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CAPÍTULO PRIMERO 1. EL CUMPLIMIENTO EN EL MARCO DE LOS EFECTOS DEL CONTRATO

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Una reflexión sobre el cumplimiento exige una aclaración dogmática de carácter preliminar: en los discursos de los juristas y en la ley, el término “cumplimiento” es utilizado para denotar, ya sea la exacta y correcta ejecución del contrato, ya sea la exacta y correcta realización de la obligación. En el derecho italiano, basta pensar en el artículo 1453 c.c., relativo a la violación de los contratos sinalagmáticos, donde, en efecto, el legislador emplea el verbo “cumplir” para indicar la ejecución de la relación contractual1. Como es bien sabido, a pesar de la elección legislativa respaldada en la tradición francesa, entre ejecución del contrato y cumplimiento de la obligación no existe una correspondencia biunívoca2. En efecto, existen hipótesis de violación del contrato que no revisten la forma del incumplimiento de una obligación, y de la misma manera, existen eventos de incumplimiento de obligaciones que no nacen del contrato. Cuando se emplea el sintagma “cumplimiento del contrato”, se hace referencia a la producción exacta de los efectos que derivan del contrato, y los efectos contractuales atributivos –por lo demás, tal y como es conocido– no se agotan en la sola obligación, sino que incluyen también el efecto real y el efecto de garantía.

La garantía pura y simple se distingue de los institutos –indicados también con el término “garantía”– destinados a incidir sobre las reglas de responsabilidad patrimonial mediante el refuerzo de la posición crediticia, como sucede con las causas legítimas de prelación o con las garantías personales. La garantía pura y simple configura una posición sustancial activa, y en la literatura latinoamericana es indicada con el sintagma “prestación de seguridad3. Una línea de pensamiento tradicional, que parte de la figura romana del praestare4, entiende la garantía pura y simple como una obligación. En este sentido se orienta Fernando Hinestrosa, quien distingue la obligación de seguridad de la obligación de garantía, entendida como vínculo obligatorio particularmente severo, como en las hipótesis de receptum, o inclusive como vínculo por el cual el deudor responde aun en presencia de caso fortuito o fuerza mayor5. La prestación de seguridad es el objeto de una relación obligatoria en que el resultado esperado por el acreedor no consiste en una utilidad específica y tangible, sino en una condición, justamente de seguridad con relación a determinados riesgos frente a los cuales está cubierto, en todo o en parte, con respecto a las consecuencias nocivas que puedan causar6. A este reconocido planteamiento dogmático, nutrido por la reflexión francesa que al respecto se refiere a una obligation de résultat absolue7, y acogido también en Italia8, la reflexión europea más depurada del siglo XX ha contrapuesto la idea de que la garantía pura y simple constituye una forma jurídica de atribución distinta de la obligación por falta de incidencia de parte del garante sobre el resultado esperado9. A diferencia de lo que sucede en la obligación, la utilidad principal conferida al garantizado no depende de la conducta del garante, sino de un mecanismo de efectos eventuales, destinado a emplearse cuando el interés protegido sea vulnerado por cualquier razón, aun cuando ello no sea imputable al garante: mecanismo de efectos eventuales que está encaminado a generar una situación de seguridad en orden a la satisfacción del interés principal del garantizado.

Las exigencias materiales que llevan a conferir el manto jurídico de la garantía pura y simple a un interés a proteger, o a ser realizado –en el sentido que hemos precisado–, pueden ser en sustancia dos: la imposibilidad de constreñir la obtención de un resultado útil mediante la forma de la obligación por su incapacidad de constituir el epílogo de una dinámica teleológica enteramente dominada por el sujeto constreñido a hacerlo posible; o, siempre que el resultado sea plausible mediante un facere que per se no tiene en cuenta el límite de lo posible, el objetivo –alimentado por razones de eficiencia reinsertadas en valoraciones de política del derecho– de satisfacer el interés final al beneficiario sin la mediación necesaria de la conducta cooperativa del sujeto que ha prometido su observancia, sustituido entonces por la exclusiva asunción del riesgo de su frustración10. Se puede pensar en la garantía por los vicios ocultos en la disciplina general de la compraventa (art. 1490 ss. c.c. italiano), donde, al manifestarse los defectos, aquellos que afectan la idoneidad del bien para el uso al que se destina, o que disminuyen considerablemente su valor, desencadenan la actio redhibitoria o quanti minoris, esto es, la resolución del contrato o la reducción del precio, cuyo objetivo es trasladar al vendedor el riesgo de que el bien vendido haya resultado viciado. Pensemos ahora en la garantía europea de conformidad en la compraventa de bienes de consumo (art. 128 ss. del decreto legislativo 206 del 6 de septiembre de 2005, llamado código del consumo: c. cons.), que ha representado el abandono del modelo romanista de garantía, enriqueciéndola con un contenido dirigido a la realización específica del interés del comprador-consumidor de obtener un bien conforme, de acuerdo con el contrato celebrado, la publicidad, las exigencias manifestadas y los parámetros de calidad media, tales como el uso habitual de esa concreta categoría de bienes, o las cualidades y características habituales, propias de dicha categoría (art. 129 c. cons.)11. En presencia de defectos por conformidad, la garantía específica ofrece al consumidor un sistema jerárquico de remedios que coloca en primer plano la posibilidad de solicitar la reparación del bien o su sustitución con otro ejemplar (art. 130 c. cons.).

No es posible detenerse ulteriormente sobre la garantía pura y simple, pero para los fines del discurso es esencial aclarar que, si el bien adquirido resulta exento de vicios o conforme al contrato respectivamente, se produce la exacta ejecución del contrato de compraventa, sin que haya sido realizada obligación alguna. Y no es suficiente con incluir los supuestos de garantía pura y simple dentro del esquema de la obligación, intento dogmático, llevado a cabo por la doctrina española, que concibe el objeto de la relación obligatoria, no solo como el comportamiento del deudor encaminado hacia un fin (un bien o un servicio), sino también como proyecto ideal destinado a realizarse luego del surgimiento del vínculo12. Sobre la base de este planteamiento del objeto de la obligación se ha llegado a calificar el vínculo del vendedor de bienes de consumo como una obligación de entregar bienes de conformidad, y el fundamento de esta conclusión residiría en que el objeto de la prestación del vendedor no corresponde al bien real y concreto sino a su forma ideal, prevista por las partes en el contrato y delineada por los requisitos de conformidad: no sería el bien tal cual es, sino el bien como debe ser13. Esta sistemática ha encontrado gran acogida en la literatura latinoamericana14, y, sin embargo, ella se basa en una explicación inadecuada, ya que no basta con desenganchar el objeto de la obligación del bien o del servicio prestado, configurándolo como un programa abstracto, sino que es necesario aclarar el funcionamiento concreto de la obligación así concebida. En efecto, no hay dudas sobre el hecho de que el objeto de la obligación es un programa de acción, pero el punto es si el fin al que tiende dicho programa está o no dominado por la conducta del deudor, o, aun admitiendo que lo esté, si el legislador requiere o no que dicho fin sea realizado efectivamente por el deudor, o si prefiere, más bien, atribuir al sujeto pasivo el riesgo de su falta de realización más allá del límite del caso fortuito. Si la respuesta a ambas cuestiones es negativa, se está entonces más allá de la obligación, y en presencia de una forma jurídica distinta: como por ejemplo la garantía pura y simple. Y es exactamente esto lo que ocurre en la disciplina europea de la venta de bienes de consumo15.

En los ordenamientos como el italiano y el francés, fundados en el principio consensualista (art. 1376 c.c. italiano), el efecto real sobre los bienes de especie es una consecuencia directa e inmediata del contrato válido y eficaz (dispone el art. 1376 c.c.: “la propiedad o el derecho se transmiten y se adquieren en virtud del consentimiento legítimamente expresado”), y no es el efecto final de una obligación de dare en sentido técnico, como sucede en Alemania y Colombia16. Ello significa que, si el contrato con efectos reales lleva a cabo la sucesión del derecho cedido de la esfera jurídica del disponente hacia la del causahabiente, hay ejecución del contrato, aun sin el medium de una obligación.

La tercera categoría de efecto contractual atributivo consiste como tal en la obligación, a la cual se reserva una atención especial porque ella, a diferencia de las otras dos tipologías de efecto contractual atributivo, dota de forma jurídica a la conducta del hombre. No es que la acción humana no tenga importancia en el efecto real o en el de garantía, sino que esta no ocupa un lugar de privilegio por cuanto la transferencia del derecho y la garantía están estructuradas en sentido jurídico como dos automatismos contractuales. Por el contrario, la obligación representa la traducción jurídica de la actividad humana: es construcción hecha necessitas iuris. El efecto final que está destinado a realizar el interés del acreedor es producto íntegro, o en gran medida, de la conducta, activa o pasiva, del deudor. Esta particularidad de la obligación hace más rica, pero también más compleja e insidiosa la fase de su ejecución, y de ahí la atención que le reservan los códigos civiles europeos y de Latinoamérica, particularmente el código civil colombiano, la cual es incomparablemente mayor a la dedicada al efecto real o al de garantía.

En fin, a la luz de la mayor complejidad, ligada con la directa implicación de la acción humana, es preferible llevar a cabo una operación de limpieza conceptual y reservar el término “cumplimiento” a la exacta actuación de la obligación, mientras que para referirse al exacto desarrollo del vínculo contractual es conveniente utilizar el término “ejecución”. En consonancia –a pesar del lenguaje legislativo poco preciso– se ha de reservar el término “incumplimiento” a la simple falta o inexacta actuación de la obligación, mientras que “violación” se utiliza para designar la inejecución o inexacta ejecución del contrato.

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