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Capítulo 5

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Me despierto en una cama extraña. No me gusta. No es por la cama. La cama es la leche. Es blanda pero firme a la vez, y las sábanas son suaves como la seda, no como las telas rasposas a las que estoy acostumbrada cuando duermo en una cama con sábanas. He dormido muchas veces en un saco de dormir, y al cabo de un tiempo los sacos de nailon empiezan a oler mal.

Esta cama huele a miel y lavanda.

Todo este lujo y esta finura resulta amenazador, porque sé por experiencia propia que después de que te ocurra algo bueno siempre recibes una sorpresa desagradable. Una vez, mamá volvió del trabajo y me dijo que nos mudaríamos a un sitio mejor. Un hombre alto y delgado vino a ayudarnos a recoger nuestras pertenencias, y varias horas más tarde estábamos en su diminuta casa. Era adorable, con cortinas de tela a cuadros en la ventana, y, a pesar de que era pequeña, tenía mi propia habitación.

Esa misma noche, unos gritos y el sonido de cristales haciéndose añicos me despertaron. Mamá vino corriendo a mi habitación, me sacó de la cama y abandonamos la casa en un abrir y cerrar de ojos. Hasta que no estábamos a un par de manzanas de la casa y nos detuvimos no vi el cardenal que se formaba en su mejilla.

Así que las cosas buenas no equivalen a personas buenas.

Me incorporo en la cama y miro mi alrededor. Toda la habitación está diseñada para una princesa, una muy joven. Hay tantas cosas rosas y volantes que me dan arcadas. Solo faltan los pósteres de Disney, aunque estoy segura de que los pósteres son demasiado ordinarios para esta casa, igual que mi mochila, colocada en el suelo cerca de la puerta.

De repente, recuerdo todo lo que sucedió el día anterior y me detengo en el fajo de billetes de cien. Salto de la cama y cojo la mochila. La abro y suspiro aliviada cuando veo la cara de Benjamin Franklin impresa en los billetes. Hojeo los billetes y escucho el delicioso sonido del papel que reemplaza el silencio de la habitación. Ahora mismo podría cogerlo e irme. Podría vivir con diez mil durante un buen tiempo.

Pero… Callum Royal me ha prometido mucho más si me quedo. La cama, la habitación, diez mil dólares al mes hasta graduarme… ¿solo por ir al instituto? ¿Por vivir en esta mansión? ¿Por conducir mi propio coche?

Guardo el dinero en un bolsillo secreto al fondo de la mochila. Le daré un día. Nada me impide irme mañana, el próximo mes o el siguiente. En cuanto las cosas vayan mal, me piraré.

Con el dinero en un sitio seguro, tiro el resto de cosas que tengo dentro de la mochila sobre la cama y hago inventario. Tengo dos pares de vaqueros pitillos, los vaqueros holgados que me puse al volver del local nocturno para no llamar la atención, cinco camisetas, cinco bragas, un sujetador, el corsé con el que bailé anoche, un tanga, un par de zapatos de stripper y un vestido bonito que en su día fue de mi madre. Es negro, corto y hace que parezca que tengo más delantera que la que Dios me ha dado. Hay un maletín de maquillaje (de nuevo, cosas que mamá usaba), pero también restos de varias bailarinas de striptease que conocimos por el camino. El kit vale por lo menos mil dólares.

También tengo mi libro de poesía de Auden, el objeto más romántico e innecesario de mis pertenencias, a mi parecer, pero lo encontré en la mesa de una cafetería y la inscripción coincidía con la de mi reloj. No lo podía dejar allí. Fue el destino, aunque tiendo a no creer en esas cosas. El destino es para los débiles, aquellos que no tienen suficiente poder o voluntad para encauzar su vida como necesitan. Yo todavía no lo he conseguido. No tengo bastante poder, pero lo tendré algún día.

Paso la mano por la cubierta del libro. Quizá podría encontrar trabajo de camarera a media jornada en algún sitio. Un asador estaría bien. Eso me proporcionaría algo de dinero para no tener que utilizar los diez mil, que considero intocables.

De repente, me sobresalto al oír un golpe en la puerta.

—¿Callum? —pregunto.

—No, soy Reed. Abre.

Miro mi camiseta extragrande. Era de uno de los antiguos novios de mi madre, y me cubre bastante, pero no voy a enfrentarme a la mirada enfadada y acusadora de uno de los chicos Royal sin estar bien preparada. Lo que significa estar vestida y llevar una capa de maquillaje.

—No estoy arreglada.

—Me importa una mierda. Te doy cinco segundos antes de entrar —responde con contundencia y en un tono apagado.

Capullo. Con los músculos que tiene, no me cabe duda de que podría tirar la puerta abajo si quisiera.

Camino hacia la puerta dando pisotones y la abro.

—¿Qué quieres?

Me mira de arriba abajo con grosería, y, aunque la camiseta cae lo suficiente como para cubrir cualquier cosa atrevida, me hace sentir como si estuviese desnuda por completo. Odio eso, y la desconfianza que nació anoche se convierte en antipatía genuina.

—Quiero saber a qué juegas. —dice, y da un paso adelante. Sé que lo dice para intimidarme. Es un tío que utiliza su físico como arma y como cebo.

—Creo que deberías hablar con tu padre. Él es quien me secuestró y me trajo aquí.

Reed da un paso más hasta que estamos tan cerca que, cada vez que respiramos, nuestros cuerpos se tocan.

Es lo suficientemente guapo para que se me seque la boca y empiece a sentir un hormigueo en zonas que no creía que un gilipollas como él pudiese despertar. Pero otra lección que aprendí de mi madre es que a tu cuerpo pueden gustarle cosas que tu cabeza odie. Tu cabeza tiene que ser la que mande. Esa fue una de sus reprimendas que seguían con un «haz lo que digo, no lo que hago».

Es un capullo y quiere hacerte daño, le grito a mi cuerpo. Mis pezones se endurecen a pesar de la advertencia.

—Y tú te resististe con todas tus fuerzas, ¿verdad? —Mira con desdén las elevaciones que se han formado bajo mi delgada camiseta.

Yo solo puedo fingir que siempre tengo los pezones así.

—Te lo repito, deberías hablar con tu padre.

Me doy la vuelta y finjo que Reed Royal no ataca cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Camino hacia la cama y cojo un par de bragas básicas. Como si nada me importara, me quito las que llevo y las dejo en la alfombra color crema.

Oigo una respiración agitada a mis espaldas. Un punto para el equipo visitante.

Me pongo la ropa interior limpia lo más tranquilamente posible, la subo por las piernas hasta llegar a la camiseta, con cuidado. Noto como me recorre el cuerpo con la mirada, como si me tocara.

—Que sepas que, sea cual sea tu juego, no vas a ganar. No contra todos nosotros. —Su voz se ha vuelto más profunda y áspera. Mi espectáculo le afecta. Otro punto para mí. Me alegra mucho estar de espaldas a él para que no vea que su voz y su mirada me afectan—. Si te vas ahora, no te haremos daño. Dejaremos que te quedes lo que papá te ha dado, y ninguno de nosotros te molestará. Si te quedas, te destrozaremos de tal manera que no tendrás más remedio que marcharte a rastras.

Me pongo los vaqueros y entonces, todavía de espaldas, empiezo a quitarme la camiseta.

Entonces oigo una risa fuerte y unas rápidas pisadas. Reed me agarra el hombro con la mano, aunque mantiene mi camiseta en su sitio. Me da la vuelta para ponerme frente a él. Después, se inclina sobre mí y, con sus labios a escasos centímetros de mi oído, me dice:

—Noticia de última hora, nena: puedes desnudarte delante de mí todos los días, y aun así, no me acostaría contigo, ¿lo pillas? Puede que tengas a mí padre comiendo de tu mano, pero el resto sabemos de qué vas.

La cálida respiración de Reed baja por mi cuello y tengo que controlarme con todas mis fuerzas para no temblar. ¿Estoy asustada? ¿Excitada? A saber. Mi cuerpo está muy confundido. Mierda. ¿Soy la hija de mi madre? Porque sentir debilidad por los tíos que tratan mal a una chica o una mujer es… era, joder, la tarjeta de visita de Maggie Harper.

—Suéltame —contesto con frialdad.

Me aprieta el hombro con los dedos durante un momento antes de distanciarse de mí. Yo tropiezo hacia delante y me agarro al borde de la cama.

—Estaremos vigilándote —añade en un tono misterioso, y después se marcha.

Las manos me tiemblan mientras me termino de vestir. A partir de ahora siempre voy a ir vestida en casa, incluso dentro de mi habitación. Ese idiota de Reed no volverá a pillarme con la guardia baja jamás.

—¿Ella?

Pego un bote, sobresaltada, y me doy la vuelta. Callum está de pie al lado de la puerta abierta.

—Callum, me has asustado —digo en un tono agudo, y me llevo la mano al corazón, que late desbocado.

—Lo siento. —Entra en la habitación con una hoja de cuaderno gastada—. Tu carta.

Lo miro a los ojos, sorprendida.

—Eh… esto… gracias.

—Pensabas que no te la daría, ¿no?

Yo hago una mueca.

—La verdad es que no estaba segura de que existiera.

—No te mentiré, Ella. Tengo muchos defectos. Las travesuras de mis hijos podrían llenar un libro más largo que Guerra y paz, pero no miento. Tan solo voy a pedirte que me des una oportunidad. —Posa el papel en mi mano—. Cuando hayas terminado, baja y desayuna. Al final del pasillo hay unas escaleras que conducen a la cocina. Ven cuando estés lista.

—Gracias, lo haré.

Sonríe de forma amable.

—Me alegro mucho de que estés aquí. Durante un tiempo pensé que nunca te encontraría.

—No… no sé qué decir. —Si solo estuviésemos Callum y yo creo que me aliviaría estar aquí, quizá incluso me sentiría agradecida, pero después del encuentro con Reed siento una mezcla de miedo y terror.

—No pasa nada. Te acostumbrarás a todo esto. Lo prometo. —Me guiña el ojo en un intento de asegurármelo y se va.

Entonces, me dejo caer en la cama y desdoblo la carta con dedos temblorosos.

Querido Steve:

No sé si esta carta te llegará alguna vez o si creerás lo que te cuento en ella cuando la leas. La enviaré a la base naval de Little Creek con tu número de identificación. Te dejaste aquí un trozo de papel en el que aparecía, junto con tu reloj. Yo me quedé el reloj. De algún modo recordé tu maldito número.

Bueno, al grano, me dejaste embarazada en el frenesí que vivimos aquel mes antes de que te destinasen a Dios sabe dónde. Para cuando me di cuenta de que estaba preñada, tú ya te habías ido. Los chicos de la base no estaban interesados en escuchar mi historia. Sospecho que ahora tú tampoco lo estarás.

Pero si lo estás, deberías venir. Tengo cáncer. Esta acabando con mi colon. Juro que lo siento dentro de mí, como si fuese un parásito. Mi pequeña va a quedarse sola. Es fuerte. Dura. Más dura que yo. La adoro. Y, aunque no tengo miedo a la muerte, temo que se quede sola.

Sé que no fuimos más que dos cálidos cuerpos que se acostaron juntos, pero te juro que hemos creado lo mejor del mundo. Te odiarás a ti mismo si no llegas al menos a conocerla.

Ella Harper. La llamé así por esa caja de música tan cursi que ganaste para mí en Atlantic City. Pensé que te gustaría.

Bueno, espero que esta carta te llegue a tiempo. Ella no sabe que existes, pero tiene tu reloj y tus ojos. Sabrás que es ella la primera vez que la veas.

Atentamente,

Maggie Harper.

Me meto en el baño privado, también de rosa chicle, para ponerme un paño en la cara. No llores, Ella. No sirve de nada. Me inclino sobre el lavabo y me echo agua en la cara, fingiendo que las gotas que caen sobre la porcelana son de agua y no lágrimas.

Cuando lo tengo todo controlado, me peino el pelo con un cepillo y me hago una coleta alta. Me echo algo de hidratante con color para cubrirme los ojos rojos y lo doy por terminado.

Antes de irme, guardo todo en la mochila y me la echo al hombro. Me la llevaré adonde vaya hasta que encuentre un lugar donde esconderla.

Paso por delante de cuatro puertas hasta que llego a la escalera trasera. El pasillo que hay junto a mi habitación es tan amplio que podría conducir uno de los coches de Callum por él. Vale, este sitio tiene que haber sido un hotel alguna vez, porque es ridículo que una casa familiar sea tan grande.

La cocina, al final de las escaleras, es enorme. Hay dos cocinas, una isla con una encimera de mármol y muchos armarios blancos. Veo un fregadero, pero no encuentro la nevera ni el lavavajillas. Quizá haya otra cocina en las entrañas de la casa y me manden fregar el suelo de allí, a pesar de lo que Callum dijo. Lo que, de hecho, me parecería bien. Me sentiría más cómoda si me diesen dinero por trabajar de verdad que simplemente por ir al instituto y ser una chica normal, porque ¿a quién le pagan por ser normal? A nadie.

En el extremo más lejano de la cocina hay una mesa enorme y unos ventanales con vistas al mar. Los hermanos Royal están sentados en cuatro de las dieciséis sillas. Todos llevan uniforme: una camisa blanca con el faldón sobre unos pantalones caqui. Hay americanas azules sobre el respaldo de algunas sillas. Y, de alguna forma, cada chico consigue parecer atractivo y tener un toque salvaje.

Este sitio es como el jardín del Edén. Hermoso pero lleno de peligros.

—¿Qué tipo de huevos prefieres? —pregunta Callum. Se encuentra frente a la cocina con una espátula en la mano y dos huevos en la otra. No parece estar cómodo. Un breve vistazo a los chicos confirma mis sospechas. Callum cocina pocas veces.

—Me gustan revueltos. —Nadie puede cocinar mal unos huevos revueltos. Callum asiente y después señala con la espátula la gran puerta de un armario que hay junto a él—. Hay fruta y yogur en el frigorífico, y bollos detrás de mí.

Me dirijo al armario y lo abro mientras los cuatro chicos observan mis movimientos con una mirada taciturna y enfadada. Es como cuando el primer día en un colegio nuevo todos deciden odiar a la chica nueva porque sí. Se enciende una luz y el aire frío me golpea en la cara. Una nevera escondida. ¿Por qué querría alguien ver que tienes una nevera? Qué raro.

Saco un envase con fresas y lo dejo en la encimera.

Reed tira su servilleta a la mesa.

—He terminado. ¿Quién quiere que lo lleve?

Los gemelos echan sus sillas para atrás, pero el otro, creo que es Easton, niega con la cabeza.

—Yo voy a recoger a Claire.

—Chicos —dice su padre en tono de advertencia.

—No pasa nada. —No quiero empezar una pelea o ser motivo de tensión entre Callum y sus hijos.

—No pasa nada, papá —responde Reed a modo de burla. Se gira hacia sus hermanos—. Salimos en diez minutos.

Todos le siguen como crías de pato. Aunque quizá sería mejor compararlos con soldados.

—Lo siento —dice Callum. Suspira y continúa—: No sé por qué están tan molestos. Tenía pensado llevarte yo al instituto de todas formas. Simplemente tenía la esperanza de que fuesen más… amables contigo.

El olor a huevo quemado hace que ambos nos giremos hacia los fogones.

—Mierda —maldice. Me pongo a su lado y veo un revoltijo oscuro solidificado. Callum sonríe arrepentido—. Nunca cocino, pero pensé que no podría preparar unos huevos mal. Supongo que me equivocaba.

¿Así que nunca cocina para sus hijos, pero sí para una chica extraña a la que acaba de traer a casa? No es difícil adivinar por qué están resentidos.

—¿Tienes hambre? Porque yo tengo suficiente con la fruta y el yogur. —La fruta fresca es algo que no he tenido el privilegio de comer a menudo. La comida fresca es símbolo de ser privilegiado.

—De hecho, estoy famélico —contesta, con una mirada apenada.

—Puedo hacer unos huevos. —Antes de que termine de hablar, Callum ya ha sacado un paquete de beicon —. Y beicon si tienes.

Callum se apoya contra la encimera mientras cocino.

—Así que cinco hijos, ¿eh? Son unos cuantos.

—Su madre falleció hace dos años. Nunca se han repuesto. Ninguno de nosotros lo ha hecho, de hecho. Maria era el pegamento que nos unía. —Se pasa una mano por el pelo—. Antes de que ella falleciese yo no pasaba mucho tiempo con ellos. Atlantic Aviation pasaba por una racha complicada, y yo buscaba tratos por todo el mundo. —Deja escapar un suspiro—. He conseguido levantar el negocio… todavía sigo trabajando en mi familia.

Por lo que he visto de sus hijos, creo que no han mejorado muchas cosas, pero las habilidades paternales de Callum no son asunto mío. Emito un sonido evasivo con la garganta que Callum toma como un estímulo para continuar.

—Gideon es el mayor. Está en la universidad, pero vuelve los fines de semana. Creo que está saliendo con alguien de la ciudad, aunque no sé con quién. Lo conocerás esta noche.

Genial… La verdad es que no.

—Me encantaría. —Tanto como ponerme un enema.

—Me gustaría llevarte al instituto y matricularte. Después de solucionarlo todo, Brooke, mi novia, se ha ofrecido para llevarte de compras. Imagino que podrás empezar el instituto el lunes.

—¿Voy muy atrasada?

—Las clases empezaron hace dos semanas. He visto tus notas, así que creo que estarás bien —me asegura.

—Tus detectives deben de ser muy buenos si tienes mi expediente escolar. —Frunzo el ceño y clavo la mirada en los huevos.

—Te has mudado en muchas ocasiones, pero sí; cuando descubrí el nombre completo de tu madre, no fue difícil dar marcha atrás y obtener todo lo que necesitaba.

—Mamá me cuidó lo mejor que pudo —respondo con la barbilla alta.

—Se desnudaba por dinero. ¿Te obligó a hacerlo a ti también? —responde Callum con rabia.

—No. Ella no tuvo nada que ver con eso. —Echo sus huevos en un plato. Puede cocinarse su maldito beicon él solo. Nadie habla mal de mi madre delante de mí.

Callum me coge del brazo.

—Mira, yo…

—¿Interrumpo algo? —pregunta alguien desde el umbral de la puerta.

Me doy la vuelta y veo a Reed. Su voz es gélida como el hielo, pero sus ojos desprenden fuego. No le gusta que esté tan cerca de su padre. Sé que es un movimiento completamente estúpido, pero hay algo en mí que hace que me acerque incluso más a Callum, a que me coloque casi bajo su brazo. Callum presta atención a su hijo, por lo que no se da cuenta de la razón de mi repentina cercanía. Sin embargo, los ojos entrecerrados de Reed me dicen que ha recibido el mensaje.

Alzo la mano y la poso en el hombro de Callum.

—No, solo le preparaba el desayuno a tu padre. —Sonrío con dulzura.

La expresión de Reed se torna más furiosa.

—Se me ha olvidado la chaqueta. —Se dirige a la mesa y la coge de la silla.

—Te veo en el instituto, Reed —respondo en un tono burlón.

Reed me lanza otra mirada y se marcha. Dejo caer la mano del hombro de Callum, que me mira, divertido.

—Estás provocando a un tigre.

Yo me encojo de hombros.

—Ha empezado él.

Callum niega con la cabeza.

—Y yo que pensaba que criar a cinco hijos era una aventura. Todavía no he visto nada, ¿verdad?

La princesa de papel

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