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9 de febrero Mujeres de misericordia y de gracia

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“La mujer sabia edifica su casa, pero la necia con sus manos la derriba” (Prov. 14:1, RVR 95).

Cuando la mujer surgió de la mente divina, fue dotada de virtu­des que la hacen única y la ponen en capacidad de desarrollar un mi­nisterio a favor de otros. La misericordia es una virtud distintiva de la naturaleza femenina; sensibles a las necesidades ajenas, las mujeres somos impulsadas a hacer algo para el bienestar de los más vulnerables. En un mun­do frío e insensible, donde cada cual hace solo lo que le conviene sin pensar en los demás, cuán importante es que las mujeres de Dios hagamos algo en pro de la salvación de las almas.

La madre y esposa tiene una obra especial que hacer en su hogar, que es su “primer campo misionero”; sin embargo, no debe ser indiferente a las necesidades que otras mujeres tienen y que, al igual que ella, sufren los em­bates de una sociedad que muere presa de sus propios errores. La sierva del Señor declara: “No hemos de esperar que las almas vengan a nosotros [...]. Hay multitudes que nunca recibirán el evangelio a menos que este les sea llevado” (Servicio cristiano, p. 152).

La misericordia aflora de las manos de una mujer cuando ofrece un to­que cariñoso a la madre que sufre por no saber guiar a su familia; fluye de los labios llenos de sabiduría cuando una joven acude en busca de consejo. El ejemplo supremo del “ministerio de la misericordia” lo encontramos en Jesús, que a cada paso que dio por los polvorientos caminos de Galilea fue prodigando amor, ternura y compasión. Elena de White afirma: “Solo el método de Cristo dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus nece­sidades y se ganaba su confianza. Entonces, les decía: ‘Síganme’ ” (Un ministe­rio para las ciudades, p. 60).

Abrevar de la fuente de misericordia, que es Cristo, debe ser la prioridad de la mujer que desea ser un instrumento de su gracia. Así, investidas por el poder del Espíritu, ayudaremos a llevar abundancia donde hay escasez, sani­dad donde hay enfermedad y paz donde hay abatimiento.

Ocupemos nuestro lugar en el campo de batalla, junto a nuestro capitán Jesucristo, y hagamos la tarea con gozo, sabiendo que cada alma que cae presa de las artimañas del enemigo puede ser sanada y salva gracias a nuestra opor­tuna intervención.

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