Читать книгу La princesa de papel - Erin Watt - Страница 6
Capítulo 1
Оглавление—Ella, te esperan en el despacho del director —dice la señora Weir antes de poner un pie en la clase de Introducción al cálculo.
Echo un vistazo al reloj para comprobar qué hora es.
—Pero si no he llegado tarde.
Falta un minuto para las nueve y este reloj nunca falla. Lo más seguro es que sea el objeto más caro que poseo. Mi madre dijo que era de mi padre. Es lo único que dejó antes de marcharse, además de su esperma.
—No, no es por llegar tarde… en esta ocasión. —Dulcifica su habitual severa mirada y mi instinto lanza una señal de alerta a mi lento cerebro adormilado. La señora Weir es dura de roer, y por eso me cae bien. Trata a los alumnos como si estuvieran aquí para estudiar Matemáticas de verdad en lugar de alguna lección vital sobre amar al prójimo y chorradas de esas. Así que su mirada compasiva significa que algo malo se cuece en el despacho del director.
—Vale.
No me encuentro en la situación de poder responder otra cosa. Asiento y me dirijo a las oficinas del instituto.
—Te mandaré los deberes por correo —responde la señora Weir. Supongo que piensa que no volveré a clase, pero estoy segura de que el director Thompson no puede decirme nada que sea peor que a lo que ya me he enfrentado.
Cuando me matriculé en el instituto George Washington para cursar mi penúltimo año, ya había perdido todo lo que me importaba. Aunque el señor Thompson haya descubierto de alguna manera que técnicamente no vivo en el distrito escolar del George Washington, puedo mentir para ganar algo de tiempo. Y si tengo que cambiar de instituto, que es lo peor que podría ocurrirme hoy, no pasa nada. Lo haré.
—¿Qué tal, Darlene?
La secretaria del instituto con peinado de madre apenas levanta los ojos de su revista del corazón.
—Siéntate, Ella. El señor Thompson te atenderá enseguida.
Sí, Darlene y yo nos tuteamos y nos llamamos por nuestro nombre de pila. Solo llevo un mes en el instituto George Washington, pero ya he pasado demasiado tiempo en esta oficina gracias a la creciente pila de avisos por llegar tarde a clase. Eso es lo que pasa cuando trabajas por la noche y no te acuestas hasta las tres de la madrugada.
Estiro el cuello para echar un vistazo a través de las persianas abiertas de la oficina del señor Thompson. Hay alguien sentado en la silla para las visitas, pero lo único que veo es una mandíbula prominente y pelo castaño oscuro. Todo lo contrario a mí. Soy lo más rubia que se puede ser y tengo los ojos más azules del mundo. Cortesía de mi donante de esperma, según mi madre.
El hombre sentado en el despacho de Thompson me recuerda a los empresarios de fuera que daban una generosa propina a mi madre para fingir ser su novia por la noche. Algunos hombres disfrutaban más con eso que con el sexo. Ese era el caso de mi madre, claro. Yo no he tenido que tomar ese camino… todavía. Y espero no hacerlo nunca. Por eso necesito terminar el instituto, para ir a la universidad, graduarme y ser una persona normal y corriente.
Algunos jóvenes sueñan con viajar por el mundo y tener coches rápidos y casas grandes. ¿Y yo? Solo quiero mi propio apartamento, un frigorífico lleno de comida y un trabajo estable, a poder ser, uno tan interesante como secar pegamento.
Los dos hombres hablan sin parar durante quince minutos. Entonces digo:
—Oye, Darlene. Me estoy perdiendo Introducción al cálculo por estar aquí. ¿Te importa si vuelvo cuando el señor Thompson no esté ocupado?
Intento parecer lo más simpática posible, pero al no haber tenido una figura adulta en mi vida durante años (mi inconstante y querida madre no cuenta), se me hace difícil ser todo lo obediente que los adultos esperan de alguien a quien legalmente no se le permite beber.
—No, Ella. El señor Thompson acabará enseguida.
Esta vez está en lo cierto, porque la puerta se abre y el director sale de su despacho. El señor Thompson mide aproximadamente un metro setenta y cinco y parece que hubiera acabado el instituto el año pasado. De algún modo, da la sensación de ser responsable.
Me hace gestos para que me acerque.
—Señorita Harper, pase por favor.
¿Que pase? ¿Mientras don Juan sigue dentro?
—Todavía hay alguien en su despacho. —Puntualizo lo evidente. Todo esto parece sospechoso y mi instinto me dice que me vaya. Pero si escapo, dejaré atrás la vida que he planeado al detalle durante meses.
Thompson se gira y mira a don Juan, que se levanta de su asiento y me saluda con una enorme mano.
—Sí, bueno, él es la razón por la que está aquí. Entre, por favor.
En contra de mi buen juicio, paso por delante del señor Thompson y me quedo de pie en el interior del despacho. Thompson cierra la puerta y baja las persianas. Ahora sí que estoy nerviosa de verdad.
—Señorita Harper, siéntese, por favor. —Thompson señala la silla que don Juan acaba de dejar libre.
De mala gana, me cruzo de brazos y miro a ambos. Ni en un millón de años voy a sentarme.
Thompson suspira y se acomoda en su propia silla, pues reconoce una causa perdida cuando la tiene delante. Esto me hace sentir todavía más incómoda, porque el hecho de que se rinda ahora significa que hay una pelea más importante a la vista.
El director recoge un par de papeles de su escritorio.
—Ella Harper, este es Callum Royal —dice, y se detiene como si eso significase algo para mí.
Mientras tanto, Royal me observa como si nunca hubiera visto a una chica. Me doy cuenta de que, al estar cruzada de brazos, tengo el pecho estrujado, así que dejo caer las manos a los costados con torpeza.
—Encantada de conocerlo, señor Royal. —Queda claro para todos los que estamos en la habitación que pienso justo lo contrario.
Mi voz lo saca de su aturdimiento. Camina hacia delante y, antes de moverme, me sostiene la mano derecha entre las suyas.
—Dios mío, eres igual que él —susurra, de forma casi imperceptible. Entonces, como si recordara dónde está, me da un apretón de manos—. Por favor, llámame Callum.
Percibo un tono extraño en sus palabras. Como si le costara pronunciarlas. Tiro de la mano y tengo que esforzarme, porque el tipo raro este no quiere soltarme. Hasta que el señor Thompson no carraspea, Royal no me suelta la mano.
—¿De qué va todo esto? —pregunto. Al ser una chica de diecisiete años en una sala llena de adultos, mi tono está fuera de lugar, pero nadie pestañea.
El señor Thompson se pasa una mano por el pelo. Es evidente que está nervioso.
—No sé cómo decirle esto, así que seré directo. El señor Royal me ha contado que sus padres fallecieron y que ahora él es su tutor legal.
Titubeo. Solo durante un segundo. Lo suficiente como para que la sorpresa se convierta en indignación.
—¡Y una mierda! —digo antes de poder detenerme—. Mi madre me matriculó en el instituto. Tienen su firma en los formularios de ingreso.
El corazón me late a toda velocidad, porque en realidad esa firma es mía. La falsifiqué para mantener el control de mi propia vida. Aunque sea menor de edad, he tenido que ser la adulta de la familia desde los quince años.
Hay que decir a favor del señor Thompson que no me reprende por la palabrota.
—Este informe indica que la declaración del señor Royal es legítima. —El director agita los papeles en las manos.
—¿Sí? Bueno, pues miente. Nunca he visto a este hombre, y si deja que me vaya con él, el próximo informe que verá será el de una chica del instituto George Washington que desapareció en una red de tráfico sexual.
—Tienes razón, no nos hemos visto antes —interrumpe Royal—. Pero eso no cambia la verdad.
—Déjeme ver —me acerco al escritorio de Thompson y le quito los papeles de las manos. Recorro las páginas con la mirada, sin leer con atención lo que está escrito. Hay palabras que me llaman la atención: tutor legal, fallecido y legado, pero no significan nada. Callum Royal es un desconocido. Y punto.
—Si su madre viniera, quizá podríamos aclararlo todo —sugiere el señor Thompson.
—Sí, Ella, trae a tu madre y retiraré mi declaración —añade Royal con suavidad, aunque percibo la dureza de su voz. Sabe algo.
Me giro hacia el director. Él es el eslabón débil aquí.
—Podría hacer esto en la sala de informática del instituto. Ni siquiera necesitaría Photoshop. —Tiro los papeles delante de él. Veo en su mirada que empieza a dudar, así que me aprovecho—. Necesito volver a clase. El semestre acaba de empezar y no quiero quedarme rezagada.
Thompson se relame los labios, inseguro, y yo lo observo con todo el convencimiento de mi corazón. No tengo padre. Y mucho menos un tutor legal. Si lo tuviese, ¿dónde ha estado ese capullo toda mi vida, cuando hemos tenido problemas para llegar a fin de mes o cuando mi madre sufría un dolor horrible por culpa del cáncer? ¿O cuando lloraba en su cama del centro de cuidados paliativos por dejarme sola? ¿Dónde estaba él entonces?
Thompson suspira.
—De acuerdo, Ella. ¿Por qué no regresas a clase? Está claro que el señor Royal y yo tenemos más asuntos que tratar.
Royal se niega.
—Lo que dicen estos papeles es cierto. Me conoce y conoce a mi familia. No se los presentaría si no fuesen verdaderos. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—Hay muchos pervertidos por el mundo —respondo con malicia—. Tienen muchas razones para inventarse historias.
Thompson gesticula con la mano.
—Ya basta, Ella. Señor Royal, nos ha pillado a todos por sorpresa. Aclararemos todo esto cuando contactemos con la madre de Ella.
A Royal no le gusta que lo haga esperar y comenta de nuevo lo importante que es y que un Royal nunca mentiría. Una parte de mí espera que lo jure por George Washington y el cerezo. Mientras ambos discuten, yo salgo del despacho.
—Voy al baño, Darlene —miento—. Después volveré a clase.
Se lo cree con facilidad.
—Tómate tu tiempo. Se lo diré a tu profesora.
No voy al baño. No vuelvo a clase. En lugar de eso, me escapo a la parada del autobús y cojo el bus G hasta llegar a la última parada.
Desde allí hay treinta minutos de camino hasta el apartamento alquilado en el que vivo por quinientos dólares al mes. Tiene una habitación, un lóbrego baño y una zona de salón comedor que huele a moho. Pero es barato, y la casera estaba dispuesta a aceptar dinero en efectivo sin constatar mis referencias.
No tengo ni idea de quién es Callum Royal, pero que esté en Kirkwood es una mala noticia. Esos papeles legales no estaban falsificados con Photoshop. Eran de verdad. Pero ni loca dejaría mi vida en manos de un extraño que ha aparecido de la nada.
Mi vida es mía. Yo la vivo. Yo la controlo.
Saco de la mochila los libros de texto que me han costado cientos de dólares y la lleno de ropa, artículos de aseo y lo que queda de mis ahorros, mil dólares. Mierda. Necesito conseguir dinero rápido para marcharme de este sitio. Estoy casi sin fondos. Mudarme aquí me ha costado más de dos mil dólares, entre billetes de autobús y pagar el primer y último mes de alquiler junto con la fianza. Es una lástima perder ese dinero, pero está claro que no puedo quedarme aquí.
Me toca escaparme de nuevo. La misma historia de siempre. Mi madre y yo siempre nos escapábamos. De sus novios, de sus jefes pervertidos, de los servicios sociales, de la pobreza. El centro de cuidados paliativos fue el único lugar en el que nos quedamos durante más tiempo, y eso fue porque estaba muriéndose. Algunas veces creo que el universo ha decidido no permitirme ser feliz.
Me siento en un lateral de la cama e intento no gritar por la frustración que siento y, vale, sí, también por lo asustada que estoy. Me permito cinco minutos de autocompasión y después cojo el teléfono. Que le den al universo.
—Hola, George, he estado pensando en tu oferta para trabajar en Daddy G’s —digo cuando una voz masculina responde la llamada—. Estoy preparada para aceptarla.
Trabajo como bailarina en Miss Candy’s, un club donde me desnudo hasta quedarme en tanga y cubrepezones. Gano bastante dinero, aunque no muchísimo. Durante las últimas semanas, George me ha pedido que empiece a trabajar en el Daddy G’s, un local de desnudo integral. Me he resistido porque no tenía la necesidad de hacerlo. Pero ahora sí.
Tengo la suerte de contar con el cuerpo de mi madre. Unas piernas largas. Cintura estrecha. Mis pechos no son de copa D doble, pero George dijo que le gustaba mi copa B porque era un espejismo de juventud. No es un espejismo, pero mi carné dice que tengo treinta y cuatro años y que mi nombre no es Ella Harper, sino Margaret Harper. Mi difunta madre. Si te paras a pensarlo, da muy mal rollo, y por eso trato de no hacerlo.
No hay muchos trabajos que una chica de diecisiete años pueda hacer a media jornada y con el que pueda pagar las facturas. Y ninguno de ellos es legal. Transportar drogas. Estafar. Desnudarse. Yo elegí el último.
—¡Joder, tía, eso es genial! —exclama George—. Tengo un hueco esta noche. Puedes ser la tercera bailarina. Lleva el uniforme de colegiala católica. A los tíos les encantará.
—¿Cuánto por esta noche?
—¿Cuánto qué?
—Dinero, George. ¿Cuánta pasta?
—Quinientos y la propina que consigas. Si quieres hacer bailes privados, te daré cien por baile.
Joder. Podría conseguir fácilmente mil dólares esta noche. Empujo toda mi ansiedad e incomodidad al fondo de mi mente. No es hora de tener un debate moral interno. Necesito el dinero, y desnudarme es una de las formas más seguras de conseguirlo.
—Ahí estaré. Reserva todos los que puedas.