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Segunda parte: Explicaciones / En la calle / Doña Francisca / Inés

(Salón grande. Para la ocasión han trasladado los sofás, butacas y sillones que han encontrado por el hotel. Mamá se sienta y coloca sus herramientas para fumar en el suelo. Cenicero, paquete de Jockey Club, encendedor, una taza de café y una libretita a la que nunca recurre).

Acercaos y escuchadme. Debéis recordar que Inés había regresado casi una década después de que un malón se la llevara a la edad de diez años. Ahora, con una bebé en brazos, era devuelta a su familia por el ejército argentino. Sobre doña Francisca solo puedo deciros que el tiempo pasa pero tiende a acumularse tenazmente en los recovecos de lo cotidiano, espesándose como arcilla y, cuando queremos darnos cuenta, ese barro seco nos ha moldeado, impidiéndonos otro movimiento que no sea la quietud de la nostalgia.

Por su lado, Inés era un espectro sin haber muerto. Fue despojada de su cuerpo antes de los trece años. Como los árboles, creció de dentro hacia afuera creando capa sobre capa, renunciando al exterior y escondiendo a una niña en su centro.

El primer ser vivo que esa mañana pisó la calle fue la gata de la casa del fondo. El viento de la noche había borrado todo rastro de movimiento en la superficie del suelo arenisco. Sin saberlo, estrenó un mundo sin uso, dejando impresas sus pequeñas huellas en él. Se paseó trazando una línea de puntos que la seguía allí donde iba, conectando casas y calles a lo largo de la avenida. Desde la calle pudo ver al alcalde mirándola muy pensativo. Don Atilino García de las Casas había dormido poco y mal, era consciente de que la imagen de poder del señor Echegaray se había visto mermada al tener descendencia mestiza y estaba valorando si esa debilidad era una percepción propia o un hecho consumado. En caso de ser lo segundo, cavilaba si se aprovecharía de ello de manera directa o si lo haría a sus espaldas. Al pasar la gata junto a la iglesia, una pequeña hoja del algarrobo que custodiaba la puerta se soltó de su tallo y empezó a caer negando obstinada la gravedad, rehusando llegar al suelo hasta pasada la tarde. El señor cura, que utilizaba el confesionario como instrumento para sus pesquisas y examen de la moral de los feligreses, esperó mansamente toda la semana a que doña Francisca le reclamara el bautizo de la bebé. Pero cuando su paciencia estaba al límite del colapso y, muy afectado, se disponía a cruzar el pueblo, recibió la visita de un miembro de la familia Echegaray que lo reclamaba para un asunto de suma importancia.

Una cría de zorzal cayó de su nido junto al poste de telégrafo. Murió hacia el mediodía, su cadáver fue poblado por hormigas, moscas y gusanos y finalmente enterrado por el polvo. Semanas más tarde su pequeño cráneo blanquecino fue encontrado por un niño que lo guardó, como un tesoro infantil, en una cajita de latón. Aunque nadie había visto al bebé, se afirmó que el espeso cabello le nacía en mitad de la espalda, como fruto de la incompatibilidad de sangre de la muchacha y un ser salvaje. El cartel del economato, que desde que lo instalaron había chirriado al oscilar con el viento, dejó de hacer ruido y jamás se lo volvió a oír. Agustino Flores seguía dándole vueltas a su «actuación musical», «discurriendo en su laberíntico discernimiento» si la «elección melódica» había sido la correcta. Justo en el momento en que nadie miraba hacia arriba una nube dibujó un círculo perfecto y se diluyó en la nada, desencantada de que nadie se percatara de su proeza. Varias personas autoproclamadas miembros de la aristocracia social ideaban excusas para visitar a la familia, apelando a una íntima amistad inexistente. Ante la sospecha de que no se les permitiría entrar en la casa, fantaseaban con el inflamado discurso que darían a sus allegados afirmando que no tenían ningún interés en el turbio asunto del bebé ni en la infausta familia. El aguatero atravesó la plaza acompañado como siempre del sonido del agua jugueteando en las tinajas de barro. Cuando, con el tiempo, esa profesión desapareció, solo el Niño Romero se percató de que esa pequeña añoranza que le cubría el pecho era por la falta del sonido, del chapoteo hueco, que acompañaba al vendedor de agua.

El grupo de militares montó sus caballos y dejó el pueblo con la misma sobriedad con la que había llegado. Nadie podía ver la profunda desesperación que los acompañaba. Cientos de indígenas muertos los escoltaban en silencio. Acampaban con ellos, se acurrucaban junto a sus verdugos por la noche, los acompañaban cuando orinaban o cagaban, cuando vomitaban borrachos, cuando se peleaban entre ellos. Los veían cuando se arrepentían, llorando o rezando, los miraban cuando los recordaban. Solo los dejaban alejarse cuando los soldados entraban en batalla, y los observaban a lo lejos, sin juzgarlos, esperando su regreso. Cuando uno de ellos no volvía, sus muertos empezaban a recordar lo que eran. Recordaban ver el Jáchal, serpenteando, frío y furioso, abriéndose paso entre las rocas. Recordaban acompañar a sus padres y luego llevar a sus propios hijos a pescar en las lagunas de Guanacache. Recordaban los hechos cotidianos, el largo y trenzado quehacer del día a día acumulado a lo largo de los años. Volvían a formarse como seres del desierto, volvían a hablar su idioma, recuperaban las razones de sus tradiciones y recordaban hechos anteriores a ellos, cuando eran pobladores legítimos de todo aquello que veían. Y finalmente dejaban esta tierra sanados y orgullosos, recordando lo que fueron, porque nadie debe morir desmemoriado. Pero esa caravana invisible no paraba de crecer. Aumentaba en tamaño y forma con obstinada promiscuidad de colonizador. Un colonizador que, desde el día en que llegó, pretendió domesticar utilizando la barbarie. Porque avasallar es un concepto civilizado, como oprimir o someter. Se justifica con insolente simpleza, pero, curiosamente, solo en beneficio de uno de los bandos, y jamás, a lo largo de la historia pasada, presente y futura, cambiará.

A las afueras del pueblo, al atravesar capas de aire caliente de diferente densidad, la luz creaba la falsa imagen de un inmenso lago que acompañaba a los soldados alejándose. Verdugos caminando milagrosamente sobre las aguas como un grupo de falsos mesías. La gata los miró un largo rato aparentando curiosidad. Volvió tranquilamente a la casa del fondo, junto a la arboleda. Orinó en el lugar habitual y entró por una ventana abierta que daba a la cocina.

Desde que su hija había vuelto, el espectro de la pequeña Inés la visitaba de madrugada en forma de niña, con quejas y reproches: «No corrió usted lo suficiente, no imploró lo suficiente, no me buscó lo suficiente». Se despertaba sobresaltada y se quedaba sentada en la cama. «¿Y vos por qué no huiste?»

La duda la desvelaba. La oscuridad se arremolinaba en la ventana con la lenta pereza del tiempo. El sol amenazaba desde más allá del horizonte, sugiriendo un territorio desconocido por detrás del límite que frecuentamos. Los desempeños del mundo cotidiano se ponían en marcha junto al dolor de espalda y las piernas hinchadas.

Durante estos años lo cotidiano para doña Francisca era la organización de la casa, el quehacer habitual de una mujer de su rango. Esto incluía, entre otras tareas, la gestión de las compras y los arreglos puntuales, la comida (entendiendo esta tarea como la potestad para establecer qué se comía y cuánto se comía), la atención a las visitas si las hubiera, la organización de la limpieza, el adecuado crecimiento de las plantas dentro y alrededor de la casa, que todo estuviera en su lugar, más allá de que el objeto inspeccionado deseara estar allí o no, el control de los estados de ánimo de las diferentes estancias, la distribución del calor en invierno y las corrientes de aire en verano y, por supuesto, una revisión diaria y exhaustiva de la habitación de su hija desaparecida.

Atravesaba esa puerta en silencio. Desde allí observaba cada uno de los objetos que la representaban y que permanecían intactos desde el mismo día en el que se produjo el malón. La vida de su hija dependía de mantener ese lugar seguro. Si se acumulaba demasiado polvo, su hija sufriría; si olía a cerrado, su hija padecería algún tipo de mal; si la habitación estaba fría, su hija sentiría un dolor infinito; si estaba demasiado oscura, no vería; si al limpiarla se desordenaba algo, se rompería la armonía en su armazón de creencias. En el interior de doña Francisca un fino hilo de incoherencias sostenía todo un mundo de certezas: sobrellevar una desaparición es inasumible, y no hay lógica que se pueda sostener en esa tierra donde la esperanza es una ventana abierta a un abismo al que ella se lanzaría inmediatamente.

Muy de vez en cuando doña Francisca entreveía la posibilidad de un futuro en el que no volvía a ver a su hija con vida. Cuando llegaba a esa conclusión algo la sacudía por dentro, justo en el espacio que había ocupado su hija en ella. Era el castigo de un ser superior que la amenazaba con arrebatarle lo que estaba desechando. Un ser obsesionado con ser amado y temido simultáneamente, y en la misma imposible proporción.

Ahora que le habían devuelto a Inés, doña Francisca se sentía engañada. Jamás se imaginó que recuperarla no le saciaría el deseo de que regresara. Seguía extrañándola, sufriendo por no tenerla, con la constante incertidumbre de no saber qué había sido de ella, como si su hija aún viviera desaparecida. A doña Francisca la mataba el no saber dónde estaba la parte de su hija que no volvió. Y, lo más difícil de asumir, las causas de que esa parte no volviera.

En esta nueva casa Inés descubrió, otra vez, leyes y normas que le eran confusas, que regulaban el comportamiento que otros deseaban de ella. Normas para amamantar, que le indicaban el lugar y el momento, y que nada tenían que ver con el hambre de su hija o con su necesidad de descubrir su pecho para alimentarla. Otra vez el cuerpo como frontera. Demarcada por otros. Y vuelve a no pertenecerse. Inquilina de sus manos, de la piel que la cubre, en una vida de arrendataria como habitante de un cuerpo cortado a cuchillo que debe mantenerse en pie a fuerza de sumisión. No entendía la ropa que debía llevar. No entendía por qué no podía dormir desnuda; por qué tenía que desvestirse y luego vestirse para dormir. No entendía el comportamiento que se le reclamaba, que le exigía moverse de una manera concreta, expresarse solo con palabras, no gritar, ni correr, ni salir de la casa cuando quería; Inés sabía que al final había conseguido moverse con más libertad cuando estaba secuestrada. Ahora era incapaz de comprender la utilidad de la infinita cantidad de objetos que necesitaban para comer. La queja, que expresaba con gestos sumisos, era inútil, y se topaba constantemente con las decisiones de su madre. Otra vez espacios prohibidos, observada en los gestos y jamás escuchada.

No olvidemos que, igual que ella, somos animales en movimiento, nacemos con todo por hacer o aprender. Nos construimos a partir del camino. Lo que nos rodea nos modela y establece la lente a través de la que vislumbramos nuestra existencia. Lo observado y desde dónde. A las circunstancias individuales hay que sumarles las mañanas y las noches (una tras otra), con sus esperas y sus vacíos.

Inés recordaba poco o nada de su vida anterior al malón, y hubiera sido incapaz de expresar con palabras en qué consistía su existencia en la comunidad india donde había vivido casi una década. Su mensaje estaría plagado de ruidos y silencios. Un sendero que no está hecho de vocablos. Un idioma interno, bajo la epidermis, formado únicamente por sensaciones. La presencia de algo vivo y ajeno en la boca, como dedos escarbando bajo la lengua, un ruido tras los ojos o pequeños seres chillando en el interior de su vagina. La vida de Inés pertenece a un territorio de saqueo. Solo podría ser representada con un grito, uno que te sacudiera la ropa, que fuera vírico, que se contagiara solo por el hecho de ser escuchado ¿Lo tienes? ¿Lo has dibujado en tu cabeza? Ese grito ya existe. Ese grito resuena desde siempre. Está tan vinculado a la vida como a la muerte. Desde que la primera víctima fue víctima. No tiene bando, ni doctrina. No entiende de edades, ni de idiomas. Aunque nos hemos negado a escucharlo, es mayoría, y seguirá creciendo hasta extinguirnos.

(Esta vez, al acabar, mamá no sonríe).

Hay recuerdos que querrán abandonarme

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