Читать книгу A falta de París - Esther Sánchez - Страница 12

No eres la novia de Philip Roth

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El envejecimiento no es un estado normal para quien envejece

Vivian Gornick

Dependiendo del día, el concepto de sí misma variaba en cuanto al grado de objetividad y misericordia aplicado. Una montaña rusa de imprevistas subidas y bajadas anímicas inexplicables por las circunstancias y fuera por completo de su control.

Días nihilistas denominaba a los peores. En ellos, con una franqueza feroz, se consideraba mediocre, algo patética, física y mentalmente en irremediable declive, un poco a la deriva, un poco trastornada. Casi loca o, al menos, con una visión muy distorsionada de la realidad.

Había algunos días inocuos, en los que respetaba el pacto de no agresión consigo misma. Días planos, que se perdían en una totalidad que, a su vez, se difuminaría en la nada de un hipotético balance final. También ella se veía como inocua esos días. Mimetizada. Sin relieve. Parte de un todo, sin brillo, sin luz, sin algo destacable o de un mínimo interés. Lo que podía no ser necesariamente malo tampoco.

Pero había días de los que reafirman. Días memorables, por nada más que un desproporcionado buen humor acompañado de un infundado optimismo, en los que se preguntaba, sinceramente perpleja, cómo era posible que no fuese el objeto de deseo de Philip Roth o la inspiración de Aute. La envidia de cada mujer inteligente arrepentida de caer tan ingenuamente en la trampa social. Esos días ponía en su estado de Whatsapp: Fuera de lugar. Los hombres la miraban por la calle con un deseo disimulado y algo perverso y le facilitaban la existencia con pequeñas cortesías que le hacían sonreír. Eran días en los que pensaba que no necesitaba nada que no tuviese, es más, le sobraba casi todo. En los que se sentía insignificante respecto al universo, pero afortunada respecto a sus semejantes, ese pragmático fenómeno de la felicidad por comparación. Días de sentirse a gusto en sí misma, en su cuerpo y en sus circunstancias, en los que no pediría ningún deseo al genio de la lámpara ni volvería atrás por nada del mundo (¡qué pereza pasar por todo otra vez!). Días amables, en los que la tableta de ansiolíticos resultaba inconcebible. Y limpiaba la casa y le parecía bonita y acogedora. Y tan suya que resultaba una extensión de ella misma. Y no había un él para remarcar carencias, ni necesidad de complementar ningún aspecto de su vida. No sentía ese cansancio antiguo y crónico que, por otro lado, seguía allí, agazapado. Y se reconciliaba con todas aquellas decisiones. Las difíciles. Las que dolieron. Las que seguían doliendo las semanas de tableta de ansiolíticos. Las definitorias. Las que marcan los límites transgredidos y separan el después del antes. Las que excluyen. Las que no dejan lugar a dudas. Las que justifican. Las que lo explican todo sin explicar nada. Cada vez menos intentos fallidos. Menos pérdidas de tiempo. Menos inseguridades. Sin certezas, eso sí, no son estables. Las certezas mienten. Embaucan. Traicionan. Esos escasos días en los que, después de desayunar, podía volver a la cama aún caliente y Philip Roth, circuncidado, cínico y brillante, salía de algún libro, como quien sale de un estado de concentración y ensimismamiento, para pedirle, muy serio, que se quitara las bragas esta vez más despacio.

A falta de París

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