Читать книгу A falta de París - Esther Sánchez - Страница 11

Sombríos pormenores

Оглавление

El mundo está mezquinamente preso en su exactitud

Max Blecher

Sin el más mínimo recato y sin venir a cuento (¿sin venir a cuento?) me daba detalles que ni le había pedido ni, ahora me doy cuenta, me convenía saber. Me preguntaba, en aquellos días, qué esperaba que yo hiciese con la información cuando me hacía ese tipo de confidencias. Pero, ¿por qué negarlo?, me excitaban.

Esa entrega suya, espontánea, inexplicable.

Al principio, como digo, solo se trataba de conversaciones. Íntimas, impúdicas, pero nada más que conversaciones.

Empecé a tener una especie de dependencia.

No me escandalizo con facilidad, pero reconozco que aquello rebasaba mi, creo que considerable, capacidad de normalización.

En algún momento debimos traspasar uno de esos límites silenciosos que no se sabe muy bien dónde se encuentran y tras los que no hay vuelta atrás. Era una de esas situaciones, un poco ambiguas, en las que no sabes si te están invitando a cruzarlos o se trata solo de imaginaciones tuyas. Vamos, que no acabas de creértelo, pero, por si acaso, permaneces expectante, en un prudente silencio, asientes de vez en cuando y, a falta de otra cosa que hacer, sigues el juego, a ver hasta dónde da de sí. Mi desconcierto iba aumentando. Su supuesto candor debía de tener algo que ver con mi mentalidad (mentalidad, qué palabra tan curiosa) y no con su verdadera naturaleza y comportamiento.

Empezamos a acostarnos. Tres o cuatro veces. Sin premeditación, aquí te pillo, aquí te mato.

El cuerpo cálido, adherido al mío, pero ajeno, en todo caso. No, no se entregaba. Permanecía ese dejarse hacer, esa distancia. Sabéis a qué me refiero, ¿verdad? Esa distancia. Las caricias, aprendidas, repetidas, mecánicas, extrañas en su tacto, concreto, determinado e indescifrable.

Después comenzamos a quedar en mi apartamento. Durmió allí muchas noches durante un tiempo. Más de un cuatrimestre.

Aprobó. Con nota. Por sus propios méritos. No tenía nada que ver con lo nuestro.

Aunque ahora dudo de que ella fuera consciente.

Seguía sin abandonarse del todo. No me importaba. Confiaba en que era cuestión de tiempo. No quise pensar mucho en ello.

Le pedí algunas cosas.

Nada demasiado extremo. Caprichos. Menudencias.

Ella nunca mostró objeción alguna.

Ahora, fuera de la situación, quizá resultan denigrantes.

Algo fue cambiando.

El sexo ya no era tan urgente, tan febril, tan egoísta, tan individual. Dos consumaciones individuales no lo convierten en una, en algo compartido, pero yo sentía que empezábamos a conectar, que no se limitaba solo a lo físico. Que estaba surgiendo una rara clase de ternura, una especie de cariño.

Entonces dejó de ir por mi casa. Sin razón aparente. Sin explicaciones. Igual que había comenzado todo.

La mayor parte del tiempo no pienso en ello.

Pero la inteligencia necesita razones.

Creer que hay un motivo más elevado.

Algunas noches la echo de menos.

Bastantes.

Su desdén y su actuada indiferencia al cruzarnos esta mañana por los pasillos de la facultad, una indiferencia infantil, casi cómica, me ha desconcertado.

A falta de París

Подняться наверх