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Huida y hotel

(En el salón, solo hay una luz cenital. Esta vez estoy en el centro de la escena).

Cuando la vida era nada, una simple lluvia lo inundaba todo. Cambiar era lenguaje, correr era fuga, como también lo era callar. Cuando el silencio era supervivencia y la distancia se medía en días, yo apenas tenía siete años y habíamos perdido estrepitosamente. Cuando huíamos como solo se huye en las guerras, nos escondimos temporalmente en un hotel abandonado. Había sido ocupado por varias personas que escapaban de la represión impuesta por la dictadura de Videla en la Argentina de 1976. Miguel y su mujer, Ana, compañeros de partido de papá y mamá; llevaban ya una temporada allí, y fueron las personas que nos permitieron la entrada en esa comunidad. Llevábamos alrededor de tres meses de huida y más de dos mil kilómetros recorridos entre trenes, coches y autobuses, viendo pasar paisajes cuyo único elemento en común era el propio cambio, viviendo en casas de amigos, de familiares o de meros conocidos. Segundas residencias, pisos de alquiler o casas de veraneo, todas ellas desocupadas, que sus dueños nos prestaban de manera no oficial, dado que nadie, y mucho menos nosotros, quería que se les relacionara con las razones de nuestra huida.

Fue en las noches de ese hotel donde mi madre, con su característico tono de profesora de literatura clásica, le contó a su hija y a todo aquel que quisiera acercarse la historia de su familia. Personajes llenos de pérdidas y fracasos, soledades y tragedias.

Ahora, unos segundos después de anunciar que por esa noche había acabado, oí a la gente respirar. Poco a poco se fueron materializando: llegaban a la realidad asombrados y curiosos. Mamá tenía eso. Cuando hablaba, la gente se callaba. De más joven había dado algún discurso en mítines del partido socialista argentino. Dicen que era muy buena. Me lo creo.

Hay recuerdos que querrán abandonarme

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