Читать книгу A falta de París - Esther Sánchez - Страница 13

La desilusión siempre es soportable

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No se comprendían, pero, a pesar de ello, ambos perseveraban en la misma conformidad. Creo que tenían miedo. No a la soledad realmente, más bien a no ser capaces de apañárselas separados uno del otro, después de la mayor parte de su vida juntos. Su convivencia, vista desde fuera, era de una armonía inquietante. Debía tratarse de una cuestión práctica ese culto a la regularidad. Trabados en su mundo pequeño obviaban rencores, recuerdos y olvidos que no eran capaces de perdonarse, pero que no se echaban en cara. Quizá era el cariño, que todo lo amortigua, compañerismo o alguna extraña clase de piedad. Cualquier intento por parte de ella de recuperar algo del pasado no resultaba lo suficientemente estimulante para que él siquiera lo percibiese. Su calor, al lado, en la cama, le resulta molesto. A ella, al final de cada conversación le entraban ganas de llorar. Él se sumía a menudo en una pasividad hermética, insondable y muy perturbadora. Cuando el rencor era incontenible decía algo que ella no entendía porque su origen estaba en un monologo interior que él no había verbalizado. Y lo soltaba, como si se tratase de un pensamiento desvinculado, sin mirarla, distraído de sí mismo. Ella, desconcertada, pensaba que se estaba volviendo loco. Temblaba. Después él, cuando se daba cuenta, intentaba resolverlo con una sonrisa. Era inútil. Ella permanecía en una intolerable docilidad, dejándose conducir por las rutinas y la tranquilizadora sensación de congruencia que proporciona abandonarse a la costumbre. A veces trataba de explicarse, lenta, monótona, exasperante. Pero no siempre tenía cosas que decir, o lograba decirlas. Y luego, a solas, el eco mental. El reflujo de todo aquello, el dolor regresando una y otra vez. No eran capaces de defenderse uno del otro, de ese daño terrible, por involuntario, que se hacían. Permanecían en una especie de convalecencia compartida. Separados por su silencio, por su obstinación, sólida como un muro. Se apreciaba una actitud mutua vagamente paternal. No se amaban, a pesar de ello seguramente aún se querían.

A falta de París

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