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Historias del hueco en la pared

(Testimonio. Esa niña que ves sentada soy yo con siete años. Una pared me separa de la escena; al otro lado vemos a un muchacho en el interior de una cocina muy poco iluminada. En la penumbra intuimos la pared embaldosada del fondo y los utensilios y enseres que caracterizan una cocina. No vemos la cara del joven que habla).

Por el tono sé que el muchacho que hablaba sonreía. «Y de repente íbamos por la calle X. No me lo podía creer, ¡¡¡era la calle donde jugaba de chico!!! Vivíamos a tres o cuatro cuadras, pero, por alguna razón, en esta parte había más chicos que en cualquier otra parte del barrio, y nos veníamos a jugar para acá. Justo estábamos pasando por la plaza donde nos hicieron a mis hermanos y a mí una foto que ha estado años colgada en casa del Nonno. Al lado había una casa con un jardín que parecía una cancha de fútbol. En la esquina aún estaba el almacén de don Eláscar. Toda mi infancia lo llamé Dondeláscar y no supe que estaba equivocado hasta ya grande, que mi vieja me corrigió. Pasamos por delante de la casa de mi tío Mauricio, por la hora calculé que estaba durmiendo la siesta. De chico iba mucho a su casa porque fueron los primeros en tener televisor. Hacía años que no pasaba por acá. Era muy raro, algo había cambiado y, al mismo tiempo, era tremendamente reconocible. En esa puerta vivía Luciana, o vive, o no sé. Yo venía en triciclo a recogerla acompañado de mi vieja y nos íbamos al parque. Después lo seguí haciendo cuando tuvimos patines, pero ya venía solo. Y en esa vereda está marcada la huella de mi pie porque la pisé cuando había cemento fresco, no sé, una pendejada. Aquí oscurecía y aun así seguíamos jugando. De repente las mamás empezaban a gritar nombres y todos nos íbamos corriendo a casa. Mirá, en este kiosco compré mi primer paquete de Parliament.

»¿Te lo imaginás? Yo metido en un coche policial y me da por la nostalgia, qué boludo. Entonces empecé a pensar en lo que dicen, que al morir ves pasar tu vida, y me dio risa porque de alguna manera era cierto. Uno de los milicos me debió ver sonreír y me empezaron a pegar y ya no pararon».

El muchacho que hablaba se calló de golpe, se quedó mirando el vacío de la pared embaldosada de la cocina. Pese a lo que se pueda pensar, los lugares, como las personas, tienen órganos. El centro fundamental de las emociones del hotel estaba entre fogones, neveras y fregaderos. Y era allí donde se mantenían las conversaciones dolorosas. Alguien le pasó una taza de café (café soluble, a la francesa) y ya no se dijo nada más.

No todo el mundo llegaba al hotel entero, a veces solo venía una parte del cuerpo. Restos de naufragios que llegaban flotando hasta la puerta, papeles tirados en la calle, objetos en desuso, carentes de órganos vitales como familia o amigos. Era inquietante ver personas translúcidas. Algunas estaban metidas en política, pero otras ignoraban completamente por qué habían tenido que dejar todo atrás y pasar a la clandestinidad, convirtiéndose en material desmenuzado en el olvido, cuerpos que muchas veces no contaban ni como víctimas.

Hay recuerdos que querrán abandonarme

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