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Primera parte: Introducción / Camino / El pueblo / Las circunstancias / Doña Francisca / Conclusión / Algunas cuestiones previas

(Hotel abandonado cercano al aeropuerto de Ezeiza. Un salón grande. Como las luces de los techos no funcionan, la estancia está llena de pequeñas lámparas de mesa y de pie procedentes de las habitaciones desocupadas. Nos introducimos muy lentamente hasta quedar frente a mamá que está de pie, en medio de la sala).

Acercaos y escuchadme. He de advertiros de que esta historia ha de ser narrada en el lugar adecuado. A mí me fue contada de niña, a lo largo de varias noches, en la penumbra de una gran estancia iluminada apenas por una chimenea y algunas velas. Explicada en la necesidad de no ser olvidada. Tomada a sorbos para permanecer indeleble, pues nunca ha sido escrita. Soy heredera de esta historia de la misma manera que soy ahora su custodia.

Apelo a vuestro silencio y os pido que miréis mi mano izquierda. Con el índice de mi derecha, dibujo una línea que va desde el codo al centro de mi palma, recorriendo el antebrazo. Este que veis aquí era el camino que llevaba al pueblo. No se bifurcaba ni se dividía. Si lo transitabas, acordabas tu destino con él, muchos kilómetros antes. No pertenecía a nadie, solo estaba y se usaba. No tenía salidas, y cuando llegaba a la entrada del pueblo se perdía, entre calles y callejuelas. Este camino se quedaba en el pueblo, y lo que iba más allá pertenecía al conocimiento de los que allí habitaban. Simples senderos y atajos, que apenas eran suelo pisado por un pie detrás del otro durante años. Identificables solo por sus usuarios. Cada uno de ellos con una utilidad y razón particular, y aunque estos pasos no contaban entre las pertenencias, a veces eran heredados junto a las gallinas, los utensilios de trabajo y el ajuar, si lo hubiera. Pero por ahora quiero que miréis este camino, sin apenas curvas desde hace horas, solitario aunque no abandonado. Rodeado de un paisaje baldío de tierra, rocas y yuyos. Un camino que apenas sería distinguible si no fuera por los surcos de los carros, las huellas de los caballos y la compañía silenciosa y paciente de los altos postes de madera que sostenían el cable del telégrafo. El camino que veis y que acaba en la palma de mi mano recorría parte de la provincia de San Juan, en Argentina, a finales de 1800, y todo este vacío que rodea mi mano era desierto. Pero aquí, en el centro de mi palma, está el pueblo, que es grande, con una enorme plaza. Repartidas a su alrededor, casas, pequeñas tiendas y algunas casonas señoriales de familias que, por su cercanía con la frontera de Chile, han hecho buenos negocios. En un lugar destacado, la iglesia, y frente a ella un edificio administrativo donde un alcalde y varios señores toman decisiones. Hay también un pequeño e improvisado cuartel, de lo que ahora llamaríamos policías, aunque son civiles elegidos a dedo por el alcalde, y se ocupan, básicamente, de dar cierta imagen de seguridad en un lugar en el que, desde hace años, no pasa nada. Hasta aquel día en que un telegrama salió en forma de señal eléctrica de algún lugar indeterminado al este de la provincia. Pasó por varias estaciones y finalmente llegó a su destinatario. Para las personas que contribuyeron a que eso sucediera, las palabras que contenía ese mensaje no tenían ninguna importancia. Ninguna de ellas fue consciente de su participación en lo que fue interpretado por la familia Echegaray como un milagro. Inés había sido encontrada con vida y volvía a casa en una semana. Los vecinos oyeron los gritos y encontraron a doña Francisca llorando en la puerta de la gran casona, consolada por el Niño Romero, que hacía las veces de cartero.

Unos días más tarde, el alcalde don Atilino García de las Casas, el secretario, varios administrativos del Gobierno, el jefe de policía, un par de soldados para hacer bulto, varios vecinos y algún curioso que no sabía lo que pasaba esperaban en la puerta de la casa de la familia Echegaray. Y aunque se había descartado la banda de música, Agustino Flores se presentó con su acordeón. El Niño Romero llegó corriendo para anunciar que unos militares a caballo llegaban desde el este, acompañados de una nube de polvo. Un escuadrón de caballería formado por quince hombres se detuvo frente a la casa. Hubo que esperar a que el polvo de la calle se asentara. El secretario se apresuró a limpiar la banda protocolaria que colgaba del pecho del alcalde. Con un gesto rápido y disimulado, el policía agitó la bandera para limpiarla. En el momento en que el alcalde empezó su discurso, el militar al mando del escuadrón ya había descendido del caballo y ayudaba a una mujer a bajar de un pequeño carro que acompañaba a la polvorienta comitiva. Se quedó perplejo cuando don Atilino se interpuso en su camino y empezó una arenga donde se mezclaban la patria, Dios, el territorio, la infancia, el odio a los indios y, si no se hubiera parado de golpe por la indiferencia del soldado al pasar por su lado, habría podido añadir la importancia de la búsqueda de acuíferos subterráneos para el desarrollo de la provincia. Hasta ese momento la mujer que acompañaba al militar se había mantenido cabizbaja y en silencio junto a él. Doña Francisca la miraba nerviosa. Tenía cierto aspecto descuidado, sobre todo en su pelo, y, aunque tenía claro que esa joven era su hija, había algo en el cuadro que no acababa de encajar. No fue hasta que doña Francisca la tuvo a escasos metros que se dio cuenta de lo que pasaba. Todos sus temores se materializaron en la forma de un pequeño bulto envuelto en tela que su hija apretaba contra su pecho. El calor del sol se le hizo imperceptible. Solo podía oír su propio corazón. Un tejido de dolor y angustia se le cosía a la garganta, pues en ese momento tuvo una clara visión de lo que había sido la vida de su hija los últimos años, pero también supo, con una tristeza infinita, lo que sería la vida de su hija a partir de ese momento. Poco a poco la gente que contemplaba la escena fue siendo consciente de lo que significaba ese fardo.

(Entro para añadir una cosa).

Cuando mamá explicaba esto yo me sentía muy pequeña. Gran parte de lo que contó esos días no lo entendí hasta pasado un tiempo. Los detalles y el significado de algunas palabras o la utilización de una expresión concreta en una frase concreta. Las circunstancias me habían llevado a vivir y moverme entre adultos y me daba vergüenza preguntar. Creía que demostrar que no entendía me arrancaría los privilegios de ser tratada como adulta.

(Solo era esto).

Inés, la niña que había sido secuestrada por un grupo de indios a la edad de diez años, volvía siete años después abrazando a un bebé fruto de la deshonra. Nadie hablaba, todo eran ojos. En un momento dado, empezó a sonar el acordeón de Agustino, que, distraído por los nervios de tan gran acontecimiento, no había sido capaz de interpretar la situación. El sonido del acordeón alertó a un pequeño hornero, que se había posado en un poste y salió volando. El pájaro rodeó al grupo de humanos que ocupaban la calle y ascendió en su huida. Desde arriba vio como la gente se dispersaba rápidamente. Ni el alcalde, ni el secretario, ni los administrativos del Gobierno, ni el jefe de policía acompañado del par de soldados para hacer bulto ni los vecinos se quedaron a acompañar a la familia cuando el milagro se había convertido en escándalo. Al volver a mirar, el hornero apenas pudo distinguir al molesto acordeonista y a los soldados, que seguían en la calle.

(Mamá acaba de pie y mira el pueblo desde arriba. Enciende un cigarrillo. Le da un par de caladas, lo apoya en un cenicero improvisado y continúa su relato).

Cuando Inés entró en la casa se sintió abrumada por la cantidad de objetos. Imaginaos la suma de cuadros, cortinas, muebles y cachivaches decorativos. No lograba entenderlos. No estaba acostumbrada a esas formas ni a esos colores. Era un mundo extraño, y las personas que la rodeaban eran desconocidas para ella.

Buscó un rincón en la gran estancia que era la sala, se sentó en el suelo, desenvolvió al bebé y empezó a amamantarlo. La mujer que era su madre se apresuró a hacerle entender que no era el lugar para hacer eso, y menos aún delante de hombres. Inés obedeció de inmediato y anotó mentalmente la prohibición de amamantar al bebé en el salón, en una larga lista de normas y consecuencias recogidas a lo largo de los años que estuvo en cautiverio.

Doña Francisca acompañó a su hija a un cuarto junto al comedor, la hizo sentarse en un sillón y cerró la puerta. Inés se quedó quieta, mirando a la mujer que era su madre, a la espera de recibir alguna orden para continuar alimentando al bebé. Se miraron largo rato hasta que doña Francisca hizo un gesto que fue interpretado como una autorización. Inés se quitó toda la ropa que le cubría la parte superior y acercó el bebé al pecho. Le habló con una voz que nadie había oído aún, en una mezcla de allentiac y español. En ese momento doña Francisca vio el torso desnudo de su hija, la piel tostada por el sol, diversas manchas de suciedad, moretones, rasguños y varias cicatrices decoloradas por el paso del tiempo. También vio a una pequeña niña de cinco o seis meses, de pelo negro y espeso, que se aferraba al pecho de su madre.

Esa noche doña Francisca preparó algo de ropa, hizo que calentaran agua para un baño, cogió algodón, tintura de yodo, vinagre y jabones. La muchacha estaba arrodillada dentro de la bañera mientras la mujer que era su madre la llenaba balde a balde, intercalando agua fría y caliente para no quemar a su hija. Cada vez que Francisca llegaba con un nuevo balde de agua encontraba a su hija exactamente en la misma postura en que la había dejado. Inés se sabía perro y procuraba comportarse con docilidad. Era la más valiosa lección que había aprendido esos años. La vida en cautiverio le había enseñado que la sumisión era entendida y aceptada como fidelidad. Que la fidelidad era la clave de la supervivencia y la supervivencia su única razón de existir. Se había convertido en un elemento de uso, un objeto vivo funcional, intercambiable, sustituible, y no era capaz de ver que, llegados a ese punto, ya no existimos.

Pero volvamos a la bañera donde hemos dejado a Inés.

Con el agua hasta el pecho el mundo se le detuvo. Parpadeó varias veces hasta cerrar los ojos completamente. El agua caliente la despojó del peso de su piel. Adormilada, sintió el olor de su propio cuerpo mientras se disolvía y mutaba en un ser líquido. Se dejó llevar por el torrente, descendió entre rocas y troncos como un habitante más de ese río. Atravesó el continente de lado a lado hasta donde nunca había llegado nadie y descubrió que acababa en un infinito de agua que la acogió inmediatamente. Doña Francisca, muy asustada al ver que el cuerpo de su hija había desaparecido en el agua jabonosa, metió la mano hasta el codo, buscándola entre todos los mares de la bañera. Cogió a su hija del pelo y estiró con fuerza para que emergiera y pudiera respirar. La muchacha abrió la boca e inspiró todo el oxígeno de la habitación. Doña Francisca se sintió mareada por la falta del aire que le había arrebatado su hija. Inés miró a la mujer que tenía delante y entonces la reconoció. Petne. Pero no hubo nada más, solo pudo darle un nombre, colocándola en el rango adecuado. No hubo en ese momento, ni más adelante, ninguna emoción relacionada con ese parentesco. Cuando Inés salió de la bañera, su madre la cubrió con una toalla. Le tocó suavemente el pelo. La olió y la miró buscando en ese rostro el rostro de su hija de diez años. La abrazó, pero, por desgracia, no existía piel suficiente para ese contacto y ese roce se volvió doloroso. Inés recogió al bebé, que estaba en un pequeño cesto junto a la bañera. La desvistió. Antes de meterla en el agua caliente miró a doña Francisca pidiéndole aprobación con una pequeña súplica en forma de sonrisa. Más adelante, doña Francisca recordaría ese momento como la única vez que la vio sonreír y el único gesto de cariño de su hija hacia el bebé.

Pobre doña Francisca, miradla, envejecida en apenas unas horas. Sabed que creyó perderlo todo cuando su hija desapareció. Aún recuerda correr en el sentido contrario de la huida de la gente, los gritos y las personas tropezando con ella. Recuerda notar en la boca del estómago el peligro de su hija, la certeza de que un dolor irreparable se estaba gestando. Recuerda correr fuera del pueblo, siguiendo el rastro de tierra removida por los caballos hasta que ya no pudo más. Recuerda volver sobre sus pasos y, sin ninguna sorpresa, encontrar el camino plagado de pequeños objetos cotidianos esparcidos por el suelo, pañuelos y piezas de tela, bolsas de arpillera y algún sombrero que la turba de indios había perdido en su huida. Pecio de objetos personales a quinientos kilómetros del mar. Recuerda fijarse en cada uno de ellos, y cómo quedaron impresos en su memoria. Jamás olvidará la sensación al encontrar uno de los zapatos de su hija, uno de esos zapatitos altos, de suela dura y largos cordones. Aferrarlo con fuerza para retener en él algo que no puede explicar, porque ese objeto es su hija y al mismo tiempo su carencia.

(Enfócame un momento que quiero comentar algo).

Mamá, quiero que sepas que al final entendí que hablabas de muchas otras personas. Que había un relato paralelo al tuyo abrazado a la vivencia de todos los adultos que te estaban escuchando. Un reconocimiento mutuo en un código de dolor. La desaparición de alguien es un castigo múltiple, es un estallido mudo. La imagen de un montón de cuerpos saltando por los aires en cámara lenta. Afecta de manera profunda a todos los que rodean el hueco incomprensible de su ausencia y deja una cicatriz honda e indisoluble.

(Volvamos al relato).

El rapto de Inés no significó solo una pérdida física: a Francisca le arrebataron su maternidad, su embarazo, su parto. Se llevaron a una niña de diez años y, al hacerlo, se apropiaron de cada uno de esos diez años. Se llevaron todo lo que era y lo que había sido, todo lo que significaba su presencia para otros, los elementos intangibles de su existencia. Esos pequeños detalles que hacían que su madre supiera que estaba en un lugar concreto en un momento dado. Hasta ese momento, si doña Francisca no veía a su hija era capaz de imaginarla en algún lugar. Cuando desapareció ya no supo dónde situarla. El silencio se lo tragó todo y tuvo que aprender a tenerla sin poseerla. Vivió, a partir de ese día, una maternidad vacía, exenta de la razón primaria de ser madre. Inés creció en ella como un ser inmaterial que ocupaba todos los hechos. La soñó. Creó un santuario en su cabeza con lo que le gustaba de ella, con lo que quería que fuera. A medida que habían ido pasando los años, había añadido nuevos recuerdos a ese espacio para compartirlos con la hija imaginada. Pero esos elementos crearon una imagen atemporal, un ser eterno y ficticio, que la mantuvo niña todo el tiempo, que contestaba lo que Francisca quería oír, que actuaba según sus parámetros. Tan obediente y disciplinada como nunca llegó a ser en su infancia.

Por su parte, durante su cautiverio Inés tuvo que recomponerse como persona en un ambiente hostil y nuevo y decidió, inconscientemente, de qué elementos debía prescindir. Lo primero que desapareció de su recuerdo fue su familia, y con ella su significado. Mantenerla en la memoria durante el cautiverio habría sido doloroso e impedido la supervivencia. Aunque vio y reconoció a su madre no fue capaz de entender lo que implicaba. No le quedaban sentimientos relacionados con ella, esos ya no estaban, habían sido sometidos año tras año hasta desaparecer.

No podemos culparlas, ninguno de nosotros tiene derecho a juzgarlas. Solo podemos observar e intentar entender que la madre distorsionó su recuerdo para sostener la pena y el pánico a olvidar a su hija y, por otro lado, que la desolación y el miedo se apoderaron de la niña. Ninguna de las dos ha permanecido indemne. Me detengo aquí, y desde ya os advierto de que no debéis depositar vuestras esperanzas en el reencuentro de estas dos mujeres. En esta relación solo hay pérdida y desconsuelo. No hay restauración posible. No quiero que os sintáis engañados. Este es el campo de una batalla perdida. Cuando las separaron fue para siempre.

(El pueblo, el camino y el desierto van desapareciendo gradualmente. Las personas que han escuchado la historia regresan de ella poco a poco, mamá los mira y dice su frase final).

Mañana más. Es tarde y hay que dormir.

Hay recuerdos que querrán abandonarme

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