsqueda misma de la “buena distancia” (la expresión es de Cl. Lévi-Strauss) entre participantes que se aceptan uno y otro como diferentes y autónomos.
Si quisiéramos ahora reformular lo que hemos dicho anteriormente, en términos un poco más teóricos, tomados de la semiótica del discurso y de la acción, sería posible mostrar que aquello que diferencia unas estrategias identitarias de otras se reduce en lo esencial a una serie de variaciones concernientes a lo que en lingüística y en semiótica se conoce como categoría del aspecto, es decir, la manera como el discurso pone en perspectiva su objeto, en el eje del tiempo y en su entorno espacial al mismo tiempo. En un primer estadio, solo hemos encontrado discursos que, definiendo de una manera esencialista —y por lo mismo, acrónica— las figuras respectivas de lo Mismo y de lo Otro, no pueden, al parecer, producir la identidad más que esforzándose en neutralizar la temporalidad. En cambio, los mismos discursos sobrearticulan la dimensión espacial, estableciendo entre “Nosotros” y su “Otro” fronteras suficientemente tajantes para impedir —en principio— toda contaminación, si no incluso toda comunicación. “Cada cual en su tierra”: calcar estrictamente la delimitación de los territorios sobre diferenciaciones preestablecidas entre identidades, ¿no es el mejor medio de evitar “historias” con los vecinos? Y también de escapar de la Historia misma, una historia que en ese universo de pensamiento no puede ser concebida más que de una manera catastrófica (en el sentido usual del término), como el paso brusco de un estado dado —hoy, estar “en casa”, como en sí-mismo— a un estado contrario: mañana, encontrarse “invadido”, y muy pronto, desnaturalizado.
Completamente distinta es la visión “aspectualizada” que nos ha ocupado luego con más detenimiento. La convocación de esencias de carácter acrónico ha sido reemplazada por la aparición de existencias menos artificiales, por una vivencia cuya significación puede desarrollarse en la perspectiva de un tiempo no detenido sino durable. Tanto si se acelera como si se retrasa, el tiempo se presenta en ese caso como un transcurso continuo que introduce un ritmo particular en las variaciones incesantes —orientadas en direcciones contradictorias, donde las tendencias centrífugas vienen a balancear las pulsiones centrípetas, o a la inversa— que afectan la distancia que existe entre los sujetos. En un caso, se trata de un estar conjunto que se disgrega (aspecto “terminativo”), y el sujeto o el grupo de referencia pierde en ese proceso algo de su sustancia, separándose de una parte de sí mismo: figuras de la segregación; en el otro, por el contrario, se trata de una puesta en común con el Otro (aspecto “incoativo”), donde la identidad del Nosotros de referencia tiene que redefinirse en expansión: figuras de la admisión. Claro está que para que tales variaciones, en las que lo cuantitativo es modulado por lo cualitativo, puedan ser registradas, es necesario, primero, que los sujetos a los que afectan (trátese de individuos o de grupos) aparezcan como unidades discretas, suficientemente diferenciadas entre sí para ser lógicamente “identificables”. Pero tales unidades son al mismo tiempo, desde otro punto de vista, masas compactas cuyo peso cualitativo se modifica a cada instante en función de las variaciones que el “tempo” de la relación que los une impone a la distancia que los separa. Vista desde este ángulo, la problemática de la identidad no depende solamente de una lógica de la diferencia y de lo discontinuo, sino que reclama sobre todo el desarrollo de una semiótica de lo continuo, del “devenir”, o como se dice hoy en día, de la inestabilidad.